13 de diciembre de 2013

Lo que Rafael escribió y se quedó en el tintero

Hace unos días, un amigo con el que no conversaba desde meses me preguntaba por qué “me peleaba” con algunas personas a través de este blog, es decir públicamente, por qué mencionaba con nombres y apellidos a gente con la que había tenido problemas, y por qué hablaba de esos problemas tan abiertamente. Dijo que le parece “cruel” de mi parte, y que una “figura pública” como yo no debería hacerlo.
Me pareció que tenía más ánimos de regañarme que de oír razones o pretextos, así que lo dejé que me regañara y después le contesté de manera taxativa, no muy matizada y tono elevado: mi blog es mío y escribo lo que quiera, no soy una “figura pública”, sino alguien que escribe (“un güey que escribe” dije en realidad), detesto a los farsantes y, si un imbécil viene y me insulta a gritos, se arriesga a que le reviente la cara, como pasaría si el insultante fuera yo. No es otro el riesgo que corro al escribir lo que escribo con mi nombre y apellidos, y al toparme a las personas cuando me las topo, y es por eso que los cobardes prefieren el anonimato (que no es lo mismo que usar un nick): para no asumir las consecuencias de sus actos, de sus palabras y de sus idioteces. (Creo que dije “pendejadas”; podría jurarlo, porque me conozco.) Y que, claro, después de años de trabajar en lo que trabajo estoy harto de los que se la pasan saboteando cosas que no entienden, boicoteando a gente que no lo merece, armando chismes estúpidos, pero a veces efectivos, y metiendo bronca por envidia o capricho, sin aportar más que su amargura, las flores de su mediocridad humana y, si acaso, un remedo de obra.
Se me pasó la mano en el tono, y me disculpo; sólo era un modo de que me oyera. Como sé que me está leyendo, lo voy a poner de forma un poco más digerible y –ojalá– menos molesta.
Soy un güey que escribe. I. Uno se puede equivocar seriamente si llega a creer que es más de lo que es. En la particular ecología salvadoreña me tocó ser novelista, como a otros les toca ser cobradores, sociólogos, obreros o pastores del Tabernáculo Bíblico Bautista. Mi oficio es escribir. Es mi obligación, no mi privilegio, ser un buen escritor, y estoy aprendiendo. Lo importante es que mi obra sirva; yo soy incidental. Una “figura pública” de algún modo influye, modera, provoca o lo que sea. Para eso están los políticos, los arzobispos y los motivadores personales; yo soy otra cosa: un güey que escribe, ni más ni menos. Si llego a tragarme que soy “una figura pública”, voy a escribir y a actuar pensando en mantener ese status y –lo siento– no me interesa. Si mi obra hace que yo salga en el diario o en la tele, qué bueno, pero mi objetivo no es que me vean o me “reconozcan”, sino que los lectores se diviertan al leer lo que escribo. Si lo que diga o escriba –dentro o fuera de mis libros– va a tener alguna influencia, será por añadidura; mi objetivo es divertir a la gente. Para ganarme la vida (y no sólo porque de eso me gane la vida), trabajo como escritor, con otros escritores, y me muevo en un radio de un par de kilómetros, de La Casa del Escritor a mi casa. No busco que me entrevisten, no busco publicar en ninguna parte (a veces hay editores generosos a quienes les interesa alguna novela, o me piden artículos sobre esto o lo otro), rara vez asisto a recitales, presentaciones, inauguraciones y todo eso, y tengo contacto con poca gente aparte de la gente de La Casa y de mis amigos, que a veces son los mismos, y algunos familiares. No hay paparazzis en el techo de la casa de enfrente esperando a que salga en bikini, no me hablan para preguntarme qué pienso de la ley antiterrorista –no creo tener una opinión acerca de todo–, y sólo en contadas ocasiones para averiguar acerca de lo que escribo o del trabajo de La Casa. Si soy una “figura pública” no es porque lo haya pedido, y no me siento cómodo con la idea. Si “simplemente es así”, pues que así sea, y me aguanto, pero eso no va a cambiar mi modo de hacer las cosas, porque dejaría de ser lo que soy y quien soy, y me caería mal cuando me viera en el espejo. (Ya estoy bajando de peso y me gusto un poco más. Dentro de veinte o treinta libras me sentiré soñado, y no llamaré a la prensa para que se entere; no creo que haga buen papel en la versión local de Ventanteando.)
Soy un güey que escribe. II. Si en función de mi trabajo como empleado de CONCULTURA (el argumento que más se esgrime: “Un funcionario público no debe decir ciertas cosas”) no puedo decir lo que me parezca correcto o denunciar lo que me parezca incorrecto, qué feo sería trabajar donde trabajo y en lo que trabajo. Lo que estoy “vendiendo” al estado (a los que pagan impuestos, pues) es mi tiempo, mi trabajo y mi experiencia, no mi alma. Si dejo de tener opiniones personales y actitudes personales sólo porque trabajo “en el gobierno”, qué pereza y qué vergüenza. Hay algo paradójico: “Los de siempre” se quejan de que los funcionarios de CONCULTURA son burócratas más bien vacunos –no digo que lo sean, sino que eso dicen–, pero, cuando uno trabaja bien, exigen que uno sea del estilo que ellos mismos dicen despreciar, porque así el mundo es más comprensible. Lo mismo: qué pereza y qué vergüenza. (Y vieran cómo se ponen esos mismos cuando les toca de funcionarios públicos...)
Mi blog es mi blog. Esto es lo más cercano que he hecho a un diario personal, con la diferencia de que lo comparto con quien quiera leerlo. En un diario personal uno pone lo que se le pega la gana, o así debería ser. Lo que está aquí es porque así pasó, o así recuerdo que pasó, y porque es lo que pienso, lo que me alegra o me enoja o impresiona, o cosas tan básicas como eso. No estoy pensando en proyectar una imagen, convencer a nadie de nada ni hacerme el muchacho de la película. A lo sumo seré un poco más claro en mi redacción y escribiré con mejor letra (tengo una letra casi rúnica), y asumiré que alguien más lo lee aparte de mí; pero escribiría lo mismo en el querido diario que tuviera debajo de la almohada, en el mismo tono y expondría las mismas ideas, con las mismas implicaciones. Agradezco a los amigos y compañeros que comparten este blog –y los suyos– conmigo, agradezco también a Los De Siempre con todo su dolor por sí mismos, agradezco a los visitantes eventuales, agradezco a los que se toman la molestia de poner algún comentario. Algo garantizo: escribo lo que escribo porque es lo que quiero escribir. Cuando sientan que estoy echando paja para hacerme el gracioso o para apantallar, por favor dejen de leerme, porque nadie merece eso.
Detesto a los farsantes. Uno de los objetivos explícitos de La Casa del Escritor (así está escrito en el proyecto original) fue dignificar un oficio que en El Salvador estaba “desdignificado” por los propios escritores, o los que navegan con bandera de tales. (Los de verdad se dedican a escribir y no se andan con tanta faramalla.) Se puede describir a estos último con una analogía musical: la niña que, después de un par de meses, aprende a tocar “Los changuitos” en el piano y exige que se le reconozca como pianista, aunque ella misma sepa que no lo es. (Claro que con el tiempo llega a convencerse. Aquí hay una versión malísima de “Los Changuitos”, en video, y aquí está la partitura, por si alguien quiere declararse pianista aunque tenga que aprender a leer música.) “Dignificación”, en mi lenguaje personal, significa “profesionalización”, y ésta a su vez significa –en parte– una actitud madura hacia el oficio, no una feria de vanidades o un desfile bufo constante en el antro de moda. Habrá quien reaccione contra esto, porque tomarse las cosas en serio provoca reacciones, y qué bien; pero sólo la obra puede hablar por uno, y allí es donde se sabe quién es quién. No voy a molestar a los farsantes motu proprio, porque solitos flotan: todo conocimiento es comparativo (es una frase que me gusta), y los lectores no son tontos. Cuando aparecen buenas obras con las cuales comparar las de ellos, las cosas caen en su lugar. Ése es mi trabajo: ayudar a que las cosas caigan en su lugar. ¿Quiénes son los farsantes? Ellos saben. Todos sabemos. Los nombres y apellidos son incidentales; siempre hay, siempre se parecen y siempre se quejan y presumen de lo mismo. (Aquí la respuesta obvia de Los De Siempre será decir que el farsante soy yo. Que así sea. Pero el que yo pueda ser un farsante no los convertirá a ellos en buenos escritores, ni en más de lo que son.)
Por qué me peleo. Hasta donde he visto, siempre en la lógica del diario personal, no me peleo. A lo sumo discutiré, si me dan la oportunidad o quieren que les dé la oportunidad; en general he recibido insultos, amenazas, regaños y descalificaciones. No me he pelado con nadie, según noto al revisar el blog. A lo sumo habré respondido a menciones directas con menciones directas, y habré puesto mis opiniones al respecto. O he planteado temas de discusión. Si “ellos” creen que eso es una pelea, que lo crean; es su fuero. Lo que no veo de su parte son argumentos, y sí un deseo de hacer daño por el simple hecho de hacerlo, o porque destruir hace parecer que sus Changuitos particulares son obra de algún interés.
Por qué menciono sus nombres. Porque han mencionado el mío, y en este blog, en tiempos recientes, se ha visto con qué intenciones, en qué contextos y en qué términos. Por eso alimenté la discusión, para que quedara expuesto lo que esa gente es, cómo funciona y –¡siendo artistas, o sea...!– cómo se expresan cuando no están en público o en persona. Si en algo he mentido o me he equivocado, que me lo digan y con gusto voy a rectificar. La respuesta, hasta ahora, ha sido el silencio público y más chismes del tipo que ya conocemos. (Es cierto, vivo como ermitaño. Pero vieran de lo que se entera uno aquí encerradito. Por eso sigo encerradito.)
Por qué escribo algunas de las cosas que escribo (es decir las “peleas” y eso). Por dos motivos: A) Hartazgo. B) Exorcismo. Llega un momento en que me harto y suelto lo que tengo que soltar para que no me rebase y me enferme. A veces lo hago en el blog, a veces en otras partes y en otras cosas. Luego, con esas cantidades de energías negativas y amargura y dolor, algo se le pega a uno; es imposible evitarlo. Escribirlo en el querido diario es un modo de no quedarse con ello, o de ponerlo en la manejable escala de las palabras. Escribirlo en un querido blog es devolverle a esa gente algo que le pertenece, y con lo que no quiero quedarme. Es decir: si alguien no me pone propaganda política en el plato mientras estoy comiendo, puede estar seguro de que no voy a escribir sobre eso. Si alguien no reparte pornografía infantil con el cliente de correo de Krisma, seguro que no lo voy a escribir y, la próxima vez que lo vea, no le voy a romper el hocico.
En algún post hay una mención a mi amigo, en la que dice que capté mal algo que dijo en público, y que varia gente --yo incluido-- interpretó como una referencia directa a mí. Le ofrecí ponerlo por acá, para aclararlo, y me dijo que no. En el contexto no vi equivocación de mi parte, pero igual la regué, y quizá valga la pena mostrar la contraparte. La oferta sigue en pie.

14 de abril de 2012

Un viejo amor

I

Uno está en ocasiones
atroz como una puerta
y es —si acaso es algo—
mano, bisagra y llanto

Y ya nunca llorar

Cuando uno está entrenado
—dar vuelta de campana, ladrar
fingirse muerto—
las cosas no caminan como deben
El tiempo pasa lento
los taxis huyen lentos
el sueño se desvela y uno se cree santo
y triste
y en realidad sólo piensa en otra cosa

Cuando se acaba el día
si es que se acaba
duelen los pies en serio
la pomada no ayuda, los suspiros
no ayudan ni para estar insomne
Cuando acaba la noche
si es que se acaba
se recuerdan los sueños de tres noches atrás
saludan de lejos con manecitas tristes
y eso, amor, es irse al diablo

(Es oscuro el cementerio de los sueños)

En fin, que arden los ojos
al despertar y cuando el dormir falta
y cuando se está lejos de uno mismo
cerca de nadie en especial
rozando el limbo.
Arden los ojos de agua
arden de tanto ver y de estar ciego
Todo color es vano y no existe memoria
más que de este ardor que ya desangra

Uno camina de nuevo
y duelen más los pies de tantos pasos
de estarse quieto y rayos:
mañana es domingo
nada más que domingo

Quizá sea otro día si lo suplico a rastras
Quizá si fuera lunes sólo tendría la náusea
que da cuando se pierden los calendarios patrios
y las fechas profanas

En fin, amor, que está la casa en calma
y que no tengo casa

Nadie tiene una casa

Fotografía de Mélanie Morand

25 de febrero de 2011

Los años y los hijos

Hace unos días tuve una sensación extrañísima. Después de conversar con mi hijo Eduardo, quien se encuentra en El Salvador, mi hija Valeria pidió su turno, y pues a darle con la platicada con ella.
Lo exrañísimo es que Eduardo tiene 33 años, y Valeria 6, y ni siquiera eso, ni los temas o la madurez o las cosas obvias en una conversación entre dos adultos o entre un adulto y una niña, sino la sensación de estar hablando con dos hijos, y que las pláticas y --Eduardo o Valeria me perdonen-- tuvieran el mismo valor. ¿Cómo clasificar las cosas del cariño, si una plática lo es?
También me di cuenta de que la edad de mi otra hija, Eunice (23 años) es muy cercana a la diferencia de edades entre Vale y Eduardo, y que la diferencia entre cada uno puede ser inmensa, si uno se pone dramático.
Lo que sé es que mis hijos, en especial los mayores, me han devuelto mucho de lo que les enseñé cuando eran niños, y he tenido la fortuna de que fuera lo mejor. En las últimas semanas, ni más ni menos, Eduardo me ha ayudado a recuperar trozos de memoria que perdí en los peores momentos que me ha tocado pasar. Con Eunice siempre estamos cerca, y Valeria me ha dado fuerzas para seguir vivo (los otros también, pero quiero que ella me recuerde, y que me recerde bien).
¡Ah, los años...!

18 de febrero de 2011

Amigos

A finales de diciembre, y también hace algnos días, me llamó por teléfono Leo Argüello desde Montreal, donde vive. En ambas ocasiones no supe muy bien de qué hablar, y me puse a hablar de todo; eran casi veinticinco años en los cuales sólo nos habíamos comunicado, cuando la tecnología lo permitió, por correo electrónico.
Y no es que no tviéramos nada de qué hablar; si algo hicimos con Leo fue hablar. De teatro (es un excelente actor, de las huestes del mítico Sol del Río 32), de literatura, de música. A él le debo el conocimiento de Stanislawsky, de Bob Marley, Peter Tosh y Jimmy Cliff, de los rincones más oscuros e interesantes del blues. A eso de las tres de la mañana nos vencía el hambre, más que el sueño, y nos íbamos a un changarro que estaba en Viaducto y Tlaalpan, a comprar cigarros y unas inmejorables qesadillas de sesos. Y a seguir conversando hasta el amanecer. Después yo me dormía en el sofá, a la luz de una vela que servía para quitar el olor del hmo del tabaco. A media mañana, medio despiertos, algo de desayunar y un poco más de plática, y a mediodía de regreso a mi casa.
No siempre fue así; a veces nos veíamos en otras partes, pero es lo que recuerdo con más vividez. No siempre había esos desvelos, pero de que los había, los había, como cuando nos reuníamos en casa de Beto Acevedo, el único salvadoreño con el que mantve contacto hasta que salí de México, vaya uno a saber por qué.
Beto también me ha llamado varias veces por teléfono y, como cuando llamó Leo, han sido pequeñas inyecciones de vida. Quizá de eso se trate con los amigos: que con su presencia, aun lejana, lo hacen vivir más a uno.
Cuando estuve en Francia me perdí de conocer, se supone, lo que todo turista (prefiero llamarme visitante) debe conocer. En realidad, aparte de estar en Nôtre Dame, fui para estar el mayor tiempo posible con mis amigos y platicar con ellos. Preferí varias horas de plática con Thierry Davo que los puentes sobre el Sena, unos cafés (jugos en mi caso) con Alain Mala que un cementerio o un pae de catedrales, y pude mezclar el museo de Rodin con la plática cuando Carlos Ábrego y yo visitamos a Elizabeth Burgos.
Cuando me invitaron a la feria del libro de Buenos Aires, suspendí un tratamiento que se suponía urgente (pero ¿qué es una sola semana?) para poder conversar con mi amigo Nicolás Doljanín y saludar a mi maestro de periodismo, Carlos Vanella. Y lo mismo: conocí algunas cosas, cumplí con mis compromisos, compré algunos libros (entre ellos las obras completas de Borges, para los envidiosos), y el resto fue platicar con Nico y platicar y, claro, comer empanadas, asados y esas cosas que hacen los argentinos. (En Francia también sufrí de una sobredosis de comida deliciosa, cabe aclarar.) Creo que cada vez regresé con un poco más de vida, incluso cando estuve en Bolivia conversando con mi amigo René Bascopé. Fue una plática breve; él estaba en una tumba pequeña y modesta en el Cementerio General. Valió la pena el viaje.

3 de febrero de 2011

Un buen novelista

La primera vez que supe de Mauricio Orellana fue en 2000 --creo--, cuando ganó el primer lugar de los juegos florales de San Salvador, en el género de novela, y a mí me tocó ser uno de los jueces que le dieron el premio. Fue por una novela que se llamaba La marea. Me pasé un par de semanas especulando quién de los escritores --o escritoras-- salvadoreños --o salvadoreñas-- conocidos --o etcétera-- la habría escrito, y no me daban las cuentas. Tenía una voz bastante particular y propia, lo que descartaba a un principiante puro y duro, o a uno de los novelistas de a dos por el dólar que se autopublican regularmente. Abrimos la plica y, francamente, ni idea (aunque ya le habían dado un indigno tercer lugar en el mismo certamen).
Yo trabajaba en El diario de hoy y tenía el pretexto para llamarlo para hacer una nota sobre el premio y, de paso, averiguar quién era. Y lo llamé, y me enteré de no mucho más de lo que ya sabía. (La nota se publicó, desde luego en la sección de espectáculos.) Algo me llamó la atención: me dijo que era ingeniero --creo--, que había ahorrado y se estaba dedicando exclusivamente a escribir. No sé si fue esa vez o después, pero le pedí que me mostrara más de su trabajo, y me envió una o dos novelas. De que se la estaba tomando en serio, se la estaba tomando en serio.
Y me fui a visitar a Miguel Huezo Mixco, quien por entonces era director de la DPI, y le dije: "Hay uno nuevo". Le mostré todo mi entusiasmo y le dejé el manuscrito de La marea --creo-- y el teléfono de Mauricio. Mi recomendación para una posible publicación fue Tantra o el pecado al revés, que para entonces ya conocía, una novela extraña y, a su modo, divertida. Me dijo que ya vería, etcétera. Meses me dijo que la DPI publicaría Te recuerdo que moriremos algún día, y en efecto se publicó. Según lo que me había dicho Mauricio, era su primera novela, y se nota. Está técnicamente bien lograda, pero le falta la fluidez de otras que ya tenía en las manos, y que hubieran sido un mucho mejor debut.
Conocí personalmente a Mauricio un par de años después, e incluso dio un taller de cuento en Santa Ana para La Casa del Escritor. En ese tiempo había seguido con su implacable producción, y quizá un poco después escribió otra novela que me pareció bastante buena, y me enteré que se había metido al rollo histórico y se había salido y qué sé yo. Nos encontramos varias veces aquí y allá e intercambiamos algunos correos electrónicos, y siempre me preguntaba qué rayos hacía con todo ese buen material que ha acumulado durante tanto tiempo.
Viendo hacia atrás, supongo que tener paciencia, aunque supongo que a ratos lo habrá mordido la desesperación (a quién no le sucede). Ahora ha empezado a soltar su trabajo, con una publicación en Costa Rica, y al ganar el premio "Mario Monteforte Toledo", en Guatemala (habrá algo más que no recuerde), y ojalá que siga la racha y que las novelas no sólo se publiquen, sino que también se conozcan en El Salvador, porque en serio que, hasta donde puedo decir, están muy buenas. En un país donde la buena narrativa debe buscarse con lupa grande, es algo que se agradece. (Está siempre el problema de que deba publicar en otras partes, pero ¿cómo resolverlo?)
En fin, contento por Mauricio, y por los que (más o menos) hemos seguido su trabajo.

1 de febrero de 2011

La palabra

Uno no ha perdido, alguna vez, la oportunidad de decir alguna como “la palabra es mi arma”, no sin un poco de temor porque más de alguno se ha quedado acribillado por y en su propia declaración de principios o porque alguien puede descubrir la simple y dolorosa verdad: uno escribe porque es lo único que sabe hacer, y haría lo mismo en las mismas circunstancias siquiera por pasar el tiempo, siquiera porque es lo oportuno. ¿Qué más se va a escribir cuando uno está al pie de la horca en un país ocupado por los nazis, y tiene papel y lápiz suficientes, sino el Reportaje al pie de la horca? Pongamos a Julius Fucik, el reportero, en el escenario, con el nombre que sea, y tendremos no a un héroe escribiendo la crónica de su muerte, sino a un hombre haciendo algo natural.
Varia gente a la que respetaba murió así, o sufrió atentados o exilio, de modo que no estoy diciendo que eso es morir por los motivos equivocados. Quizá, en tiempos de crisis (guerra, guerra civil, ocupación militar, etcétera) haya menos persecución contra gente que escribe palabras que, digamos, contadores públicos o biólogos, dados los respectivos y honrosos casos (hay que recordar a don Celestino Castro, biólogo marino, gran militante y eterno preso político). Pero uno va a escribir en papelitos, cuadernos, como antes en roca, cera o piel de animal, “porque así es”, y hacer explícito el acto no es más que... bueno... hacer explícito el acto, como lo hago yo en este momento, no sé bien por qué.
(Escribo en el hospital, y me llevo un par de horas en la madrugada en tan sólo un par de párrafos. Tampoco dije que fuera fácil o no se llevara un montón de energías. Pero allí está.)

31 de enero de 2011

Bolognesa y helio

Hay que actualizar los lugares comunes de vez en cuando para que ciertos significados tengan valor. Por ejemplo aquél que compara a muerte con el desamor, que es como la comparación –que debería ser clásica ya– entre el spaghetti a la bolognesa y el helio hecha por un personaje de The Good Wife: ambos existen, en algún lugar de la escala zoológica o vegetal o cromática o la que sea, pero es radicalmente distinto al otro. Y ni siquiera podría hablarse de una escala o tipo de escala porque habría parentesco entre ambos. Nomás el helio es un gas y el spaghetti a la bolognesa es lo que es, y lo es más si se preparan unas nanoalbóndigas con la carne molida, yo sé lo que les digo.
Y, sí, es cierto que se siente bastante feo cuando uno se está muriendo y cuando lo deja el amor de su vida, igual que oler helio puro y comer ciertas pastas de ciertos cocineros y de más de un refrigerador descuidado. Pero no son comparables.
La muerte del amor no tiene que ver con la amarillez del señor de la cama de al lado, la segunda noche de mi internación, ni con sus tatuajes militares en el brazo derecho (Policía Nacional, Guardia Nacional, Ejército, puestos en perfecta hilera) ni con sus metástasis hasta el cerebro ni con su esposa llorando a gritos apenas quince o veinte minutos más tarde (serían las dos de la mañana, pero ¿cómo saberlo?). Quizá Werther (el libro) sea más muerte que helio. Quizá el cuerpo de Werther (el joven) sea más helio que cualquier cosa: inescrutable, elemental, otra cosa en alguna escala periódica.
Muerte también la de alguien que está esperando ahora en la cama de al lado a que las diálisis dejen de funcionar, como mi madre hace cosa de dos años, y la del que estuvo una semana atrás en otra cama de al lado, ya viejo y dormido casi todo el tiempo, a veces con demencia senil y dos o tres enfermeros (y enfermeras) cuidando que no se tirara de la cama mientras desvariaba. Uno tenía ganas de reírse de las cosas divertidas que decía en sus desvaríos, pero era tan, tan triste...
A otro sólo lo tienen durante una noche en la misma cama de al lado, y es joven, no más de veinticinco. Se jodió el hígado en una borrachera de dos o tres meses, según su relato y el de su mamá. Si uno oye mejor, se da cuenta de que el muchacho –¡es sólo un muchacho!– tiene una larga historia de beber y beber hasta llegar tan cerca del helio, y nada de Tristán e Isolda. En serio, nada. Y es lo bello de Shakespeare, y lo terrible: él como pocos es capaz de juntar el helio con un buen spaghetti a la bolognesa en el mismo plato sin caer en las declaraciones de bolero más la Química de Van Heusen o lo que haya. Y lo hace con adolescentes, y es por algo: son sólo muchachos, y los muchachos se mueren en serio (tenemos una guerra civil a cuestas y deberíamos recordarlo).
¿Y qué rayos hago de nuevo en el Hospital Médico Quirúrgico? Cosas de spaghetti a la bolognesa. Nada que ver con el amor, sino con el corazón, al que le tocó una pequeña operación mientras buscaban otra cosa y por otra parte. Mis amigos saben, porque estuvieron pendientes durante este par de semanas.
Si usted es de los que no, puede mandarme $10 y yo le mandaré un relato pormenorizado. Por $2 más, puedo personalizar el relato con su nombre, y por $1 extra le incluyo una foto del lugar de la pierna de donde sacaron el injerto en la operación anterior. Otros $2 y puede tocar y tomarse una foto conmigo. (Morbosos abstenerse.)