28 de agosto de 2008

Días de La Paz

El 17 de agosto, día de mi cumpleaños, me la pasé volando, excepto el par de horas de escala en el aeropuerto de Lima, y antes de eso las dos horas de espera en Comalapa. En rigor fue un cumpleaños perdido, porque llegué a Bolivia a la una de la mañana; pero en El Salvador eran las 11 de la noche, y mi reloj biológico decía que seguía siendo mi cumpleaños, y además el día anterior hubo una reunión en casa para lo de mi cumpleaños y para despedir a Aniuxa, que se iba --y se fue, y allá está-- a México, a estudiar una maestría en población en FLACSO.
El viaje a Bolivia se empezó a preparar hará unos cuatro meses, a instancias de Érika Bruzonic. La idea era participar en la Feria del Libro de La Paz con varias actividades, que resultaron ser tres: una conferencia sobre literatura y exilio, otra sobre literatura en tiempos autoritarios y un taller de una semana para jóvenes de El Alto, la ciudad "paralela" a La Paz que se ha creado en los últimos años, que crece a pasos más que gigantes y que ya tiene la misma población que la sede de gobierno boliviana. (Recordar que la capital de Bolivia es Sucre, ejem.)
Ya hablé hace unos días acerca del mal de altura, que no fue para tanto; veintitantos años de vivir a alturas considerables no fueron en vano, y el cuerpo tiene su propia memoria y sus preferencias. Con el mal de bajura me la pasé lidiando hasta ayer; nada grave.
La idea era más o menos descansar el lunes, comer cosas ricas --Érika me llevó a comer seviche, o cebiche, y chupe de camarones-- y no mucho más. El "no mucho más" fue amplio, e incluyó una entrevista de radio con María Galindo, una feminista de las que ya casi no se hacen.


El programa, al final, estuvo divertido de un modo un tanto brusco, pero creo que era la idea. Se llama, ni más ni menos, "Machos, varones y maricones" (trolls, abstéganse de comentarios estúpidos, que no los voy a publicar) y, por lo que supe en los días siguientes, es bastante escuchado. (Nótese, de paso, cómo está clareándome la coronilla. Mi padre ya tenía una calvicie mucho más avanzada a los 33 o 34 años, o sea que no voy mal. A cambio, él casi no tenía canas; ésas me llegaron por el lado materno.)
Lo que María buscaba era que hablara acerca de mi análisis de los hombres (de machos, varones y maricones, pues; al parecer no hay de otros) y de cómo lo aplicaba a mis novelas. Y la pregunta se las traía, porque en realidad no tengo un análisis del tipo del que ella me pedía, o sea sociológico, psicológico, político, antropológico y/o vaya a saber. Le dije que desde luego condenaba --y condeno, vaya-- la explotación de la mujer por el hombre, que me parece terrible que los hombres tengan más posibilidades de todo tipo que las muejeres, que ganen más, etcétera, pero que a la larga me parecía que lo que había era gente, de un sexo o de otro, con las variables del caso, y que no me gustaba dividirla de modo tan esquemático. Por si fuera poco, la mayor parte de mis jefes han sido mujeres casi desde que empecé a trabajar, y no podía hablar de primera mano de lo rico que es explotar mujeres, etcétera. (Hasta tuve una jefa que me acosó, y se creó algo tan incómodo que mejor renuncié. No, no voy a hablar de eso. No, no se lo dije a María. Uno tiene su pudor.) Ante la insistencia, recordé aquella frase de Mark Twain que más o menos dice: "No me importa si un hombre es blanco o negro, rojo o amarillo. Me importa que sea humano; peor que eso no puede ser." Eso se puede traspolar a "No me importa si un hombre es hombre o mujer, hetero, homo o bisexual; me importa que sea humano", etcétera. No se rió, y yo ya no sabía qué decir, porque la verdad eso de ser un macho de mierda no se me da muy bien. "Quizá te topaste con el macho equivocado", le dije, y me respondió lo obvio: "Todos los que viene aquí dicen lo mismo." Y, sí, hay de tres:
1. Todos tienen razón.
2. Todos mentimos.
3. Yo era la improbable excepción a la regla.
Insistía en lo de la definición, y en serio que yo lo intentaba, pero me hacía notar que, en vez de hablar de los hombres, empezaba a hablar de las mujeres. Esto es: me preguntaba acerca de La Casa y le respondía que las mujeres han sido mayoría, y que son las primeras que han publicado, etcétera, y los posibles motivos. A lo mejor era solidaridad de género, pero no podía pasarme mucho tiempo hablando de lo malditos que somos los hombres; al principio hablé de cómo funciona el machismo en El Salvador --un estilo bastante talibán y estúpido, si me permiten la observación--, pero allí se me acabó el tema.
En una pausa, Érika entró a la cabina y le dije a María: "Mira, en serio que soy bastante simple, y en serio que te estoy diciendo lo que pienso. Ella me conoce y le consta." Después de ratificar que sí, que así era yo, dijo que a lo mejor María estaba buscando demasiada profundidad en un hombre, que es un organismo bastante básico. En lo cual estuve de acuerdo también: para ser feliz un hombre necesita comida y sexo, le dije, y a veces un poco de fútbol. (La cerveza es opcional.) Pero ni así hubo modo, y volvimos a la grabación.
Casi al final, desesperado, le dije: "Me haces preguntas muy generales. ¿Por qué no me preguntas algo más específico, por ejemplo cuándo le pegué por última vez a mi mujer, y si me gustó?" Había de dos: o terminábamos a golpes o nos hacíamos cuates. Nos despedimos con bastante cordialidad y algunas risas, pero terminé agotado.
Al día siguiente hubo otro par de entrevistas, y de hecho hasta el penúltimo día me la pasé en cabinas y estudios. (Exagero; nada más fueron como cinco o seis, además de otras dos en casa de Érika. Nunca me habían entrevistado tanto en tan poco tiempo. No puedo decir que me queje, porque agradezco el interés, pero tampoco me parece que haya nacido para pasármela pensando en qué voy a decirles a los medios de comunicación. Se lleva demasiada energía.)


Otra de las entrevistas fue con Amalia Pando, en otro programa también bastante escuchado. Otra más en la tele, con Juan Carlos Arana, y otra con Alejandra Párraga, de Radio París, además de otra con Liliana Carrillo, de La razón, y Mabel Franco, del suplemento dominical del mismo diario. Fueron menos difíciles que la de María; hablamos de literatura, un poco de lo que hago y un mucho de René Bascopé Aspiazu, quien quizá haya sido el motivo principal de que yo fuera a Bolivia.
Unos días antes de viajar se publicaron unas notas en La razón y en La prensa de La Paz y me di cuenta de que el énfasis era sobre René, a quien conocí en México en 1980 y con quien trabajamos un par de años juntos, en cosas de periodismo --yo era su jefe en El día, aunque él fuera ocho o nueve años mayor-- y de literatura. Ya he hablado algunas cosas de él en este blog, y fue gracias a eso que entré en contacto, y luego en amistad, con Érika Bruzonic, sin ir más lejos. (Hubo otra nota que se publicó después en la sección de cultura de La razón, aquí, en la que también se pone énfasis en Bascopé. Está recortadísima; ya se sabe que cuando el editor dice, el reportero hace, y búsquenle donde quieran.) Y nuevo susto: ¿qué decir de mi amigo que murió hace veinticuatro años en un accidente de armas, que en muchas cosas fue mi mentor literario, y que ahora se ha convertido en un mito, digamos un equivalente a Roque Dalton en El Salvador? (De eso hablaré después.) Hubo que preparar y re-preparar lo que iba a decir allá. Con gusto, pero con cautela.
También unos días antes, Érika me avisó que se había puesto en contacto con ella Miriam Bascopé Aspiazu, hermana de René, y que la familia quería conocerme. Hizo una cita y, después de algunas complicaciones, nos fuimos el lunes de mi llegada a cenar a su casa, con los cinco hermanos de René. (Uno más, Julio, murió en un accidente unos meses antes de René.)
Fue una cena agradable, hecha con platos tradicionales bolivianos. Contamos anécdotas y me enteré de muchas cosas que no sabía, y ellos de algunas que habían pasado en México. Por desgracia no se me ocurrió tomar fotos sino hasta después, cuando nos fuimos a seguirla a casa de Ángel, el hermano inmediatamente menor de René. (René era el mayor de todos.)

A Ángel lo conocí en México por los días en que René tuvo el accidente que lo mataría un mes después. Allá estudió anestesiología y cuidados intensivos. (Sí, fue el amigo que me dijo que el trabajo de un anestesiólogo no es hacer que la gente se duerma, sino que se despierte, como hice constar hace unos posts.) Con algunos compañeros de El día le enviamos algunas medicinas y bolsas de colostomía, a través de Ángel, y el día en que René murió nos llamó, llegó al periódico y estuvimos platicando y platicando.
Ángel tiene una colección impresionante de discos de jazz, digamos unos mil, de todo y de lo mejor. En la foto, estoy en mi Vaio --que, aunque apenas se nota, es verde-- sacando... uh... copias de respaldo de algunos discos. Entre otros, tenía Encounters, de Coleman Hawkins con Ben Webster, que dejé en México, en acetato. Y platicamos y platicamos hasta las dos de la mañana, de cosas alegres, de cosas tristes, de cosas a secas.
Y luego le seguimos; tengo algunas cosas que hacer

24 de agosto de 2008

Del mal de altura y el mal de bajura

Durante semanas me estuvieron advirtiendo que tuviera cuidado con el soroche (mal de altura, mal de montaña, etcétera). El poeta tico Adriano Corrales me dijo que en un viaje a La Paz tuvo un ataque de hipertensión y se quedó tomando pastillas para el resto de su vida. Schafik Handal se murió al regresar de su viaje para la toma de posesión de Evo Morales. Otras personas me hablaron del montón de cosas desagradables que les habían pasado a los entre 3,200 y 4,000 metros de altura que hay en La Paz y El Alto, y desde luego me dieron los consejos pertinentes: caminar despacio, respirar profundo --y también despacio--, no cargar cosas pesadas, no agacharme súbitamente, detenerme si me sentía mal...
Así que cuando llegué a La Paz, el domingo pasado, iba asustadísimo. Érika Bruzonic (La Lola) estaba esperándome con un té de coca, que es lo mejor contra el soroche, según dicen, y a mí sólo me quedó tomarme un par de vasos lo más rápidamente posible y, con suerte, alcanzar a oír las trompetas del apocalipsis antes de caer fulminado. En serio que la voz me temblaba de miedo, y casi ni sentí los poco más de cero grados centígrados de temperatura.
"No fume", me dijo Érika. No por lo menos en uno o dos días. Pero la histeria era tal que, cuando llegamos al hotel Plaza, encendí un cigarro y ella casi se desmaya del susto, esperando a su vez que yo me desmayara por la falta de oxígeno.
Nada. Rico el cigarro, y me tranquilizó.
Fui al cuarto y me puse a leer un rato. Y el rato se hizo largo. Y más largo. Y como horas después, o más, simplemente no tenía sueño, ni parecía que fuera a darme. Claro: el té de coca. Me sentía bien. De lo más estable. Lo malo era que tenía que despertarme más o menos temprano y eran las tres de la mañana y, en fin, hubo que recurrir a la química para dormir; unas gotas de Rivotril --nunca salga sin ellas-- y en quince minutos estaba en lo que tenía que estar.
Sí, los primeros días me la pasé caminando despacito. No que me sintiera mal, pero era obvio que no podría correr sin que me faltara el aire. Un dolorcito de cabeza el segundo día. Un pequeño mareo cuando tuvimos que subir a un paso peatonal. Al tercer o cuarto día ya estaba caminando a mi ritmo normal, moviéndome a mi ritmo normal --que tampoco es demasiado acelerado--, sin muchas más molestias que las normales en el Distrito Federal o, en el peor de los casos, en la ciudad de Toluca, que roza los tres mil metros de altura.
Hace un rato llegué al aeropuerto de Callao, que está muy cerca del nivel del mar, y la cabeza me pesa un poco. Hay demasiado oxígeno. El aire parece líquido. Y lo peor: en total tendré que esperar cuatro horas para que mi vuelo salga a San Salvador. Viajar --el proceso de ir de un lugar a otro-- no me gusta demasiado; esperar me gusta menos.
¿Cómo se llamará el mal de bajura? Lo siento mucho más que el de altura.
Mañana empezaré a contar de algunas cosas que pasaron en La Paz (hay que añadir "Bolivia", aunque uno sepa que Zacatecoluca no está a 4,000 metros de altura). Ahora me voy a fumar el último cigarro de esta escala en un bar de fumado que hay en el aeropuerto de Callao y me iré a ver las tiendas y, de paso, a averiguar en qué sala tomaré mi vuelo.

21 de agosto de 2008

Sabiduría médica

Un amigo médico, especializado en anestesiología y cuidados intensivos, me dijo ayer una frase de las mejores que he oído en el año: "El trabajo de un anestesista no es hacer que una persona se duerma, sino que despierte."
Poco tiempo y energías para postear, mucho trabajo y andar de un lado para otro, pero valía la pena poner ésa.

17 de agosto de 2008

Doctora Jones, doctora Jones, ¿me copia?

Aquí Marcus Brody II (el I ya no está, pero se le recuerda) desde la posición indicada en un café de fumado. Misión incumplida. Repito: misión incumplida. Aquí nadie habla maya. Burrito peruano del Perú en su lugar de siempre. Pide perdonen la tristeza.
Fuera.

15 de agosto de 2008

Publicar o no publicar

Leo una nota en el blog de Javier Alas, titulada Literatura (y reflector), y me encuentro con una frase que digo a menudo: "Escribo el libro que me gustaría leer." Después, veo un cuestionamiento que no se me había ocurrido hacerme: "¿Escribes el libro que te gustaría leer? ¿por qué entonces lo publicas?" Y la pregunta parece trivial, porque la respuesta es obvia (está en la naturaleza de los libros ser publicados en forma de... uh... libros) y el silogismo falso, pero no lo es y, con decena y media de libros publicados (sin contar reediciones), me obliga a pensar, en serio, ¿por qué publico?
En otra ocasión, o si la pregunta viniera de otra persona, contestaría que para obtener fama, fortuna y sexo fácil (ya lo hice en Biarritz el año pasado; la pregunta que habían hecho realmente lo merecía), o por la fama, la gloria vana y el oropel vacuo (lo hice en Lyon en homenaje a Les Luthiers, como consta en algún lugar de este blog). No es el caso.
De lo que me doy cuenta es de que siempre encuentro más motivos para no publicar un libro que para publicarlo, y siempre ha sido así. Hace algunos posts comenté que deseché mis primeras tres novelas, con todo y que me ofrecieron publicar desde la primera, escrita entre los 17 y los 18 años; también como tres libros de cuentos y un par de poemarios. Para mí eran libros malísimos, pero ya no hay manera de saberlo; lo único que sé ahora es que no eran libros que me hubiera gustado leer. Luego, he hablado de mi primera novela publicada, Historia del traidor de Nunca Jamás, y de la segunda, Los años marchitos, que mi padre --la segunda en complicidad con mi ex esposa-- metió a concursos, y que para mi suerte o desgracia ganaron. La primera ya la había desechado, como las tres anteriores; la segunda estaba aún en un proceso de revisión de plazo indefinido, que en mi caso generalmente es de varios años.
En el ínterin apareció un poemario, Algunas de las muertes, que me arrepiento de haber publicado. ¿Por qué lo publiqué? Bueno, porque me lo pidieron para --precisamente-- publicarlo, y me lo pidió una amiga muy querida, y cómo decirle que no. Mi cuarto libro publicado fue Terceras personas, el que más me gusta de los que he escrito, y lo mismo: un amigo escritor me pidió algo mío para saber cómo escribía, le mandé TP, me invitó a comer y me dijo que pronto estaría en un lugar donde podría publicarlo, y que le gustaría --ejem-- publicarlo. Y la comida estaba tan rica que le dije que sí, y unos meses después lo nombraron director de Promoción Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana y, zaz, allí está Terceras personas, publicada en 1996. Antes de eso, Thierry Davo me dijo que había una editorial en Le Mans (tuve que ver el mapa; perdón, Thierry) en la que se podía publicar su versión de la Historia del traidor, y le dije que estaba bueno, y apareció en 1988.
Y así los demás. Siempre ha habido alguien que me ha pedido un libro para publicar, y siempre ha habido algunos a los que les he dicho que sí, a otros que no, a otros que a lo mejor. De la gente a la que le he dicho que sí, un par se han echado para atrás, y yo me eché para atrás en varias ocasiones también; ya he contado algunas. No es que me la pase con manuscritos de un lado para otro, buscando quién los publique; no me alcanzaría el tiempo para escribir, y mi trabajo es ése: escribir. Y, en lo personal, escribir libros que me gustaría leer, y que nadie más escribiría si no lo hiciera yo. Esto parecerá un acto de narcisismo, y no sé si lo sea; tampoco me quita el sueño (ni me produce más sueño, si de eso se trata). Los libros se publican porque está en su naturaleza publicarse, pues, y la publicación es parte natural del proceso de escritura... si uno lo hace bien. Porque estoy hablando de publicación, no de autopublicación; para eso, que se queden los libros en el disco duro, y al diablo. Si a uno le ponen reflectores, pues a sufrirlos, porque no dejan ver claramente lo que tiene uno enfrente; pero ponérselos uno mismo me parece así como medio masoquista, o terriblemente soberbio. (Además manchan el cutis.)
Hay un motivo más: cuando hablo de "el libro que me gustaría leer", hablo del objeto libro, no del texto. Ése me lo sé de memoria. Cuando uno agarra un libro de uno mismo, empastado, con una tipografía y una composición particulares, con el sello de una editorial ajena, todo el show, puede verlo como lector, ya no como escritor. Y es allí donde uno disfruta precisamente eso de "leer el libro que me gustaría leer", y por lo que se ha pasado años y años y años de trabajo, algunos insomnios, muchas dudas, un par de matrimonios rotos, metido en su casa en momentos en que otros se divierten de otros modos. Todo por esa hora y media o dos horas --mis libros son en general cortos-- de placer, de haber hecho algo que valía la pena y que nadie más hará.
En todo caso, está la respuesta malcriada: publico porque puedo, y porque se me pega la gana. Pero no la usaría ante una pregunta tan interesante como la de Javier.

10 de agosto de 2008

Domingo. (Acto poético conceptual)

Todo estaba bien, de verdad. No llegó mucha gente al taller, sólo Herberth Cea, Emmanuel Pocasangre, Mario Zetino y Érika Salinas. Estuvimos leyendo unas cosas raras de Vallejo --si algo así existe-- y todo parecía normal, hasta que Emmanuel comenzó a leer un poema suyo --o sea de Emmanuel--, bastante bueno por cierto.

Debí sospechar, por la mirada de Herberth, que algo tramaba, pero tomé la foto sin poner mucha atención, y más bien escuchando el poema de Emmanuel. Y de repente me di cuenta de algo: ¡Mario no había comprado coca de dieta, sino coca normal, con azúcar, de la roja!
Lo que sigue puede ser calificado como una aberración o como un acto poético conceptual. Prefiero pensar lo segundo, porque es algo que puede ser pasajero, aunque algunos se queden trabados allí para el resto de su... uh... llamémosle vida.
Lo que sigue no es apto para espíritus sensibles, y no me atrevo a describirlo. Habla por sí solo:

Nótese el vaso mordido. No diré más.

Por suerte todo volvió pronto a la normalidad. Vimos el poema de Emmanuel y luego uno de Mario.

Érika con el poema de Emmanuel.

Y Mario con uno suyo. Nótese que en la mano izquierda tiene un pan dulce mordisqueado. En el vaso hay coca cola, pero no le provoca los mismos efectos que a Herberth.

9 de agosto de 2008

De domingo a sábado

Varias fotos y pocas palabras.

Uno de esos animales raros que aparecen por casa de tarde en tarde. En realidad aparecen todos los días, pero:
a) Ya nos acostumbramos.
b) Ya publiqué aquí las fotos.
c) No hemos tenido cámara a la mano.

Américo Ochoa, poeta salvadoreño y tico, quien me dio posada en San José. Estamos en un excelente restaurante chino en la Avenida Central, muy barato y con comida china de verdad.

Esto es frente al Burger King, donde también almorcé un día. Si usted no va a la valla, que la valla vaya a usted. Qué cosas...

Cena en Los Antojitos (frente al mall San Pedro) con Sebastián Vaquerano y mi hermano Mauricio. No recuerdo de qué hablaría Mauricio, pero siempre es así de vehemente.

En una galería de Barrio Amón, una escultura de Leda Astorga. Me cae bien esa mujer. (Leda, quiero decir. La de la escultura también, si a ésas vamos.)

En La Chicharronera (no se llama así, pero así le dicen) con Américo y con Adriano Corrales.

Era 7 de agosto, en el octavo aniversario de la muerte de mi padre. No es mi mejor día del año, la verdad. Compré un cajita de puros para conmemorar. Igual, en La Chicharronera.

En el baño de la misma, un grafitti muy a la tica.

Hoy, sábado, fuimos a ver por primera vez en cuatro años un terreno que compramos en El Barrial, a unas centenas de metros del Parque Balboa, a un precio que hacía imposible no comprarlo. (No, no diré cuánto costó.)

La vista, desde allí, es sensacional.

Y ya.

5 de agosto de 2008

El caracol, el gusanito y otros salvadoreños

Pues sí, tal cual: un caracol y un gusanito en el barandal de la entrada de casa. Uno de esos gusanitos, por cierto, me rozó hace como tres semanas y todavía tengo la cicatriz; tuve la mano inflamada durante tres o cuatro días, y dolores durante una semana. Y no es porque sean salvadoreños; está en la naturaleza de esos gusanitos quemar a la gente, e incidentalmente nacer en El Salvador. En todas partes hay gusanos, pues. Y caracoles. Ése me gustó especialmente.
Por otra parte, y sin nada que ver con el asunto, Centroamérica 21 publicó esta semana una buena reseña de la presentación de los libros de Jorge Galán, Vanessa Núñez y mío en la Feria del Libro de Guatemala. Puede encontrarse en este link, con reseñas, a su vez, de cada uno de los libros, realizadas por Vanessa y por Hilma Schmook.
En la foto que se presenta en la parte de abajo hay varias personas a las que Hilma no menciona, ni tiene por qué conocerlas. Por ejemplo, a la derecha está Ricardo Roque Baldovinos, y al centro, atrás, Luis Alvarenga, además de Werner Mackenbach (de pelo y bigote blancos), Beatriz Cortez a su lado y en primer plano hacia la izquierda, casi de espaldas, María José, a quien conocí en Biarritz y luego estuvimos en una presentación en Montpellier, donde vive. En primer plano, a la derecha, Lilian Fernández Hall, quien me reclamó --muy discretamente-- por ponerle dos "l" a su nombre. Prometo no hacerlo de nuevo.
Mientras, escribo para matar el tiempo en el aeropuerto de Comalapa. Me gusta que el internet inalámbrico sea gratuito. En el de Costa Rica hay que pagar --a menos que uno se ponga en el Burger King, que siempre está llenísimo y con refrescos dispuestos a caerse sobre el teclado--, y es complicado y caro. En el de la Ciudad de México hay que estar suscrito a no sé qué, o también pagar una tarjeta. Traté de comprar en septiembre pasado, en escala a Francia, y nadie supo decirme dónde comprarla. Resultado: pagué no sé cuántos dólares por media hora en un cíber lento y con máquinas que daban pena.
Tengo cosas pendientes que contar, como de un insecto rarísimo que llegó a casa hace un par de días. Ya habrá tiempo.