27 de agosto de 2009

I love to singa

Hace un rato me puse a dar una vuelta por archive.org, esa maravilla llena de películas y comerciales y propaganda y música que por algún motivo ya ha pasado al dominio público. Buscaba la versión de Rhapsodie in Blue tocada al piano por el propio George Gershwin, que debo tener por allí en alguno de los cientos de CDs que uno jura que va a recordar dónde está y a la hora de las horas...
Tengo una buena docena de versiones de la pieza, y mi favorita es una versión "libre" de Leonard Bernstein, pero siempre es bueno regresar a los orígenes. Me gusta la versión de Gershwin porque uno se entera qué era lo que realmente quería con la pieza, ese ruido de ciudad, los metales exageradamente tocados, los cambios de velocidad, las cadencias del piano... Las versiones posteriores evidentemente trataron de aportar algo nuevo, y lo hicieron a veces a grados de sofisticación que caen en lo excesivo (como la de Bernstein, ejem; nadie dice que a uno no le puede gustar lo excesivo), pero no creo que haya una sola que haya mejorado la original; a lo sumo habrá mejorado la calidad del sonido de 1927 a la fecha. Si no cree, oiga a Gershwin y ya me dirá.
Como siempre, me puse a vagar aquí y allá y encontré cosas como la Coca Cola All String Orchestra, que no está nada mal; una tonelada de canciones del extraordinario Paul Robeson; otra tonelada de Shirley Temple --que estoy oyendo en este momento--, y otra más de la imperdible Lil Armstrong, por no citar uno que otro giga de cosas que ya están en el disco duro. Algunas piezas suenan bien como fondo para futuros videos --se me ocurren un par para uno que está en edición--, otras nomás me gustaron, como el cuarteto vocal de Phillip Morris, lo que es fumar Marlboro.
Entre el montón de pizas sueltas que bajé había una pieza en particular que me llevó volando cuarenta y cinco años atrás: el rip de la pista de un corto animado llamado "I Love to Singa" debido a la genialidad de Tex Avery, dios de los dibujos animados si alguna vez lo hubo. (Estamos hablando del creador de Bugs Bunny, Daffy Duck y Silvestre, para que nos vayamos entendiendo. Y, sí, hay otro dios: Mel Blanc, el que les dio la voz a Bugs Bunny, Daffy Duck, Silvestre, Sam el Pirata y a varias decenas más... a todos al mismo tiempo, también para que nos vayamos entendiendo.)
Así que me fui corriendo --y más bien arrastrando, porque estaba bajando muchísimos archivos de música-- a YouTube a buscar el video de "I Love to Singa", ¡y lo encontré!
En aquellos años sesenta en que pasaban caricaturas de los treinta, sin doblaje y menos aún subtítulos (excepto Popeye: los subtítulos eran minúsculos, pensados para el cine, y daba lo mismo si uno tenía una tele de 14 pulgadas, que era mi caso), uno se aprendía foneticamente las letras, o sea que no aprendía nada, pero la música era inolvidable. Así que, después de esta larga introducción, pongo aquí uno de los videos más importantes de mi infancia, quizá uno de mis primeros acercamientos al jazz, que después me llegaría a tomar más en serio. (No hay que quitarle créditos, en materia de difusión del jazz entre niños, a Walt Disney, y mucho menos a los temas de otras caricaturas, como Los Picapiedra, Don Gato, Magila Gorila y qué sé yo. Nomás que "I Love to Singa" es mucho más que un tema: es una declaración de principios. Ya dije.)

¡PAREN PRENSAS!

Allí dice que la inserción del video está desactivada por solicitud de... uh... Eso no lo dice.
Nos queda el URL: http://www.youtube.com/watch?v=28hk97-vZdQ
Ah: noten que el jazzista --como buen búho-- se llama Owl Jolson, en claro homenaje a Al Jolson, protagonista de la primera película sonora, The Jazz Singer.

22 de agosto de 2009

Diez años

Hoy hace diez años llegué a El Salvador. Venía por un mes, después de cinco meses en Estados Unidos, e iba de camino a Costa Rica. El plan --más o menos indefinido-- era quedarme un mes, arreglando asuntos familiares. Si conseguía trabajo antes, quizá estuviera unos meses más, en plan más de curiosidad que... bueno... de quedarme.
Después de unos días de caminar y caminar por los viejos lugares, con un calor y una humedad de los mil diablos --venía del desierto, de entre 1,500 y 2,500 metros de altura--, comencé a hacer llamadas para ver si entraba a trabajar en un periódico. No hubo respuestas. Sería un mes entonces. A las dos semanas fui a El diario hoy con un amiga, a dejar unos cuentos para el suplemento Hablemos, y de paso me pidieron mi currículum; necesitaban a alguien para Vértice y le llegó la noticia a Lafitte Fernández de que un cuate que andaba por allí era periodista, escritor, que venía de México y qué sé yo. Lo llevé al día siguiente, conversé un rato con Lafitte y me dijo que comenzaba a trabajar una semana después.
Era extraño que en otros lados no me hubieran hecho caso y sí en EDH: lo último que recordaba de ese diario era que había lanzado una campaña muy fuerte en contra de mi padre cuando era rector, entre 1970 y 1972, y que se había congratulado no sólo de la toma militar de la UES, sino también del exilio de "Menjívar y sus 14 muchachos" (así los bautizó un reportero que después sería asesinado durante la guerra). Los antecedentes no eran de lo mejor, pero siempre me quedaba la posibilidad de renunciar a la primera señal de censura, represión o lo que ocurriera. Por de pronto lo que había visto era que el país estaba extrañísimo: uno podía hablar de lo que quisiera, donde quisiera y casi con quien quisiera; no había soldados en la calle, excepto acompañados por policías civiles; los guardias nacionales habían desaparecido con su porte de perros malos, y la gente, en fin, era gente. Nada que ver con la imagen que tenía desde fuera del país: un lugar donde la represión estaba siempre latente, si no oculta bajo otros mecanismos, y donde la izquierda tenía limitados los espacios de expresión y manifestación. (Después descubriría matices, por ejemplo que la izquierda se había institucionalizado a grados serios de burocracia, y en esa época la derecha no tenía muy claro qué hacer con el país, excepto explotarlo lo mejor que se pudiera, usando, eso sí, los cauces institucionales, ejem).
Seis meses, un año, y sigo mi camino, pensé. Quizá regresara a México. Mi padre estaba enfermo de cáncer y viajé a Costa Rica en los meses siguientes. No más de un año.
Fui aprendiendo mucho en Vértice, entre otras cosas a sortear las posibles censuras. Quizá lo logré, porque nunca me censuraron una nota. Eso sí, casi cada semana pensaba: "Después de ésta sí me corren." Nada. Nunca tuve tanta libertad de escribir como en Vértice. Dos años.
Y me pareció que dos años eran más que suficientes para estar en El Salvador, y comencé a lanzar líneas para volver a México. Para ese entonces mi padre había muerto y era el momento de volver a lo de antes, o a algo nuevo, pero en mis lugares habituales.
Una de mis frustraciones era lo poco que pasaba en materia cultural. Había una reunión mensual sobre algún tema literario en la Fundación María Escalón de Núñez, dos mil poetas que se autopublicaban y se autocongratulaban de lo buenos que eran, muy pocas publicaciones de verdad, algunos recitales malísimos y listo, eso era la literatura. No esperaba que el estado hiciera mucho por los artistas, pero veía una gran pasividad e inercia por parte de Concultura. Unas semanas antes de renunciar a EDH y regresar a México, escribí una nota bajo el título ¿Para qué sirve Concultura?, en la cual trataba de hacer un panorama de la situación cultural --en especial artística-- en el país. Era mi despedida.
Luego de un acercamiento de un director nacional, me mandó a llamar Gustavo Herodier, a la postre presidente de Concultura, y me preguntó: "¿Sos capaz de hacer lo que decís que tenemos que hacer?" No me quedó más que contestar que sí, más por orgullo que por convicción. "Entonces hacelo y dejá de hablar." Me nombró coordinador de letras, algo así como director de literatura, y me dio apoyo para lo que hubiera que hacer.
Organizamos buenas reuniones de escritores, incluida una en el Palacio Nacional, en el Salón Amarillo, donde el último presidente que despachó fue Hernández Martínez. Dimos talleres de técnica literaria, de edición, de periodismo, de lectura. Todo estaba encaminado a un fin: la creación de una Casa del Escritor. Fue el plan desde el principio, e incluía la formación de escritores jóvenes desde un punto de vista menos... uh... espontáneo de lo que había. Y, después de casi ocho años de trabajo, creo que mucho se ha logrado. (Sería tema de una discusión que no entra en este post.)
La idea no era que todo el mundo cayera en La Casa --que trabajó un año y medio sin sede, hasta que nos dieron la casa de Salarrué en Los Planes--, y que todos se sumaran. También esperábamos que hubiera gente que hiciera proyectos alternos, como ha ocurrido; que realizara proyectos que fueran claramente contrarios, como también ha ocurrido; que atacara a La Casa y a su vez planteara alternativas, e igual. Por imitación, por irritación, por lo que fuera, La Casa en sí misma no servía de nada; hacía falta gente con talentos especiales y, entre éstos, con una actitud especial hacia la literatura. Es en lo que hemos trabajado, y los resultados comienzan a estar a la vista. (Más los que faltan.) Sin contar con las otras ramas en las que nos hemos metido: video, danza (Johanna Marroquín tiene un buen grupo de baile folklórico), periodismo, historieta, animación...
A lo largo de los años he ido descubriendo qué me mantiene aquí, y es la gente con la que trabajo. Persistente, fuerte, amable, buena.
Diez años... Son un montón de tiempo para hablar de eso en un post. Pero no se sienten tanto cuando ya pasaron, y no angustia si uno piensa en los que vienen en camino.

16 de agosto de 2009

50

Para mi cumpleaños número 50 ("medio paquete", dicen, aunque uno sabe que llegar a los 100 va contra las estadísticas) hubo una sorpresa grata: mis hermanos Mauricio (izquierda, claro) y mi hermana Ana (derecha) se la vinieron a pasar conmigo desde Costa Rica. Mi hermana Lorena sólo tuvo que viajar desde Mejicanos para armar una pequeña reunión familiar. En la foto nos acompañan mi sobrino Diego (hijo de Ana) y Valeria.

Los niños jugando en la computadora. Me impresiona lo parecidos que son.

Fiesta sorpresa, claro, de la que ya sabía desde hacía varios días. No, no me dijeron; nomás son muy malos para fingir los compañeros y amigos de La Casa.

Dos pasteles, uno por cada veinticinco años. Por suerte no se dedicaron a poner velitas por todas partes; además de lo embarazoso, los pasteles hubieran quedado agujereados. Al de frutas le tocó tratamiento de harakiri a la hora de partirlo.

El de moka con almendras era más delicado, ejem. Quizá por eso fue el que se acabó más rápido.

Los cuatro hermanos, poco antes de que Ana y Mauricio regresaran al aeropuerto, a media fiesta.

Foto con hijos y todo: además de los ya mencionados, los hijos de Lorena: Javier (escondido junto a Valeria), Andrea y Silvana, además de Boni, mi cuñado.

Y algunos de los buenos amigos y compañeros de siempre: Carlos Guardado, Herberth Cea, Mario Zetino, Ana Escoto, Salvador Canjura, René Figueroa (el nuestro), Santiago Vásquez, Carlos Candel, yo, Krisma, Loida Pineda, Ingrid Umaña, Érika Chiquillo, Valeria, Tere Andrade, Sandra Aguilar y Osmín Magaña.
Muy conmovedor todo. Gracias.
Y me queda todo el lunes para seguir cumpliendo años; nací el día 17. Veremos qué tiene de bueno y de nuevo.

12 de agosto de 2009

Un fantasma


Cada cierto tiempo Valeria viene y dice que ha visto al fantasma que está en su cuarto. A veces coincide con que no quiere quedarse dormida, o con que no quiere cambiarse de ropa. A veces simplemente dice que el fantasma está allí, a secas, como un hecho que no requiere de discusión.
Si le preguntamos cómo es, responde: "Grande." Nada más. No es que le tenga miedo; nada más es un fantasma, y a veces quiere compartir el cuarto con él, a veces no. No sabemos si le habla, o si él hace las cosas particulares que hacen los fantasmas, sean las que sean. Sólo sabemos que es un fantasma.
Hace unos días lo dibujó y me lo trajo. "Es un fantasma", me dijo. Y añadió: "De colores." O sea que cabe la posibilidad de que el original sea en blanco y negro o de algún otro color. Habrá que esperar un nuevo dibujo o que quiera hablar un poco más sobre el tema. Por ahora sabemos que no siempre anda por allí y que es "grande". ¿Qué será "grande" para una niña de cinco años?

11 de agosto de 2009

Un mundo por fin

Alain Mala, el heoico editor de Cénomane, es un tipo distraído, y yo otro tanto. Un mundo en el que el cielo cae y cae apareció --creo-- en octubre del año pasado, y ni a él se le ocurrió mandarme unos ejemplares ni a mí pedírselos sino hasta hace unas semanas. Llegaron exactamente el último día antes de las vacaciones, y ayer fue lunes, así que apenas hoy fui al correo por los ejemplares. (De paso compramos un buen bote de nieve de limón para festejar.)
Es mi primer libro de cuentos y, según dice en la última página, los escribí entre 1983 y 1998, excepto "La tercera puerta", que escribí en 2007 y sustituye a uno que desentonaba con el conjunto. (Se llama "Una voz profunda como todos los mares, escrito en 1997 o 1998. Se publicó en no sé qué número de la revista Cultura de El Salvador.)
Busco qué cuento pude escribir en 1983 y no tengo mucha idea; casi todos son de los noventa. Me da la impresión que fue el año en que empecé "El campeón", uno de box; me pasé años poniéndole cosas, quitándole cosas y corrigiéndole cosas. O quizá fue un error de imprenta --o mío-- y el primero es de 1988. No importa; me llevé un montón de tiempo armando una colección de siete relatos cortos, casi todos ellos publicados en revistas y antologías aquí y allá, y más allá que aquí. Varias veces he dicho que me avergüenza un poco que me pongan en antologías sin haber publicado un libro de cuentos. Pues bien, aquí se acaba la vergüenza, o por lo menos el libro me servirá de paliativo o pretexto.
Este año --después de varios de mucha actividad-- parece que no voy a publicar ningún libro nuevo ni a reeditar nada, así que fue buena idea que Un mundo se tardara en llegarme. Voy a tratar de leerlo, en la siempre acuciosa y sorprendente traducción de Thierry Davo. Se lleva uno sorpresas cuando lee sus cosas en otro idioma. Sobre todo los ambientes se sienten diferentes; como que cada idioma tiene sus ambientes propios. No sé. Quizá sea mi poco conocimiento del francés, quizá sea que cada idioma tiene incorporadas sus propias posibilidades y convenciones.
En fin, estoy contento. Con su permiso, voy a disfrutar de mi libro.

7 de agosto de 2009

Nueve años...



...y aún se siente como si no hubiera pasado uno.
Quizá sea hora de dejar que el tiempo corra.
Quizá se pueda.

4 de agosto de 2009

Un papá para siempre

El abuelo Alfonso tenía 91 años cuando murió, a finales de 1996, y mi padre tenía 61. La abuela Carmen había muerto año y medio atrás, de una neumonía, pero no seguí el proceso; me avisaron cuando ya estaban en los asuntos del velorio, y no tuve mucho contacto con mi padre en esos días. Sé que debió ser devastador para él, por la relación tan especial que llevaban, pero no hablamos más que algunos minutos. De los últimos días del abuelo sí estuve pendiente, casi a diario, por teléfono, y me perturbaba lo que oía en la voz de mi padre: no muy en el fondo había un niño que estaba a punto de perder a su papá, simplemente.
En una de las pláticas que tuvimos pensé, sin decirlo: "A uno siempre le hace falta su papá, tenga la edad que tenga. Uno no deja de ser niño cuando se trata de su papá." En eso incluía a los que no llegan a conocer a su padre, desde luego, pero mi pensamiento no era tan profundo; pensaba en mi padre viendo cómo el suyo moría de cáncer, y me preguntaba qué pasaría cuando me tocara pasar por lo mismo, como me tocó cuatro años más tarde.
Entre mi padre y el abuelo existía mucho cariño y pocos puntos de encuentro; el abuelo era mecánico automotriz y chofer, siempre quiso que mi padre fuera lo mismo y lo veía con un cierto aire compasivo por haber errado el camino. Mi padre lo quería a secas, y cuando se veían le servía de celestino con algunos tragos de whisky y algunos cigarros --que el abuelo tenía prohibidos, y la abuela se encargaba de que se cumpliera la orden del médico; el hígado le fallaba y tenía enfisema desde los cuarenta y tantos--, bromeaban de todo y, en general, permanecían juntos en silencio. Tampoco era que se vieran demasiado, como yo me veía poco con mi padre, pero hablaban por teléfono de tarde en tarde y a veces mi padre pasaba por El Salvador de algún viaje y se quedaba un par de días para visitar a la familia. En los días de la muerte del abuelo estuvo en El Salvador la mayor cantidad de tiempo desde que lo exiliaron en 1972: quizá un poco más de dos semanas.
Tuve la buena o mala suerte de llamar por teléfono justo en el momento en que el abuelo acababa de morir. La voz de mi padre era desolada y, sí, ratifiqué que uno puede tener la edad que tenga, pero su papá es su papá. Ese día, en México, tenía una tocada con mi banda de... uh... bueno, de lo que fuera, y toqué en honor del abuelo y de mi padre, y quizá nunca lo haya disfrutado tanto.
Hoy se acerca el aniversario de la muerte de mi padre (7 de agosto), y me doy cuenta con mucha sorpresa que han pasado nueve años, que es casi la quinta parte de mi vida que he pasado sin mi papá, y que lo extraño con el mismo desconcierto y casi la misma tristeza del primer aniversario. La vida ha seguido, pero en ese punto en particular hay algo que se estancado, bastante cosas sensibles que no dejan de sentirse frescas, demasiado frescas. Y, desde luego, uno siempre extraña a su papá, y quisiera que siguiera allí, aunque fuera del otro lado de la línea telefónica, aun sin verlo más que una o dos veces al año, con suerte. (Él tenía 65 años cuando murió. Yo estaba a diez días de cumplir los 41.)
Algo he avanzado: ya puedo ver sus fotos y sonreír, y recordar cosas que no sean el momento de su muerte. (El síndrome de estrés postraumático es perro.) Ya puedo soñar con él y despertar contento. Ya puedo hablar de él sin tratar de entender los porqués de tantas cosas; cuando murió quedó fijado en el tiempo, definitivo, y ya no hay defectos y aciertos: está él, nada más, y lo que nos dejó y como nos dejó.
Hay amigos y conocidos que lo mencionan como un gran hombre, que sin duda lo fue; como un intelectual de muchos alcances, que también; como un luchador social de los que ya no se hacen, y es cierto. Pero eso, para mí, es lo de menos. Él era mi papá, y lo extraño como un niño que espera en la ventana de su casa a que llegue, para platicar un rato.

1 de agosto de 2009

Agua de colores

Agua de colores, de Valeria.

Hoy Valeria me regaló un dibujo que tituló "Agua de colores", que entre raya y raya tiene cosas interesantes que no sólo pueden atribuirse a la compulsión de un niño con caja de lápices nueva. (Uno de los motivos es que los lápices no son tan nuevos, si he de decir algo en honor a la autora y a mi poca objetividad de padre.)
El dibujo me recordó cuando tenía yo su edad, o menos, y pasábamos de noche frente a la antigua embajada de Estados Unidos, en la 25 avenida norte. A un par de cuadras estaba la única rosticería de pollos de la época, y cada dos o tres o tres semanas mis padres me llevaban a comprar uno, lo que servía para tres cosas: fomentar un vicio que perdí --por sobredosis de pollos rostizados-- ya bien entrada la adolescencia, dar un breve paseo en carro todos juntos (mi hermana aún no habría nacido cuando empezó la costumbre, o estaría muy pequeña) y pasar frente a la Fuente Luminosa, que era como se le decía a la inmensa pila de agua con grandes chorros que la atravesaban y unos reflectores.
Mi padre me había dicho que el agua de la fuente era de colores, y yo no mucho le creía: según mis pocos y muy empíricos conocimientos (pero ¿la ciencia no es empírica?), plastilina mediante, cuando se juntan elementos de diferentes colores éstos tienden a volverse uno solo, gris deprimente en el caso de la plastilina, y otros más sorprendentes en el caso de los líquidos. (Sí, con la abuela Mina nos poníamos a hacer experimentos para ver qué pasaba si se mezclaban gaseosas de diferentes colores y, ugh, sabores.) Pero mi papá era mi papá, y había que creerle que el agua era de colores, que los reflectores eran blancos y que esa agua en particular no se mezclaba como las demás aguas.
Ah: porque había diferentes tipos de agua, y ésa era especial para la Fuente Luminosa. De reojo yo miraba la embajada de Estados Unidos y me imaginaba que sería algo que los gringos habrían traído y, en fin, que a lo mejor era cierto, pero...
Pero de día el agua de la fuente era transparente como cualquier agua, objetaba yo. Alguna vez hice que mi madre me llevara a verla y hasta a tocarla, y era tan agua como cualquier agua. "Es que sólo se hace de colores de noche", me dijo mi madre aguantando la risa --sí, lo noté--; ella tenía menos humor que mi padre o lo usaba para otro tipo de cosas. Lo que traté de ver esa vez fue si había vetas en el agua, con lo cual podría separarse por las noches y colorearse cada una por su lado gracias a los reflectores, que ya de cerca se veía que eran de colores, un detalle que mi madre no imaginó --o no le importó-- que notaría.
Y, desde luego, hubo otros a los que les pregunté si el agua era de colores o se coloreaba con los reflectores, o si tenía vetas que etcétera. Mis tíos Juan y Mauricio, el novio eterno de la abuela Mina (don Chepe Rodríguez, a.k.a. "Pico de Oro", por su talento como orador de plaza en las campañas electorales de Osorio y Lemus) ratificaron que el agua era de colores, pero sólo de noche, aunque no pudieron explicarme por qué. Lo de las vetas no lo entendieron, me da la impresión, y sería por mi falta de léxico, que apenas pasaría de la palabra "capitas".
En medio de una polémica de años, de repente dejó de funcionar la Fuente Luminosa y a alguien se le ocurrió empezar a construir la espantosa escultura que está allí desde entonces, de un color gris deprimente, como la plastilina cuando se juntan todos los colores de la cajita. Mi papá me dijo que no me preocupara, que después iban a poner otra vez el agua de colores, y yo con la misma: el agua no podía ser de colores. Igual dudaba: ¿y si sí? Pero ya era demasiado tiempo de llevarle la contraria como para echarme atrás, y la única solución intermedia que encontraba era la de las vetas, que tampoco me convencía demasiado: había metido las manos en el agua y era tan normal como cualquier otra.
Inauguraron la horrible escultura y, no, no volvió el agua de colores. La pila era la misma, los chorros eran los mismos por la noche, pero los reflectores eran de luz blanca. Le pregunté a mi papá por qué, y me habrá dicho algo como que salía muy caro mantener lal mismo tiempo la estatua y el agua --después de todo era economista-- y el paseo de cada dos o tres semanas se redujo a la compra de pollos rostizados y a una escultura bastante fea que nos había quitado un tema de conversación.
Por las épocas en que uno no sólo deja de creer en ciertas cosas, sino que sabe que son falsas, pasé por la antigua Fuente Luminosa y me acerqué como cuando mi madre me llevó a los cinco o seis años, y seguí buscando las vetas, sin dejar de ver con desprecio los reflectores blancos. No pude dejar de sonreírme y de pensar en pollos rostizados; para ese entonces ya había otras rosticerías en San Salvador, y cada una tenía su sabor especial.
Entrado en la adolescencia, en una de mis visitas a El Salvador de antes de 1975 (después no regresé sino hasta 1999), pasábamos por allí con el tío Mauricio y una novia suya, y él le comentó: "Rafa creía antes que el agua de la fuente era de colores", y desde luego se rieron. Yo me indigné: para ese entonces ya estaba seguro de que era de colores.
Y sigo estándolo.