23 de marzo de 2010

El viaje

En los primeros días de marzo de 1980, mi padre anunció que se iba a Nicaragua por tiempo más o menos indefinido. Por lo menos desde enero anterior estaba en elaboración el plan para un Gobierno Democrático Revolucionario (GDR), en el cual participaban no sólo las organizaciones que más tarde conformarían el FMLN, sino también los diplomáticos y políticos del Frente Democrático Revolucionario, como Enrique Álvarez Córdova, Guillermo Ungo, Héctor Oquelí Colindres, Rubén Zamora y otros.
El GDR buscaba juntar a sectores amplios de la sociedad salvadoreña, incluidos pequeños y medianos empresarios, algunos militares, figuras políticas y morales que no estuvieran involucradas en las organizaciones existentes y, de ser posible, contar con el aval de la iglesia católica salvadoreña.
En los días anteriores al viaje, mi padre anduvo especialmente nervioso. Los viajes a Nicaragua eran casi rutinarios (allá estaba la comandancia de las FPL, él era miembro de las FPL, y supongo que debía reportar cosas periódicamente). Pero uno no preguntaba, y él no decía, así que no quedaba más que verlo de reojo y tratar de adivinar qué rayos le pasaría.
La noche anterior al viaje, ya con las maletas hechas, me llamó al patio y me dijo que en realidad iba --venía-- a San Salvador, que Nicaragua era sólo una escala. El objetivo era conversar con el arzobispo Romero acerca del GDR y saber qué papel jugaría la iglesia católica --al menos esa iglesia católica-- cuando triunfara la revolución, algo que muchos veíamos como inevitable y casi inminente.
Desde luego sentí miedo. Mi padre aparecía en todas las listas oficiales y extraoficiales (de los escuadrones de la muerte, pues), era una de las figuras más visibles del FDR (presidente de la Comisión Externa) y para esas fechas ya andaba tratando de obtener el reconocimiento de la guerrilla como fuerza representativa. (La declaración ocurrió en agosto de 1981, por parte de México y Francia.) Creo que en eso apareció mi madre y le dijimos lo obvio: que si venía a El Salvador lo iban a matar. Pero una de las condiciones de Romero era que quería hablar con él, y así las cosas.
A lo más que llegó fue a darme recomendaciones en caso de que lo mataran. Triste.
Las tres semanas siguientes fueron larguísimas. No había modo de saber si todavía estaba en Managua o ya había entrado a El Salvador, a menos que él llamara. No llamó.
Cierta noche me encontraba en mi trabajo, en la sección internacional del diario El día, cuando llegó la noticia de que habían asesinado al arzobispo Romero. Seguro me tocó preparar la información, porque me encargaba de las noticias de Centroamérica, pero, con todo lo espantoso del crimen, yo no podía dejar de pensar: "¿Y mi papá?" Lo menos que esperaba era que de pronto llegara algún cable en el que se dijera que también lo habían asesinado o desaparecido.
Esa noche, ya muy tarde, cayó una llamada: "Lito está bien. Todavía está en Managua."
Un par de días después regresó a México. Venía asustado, enojado, frustrado, un montón de cosas al mismo tiempo. Hablamos y hablanos, pero en realidad yo estaba simplemente contento --veinte años al fin-- de que estuviera de regreso. Creo que, en medio de la tragedia, fue uno de los días más felices de mi vida.

18 de marzo de 2010

El vaso roto

No sé si para 1964 o 1965 existiera ya el bolero "La copa rota"; sé que por esa época se me ocurrió la idea de saber qué se sentía morder un vaso de vidrio, averiguar si tenía sabor.
Lo intenté primero con los vasos de casa, pero eran demasiado gruesos, así que aproveché una ocasión en casa de la abuela Mina, y allí estaban: eran de vidrio muy delgado, los que usaba para tomar jugo de naranja por las mañanas. Había pequeños y grandes, y calculé que los grandes serían más fáciles de morder.
Así que me escapé unos minutos a la férrea vigilancia de mi nana, doña Dominga Morales (de muy grata memoria), me subí a una silla, agarré uno de los vasos, me bajé de la silla y le di una mordida en un borde. El vaso simplemente se desbarató y, sí, me quedaron fragmentos de todos tamaños en la boca. No sabían a nada.
Tendría yo cinco años, pero sabía cosas. Para ese entonces ya había oído de gente que se había suicidado comiendo vidrio molido, y que la muerte era terrible y dolorosa. Y yo no me quería morir, así que con cuidado fui sacando los pedazos de vidrio de la boca y tirándolos donde estaba el resto del vaso roto, en el piso. Y en ese momento apareció doña Minga.
--¿Qué hizo ahora? --me preguntó.
--Mordí un vaso.
--¡Santo Cristo crucificado! --debió haber dicho, o "¡El gran poder de Dios!" o algo así.
Me agarró, me abrió la boca y se puso a ver qué había allí. No debió haber mucho más que saliva y lengua, porque ya había sacado todo o casi todo el vidrio, pero armó un escándalo tal que pronto la cocina estaba llena de mujeres tratando de sacarme hasta el último güishte, al tiempo que me regañaban y me decían que estuviera tranquilo y me sacudían de un lado para el otro y trataban de ver al mismo tiempo dentro de una boca necesariamente demasiado pequeña. Y todas tratando de meter dedos para revisar que no quedara un solo vidrio.
Yo trataba de decirles que todo estaba bien, que no me había tragado nada, que me dejaran que me fuera a jugar, pero no hubo modo. Al final debieron llegar a la conclusión de que, si no estaba tirado en el piso convulsionando, con el estómago perforado y vomitando sangre, la cosa no había sido grave, y me soltaron, diciéndome que no volviera a hacer eso. Por supuesto que no pensaba hacerlo; yo era curioso, pero no estúpido.
Tengo la impresión de que no me herí, o el desmadre hubiera sido mayor. Pero cada vez que oigo "La copa rota", de preferencia en la versión de José Feliciano, se me sale una sonrisa y recuerdo que los vasos de vidrio, señores, no tienen sabor.

17 de marzo de 2010

Homenaje a Carlos Briones

Anoche tuvo lugar, en el foyer del Museo de Antropología "David J. Guzmán", un homenaje al economista Carlos Briones, director, en el momento de su muerte, del Programa El Salvador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Hubo, desde luego, una serie de discursos, en su mayoría emotivos, acerca de Carlos y su brillante trayectoria como economista, a cargo de personas como Héctor Dada --actual ministro de Economía y fundador del Programa, por cierto junto con mi padre--, el actual director de FLACSO, Carlos Ramos, y, si no me equivoco, del director regional de la institución, con sede en Costa Rica, quien entregó una placa conmemorativa a la familia. Hubo también un video con aspectos y testimonios sobre la vida y obra de Carlos y, lo más importante, cerca de un centenar de sus amigos y compañeros reunidos bajo el mismo techo.
Después, una recepción bien agradable y muy al estilo de Carlos: un buen trío de jazz tocando buenas versiones de buenos estándares ("My Funny Valentine", "All Blues", algo de Paquito de Rivera...) y una generosa cantidad y calidad de fiambres, quesos, aceitunas y vinos. Y los amigos conversando animadamente: una celebración de la vida más que la conmemoración de una muerte.
Para mí fue importante asistir al homenaje; estaba en el hospital, recién salido de mi quinta operación, cuando Carlos murió, el 24 de octubre del año pasado. La operación fue el 22, y apenas me dieron de alta el 9 de diciembre. Creo en la importancia de ciertos rituales, y fue triste no poder asistir a su velorio ni a su entierro. Hasta me entró un poco de culpa estúpida: el 24 de octubre es el día de San Rafael, y no es grato que un amigo muera el día del santo de uno.
La impresión fue más fuerte aún porque un par de noches antes de que me internaran Carlos me llamó por teléfono para conversar de cualquier cosa. Le dije que estaba enfermo, y ya sospechaba que se trataba de algo grave. Él desde luego me dio su solidaridad y me pidió que lo mantuviera informado, que cualquier cosa que necesu¡itara, etcétera. Según sé ahora, unos días después enfermó él, y un mal diagnóstico lo llevó a complicaciones y a una muerte fulminante, a los 54 años de su edad.
Mi amistad con él no fue larga, pero sí intensa y en general divertida; creo que compartíamos el estilo de sentido del humor, algo no muy fácil --intuyo-- para ninguno de los dos. Lo conocí en 1999, cuando él trabajaba en el Ministerio de Educación y se encargaba --entre otras cosas-- del rediseño de la PAES. Yo estaba en Vértice y seguí de cerca el proceso, además de trabajar en otros temas que manejaba el equipo de Evelyn Jacir, un equipo de lujo que integraban, entre otros, el antropólogo Ernesto Richter (fallecido hace unos años), director del programa Escuela 10, y Rafael Guidos Béjar, sociólogo y economista, quien trabajó con mi padre durante varios años y de quien, con orgullo, heredé la amistad. (Anoche tuvimos una buena plática; tenía tiempo de no verlo.)
En 2005, ya como director de FLACSO, tuvo la idea de un libro que relatara el inicio de la guerra en El Salvador, pero que se tratara de una crónica en lugar de un libro académico, y se le ocurrió que yo era la persona adecuada para hacerlo. De allí salió Tiempos de locura. El Salvador 1979-1981. Le pedí un año y medio para hacerlo; me dio siete meses. Y siete meses fueron, porque quería presentarlo el 10 de enero de 2006, el día del 25 aniversario de la "ofensiva final" de 1981.
Hicimos una apuesta: le dije que la edición se acabaría en tres semanas. A él le pareció exagerado. Lo que había de por medio era una buena cena. La edición se agotó en dos semanas, y él pagó con gusto la apuesta.
Durante los siete meses de elaboración de la primera edición recibía llamadas de él todos los días, a veces dos o tres, para saber cómo avanzaba, si hacían falta materiales, cómo iban las entrevistas, etcétera. Quizá pudiera resultar desesperante para otra persona; yo me la pasaba bien con las pláticas. Para la segunda edición aumentada, que comenzamos a trabajar mientras la primera se imprimía, se involucró más activamente: gracias a él conseguimos acceso al primer diario de Ignacio Ellacuría, bajo custodia de la Compañía de Jesús, y un par de personas más accedieron a que las entrevistara, como Román Mayorga Quiroz, ex rector de la UCA y ex miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno formada el 15 de octubre de 1979, luego exiliado en Venezuela y actual embajador de El Salvador en ese país. También me consiguió algunas fuentes que prefirieron guardar el anonimato y qué sé yo. Fue al mismo tiempo director del proyecto y asistente, algo que parecerá incompatible para quien no conociera a Carlos. (Aquí, entre paréntesis, debo reconocer también la ayuda del historiador y poeta Heriberto Montano, quien me ayudó en la consecución de documentos de época. Falleció también hace tres años, víctima de una esclerosis lateral amiotrófica, o mal de Lou Gehrig.)
Hubo varios proyectos de los que hablamos después de Tiempos de locura. (Comercial: aún pueden encontrarse ejemplares de la tercera edición en las farmacias Las Américas y en La Ceiba. Aunque no difiere básicamente de la primera edición, está mucho mejor documentado y más bonito. Y vale lo mismo que la primera edición, o sea $8.50. De nada.) La idea era tomar puntos clave de la historia de la guerra salvadoreña y, sobre todo, de sus intríngulis e implicaciones políticas. Por los motivos que fuera, los proyectos --que estaban ya delineados-- no llegaron a concretarse.
Y hay más, pero con eso basta por ahora. Estoy tranquilo después de haber realizado mi ritual de despedida de Carlos, y que haya sido en un ambiente festivo. Ojalá que, cuando me toque, mis amigos y mi familia hagan algo así, alegre, con buenas vibras y, de ser posible, buena música y buena comida.

15 de marzo de 2010

Límites

Cuando uno se encuentra ante la posibilidad de hablar acerca de su "experiencia cercana a la muerte", ve que hay de dos: lo hace a manera de aparecer como héroe o en tono de víctima. La verdad es que ninguna de las dos se me antoja y, si se piensa bien, no hay mucha diferencia entre ambas perspectivas.
Quizá sea más fácil si la dicha experiencia tiene que ver con un autobús a cien por hora que pasó a cinco centímetros de la nariz de uno, pero el tema no da para mucho rato. Da para más si uno saca referencias médicas de todas partes, expone el caso como ante un tribunal y, después de impresionar un poco al público, declara: "Bueno, pues eso me pasó a mí." Y luego las anécdotas, claro, que dan para mucho más.
De mi particular y cada vez menos reciente "experiencia cercana a la muerte" me quedan varias cosas, como el significado preciso --es decir físico-- del concepto "trauma": el golpe emocional, el moretón --incluso la mutilación-- en la psique que se convierte en algo más poderoso que cualquier razón, que puede sustituir a la razón y contra lo que, en fin, hay que pelear porque no queda de otra; la alternativa es el miedo constante y la fragmentación de uno mismo en... No sé en qué. No he llegado hasta allí.
Uno sabe que llegó hasta cierto punto, que rozó el límite, pero que hay otro límite más adelante, y que ése era o es el definitivo. Uno sobrevivió por ciertos motivos, físicos y psicológicos, pero hizo falta muy poco para llegar al límite real, el punto desde el cual no se puede retroceder. (No sé si sea cierto, pero debe existir un punto desde el cual no se puede retroceder. Lo he visto en gente cercana --o he creído verlo-- que regresó de "allá" o que no pudo regresar.)
Y los límites no son muy precisos, y no se trata, digamos, de tener fuerza de voluntad, o no en mi caso; estuve casi inconsciente durante más de una semana y sólo había espacio en mi cabeza para pequeños pensamientos, casi slogans, a veces una sola palabra que lo ocupaba todo, a veces una imagen o un sonido. Varios médicos me desahuciaron un par de veces --otros no, y se lo agradezco--, según me enteré después, y no encuentro otro motivo para seguir vivo que, como dije hace algunos posts, no se me haya dado la gana morirme. Claro que eso me costó bajar más de treinta libras en unos cuantos días; todavía agradezco que las dietas no hayan sido tan efectivas, porque las reservas fueron vitales. (He recuperado veinte libras hasta la fecha, y no me parece que vaya a ser muy fácil engordar. Ah, las veleidades de uno...)
Ya puesto en la realidad actual, uno aprende las cosas del modo difícil, y puede verse desde diferentes perspectivas. Por ejemplo, tardé casi un mes en aprender de nuevo a caminar, luego de tres meses de estricta cama. Uno puede pensarlo como algo humillante, como algo triste, como algo simplemente necesario, como algo divertido (de que los hay, los hay), como algo después de todo interesante. Por el tipo de operaciones que me hicieron, sé que ya no podré caminar "como antes", y allí viene otro factor: uno acepta o no acepta lo que le tocó. Puedo negar mi condición, pero eso no hará que se revierta; el "como antes" no es una opción, y considerarlo como tal sólo puede llevar a la amargura. Y no es ya asunto de decir "estoy vivo, eso es lo que importa", sino simplemente no cuestionárselo y aprender a vivir con eso como se aprende a usar palillos chinos porque se acabaron los tenedores. (¿Comer con las manos? Bue... Hay cosas que sí, hay cosas que no. En lo personal prefiero que haya algo entre mis manos y la boca, aunque no descarto los tacos y las pupusas y hasta ciertos tipos de comida menos... uh... folklóricos como susceptibles de ser comidos a mano limpia.)
Otro límite que uno no puede controlar es la velocidad de la recuperación. Casi un año, me han dicho los médicos, y se está cumpliendo. De un día a otro, de una semana a la siguiente, la mejoría no es evidente. Me doy cuenta de que hace un mes no podía hacer cosas que ahora me cuestan apenas un poco. Cada vez tengo más energías, y escribir este post no me dejará tirado en cama durante todo el día siguiente. Trabajar es menos difícil; había un montón de dolores --tenía todo un catálogo, y aún hay varios en existencia-- que no me dejaban pensar más que en ellos, y tenía que invertir una cantidad terrible de energía en concentrarme y hacer lo que debía hacer. Y apenas van tres meses desde que salí del hospital...
A veces me pongo trágico mientras veo la tele. Veo algo y digo: "Eso nunca podré hacerlo." Y me doy cuenta de que nunca lo he hecho, o nunca lo hice bien, y no me queda más que reírme. ¿Cómo extrañar lo que nunca se ha tenido? (Ésa es una buena fórmula para los que desearon una mejor niñez o se lamentan por las decisiones que los llevaron a un lugar que no les gusta.)
Y, en fin, uno descubre que no es el superhéroe de ninguna película, ni siquiera de la suya en particular. Y eso puede ser doloroso si no se lo toma uno con el humor necesario.
Lo otro es que la sensación física de la muerte, el miedo físico e involuntario, el trauma, va desapareciendo poco a poco, a fuerza de repeticiones. Uno va olvidando. Y lo que va olvidando es lo más fuerte que le pasó en su vida, lo más terrible, lo inolvidable. Aún no sé si sea lo más conveniente o no; sé que es lo que me ha estado ocurriendo. O quizá uno sólo se acostumbra y asimila su "experiencia cercana a la muerte" como cualquier cena de Navidad que terminó en pleito o qué sé yo.
Sí, sé que no estoy diciendo de qué estuve enfermo y qué es lo que me puso donde estoy. En realidad no es importante, y los amigos lo saben porque deben saberlo: muchos llegaron a verme en los peores ratos, y quizá en buena medida estoy vivo gracias a su presencia. Sólo estoy haciendo un poco de terapia y poniendo en palabras algunas ideas que me han ocupado en los últimos meses. Quisiera escribir sobre otros temas, porque no soy héroe ni víctima. Quisiera hacerlo pronto. Quisiera que este mi diario personal no se quedara empolvado durante tanto tiempo, porque es importante para mí. Quisiera muchas cosas. Al menos ya sé que me queda otro poco de tiempo --espero que mucho-- para poder seguir en lo mío, que es escribir. (¿En serio es tan importante escribir? Es lo que estoy tratando de averiguar también. Al menos ya sé cómo terminar una novela que tengo pendiente; debo decidir si la termino o no. Pero no sólo yo; también mi cuerpo, que está tan raro desde hace unos meses. Ya veré cómo reconciliarme con él. Ahora acabo de tomarme mis medicinas; por algo se empieza.)