28 de abril de 2010

La marabunta

Por allí de 1968 --a partir de entonces lo recuerdo al menos--, el cómico Guillermo Hernández, a.k.a. Albertico Limonta, comenzó a utilizar el término "marabunta" para referirse a diferentes cosas, según el contexto: "la gente", los amigos, los que seguían sus programas de radio, el pueblo, la multitud. Al principio explicaba que lo decía de cariño, y que la marabunta era una concentración desmedida de hormigas que arrasaban con todo lo que encontraban.
En la calle empezó a oírse cómo la gente en general hablaba de "la marabunta" como el grupo de amigos, o en el plan de "la marabunta no entiende", etcétera.
Entonces el propio Albertico comenzó a abreviar el término y a hablar de "la mara", y el habla popular se actualizó.
Albertico murió por allí de 1971. El término (junto con algunas otras de sus ocurrencias) quedó como parte del patrimonio lingüístico salvadoreño y más de cuarenta años después aún sigue usándose para lo mismo. Sin embargo, en el exterior y aquí mismo significa cosas más terribles y temibles: criminalidad, falta de límites, muerte. En suma, la destrucción que provoca aquel grupo de hormigas que se reúne para arrasar con lo que se le atraviese.
En una conferencia acerca de la inmortalidad, Borges --siempre Borges-- dice que ésta puede lograrse aun cuando no se conozca el nombre del inmortal, que éste vivirá cada vez que alguien repita una frase suya que se volvió parte del habla cotidiana. Albertico, en ese sentido, logró su ración de inmortalidad con un término que no puede dejar de estar, para bien y a veces para mal, en el léxico de todos los salvadoreños.

26 de abril de 2010

La Casa en Contrapunto

Hoy se publica un suplemento acerca de La Casa del Escritor y sus intríngulis en la revista digital Contrapunto, con una pequeña antología de algunos de los compañeros, casi todos poetas. La página principal del suplemento puede encontrarse aquí.
Creo que los trabajos publicados (faltam como diez compañeros, pero no enviaron su textos a tiempo, qué le vamos a hacer) valen más que muchos argumentos en cualquier discusión acerca de poesia. Se puede discutir lo que se quiera, pero es la poesía, no los argumentos, lo que al final habla.

19 de abril de 2010

Hablar (paja) y escribir (bien)

A veces se confunde la capacidad --limitada o no-- de hablar acerca de algo con la capacidad de hacer ese algo. O peor: la capacidad --limitada o sí-- de hacer ese algo con la autoridad necesaria para erigirse en autoridad.
Ése es el problema de muchos críticos de andar por casa: manejan nombres, frases, fechas, tendencias, toda la parafernalia, pero son incapaces de escribir algo original y, en ocasiones, coherente o acertado; sus ideas no tienen que ver con el hecho artístico, sino con sus propias necesidades de obtener status como gente de arte o cercana a él, y no podrán ver la grandeza o pequeñez de una obra por
a) sus obvias limitaciones y
b) su objetivo no es el arte, sino acicalar su ego.
O poetas de mediano pelo que, por el hecho de serlo y de haber leído algunos libros, además de haber acumulado edad --y no necesariamente experiencia--, creen que pueden repartir criterios o certificados de calidad, de salud y de la validez o no de las opiniones de personas que se han dedicado un poco más que ellos a eso de escribir.
El caso peor que me he encontrado --un híbrido-- es el de un investigador literario que autopublicó en el extranjero --y no ha difundido en el país, que yo sepa-- un libro de poemas que por aquí tengo, listo para algún post, para algún día que tenga ganas de ponerme mala gente. En su vida diaria lanza criterios como si hubiera escrito Altazor, y la verdad no le pega ni a la métrica de algunos de sus haikús.
No sé dónde leí que no hay que confiar en... uh... críticos que no se dan cuenta de la mediocridad de su propia obra; jamás reconocerán las bondades de la ajena, ni es el caso pedirles tanto. Pero por allí va la cosa en cierta parte del panorama municipal (podríamos incluir a alguno que viviera en el extranjero; el municipio es tan portátil como el cabello o la falta de éste).
Lo que me gustaría sería que hubiera discusiones abiertas acerca de --digamos-- poesía, pero con una condición: antes de exponer puntos de vista, cada participante leerá algo de su obra. El que sea francamente malo, aunque sepa todo lo que haya que saber acerca de poesía, se quedará callado y será respetado como ser humano, que es lo menos que indica la cortesía. Los demás hablarán según lo que realmente sepan de poesía, como lo indique la calidad de sus textos, y lo que ha funcionado para ellos en el nivel en el que se encuentren; los demás escucharán con atención, con educación o les dirán que se callen cuando se les esté pasando la mano. También se valdrían las burlas y aventarles papelitos, mojados o no.
Pound era un poco más radical: proponía castigar a los malos poetas con penas que iban desde una llamada de atención hasta el fusilamiento. Una vez lo propuse en público y alguien me acusó de fascista, ya furioso, mientras buena parte del auditorio se reía, como debía ser. Entiendo que el problema del acusador no tenía relación con el castigo --él se considera un buen poeta--, sino con quién determinaría la calidad de un poeta digno de publicación o de un par de años de cárcel.
Y allí es donde la democracia no funciona: si se tratara de rating, Jícaras tristes sería un excelente poemario, y Sólo la voz, de Hugo Lindo, digno de al menos una ejecución en efigie. Y caemos en el círculo vicioso: no faltará el experto que valide a uno y desacredite a otro sin más criterios que los enunciados en los primeros párrafos de este post, y ya nos amolamos.
Lo que sería interesante, además de las discusiones, sería armar torneos poéticos, con la poesía como arma y sin demasiado rollo teórico o "teórico" acerca de por qué se escribe de un modo o se debería escribir del otro. Poesía a secas. Máscara contra cabellera, sin límite de tiempo o de edades. Uno contra uno o relevos australianos, da igual. Rudos contra técnicos.
Ojo: no desprecio cualquier teorización o análisis literarios y, al contrario, los creo necesarios. Pero también creo que se trata de herramientas para construir algo superior, o sea literatura, y que los rollos que se confunden con la literatura no dejan de ser los nudos que van debajo del tapete o detrás del tapiz. No son la cosa en sí: son sólo la parte que sólo se ve después de que la verdadera cosa en sí ha sido construida. Lo demás es hablar paja.
Para terminar, me propongo como réferi de algún torneo; después de todo se trata de cosas de poetas, y yo no soy más que un humilde narrador.

11 de abril de 2010

El yo poético

A veces resulta un tanto tedioso leer poesía, así esté muy bien escrita y tenga profundidad, pasión y todas esas cosas que --se supone-- la caracterizan. El problema está, usualmente, en que el poeta se coloca entre el texto y el lector como una especie de guía y trata de dejar en claro que "eso" le sucede a él (o ella), le pasó a ella (o él) o es producto estrictamente suyo (aquí no cabe poner "suya", perdonarán la incorrección política).
En otras palabras, el o la poeta hacen todo lo posible para aparecer en primer plano como los receptores primarios y transmisores directos de emociones, ideas, percepciones, etcétera, para la gente, para los que no funcionan así, para quienes no logran ver el mundo en toda su plurivalencia o como se quiera decir.
Whitman es el caso más claro del poeta emocionado que ve y enumera y califica y relaciona cosas sin ponerse demasiados filtros a sí mismo; mucho más elaborado, encontramos a su hijo directo, Neruda quien, quiéralo o no, pasó por las garras de Huidobro, que es otra historia. Borges decía en alguna parte --¡decía tantas cosas en tantas partes!-- que le parecía que Whitman y Neruda se sentían obligados a emocionarse por cuanta cosa vieran o pensaran; su escritura, así, en algún momento se volvía mecánica, y hasta me arriesgaría a decir que previsible. Basta con leer sólo algunas páginas de Hojas de hierba o alguna de las Residencias para ver que es cierto, y cada quién con sus gustos, que no es de eso que estamos hablando.
El poeta concebido como un ser de sensibilidad especial, que se coloca como el eje de su obra, puede provocar serios bostezos, si no es que indiferencia. En realidad todos vemos lo mismo, aunque lo procesemos de diferente manera, y no es un tipo igual a nosotros el que nos va a dar la revelación que esperamos; a lo sumo nos dará una lista de cosas que ya sabíamos, eso sí, quizá hasta muy bien escritas.
Como en la narrativa --digamos la escrita en primera persona--, siempre es necesaria la creación de un personaje narrador, que servirá de filtro en varios sentidos. En primer lugar, y más importante, el propio autor tendrá una mejor visión del texto, un mayor control, si no está involucrado anímicamente con su trabajo. Desde el momento en que el texto está sobre el papel --o la pantalla--, pasa a ser un objeto independiente, no una extensión del poeta, y será más fácil trabajarlo y obtener algo de mejor calidad, si es que hay suerte, talento y ganas. El famoso y necesario distanciamiento.
Y no es que el texto no tenga que ver con las emociones, ideas o percepciones del poeta, que es lo que se espera después de todo, sino que no dependerá de ellas para convertirse en un objeto con vida propia. Con el texto enfrente, ya escrito en primera instancia, viene el trabajo de darle forma, sentido, etcétera, y el texto no necesariamente requerirá lo que busca el poeta, sino lo que necesita él mismo para ser una pieza de arte.
Hay una trampa en la que es fácil caer, y de donde más de uno se agarra: los poetas malditos. Uno lee Las flores del mal y supone que Baudelaire pensaba así. Uno ve más detenidamente, lee sus ensayos, ve sus traducciones de Poe, sus discusiones literarias, y se da cuenta de que el "yo" ("el poeta") de Las flores... es una construcción literaria destinada a provocar ciertos efectos, que sin duda provocó. El propio Rimbaud --un adolescente a pesar de todo-- creó un poderoso "personaje narrador" que quizá no tuviera mucho que ver con su vida real, así fuera todo lo desordenada que nos han dicho que era.
Hay toda una elaboración, en ese sentido, en poetas mucho más antiguos --y poéticamente vivos-- de lo que por comodidad quisiéramos suponer: Salomón, Safo de Lesbos, Omar Khayyam (que a pesar de aseveraciones de algún escritor municipal no era turco, sino persa). De allí, quizá, una buena parte de su trascendencia a través de los milenios. Desde entonces florecieron y se marchitaron muchos que creyeron que Su Voz era lo suficientemente interesante como para durar un par de decenios, aunque fuera.
Hay un caso interesante, el de García Lorca. A pesar de su Poema del cante jondo y del Romancero gitano, en sus cartas mostraba un profundo desagrado por que lo calificaran como poeta gitano o de los gitanos: él sólo estaba escribiendo poesía, no tenía nada que ver con los gitanos y sus tradiciones.
Uno de los momentos más dramáticos de Altazor es cuando el personaje del poema, lanzado al vacío en un paracaídas hacia la muerte, reclama a su autor: "¿Qué has hecho de mí, Vicente Huidobro?" Allí Huidobro no se entromete en el poema: simplemente recalca que ha creado a un personaje (Altazor) sólo para hacerlo morir (e incluso en el momento de la muerte continuará el canto; es una maravilla ese canto último): Altazor no es su yo disfrazado ni su otro yo, sino un ser con vida propia que cae y cae y no hay modo de detener su viaje, digamos, fatal; lo que hace es ejercer --Rulfo dixit-- el derecho de los ahorcados al pataleo.
Aquí alguien podría sacar su libro de español de sexto grado y señalar la separación entre lírica y épica, que quizá haya sido cierta en algún momento de la poesía griega antigua, o teorizar acerca de una fusión de ambas, que sería aún peor. El asunto es otro: la poesía va o debería ir mucho más allá de sus creadores, so riesgo de ser poco más que un querido diario. El poeta, como personaje de su obra, en general no hace más que interferir con las cosas importantes que tuviera que decir.
Lo peor es cuando trata de trasladar ese personaje a la vida real, con ropa negra, boinas, bufandas y peinados estrafalarios; es la demostración más directa --y más pasada de moda, vaya: los malditos al menos escribían bien-- de que poéticamente no tienen mucho que decir. Cuando se recurre a factores externos al texto --recitar a gritos, peinarse raro, confrontar al público-- es que algo anda mal en el texto mismo y se quema la casa para que nadie se dé cuenta de que se rebalsó la leche.
Quizá una de las características de alguna poesía joven salvadoreña actual sea que los autores han logrado --para bien-- separarse de sus textos y convertirlos en piezas de arte independiente, con vida propia, como debería ser el sueño de cualquier artista. Eso será difícil de comprender para poetas acostumbrados a estar dentro de sus poemas, como parte integral de éstos: el ego a veces rebasa las necesidades del oficio, y contra eso no hay mucho que hacer.

6 de abril de 2010

De jóvenes radicales a viejos reaccionarios

Buena parte de los comentarios a la antología de poetas jóvenes Una madrugada del siglo XXI, de Vladimir Amaya, han caído en una (molesta) condescendencia, el rechazo (explícito o no) y una especie de análisis casi histórico, casi sociológico, que muestra que los comentaristas no están entendiendo muy bien lo que está pasando con la poesía en El Salvador.
La observación más importante que se ha hecho, explícita o subyacente, es que los poetas antologados no se inscriben dentro de la tradición poética salvadoreña, o que desconocen lo que han publicado antes otros autores nacionales. Cierto o no, me parece que el error de base es suponer que existe algo parecido a una tradición poética en El Salvador que pueda seguirse, como la existe en otros países, es decir: un continuo de poetas o generaciones --vanguardias incluidas-- que van montándose en los anteriores y, con suerte, evolucionando hacia cosas más depuradas e interesantes. (Puede ocurrir, también, que en algún momento una antigua tradición se estanque por exceso --en algún momento los poetas contemporáneos pueden sentirse aplastados o rebasados por quienes los precedieron--; en casos como el nuestro, si no se mira más allá de las fronteras de todo tipo, talvez los escritores se queden embebidos en un par de figuras influyentes y se conviertan en sus apéndices. En El Salvador ocurrió --y sigue ocurriendo-- con Roque Dalton y Salarrué; en Nicaragua aún es difícil ver a Darío como una influencia depurada, y los talleres de poesía oficiales de los años ochenta masificaron el estilo Cardenal, y no para beneficio de la poesía.
El que no haya una tradición poética en El Salvador no significa que no haya cantidad suficiente de escritores a los cuales leer y estudiar; significa que su calibre no es suficiente --y los que lo tienen son muy pocos-- para poder formar una tradición de calidad.
De entre la larga fila de nombres que pasaron por las páginas debidas a la actual Dirección de Publicaciones e Impresos y la Editorial Universitaria --la antigua, claro--, pocos están a la altura de cualquier buen poeta de cualquier parte: Hugo Lindo, Pedro Geoffroy, lo mejor de Dalton... Y eso no es privativo de El Salvador; el error es creer que basta con la producción nacional para alimentarse lo suficiente para generar literatura de talla mayor. Un error muy similar es suponer que basta con leer a los que se considera mejores autores contemporáneos de cualquier parte del mundo: en ellos habrá recursos y pistas importantes, pero hay milenios de poesía a la cual recurrir en la que no está todo, pero sí mucho de lo que falta y que se va diluyendo con el paso del tiempo y de la escritura.
¿Es importante para un poeta joven salvadoreño conocer a Lars, a Guerra Trigueros, a Quijada Urías, a Huezo Mixco? Sí, sin duda; muestra un camino y puede ubicar el lugar donde nos encontramos. Pero esperar que de allí surja toda una poética es un tanto excesivo. No hay suficiente alimento, y el que hay no siempre será digno de digestión.
Un punto importante es que durante años --desde mucho antes de la guerra hasta mucho después de su término-- se perdió lo que en efecto existió hasta principios de los setenta: la cadena de transmisión del conocimiento literario: los "mayores" mostraban caminos a los más jóvenes, y éstos tenían algunas pistas que seguir para ampliar las miras de su trabajo, si ésa era su intención. Oswaldo Escobar Velado y Pedro Geoffroy son reconocidos como ávidos impulsores de los más jóvenes, como antes de ellos Claudia Lars y después Ítalo López Vallecillos.
Esa tradición se fue perdiendo con el incremento de la represión política tras la ocupación de la UES, en 1972, y después vino la guerra con sus urgencias y compromisos, que dejaron buena parte de la poesía en textos en su mayoría sin valor ni perspectivas desde el punto de vista estético.
El resultado, después de la guerra, fue un montón de gente que escribía mal, que hablaba de política cada vez que se le preguntaba de poética, grupos e individuos desarticulados y confrontados y jóvenes que buscaban que "los mayores" les dieran algunas pistas, algún consejo, algo.
Y los mayores no les dieron mucho, aparte de romperles poemas porque "eso no sirve", decirles que "un día de éstos hablamos" o, lo peor, la condescendencia: "Tu poema está bien. Sigue así." Hubo algunos talleres --aún los hay--, de ésos que no duran mucho porque se trata de ejercicios de autogratificación del poeta encargado: se espera que todos escriban de cierto modo, bajo ciertos parámetros, de preferencia muy parecidos a los del conductor.
Lo que muestra la antología de Amaya es algo muy parecido a una rebelión, y la reacción de "los mayores" es negarla, y quizá en algún momento caerán en la tentación de combatirla abiertamente. Pero no es tan fácil: la poesía se combate con poesía y, francamente, en la antología hay gente con calidad poética superior a la de muchos "mayores". Si debo decirlo como parte involucrada, un montón de chamacos nos están pasando por encima, y no hay manera de evitarlo: no nos están pidiendo permiso, y no lo necesitan. No digo que todos los antologados me parezcan buenos --como dije en el post anterior, Amaya quizá sacrificó en algunos casos la calidad en aras de las propuestas--; digo que por lo menos la mitad de los antologados, de treinta años para abajo, tienen una calidad que "los mayores" quizá no alcancemos, con propuestas originales, buena ejecución y madurez personal y literaria. No sólo hay talento: hay productos tangibles y, si hubiese la posibilidad de publicar libros de muchos de ellos, sería más patente. Lo sé: me he pasado ocho años siguiendo muy de cerca el proceso.
Y será difícil --y de allí buena parte del rechazo a la antología-- inscribir a muchos de esos poetas jóvenes en la tradición salvadoreña, con todo y que seguramente, en unos años, eso será parte de nuestra tradición. Lo importante es que hay una fuerte tendencia a nutrirse de una tradición muchísimo más amplia, y no hacer "literatura nacional" sino, simplemente, literatura. Eso, más que una negación de "lo nuestro", me parece que muestra una amplitud de miras que no ha sido la constante en nuestra poesía.
¿Qué va a pasar entonces? ¿Aceptar que se viene un recambio generacional bastante marcado o pelear contra lo inevitable? ¿Decir que no hay nada nuevo después de nosotros o tratar al menos de entender que algo serio está pasando y que la poesía salvadoreña está abandonando sus cómodos cauces habituales?
Es obvio que "lo que viene" no lo detiene nadie. ¿Nos va a tocar el papel de jóvenes radicales que se convirtieron en viejos reaccionarios? Todo indica que ésa también es la tendencia. ¿Es esto último un proceso natural? No lo creo, o más bien no lo quiero. Pero es lo que parece que tenemos. Conozco casos de poetas "de los mayores" que lo ven desde otra perspectiva y, a su manera, estimulan a los escritores más jóvenes; son los que no han olvidado.
Miguel Huezo Mixco dice que la antología de Amaya es "un campanazo", y tiene razón. Ahora es importante leerla para saber lo que anuncia.

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Nota bene 1: Insisto en que siempre he estado en desacuerdo con las autopublicaciones. En este caso no veo alternativa; nadie va a publicar una antología no sancionda por "los mayores" y, como se ve, la de Amaya ni siquiera se hubiera fraguado.
Nota bene 2: En mi mundo ideal, los mejores poetas salvadoreños son Eliot y Vallejo. Algunos preferirán a Neruda o García Lorca o vaya a saber. Hasta ahora ha resultado ser un punto de vista muy poco popular: en esos niveles, ¿dónde quedaría uno, pobrecito?
Nota bene 3: Sería interesante saber qué antología de poesía de jóvenes harían algunos "mayores". Me da la impresion de que sería harto diferente y mucho menos llena de propuestas originales.

1 de abril de 2010

La justicia (poética) por propia mano

En la literatura, como en otras artes, existe la costumbre de que "los mayores" validen a los más jóvenes como merecedores de continuar con el oficio. El porqué es obvio: personas con mayor experiencia y trayectoria deberían reconocer a sus futuros iguales y, a través de la validación, lanzarlos al ruedo y llamar la atención sobre ellos para lo que fuere menester, digamos que su obra se lea, se compre o sea al menos considerada como parte de la corriente artística del momento.
En literatura, uno de los modos posibles es la publicación de antologías en las que se da a conocer una muestra del trabajo de los escritores que el antólogo considera representativos o significativos de lo que se esté produciendo. En El Salvador el último intento ocurrio hace diez años, con Alba de otro milenio, de Ricardo Lindo (Dirección de Publicaciones e Impresos). Hace un tiempo escribí una nota acerca de lo mal que se había tratado a Lindo y su antología, de manera injusta: lo que Lindo estaba haciendo era mostrar lo que en ese momento se veía en el panorama poético joven del país, no una apuesta por ciertos escritores (de muchos de ellos no volvió a saberse o no evolucionaron o dejaron la poesía por otras cosas; hubo otros que no fueron incluidos y han sido de gran importancia); tampoco era una profecía, que en este oficio nunca se sabe, en especial con los más jóvenes. Si algo puedo añadir acerca de la antología es que es honesta y muestra un panorama que, hoy, es un punto de comparación obligatorio.
Pero ¿un punto de comparación con qué?
Diez años parece poco tiempo para preparar una nueva antología "joven", pero en El Salvador, en ese poco tiempo, se ha producido un fenómeno importante que los "mayores" aún no logran detectar o no quieren o pueden comprender. Se trata de un florecimiento que podría incluso parecer excesivo de poesía de gente muy joven, con características bastante diferentes a las de las generaciones anteriores, si es que se puede hablar de generaciones en las últimas décadas.
El trabajo de crear la siguiente antología de poetas jóvenes la tomó en sus propias manos uno de ellos mismos, Vladimir Amaya, con el libro Una madrugada del siglo XXI. Poesía joven de El Salvador. Incluye a 34 autores nacidos entre 1980 y 1989, y en el recuento surge una de las primeras y más interesantes características de esa "generación": dieciséis de los antologados son mujeres. No se trata de una cuestión de corrección política o de algún enfoque de equidad de género, sino de que mucha de la mejor poesía joven salvadoreña la están escribiendo, precisamente, mujeres. Los posibles motivos podrán ser muchos y los que uno quiera pero, hasta ahora, la participación de las mujeres en la poesía salvadoreña había sido por lo menos marginal.
Otra característica de los poetas incluidos en la antología es que difícilmente pueden encuadrarse en una "tradición nacional", si algo así existe. Aunque seguramente muchos de ellos --o todos-- conocen a las figuras más importantes de la literatura nacional, es obvio el acceso directo de la mayoría a la gran poesía, quizá a la más importante de principios y mediados del siglo XX. Pero no se percibe una uniformidad en los textos, ni mucho menos. Si algo caracteriza a los poetas antologados es que cada uno posee propuestas propias y diferentes a las de los demás, incluso los autores más débiles, que los hay. También puede encontrarse un énfasis en la técnica poética, en la necesidad de dejar menos a la espontaneidad que al trabajo y mucho más a la efectividad de los textos que a la sensiblería a veces fácil que suele encontrarse en recitales incluso de voz de los poetas de mayor trayectoria.
Creo que Amaya le apostó a la diversidad de propuestas, a veces en detrimento de la calidad. Sin embargo, hay en por lo menos dos tercios de los antologados un nivel de calidad bastante alto, que podría cuestionar seriamente a muchos de los que ahora se toman como poetas respetados y bien establecidos.
Uno de los puntos que puede resultar incómodo lo hace notar Amaya en el prólogo: la poca influencia de Roque Dalton en los poetas de la muestra. Durante años, escribir "como Roque" era --y quizá siga siendo para muchos-- condición necesaria para que la poesía de alguien fuera tomada en serio: temáticas, giros, estructuras, etcétera. Esto daba --y quizá aún dé-- una poesía que tiende a la uniformidad --también lo anota Amaya--, a la larga poco interesante y contradictoria con uno de los principios del arte, que es la originalidad. Talvez a los "mayores" se les pasó la mano con la apología de Dalton --que tiene su lugar y que estaba en lo suyo; no le echo la culpa a él--, generaron un canon inaceptable y ahora los jóvenes han declarado una sana rebelión poética: ¿no es acaso la rebelión de los jóvenes una necesidad para todos nosotros?
En fin, la de Amaya es una iniciativa audaz y válida. En general estoy en desacuerdo con las autoediciones, pero me parece que en este caso era necesaria; los "mayores", en serio, no terminan de entender lo que está sucediendo, y la tendencia es a ignorarla, rechazarla y, en el mejor de los casos, malinterpretarla.
Una madrugada del siglo XXI me parece un hito importante e inevitable, una lectura obligatoria para quienes estén interesados en la poesía.