31 de julio de 2010

Es una lástima

Me hubiera gustado que aprobaran, sin veto, la ley según la cual se leería la Biblia de manera obligatoria en las escuelas, para fortalecer moralmente a los estudiantes.
Varios pasajes se me vinieron a la cabeza de inmediato, como aquél en el que Dios, sin motivo alguno, desprecia los sacrificios de Caín y acepta los de Abel, con consecuencias de muchos conocidas, y a los que los alumnos podrían acceder en detalle por primera vez. Y, claro, cuando Dios les miente a Adán y Eva y les dice que, si comen del árbol aquél, morirán. Al final resulta que es el Demonio el que tiene la razón: comieron y fueron como Él, o sea que adquirieron un conocimiento que no era grato para Dios. ("La ignorancia es la felicidad", diría George Orwell muchos siglos después.) Y, para seguir en la misma línea, es importante que se enteren que La Mujer (o sea Eva) fue creada de una costilla de Adán, pero unas páginas después nos enteramos que en realidad con ella fundó una segunda familia, que ya existía Lilith por allí, la verdadera primera esposa.
O la masacre casi nuclear de Sodoma y, si eso tuviera justificación, la conversión de una mujer en sal por el simple hecho de atestiguar la matanza; los actos de Dios no son para que los vean los humanos.
O la degradación al extremo del hombre más fiel a Dios, por una simple apuesta con el Demonio. O la historia aquélla del hombre santo y sabio que manda a matar a su hermano para quedarse con su esposa.
Ya en plan más moderno, el par de desprecios de Jesucristo a su mamá, o sus ataques caprichosos, como cuando volvió estéril a la higuera porque no tenía higos en una época del año en que las higueras no producen... uh... higos. O cuando le dice a un tipo aquello de "dejad que los muertos entierren a sus muertos" porque quiere enterrar a su papá antes de seguirlo; "los muertos" son los que no están con Él, y punto. (En ese entonces debían ser muy poquitos.) O lo de los pobres puercos a los que llenó de demonios e hizo que se suicidaran para exorcizar a un fulano poseído.
O los pasajes más picantes --que son muchos-- del Cantar de los cantares...
Moral extrema desde la fuente misma. Justo lo que necesitábamos y ahora no podremos tener.

13 de julio de 2010

Dos años

Ayer hace dos años que murió mi madre. Como buen viajero de los de los fenómenos psicosomáticos, fue quizá el peor día, en un par de meses, de mi larga convalecencia. No todo fue malo: en el trabajo me dieron una computadora con una rápida conexión a internet. En lugar de Microsoft Office le instalaron OpenOffice, por aquello de que las licencias son carísimas y hay que evitar la piratería. (En las máquinas nuevas están instalando Linux, me dijeron. A mí me tocó XP.) Conozco bien el software y sé que me voy a divertir. Por la noche, en Cinemax, dieron Pasqualino Sietebellezas, con Giancarlo Giannini, uno de esos actores que ya no se hacen. Krisma no la había visto, y a mi me hizo reír y me hizo que se me cerrara la garganta. No sabía que era tan vieja: 1975. Para que vean que hay cine antes de Iron Man (que también me gusta).
Sólo una vez he soñado con mi madre desde que murió. Fue mientras estaba internado en el Médico Quirúrgico, por allí de septiembre pasado, con quién sabe qué medicamentos en la sangre y la conciencia partida en dos.
Ella estaba sentada en una banca de madera, en una playa de arena negra, viendo hacia el mar en una noche sin luna. Había luz, pero salía de ella. Se veía muy joven --unos 15 o 16 años-- y bella. Tenía la vista clavada por encima de donde debía estar el horizonte, con el cuello ligeramente doblado y las manos sobre el regazo, con un vestido de una sola pieza, inconcebiblemente blanco.
El agua casi llegaba a sus pies, y yo trataba de advertírselo. (Mi madre adoraba el mar y a la vez le tenía terror. No sabía nadar. Ese miedo hizo que me metiera a clases de natación a los cuatro años, al igual que a mi hermana Ana. Terminé como seleccionado infantil, a los 10 años, y me negué a competir. Creo que es de las tantas cosas que le costó perdonarme.) Ella no me oía ni me miraba; simplemente estaba allí, siendo bonita, rodeada de luz.
Pensé y pensé y me di cuenta de que no podía verme: ella era demasiado joven, y yo nací cuando tenía veinticuatro años. Tampoco había nacido mi hermana María Elena, que murió en el parto un año y medio antes, algo que tampoco creo que le haya perdonado a nadie, la vida incluida.
No sé qué quería decirle. Quizá decirle lo que sería su vida en los casi sesenta años posteriores. Quizá sólo quería saber cómo era su voz. (En el sueño yo tenía los cincuenta años que tenía.) Y ella seguía sin verme ni oírme.
Entendí que era inútil, así que la miré durante unos minutos más y me fui por la playa. A los pocos pasos había desaparecido, aunque la banca de madera seguía allí. Creo que esa vez logré dormir profundamente un par de horas, y creo que durante ese tiempo no tuve dolor.
La mayor parte de las veces en que me llevé muy bien con mi madre fue mientras estábamos en silencio. Hablar no siempre es lo mejor para la gente.

9 de julio de 2010

Los inicios. 3

Y la gente seguía llegando. No en masa, ni mucho menos, sino de a uno por uno. A algunos los refería una tercera persona. A otros les había gustado algún promocional de los que pasaban en Canal 10. Otros habían visto alguna entrevista conmigo en el programa Universo crítico, de Geovani Galeas, o en el periódico. A otros alguien les había dicho que le habían dicho.
Algunos de los que llegaban, no pocos, estaban allí porque los habían rechazado en otros talleres; les habían dicho que su poesía era mala y que se dedicaran a otra cosa. En general, bastaba echar un ojo para enterarse de que en esa “poesía mala” había cosas interesantes y originales, que alguien no había logrado detectar; el arte, cuando es novedoso, no es reconocible como tal, y eso no es excepción en el pequeño mundo de los talleres literarios. Si se le suma un imbécil que cree que lo sabe todo acerca de literatura, el resultado es gente desconcertada, si no herida.
Lo interesante es que, con todo lo disímiles que eran los compañeros en todo sentido --oficio, origen de clase, intereses, usted diga--, se fue creando un bonito lazo de amistad entre todos y cada uno. No es que se armara un grupo, sino una comunidad de gente que quería platicar de literatura, y sobre todo escribir. Cuando uno encuentra algo así, lo que menos interesa es buscar problemas, y se dedica a disfrutarlo.
Para enero de 2005 ocurrió una maravilla: me dieron como asistente a Johanna Marroquín. Hasta entonces me había tocado armar el relajo casi solo, con el apoyo de mi hijo Eduardo en cosas de música. Pero para entonces ya estaba a punto de regresarse a México.
La verdad es que no necesitaba una asistente para pequeñas cosas administrativas, aunque no estuviera de más. Lo que quería era que ella se encargara de sus propios proyectos, tomando en cuenta otra de las directrices que me habían dado: insertar La Casa en la comunidad de Los Planes y Panchimalco.
Johanna llevaba unos veinte años bailando danza folklórica, los últimos diez en el Ballet Folklórico Nacional. Yo la conocía desde hacía algún tiempo, y sabía que era justo lo que necesitaba, o más bien lo que La Casa necesitaba. Hablamos, pedí su cambio y me lo concedieron. La idea era utilizar la danza --de la cual hay larga tradición en la zona-- para abrirnos a la comunidad.
Lo primero fue armar un taller con chavos del vecindario, unos ocho o diez. Pedimos a la Casa del Mirador que nos prestaran espacio para ensayar, y nos dijeron que no; ellos tenían su propio ballet. (No veía cómo podían ser excluyentes, pero así las cosas.) Nos ayudó la escuela Goldtree Liebes dándonos un espacio y prestándonos algún vestuario. Johanna aprovechó para reclutar a varios jóvenes más.
Para cuando se desintegró el ballet que había en El Mirador, no mucho después, Johanna ya le había puesto nombre al grupo resultante del taller (“Raíces”) y empezaba a hacer algunas presentaciones cortas. Gracias a que El Mirador nos dio espacio para ensayar, cuando el otro ballet se disolvió, los chavos pudieron avanzar con más rapidez, y en un año se presentaban todos los domingos en el propio Mirador, convirtiéndose en una de las atracciones de Los Planes.
Mientras, Johanna hizo buenas migas con Los Historiantes de Panchimalco. Tan buenas que la invitaron a bailar con ellos: la primera mujer en cuatrocientos años, o vaya a saber cuántos, que no hacía roles femeninos.
Al mismo tiempo --lo de los posts anteriores y esto ocurría todo al mismo tiempo; era un desmadre--, varias organizaciones comunales nos pidieron espacio para armar reunionces: microempresarios, gente que trabaja en cosas de turismo, la alcaldía --de ARENA la anterior, del FMLN la actual--, etcétera. Gracias a la alcaldía de Panchimalco pudimos mantener controlada la pequeña selva que hay detrás de La Casa; cada cierto tiempo llegaban a podar árboles y matorrales. Hubo más, bastante más, pero con esto basta por ahora.
Fue en 2005 también, si no me equivoco, que Salvador Canjura propuso que armáramos un taller de guiones. Yo me gané la vida durante quince años haciéndolos, así que le dije que sí. Armamos un pequeño grupo de seis personas con compañeros que ya trabajaban en La Casa y lo organizamos.
Lo que resultaba obvio era que, una vez terminado el guión, allí se acabaría el proceso: ¿quién lo filmaría después? Así que la condición fundamental del taller era que los guiones los filmaríamos nosotros mismos, con nosotros mismos como actores y con los recursos que tuviéramos. La idea era seguir todo el proceso que sigue un guión, desde su concepción hasta que se exhibe (no sabíamos si se iban a exhibir en alguna parte, pero al menos teníamos nuestros aparatos de DVD o computadoras).
Y allí estuvimos durante meses y meses, con camaritas de ésas que sirven para filmar bodas y bautizos, dándoles forma a los guiones. Rebeca Torres, la segunda más joven del equipo (el más joven era Nelson Ochoa, de 17 años cuando comenzó el taller) fue la directora de casi todos los videos: come cine, bebe cine, sueña cine y sabe mucho de cine. Salvador Canjura hizo varias actuaciones notables, al igual que Carlos Guardado, y ambos unos guiones de lo mejor; yo hice todo lo posible para no aparecer en pantalla. Mi trabajo era componer o adecuar la música y editar los videos.
Empezamos con videos “negros”. Quién sabe por qué nos agarró con lo policial. Después tratamos de pasar a mediometrajes, de por lo menos media hora cada uno, y no nos dio el pellejo ni la tecnología. Necesitábamos luces, sonido, mejores cámaras, mejores computadoras para la edición... Al menos lo intentamos, y hubo amigos que nos apoyaron con actuaciones que allí están, encerradas en cassettes.
Pero no nos rendimos tan fácilmente. Después nos pusimos a filmar una serie titulada “Historias ligeramente estúpidas”, que imitaban el cine mudo. Por lo menos la mitad está editada, hay varias que no llegaron a transferirse a la computadora y hay un par a media edición. Para mientras ya habían pasado casi tres años, y creo que se cumplió el ciclo; después de todo se trataba de un taller de guiones. En el proceso nos ganamos el II Certamen Nacional de Video, en la rama de ficción.
Hubo más talleres. Uno de periodismo, del cual no diré los nombres de los participantes, nomás para molestar a las malas lenguas; uno de novela para dos muchachas de quince años de edad (me llamó la atención su juventud y su talento, y la pregunta era: ¿aguantarán?; la respuesta fue que no; estaban muy pollitas aún); uno de apreciación poética... Qué sé yo.
Lo que sí sé es que me la pasé muy bien trabajando con gente interesante y buena, haciendo cosas igualmente interesantes. ¿Qué más se puede pedir?
Y eso que eran sólo los inicios...

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También está lo de la recopilación de voces de escritores, el taller en Guatemala... Quién sabe cuántas cosas se me olviden. (No, el taller en Guatemala no se me olvida. Hubo muchísimas cosas muy buenas allí, y buenos amigos de los que son para siempre.)

6 de julio de 2010

Los inicios. 2

Hubo varios lugares que se consideraron para sede de La Casa del Escritor. El primero fue la Casa de la Cultura del Centro. Aunque había mucho ruido de la calle --la parada de autobuses está exactamente enfrente--, tenía varios pros. Por ejemplo, desde hacía años era sitio de reunión de escritores jóvenes; allí armamos buenas reuniones con escritores de todas las edades; era sitio obligatorio de paso para mucha de la gente que era nuestro objetivo, y en todo caso quedaba cerca de donde vivía la mayoría de las personas a las que pudiera interesarles el proyecto.
Por algún motivo --por muchos en realidad-- no se pudo. Entonces se pensó en la Casa de la Cultura de la Miramonte, que apenas iba a abrir, y ése fue el objetivo durante un tiempo. Después, más a mediados que a principios de 2003, me dijeron que Concultura (hoy Secretaría de Cultura) estaba adquiriendo la casa de Salarrué, en Los Planes de Renderos, y que allí sería La Casa.
La idea original era hacer un museo de Salarrué, y la habían venido trabajando el presidente Francisco Flores y el presidente de Concultura, Gustavo Herodier. Sin embargo veían que podía ser un museo poco visitado, y que había que darle un plus, y ése sería La Casa del Escritor, con los talleres y todo lo demás.
En un principio me opuse. Me parecía que estaba muy lejos de donde estaba la actividad literaria, pero el motivo principal era político. Penaba que el nombre de Salarrué sería atractivo para muchos que la querrían para sí mismos, y que obviamente tendrían mejores proyectos que el mío. Y así fue y siguió siendo. Nada más se supo que se abriría la casa de Salarrué, y que allí se instalaría La Casa del Escritor, aparecieron personas bastante escandalosas diciendo que poner La Casa allí era casi un sacrilegio, y que lo mejor era dejarlo en un museo, nada más. La propuesta más sensata era de un tipo que decía que él manejaría la casa de Salarrué --el museo-- y que me darían un espacio para que hiciera La Casa del Escritor. Desgastante.
Pensamos entonces en hacer un museo vivo, donde se interactuara con el contenido y que la actividad no se limitara a la exposición. A eso llegamos cuando me dijeron que era la casa de Salarrué o no era nada y, puestos a escoger, pues que fuera la casa de Salarrué. El Museo de la Palabra y la Imagen se haría cargo de la exposición, tanto de las piezas que estaban a su cargo como las que eran propiedad de Concultura, y listo.
(Como aclaración a un par de notas periodísticas: durante las tormentas de principio de año, y con unas goteras de respetable tamaño, se mojaron y dañaron algunos materiales: dos dibujos de Zélie Lardé y un manuscrito de Salarrué. No eran originales. Excepto objetos como un bastón, unos lentes y unos caracoles, todo lo que había allí eran facsímiles de excelente calidad. Todo era cosa de llevárselos y traer otros. No hubiera dormido en paz durante todos esos años si hubiésemos tenido originales.)
El 22 de octubre de 2003 --aunque la placa dice que el 20--, el presidente Flores inauguró La Casa del Escritor y empezamos actividades oficialmente, aunque el nombre de La Casa se había utilizado desde junio del año anterior.
Ese diciembre se estableció una costumbre que se convirtió en ley: los aniversarios de La Casa y los fines de año se celebrarían con mole poblano. No hubo un motivo especial. Nada más que convoqué al almuerzo, había mole y pollo en casa y calculamos que era lo que más rendiría. En algún momento traté de cambiar el menú, pero las protestas fueron bastantes y fuertes.
A partir de 2004, además de los talleres que ya se impartían y los que nos inventábamos, comenzamos un proyecto que se prolongaría por cuatro años: el Archivo de Historia Social. Estaba a cargo de Karen Schairer, de la Universidad del Norte de Arizona (NAU), con el apoyo de su esposo, Don. Recorrió El Salvador desde Ahuachapán hasta el Golfo de Fonseca, a través de las casas de la cultura, haciendo entrevistas con personajes importantes en cada comunidad, que pudieran hablar de la historia del lugar. Hay de todo, entre ello entrevistas sobre oficios perdidos y tradiciones aún más perdidas.
Pero no era sólo de ir y preguntar; daban algo a cambio. Karen, que es lingüista, dio por todo el país pequeños talleres sobre técnicas pedagógicas, y Don impartió clases de dibujo para quien se interesara. Don también dio talleres de acuarela --es un acuarelista excelente-- para pintores ya establecidos, a través de Adapes, y para pintores jóvenes en la Casa Taller Encuentros de Panchimalco, con el apoyo de la Casa de la Cultura del lugar. Todo lo hicieron con el patrocinio de Fullbright.
El archivo allí está, esperando su momento. Consiste en un montón de CDs con entrevistas en video, bien indexado. Quizá aún sea muy pronto para que genere interés; en unos años será una joya. Karen, por su parte, usó las entrevistas para sus trabajos de lingüística y sus clases de español en la NAU.
En 2003, a finales. empecé a trabajar un poco de video, que continuaría en 2004 y 2005, y luego lo sistematizaríamos a través del taller de guiones.
Los primeros fueron de poesía, de unos tres minutos de duración. Por supuesto, Krisma me sirvió de conejillo de Indias. Aparecía ella caminando y haciendo cosas mientras se oía el poema, y terminaba con ella leyendo en un cuarto lleno de tiliches, que era uno de los cuartos de La Casa. Sencillo pero bonito. Después hice uno de Gerardo Chávez, uno de Nancy Gutiérrez y uno de Carlos Clará. Propuse que los pasaran en Canal 10, los pasaron y fueron un éxito.
El problema era que cada video se llevaba horas y horas de renderización; ni la computadora de La Casa ni la mía daban para hacer rápido el trabajo. Se quedó en cassette otro de Heriberto Montano (QEPD), que algún día tendré que renderizar aunque sea por orgullo.
Para lo que sí daba la compu de La Casa era para hacer pequeñas cuñas de 45 segundos con efemérides diversas. Muy diversas. Desde Truman Capote hasta Batman, desde Johnny Weissmuller y Claribel Alegría hasta los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Cada cierto tiempo iba a Canal 10 a transferirlas de DVD a BetaMax y, listo, pasaban de diez a doce cuñas diarias. Las cuñas tenían sus fans, y un par de compañeros llegaron a La Casa porque les gustaron los pequeños videos.
Cuando llegó Rolando Reyes a la direcciójn de Canal 10 simplemente dejaron de pasarlas. Quedaron varias "inéditas", al igual que videos de poesía mucho más sencillos y cortos que los originales. Lástima.

4 de julio de 2010

Los inicios

Por estas fechas, y desde el 8 de junio de 2002, estábamos comenzando los primeros talleres a nombre de La Casa del Escritor, que aún no existía físicamente y pasaría más de un año para que terminara en la casa de Salarrué, un poco en contra de mi voluntad.
Antes de dar inicio a los talleres, me pasé cerca de tres semanas en la Universidad del Norte de Arizona dando clases, pequeños talleres y pláticas, sin cobrar un centavo, con un objetivo: que después la NAU me enviara como contraparte a la Dra. Karen Schairer para que trabajara conmigo en cosas de La Casa. (Hubo un proyecto, ya terminado, que le llevó cuatro veranos, con el apoyo de la universidad y de Fullbright.) Y antes de eso, desde noviembre de 2001, realizamos varias reuniones de escritores que estuvieron mucho más cocurridas de lo que esperaba, que culminaron con unas que organizamos junto con Tatiana de la Ossa en el Palacio Nacional, ni más ni menos que en Salón Amarillo. Yo convoqué a escritores y ella a teatreros; fue un fin de semana bastante ajetreado.
De esas reuniones de escritores y gente interesada en la literatura surgieron temas para algunos de los talleres que impartimos. El primero fue de métrica y rima, con Roberto Laínez; el segundo, paralelo pero en diferentes días, de edición de revistas, impartido por mí. Este último tuvo su gracia especial: había una primera parte en la que hablaba yo y una segunda en la que había gente invitada para dar otros puntos de vista acerca de la edición. Tuvimos a Cristian Villalta, Carmen Molina Tamacas, Lafitte Fernández, Hugo Ortiz (un amigo mexicano, diseñador gráfico excelente, que se encontraba en el país) y otros. Luego Carmen impartió uno de géneros periodísticos, yo uno de estructuras narrativas (fue el más concurrido: 37 personas), Thierry Davo uno de lectura de Pedro Páramo, que quizá fue de los mejores; Ricardo Roque Baldovinos uno de lectura de Borges y algunos más que se me olvidan, y así hasta casi terminar el año. Los locales para los talleres fueron la Casa de la Cultura del Centro, la Casa Claudia Lars de la Universidad Tecnológica y un salón de clases inmenso de la Universidad Pedagógica, cuando se encontraba atrás de la Catedral.
Me tocó ir a casi todas las sesiones de casi todos los talleres. Y no para ver cómo se desempeñaban los instructores, que la hacían muy bien, sino para medir a los talleristas. Los objetivos de los talleres eran varios: en primer lugar, los talleres mismos y sus temas; en segundo, la búsqueda de talentos para realizar un taller de creación literaria; en tercero, ver el nivel general de conocimiento con el que estaba enfrentándome y, por último, la posibilidad de armar, aunque fuera por un solo año, una escuela de escritores.
Pero no una escuela en la que a alguien se le enseñe a ser poeta o cuentista; eso es imposible. La idea era --y sigue siendo, pero nunca hubo el presupuesto necesario-- dar a los escritores algunas herramientas para que pudieran ganarse la vida, o un dinero extra, trabajando en cosas cercanas a la literatura: guiones, traducción, edición, etcétera.
Casi finalizando el ciclo de talleres, en septiembre de 2002, escogí a siete personas para iniciar un taller encaminado a que trabajaran su obra. Buscaba talento, desde luego, pero sobre todo una actitud especial. Esta actitud incluía que estuvieran dispuestos a pasarse un buen rato trabajando sus textos antes de darlos por buenos y publicables. También significaba el respeto al trabajo de los demás; las apuestas eran totalmente divergentes, pero nunca excluyentes. A la larga redundó en que nadie puede decir que dos compañeros de La Casa escriban igual, ni siquiera parecido. En ese entonces era apenas una posibilidad, y de los siete quedaron cuatro, a la que se sumó otra en noviembre. Los sobrevivientes, curiosamente, eran mujeres., y durante mucho tiempo las mujeres fueron mayoría. Nunca he sabido por qué.
Antes de que se inaugurara La Casa, ya había ocho personas en el taller y además se daban clases de guitarra, impartidas por mi hijo, y después comenzaríamos las de defensa personal para mujeres. Después de inaugurada La Casa, hubo que dividir el taller en dos: uno para prosa y otro para poesía. También se hicieron varias reuniones de escritores, pero resultaba complicadísimo: apenas un año y pico después tendría asistente, y cada evento se llevaba una cantidad terrible de energía y trabajo. No me daba el pellejo. Además de los talleres, tenía que revisar textos y recibir a personas con necesidades especiales (por ejemplo, trabajaban en fin de semana o en horarios extrañísimos).
Eso sí, todos los domingos tenía insomnios. Pasaba horas y horas recordando lo que había hablado con cada uno en el taller --el arte se transmite de persona a persona, no a un grupo por medios estandarizados-- y me preguntaba: "¿Y si la regué con fulano y le dije algo que no era?" "¿Y si se me pasó la mano con fulana?"
Porque lo más grave del asunto es que estaba trabajando con los sueños y los sentimientos de un montón de personas, y un error significaba mucho más que un mal poema o cuento. Significaba arruinar un poco de alguien, pero también veía lo macro: si el objetivo era formar gente como escritores, el error se prolongaría en el tiempo y podía estar dañando a un escritor que quizá debía ser influyente veinte años más tarde. Horrible, y pasó durante años.
Ahora sé que hice lo que pude, y que a un buen escritor no hay quien lo arruine. He tenido la suerte de trabajar con buenos escritores, a los que sólo les hacía falta, quizá, un par de tips técnicos para encontrar su camino, o al menos para intuirlo.
No cambiaría esos años por nada.

2 de julio de 2010

Un buen primer día

Ayer fue mi primer día de trabajo en la Dirección de Publicaciones e Impresos (DPI). Hubo una larga plática con su director, Carlos Serpas, acerca de proyectos que pueden echarse a andar y otros que ya están en marcha. Salí contento, y para celebrar le compré un chocolate a Valeria; desde hace días anda con una gripe de lo más incómoda y había que endulzarle la vida.
Siempre me gustaron los primeros días de trabajo. Uno puede sentirse un poco niño, un poco adulto, un poco desconcertado, y disfrutarlo. Tengo la suerte de recordar buenos primeros días en todos los lugares donde he trabajado, y ésta no fue la excepción.
Mentiría si dijera que no extrañaré La Casa del Escritor, y en realidad a la gente con la que he trabajado en los últimos ocho años. Pero esa gente es ya parte de mi vida, y llama por teléfono y llega a casa a platicar, y tendremos que seguir trabajando un tiempo más mientras los más nuevos terminan lo que deben terminar. (Ya nos pondremos de acuerdo.)
También me enteré que Jacinta Escudos es la nueva directora de La Casa. Al regresar de la DPI le mandé un correo para felicitarla y decirle que me parece la selección más adecuada. Me contestó con una carta bastante agradable, que agradezco.
Eso sí, por la noche me cayó una gripe de perros, la misma que ha venido cargando Valeria y que tuvo a bien compartir conmigo. No todo debe ser perfecto en un primer día, y mucho menos el segundo.