Lo que Rafael escribió y se quedó en el tintero
Hace unos días, un amigo con el que no conversaba desde meses me
preguntaba por qué “me peleaba” con algunas personas a través de este
blog, es decir públicamente, por qué mencionaba con nombres y apellidos a
gente con la que había tenido problemas, y por qué hablaba de esos
problemas tan abiertamente. Dijo que le parece “cruel” de mi parte, y
que una “figura pública” como yo no debería hacerlo.
Me pareció que tenía más ánimos de regañarme que de oír razones o pretextos, así que lo dejé que me regañara y después le contesté de manera taxativa, no muy matizada y tono elevado: mi blog es mío y escribo lo que quiera, no soy una “figura pública”, sino alguien que escribe (“un güey que escribe” dije en realidad), detesto a los farsantes y, si un imbécil viene y me insulta a gritos, se arriesga a que le reviente la cara, como pasaría si el insultante fuera yo. No es otro el riesgo que corro al escribir lo que escribo con mi nombre y apellidos, y al toparme a las personas cuando me las topo, y es por eso que los cobardes prefieren el anonimato (que no es lo mismo que usar un nick): para no asumir las consecuencias de sus actos, de sus palabras y de sus idioteces. (Creo que dije “pendejadas”; podría jurarlo, porque me conozco.) Y que, claro, después de años de trabajar en lo que trabajo estoy harto de los que se la pasan saboteando cosas que no entienden, boicoteando a gente que no lo merece, armando chismes estúpidos, pero a veces efectivos, y metiendo bronca por envidia o capricho, sin aportar más que su amargura, las flores de su mediocridad humana y, si acaso, un remedo de obra.
Se me pasó la mano en el tono, y me disculpo; sólo era un modo de que me oyera. Como sé que me está leyendo, lo voy a poner de forma un poco más digerible y –ojalá– menos molesta.
Soy un güey que escribe. I. Uno se puede equivocar seriamente si llega a creer que es más de lo que es. En la particular ecología salvadoreña me tocó ser novelista, como a otros les toca ser cobradores, sociólogos, obreros o pastores del Tabernáculo Bíblico Bautista. Mi oficio es escribir. Es mi obligación, no mi privilegio, ser un buen escritor, y estoy aprendiendo. Lo importante es que mi obra sirva; yo soy incidental. Una “figura pública” de algún modo influye, modera, provoca o lo que sea. Para eso están los políticos, los arzobispos y los motivadores personales; yo soy otra cosa: un güey que escribe, ni más ni menos. Si llego a tragarme que soy “una figura pública”, voy a escribir y a actuar pensando en mantener ese status y –lo siento– no me interesa. Si mi obra hace que yo salga en el diario o en la tele, qué bueno, pero mi objetivo no es que me vean o me “reconozcan”, sino que los lectores se diviertan al leer lo que escribo. Si lo que diga o escriba –dentro o fuera de mis libros– va a tener alguna influencia, será por añadidura; mi objetivo es divertir a la gente. Para ganarme la vida (y no sólo porque de eso me gane la vida), trabajo como escritor, con otros escritores, y me muevo en un radio de un par de kilómetros, de La Casa del Escritor a mi casa. No busco que me entrevisten, no busco publicar en ninguna parte (a veces hay editores generosos a quienes les interesa alguna novela, o me piden artículos sobre esto o lo otro), rara vez asisto a recitales, presentaciones, inauguraciones y todo eso, y tengo contacto con poca gente aparte de la gente de La Casa y de mis amigos, que a veces son los mismos, y algunos familiares. No hay paparazzis en el techo de la casa de enfrente esperando a que salga en bikini, no me hablan para preguntarme qué pienso de la ley antiterrorista –no creo tener una opinión acerca de todo–, y sólo en contadas ocasiones para averiguar acerca de lo que escribo o del trabajo de La Casa. Si soy una “figura pública” no es porque lo haya pedido, y no me siento cómodo con la idea. Si “simplemente es así”, pues que así sea, y me aguanto, pero eso no va a cambiar mi modo de hacer las cosas, porque dejaría de ser lo que soy y quien soy, y me caería mal cuando me viera en el espejo. (Ya estoy bajando de peso y me gusto un poco más. Dentro de veinte o treinta libras me sentiré soñado, y no llamaré a la prensa para que se entere; no creo que haga buen papel en la versión local de Ventanteando.)
Soy un güey que escribe. II. Si en función de mi trabajo como empleado de CONCULTURA (el argumento que más se esgrime: “Un funcionario público no debe decir ciertas cosas”) no puedo decir lo que me parezca correcto o denunciar lo que me parezca incorrecto, qué feo sería trabajar donde trabajo y en lo que trabajo. Lo que estoy “vendiendo” al estado (a los que pagan impuestos, pues) es mi tiempo, mi trabajo y mi experiencia, no mi alma. Si dejo de tener opiniones personales y actitudes personales sólo porque trabajo “en el gobierno”, qué pereza y qué vergüenza. Hay algo paradójico: “Los de siempre” se quejan de que los funcionarios de CONCULTURA son burócratas más bien vacunos –no digo que lo sean, sino que eso dicen–, pero, cuando uno trabaja bien, exigen que uno sea del estilo que ellos mismos dicen despreciar, porque así el mundo es más comprensible. Lo mismo: qué pereza y qué vergüenza. (Y vieran cómo se ponen esos mismos cuando les toca de funcionarios públicos...)
Mi blog es mi blog. Esto es lo más cercano que he hecho a un diario personal, con la diferencia de que lo comparto con quien quiera leerlo. En un diario personal uno pone lo que se le pega la gana, o así debería ser. Lo que está aquí es porque así pasó, o así recuerdo que pasó, y porque es lo que pienso, lo que me alegra o me enoja o impresiona, o cosas tan básicas como eso. No estoy pensando en proyectar una imagen, convencer a nadie de nada ni hacerme el muchacho de la película. A lo sumo seré un poco más claro en mi redacción y escribiré con mejor letra (tengo una letra casi rúnica), y asumiré que alguien más lo lee aparte de mí; pero escribiría lo mismo en el querido diario que tuviera debajo de la almohada, en el mismo tono y expondría las mismas ideas, con las mismas implicaciones. Agradezco a los amigos y compañeros que comparten este blog –y los suyos– conmigo, agradezco también a Los De Siempre con todo su dolor por sí mismos, agradezco a los visitantes eventuales, agradezco a los que se toman la molestia de poner algún comentario. Algo garantizo: escribo lo que escribo porque es lo que quiero escribir. Cuando sientan que estoy echando paja para hacerme el gracioso o para apantallar, por favor dejen de leerme, porque nadie merece eso.
Detesto a los farsantes. Uno de los objetivos explícitos de La Casa del Escritor (así está escrito en el proyecto original) fue dignificar un oficio que en El Salvador estaba “desdignificado” por los propios escritores, o los que navegan con bandera de tales. (Los de verdad se dedican a escribir y no se andan con tanta faramalla.) Se puede describir a estos último con una analogía musical: la niña que, después de un par de meses, aprende a tocar “Los changuitos” en el piano y exige que se le reconozca como pianista, aunque ella misma sepa que no lo es. (Claro que con el tiempo llega a convencerse. Aquí hay una versión malísima de “Los Changuitos”, en video, y aquí está la partitura, por si alguien quiere declararse pianista aunque tenga que aprender a leer música.) “Dignificación”, en mi lenguaje personal, significa “profesionalización”, y ésta a su vez significa –en parte– una actitud madura hacia el oficio, no una feria de vanidades o un desfile bufo constante en el antro de moda. Habrá quien reaccione contra esto, porque tomarse las cosas en serio provoca reacciones, y qué bien; pero sólo la obra puede hablar por uno, y allí es donde se sabe quién es quién. No voy a molestar a los farsantes motu proprio, porque solitos flotan: todo conocimiento es comparativo (es una frase que me gusta), y los lectores no son tontos. Cuando aparecen buenas obras con las cuales comparar las de ellos, las cosas caen en su lugar. Ése es mi trabajo: ayudar a que las cosas caigan en su lugar. ¿Quiénes son los farsantes? Ellos saben. Todos sabemos. Los nombres y apellidos son incidentales; siempre hay, siempre se parecen y siempre se quejan y presumen de lo mismo. (Aquí la respuesta obvia de Los De Siempre será decir que el farsante soy yo. Que así sea. Pero el que yo pueda ser un farsante no los convertirá a ellos en buenos escritores, ni en más de lo que son.)
Por qué me peleo. Hasta donde he visto, siempre en la lógica del diario personal, no me peleo. A lo sumo discutiré, si me dan la oportunidad o quieren que les dé la oportunidad; en general he recibido insultos, amenazas, regaños y descalificaciones. No me he pelado con nadie, según noto al revisar el blog. A lo sumo habré respondido a menciones directas con menciones directas, y habré puesto mis opiniones al respecto. O he planteado temas de discusión. Si “ellos” creen que eso es una pelea, que lo crean; es su fuero. Lo que no veo de su parte son argumentos, y sí un deseo de hacer daño por el simple hecho de hacerlo, o porque destruir hace parecer que sus Changuitos particulares son obra de algún interés.
Por qué menciono sus nombres. Porque han mencionado el mío, y en este blog, en tiempos recientes, se ha visto con qué intenciones, en qué contextos y en qué términos. Por eso alimenté la discusión, para que quedara expuesto lo que esa gente es, cómo funciona y –¡siendo artistas, o sea...!– cómo se expresan cuando no están en público o en persona. Si en algo he mentido o me he equivocado, que me lo digan y con gusto voy a rectificar. La respuesta, hasta ahora, ha sido el silencio público y más chismes del tipo que ya conocemos. (Es cierto, vivo como ermitaño. Pero vieran de lo que se entera uno aquí encerradito. Por eso sigo encerradito.)
Por qué escribo algunas de las cosas que escribo (es decir las “peleas” y eso). Por dos motivos: A) Hartazgo. B) Exorcismo. Llega un momento en que me harto y suelto lo que tengo que soltar para que no me rebase y me enferme. A veces lo hago en el blog, a veces en otras partes y en otras cosas. Luego, con esas cantidades de energías negativas y amargura y dolor, algo se le pega a uno; es imposible evitarlo. Escribirlo en el querido diario es un modo de no quedarse con ello, o de ponerlo en la manejable escala de las palabras. Escribirlo en un querido blog es devolverle a esa gente algo que le pertenece, y con lo que no quiero quedarme. Es decir: si alguien no me pone propaganda política en el plato mientras estoy comiendo, puede estar seguro de que no voy a escribir sobre eso. Si alguien no reparte pornografía infantil con el cliente de correo de Krisma, seguro que no lo voy a escribir y, la próxima vez que lo vea, no le voy a romper el hocico.
En algún post hay una mención a mi amigo, en la que dice que capté mal algo que dijo en público, y que varia gente --yo incluido-- interpretó como una referencia directa a mí. Le ofrecí ponerlo por acá, para aclararlo, y me dijo que no. En el contexto no vi equivocación de mi parte, pero igual la regué, y quizá valga la pena mostrar la contraparte. La oferta sigue en pie.
Me pareció que tenía más ánimos de regañarme que de oír razones o pretextos, así que lo dejé que me regañara y después le contesté de manera taxativa, no muy matizada y tono elevado: mi blog es mío y escribo lo que quiera, no soy una “figura pública”, sino alguien que escribe (“un güey que escribe” dije en realidad), detesto a los farsantes y, si un imbécil viene y me insulta a gritos, se arriesga a que le reviente la cara, como pasaría si el insultante fuera yo. No es otro el riesgo que corro al escribir lo que escribo con mi nombre y apellidos, y al toparme a las personas cuando me las topo, y es por eso que los cobardes prefieren el anonimato (que no es lo mismo que usar un nick): para no asumir las consecuencias de sus actos, de sus palabras y de sus idioteces. (Creo que dije “pendejadas”; podría jurarlo, porque me conozco.) Y que, claro, después de años de trabajar en lo que trabajo estoy harto de los que se la pasan saboteando cosas que no entienden, boicoteando a gente que no lo merece, armando chismes estúpidos, pero a veces efectivos, y metiendo bronca por envidia o capricho, sin aportar más que su amargura, las flores de su mediocridad humana y, si acaso, un remedo de obra.
Se me pasó la mano en el tono, y me disculpo; sólo era un modo de que me oyera. Como sé que me está leyendo, lo voy a poner de forma un poco más digerible y –ojalá– menos molesta.
Soy un güey que escribe. I. Uno se puede equivocar seriamente si llega a creer que es más de lo que es. En la particular ecología salvadoreña me tocó ser novelista, como a otros les toca ser cobradores, sociólogos, obreros o pastores del Tabernáculo Bíblico Bautista. Mi oficio es escribir. Es mi obligación, no mi privilegio, ser un buen escritor, y estoy aprendiendo. Lo importante es que mi obra sirva; yo soy incidental. Una “figura pública” de algún modo influye, modera, provoca o lo que sea. Para eso están los políticos, los arzobispos y los motivadores personales; yo soy otra cosa: un güey que escribe, ni más ni menos. Si llego a tragarme que soy “una figura pública”, voy a escribir y a actuar pensando en mantener ese status y –lo siento– no me interesa. Si mi obra hace que yo salga en el diario o en la tele, qué bueno, pero mi objetivo no es que me vean o me “reconozcan”, sino que los lectores se diviertan al leer lo que escribo. Si lo que diga o escriba –dentro o fuera de mis libros– va a tener alguna influencia, será por añadidura; mi objetivo es divertir a la gente. Para ganarme la vida (y no sólo porque de eso me gane la vida), trabajo como escritor, con otros escritores, y me muevo en un radio de un par de kilómetros, de La Casa del Escritor a mi casa. No busco que me entrevisten, no busco publicar en ninguna parte (a veces hay editores generosos a quienes les interesa alguna novela, o me piden artículos sobre esto o lo otro), rara vez asisto a recitales, presentaciones, inauguraciones y todo eso, y tengo contacto con poca gente aparte de la gente de La Casa y de mis amigos, que a veces son los mismos, y algunos familiares. No hay paparazzis en el techo de la casa de enfrente esperando a que salga en bikini, no me hablan para preguntarme qué pienso de la ley antiterrorista –no creo tener una opinión acerca de todo–, y sólo en contadas ocasiones para averiguar acerca de lo que escribo o del trabajo de La Casa. Si soy una “figura pública” no es porque lo haya pedido, y no me siento cómodo con la idea. Si “simplemente es así”, pues que así sea, y me aguanto, pero eso no va a cambiar mi modo de hacer las cosas, porque dejaría de ser lo que soy y quien soy, y me caería mal cuando me viera en el espejo. (Ya estoy bajando de peso y me gusto un poco más. Dentro de veinte o treinta libras me sentiré soñado, y no llamaré a la prensa para que se entere; no creo que haga buen papel en la versión local de Ventanteando.)
Soy un güey que escribe. II. Si en función de mi trabajo como empleado de CONCULTURA (el argumento que más se esgrime: “Un funcionario público no debe decir ciertas cosas”) no puedo decir lo que me parezca correcto o denunciar lo que me parezca incorrecto, qué feo sería trabajar donde trabajo y en lo que trabajo. Lo que estoy “vendiendo” al estado (a los que pagan impuestos, pues) es mi tiempo, mi trabajo y mi experiencia, no mi alma. Si dejo de tener opiniones personales y actitudes personales sólo porque trabajo “en el gobierno”, qué pereza y qué vergüenza. Hay algo paradójico: “Los de siempre” se quejan de que los funcionarios de CONCULTURA son burócratas más bien vacunos –no digo que lo sean, sino que eso dicen–, pero, cuando uno trabaja bien, exigen que uno sea del estilo que ellos mismos dicen despreciar, porque así el mundo es más comprensible. Lo mismo: qué pereza y qué vergüenza. (Y vieran cómo se ponen esos mismos cuando les toca de funcionarios públicos...)
Mi blog es mi blog. Esto es lo más cercano que he hecho a un diario personal, con la diferencia de que lo comparto con quien quiera leerlo. En un diario personal uno pone lo que se le pega la gana, o así debería ser. Lo que está aquí es porque así pasó, o así recuerdo que pasó, y porque es lo que pienso, lo que me alegra o me enoja o impresiona, o cosas tan básicas como eso. No estoy pensando en proyectar una imagen, convencer a nadie de nada ni hacerme el muchacho de la película. A lo sumo seré un poco más claro en mi redacción y escribiré con mejor letra (tengo una letra casi rúnica), y asumiré que alguien más lo lee aparte de mí; pero escribiría lo mismo en el querido diario que tuviera debajo de la almohada, en el mismo tono y expondría las mismas ideas, con las mismas implicaciones. Agradezco a los amigos y compañeros que comparten este blog –y los suyos– conmigo, agradezco también a Los De Siempre con todo su dolor por sí mismos, agradezco a los visitantes eventuales, agradezco a los que se toman la molestia de poner algún comentario. Algo garantizo: escribo lo que escribo porque es lo que quiero escribir. Cuando sientan que estoy echando paja para hacerme el gracioso o para apantallar, por favor dejen de leerme, porque nadie merece eso.
Detesto a los farsantes. Uno de los objetivos explícitos de La Casa del Escritor (así está escrito en el proyecto original) fue dignificar un oficio que en El Salvador estaba “desdignificado” por los propios escritores, o los que navegan con bandera de tales. (Los de verdad se dedican a escribir y no se andan con tanta faramalla.) Se puede describir a estos último con una analogía musical: la niña que, después de un par de meses, aprende a tocar “Los changuitos” en el piano y exige que se le reconozca como pianista, aunque ella misma sepa que no lo es. (Claro que con el tiempo llega a convencerse. Aquí hay una versión malísima de “Los Changuitos”, en video, y aquí está la partitura, por si alguien quiere declararse pianista aunque tenga que aprender a leer música.) “Dignificación”, en mi lenguaje personal, significa “profesionalización”, y ésta a su vez significa –en parte– una actitud madura hacia el oficio, no una feria de vanidades o un desfile bufo constante en el antro de moda. Habrá quien reaccione contra esto, porque tomarse las cosas en serio provoca reacciones, y qué bien; pero sólo la obra puede hablar por uno, y allí es donde se sabe quién es quién. No voy a molestar a los farsantes motu proprio, porque solitos flotan: todo conocimiento es comparativo (es una frase que me gusta), y los lectores no son tontos. Cuando aparecen buenas obras con las cuales comparar las de ellos, las cosas caen en su lugar. Ése es mi trabajo: ayudar a que las cosas caigan en su lugar. ¿Quiénes son los farsantes? Ellos saben. Todos sabemos. Los nombres y apellidos son incidentales; siempre hay, siempre se parecen y siempre se quejan y presumen de lo mismo. (Aquí la respuesta obvia de Los De Siempre será decir que el farsante soy yo. Que así sea. Pero el que yo pueda ser un farsante no los convertirá a ellos en buenos escritores, ni en más de lo que son.)
Por qué me peleo. Hasta donde he visto, siempre en la lógica del diario personal, no me peleo. A lo sumo discutiré, si me dan la oportunidad o quieren que les dé la oportunidad; en general he recibido insultos, amenazas, regaños y descalificaciones. No me he pelado con nadie, según noto al revisar el blog. A lo sumo habré respondido a menciones directas con menciones directas, y habré puesto mis opiniones al respecto. O he planteado temas de discusión. Si “ellos” creen que eso es una pelea, que lo crean; es su fuero. Lo que no veo de su parte son argumentos, y sí un deseo de hacer daño por el simple hecho de hacerlo, o porque destruir hace parecer que sus Changuitos particulares son obra de algún interés.
Por qué menciono sus nombres. Porque han mencionado el mío, y en este blog, en tiempos recientes, se ha visto con qué intenciones, en qué contextos y en qué términos. Por eso alimenté la discusión, para que quedara expuesto lo que esa gente es, cómo funciona y –¡siendo artistas, o sea...!– cómo se expresan cuando no están en público o en persona. Si en algo he mentido o me he equivocado, que me lo digan y con gusto voy a rectificar. La respuesta, hasta ahora, ha sido el silencio público y más chismes del tipo que ya conocemos. (Es cierto, vivo como ermitaño. Pero vieran de lo que se entera uno aquí encerradito. Por eso sigo encerradito.)
Por qué escribo algunas de las cosas que escribo (es decir las “peleas” y eso). Por dos motivos: A) Hartazgo. B) Exorcismo. Llega un momento en que me harto y suelto lo que tengo que soltar para que no me rebase y me enferme. A veces lo hago en el blog, a veces en otras partes y en otras cosas. Luego, con esas cantidades de energías negativas y amargura y dolor, algo se le pega a uno; es imposible evitarlo. Escribirlo en el querido diario es un modo de no quedarse con ello, o de ponerlo en la manejable escala de las palabras. Escribirlo en un querido blog es devolverle a esa gente algo que le pertenece, y con lo que no quiero quedarme. Es decir: si alguien no me pone propaganda política en el plato mientras estoy comiendo, puede estar seguro de que no voy a escribir sobre eso. Si alguien no reparte pornografía infantil con el cliente de correo de Krisma, seguro que no lo voy a escribir y, la próxima vez que lo vea, no le voy a romper el hocico.
En algún post hay una mención a mi amigo, en la que dice que capté mal algo que dijo en público, y que varia gente --yo incluido-- interpretó como una referencia directa a mí. Le ofrecí ponerlo por acá, para aclararlo, y me dijo que no. En el contexto no vi equivocación de mi parte, pero igual la regué, y quizá valga la pena mostrar la contraparte. La oferta sigue en pie.