Un viejo conocido
Por ejemplo, un par de veces me llamó alguien que me decía que, si seguíamos publicando las mentiras que publicábamos acerca de El Salvador, iban a descuartizar a mi esposa y a mi hijo. La primera vez lo mandé al carajo; la segunda simplemente le colgué. No volvió a llamar.
Es obvio, veintitantos años después, que ninguno de los que amenazaban iba a cumplir las amenazas, pero de todas maneras impresiona, y a veces salía del diario con cierta paranoia. A algunos compañeros argentinos los llamaban por cosas que tenían que ver con su país, e igual les decían que les iban a hacer cosas bien feas a ellos y sus familias. Los que llamaban con acento cubano hablaban con cualquiera que contestara, y eran los que sí provocaban reacciones; llamaban con amenazas de bomba o decían que iban a ametrallar el periódico.
Cuando las amenazas eran de bomba, se llamaba a la policía. No recuerdo que hayan evacuado más de un par de veces; generalmente se trataba de inspeccionar todo y listo, hasta la próxima. La tendencia era ignorarlos, pero la historia es la historia: a principios de los sesenta un militante anticastrista había lanzado una granada de mano a los talleres. Para suerte o desgracia, cayó bajo el carro del subdirector Javier Romero, y lo llenó de agujeritos que terminaban en el techo del taller. Nunca quitaron las esquirlas del techo, como muestra de orgullo por el trabajo cumplido. Lo de la ameaza de ametrallar sólo provocaba que cerráramos las cortinas del frente y la parte de atrás, y un par de agentes se ponía a vigilar, por si las dudas.
Poco antes de la invasión de Israel a Líbano, en 1982, comenzó una andanada constante de insultos y amenazas, al principio anónimas, como casi todas las demás. Fueron las más tupidas. Nos avisaban desde la redacción que llamaban, contestaba el editor en turno (Carlos Vanella o yo) y empezaba la serie más rabiosa y enferma de palabras feas que hubiéramos oído, dichas con acento extranjero. Nos acusaban de ser nazis, seguidores de Hitler, pro terroristas, cómplices de los terroristas palestinos y nos amenazaban con cosas más o menos imprecisas, pero siniestras. Cuando los asesinatos de Sabra y Chatila se puso peor: no entendíamos que la legítima defensa, que eran baluartes terroristas, qué sé yo.
Por esos días también comenzó a llamar el entonces agregado de prensa de la embajada de Israel, David Daddón, con su nombre y apellido, y más o menos nos decía lo mismo que el de los anónimos. No voy a decir que él era quien a veces llamaba anónimamente para decirnos cosas no muy diferentes a las que decía con su nombre y apellido, porque un diplomático no se comporta así; lo que sí sorprendía era la unificación de criterios de los que llamaban con acento extranjero para dar sus puntos de vista acerca de nuestra cobertura informativa respecto de la política de Israel hacia los palestinos y libaneses.
Al anónimo le colgábamos. Cuando llamaba Daddón, generalmente oíamos en silencio lo que tuviera que decir y, cuando exigía que se publicara la versión "real" de los hechos (es decir la de ellos), le decíamos tranquilamente que enviara el boletín correspondiente y con gusto lo incluiríamos en la información. Si no lo publicábamos, nueva andanada. Si lo mezclábamos con la información, igual, porque entonces estábamos descontextualizando. Y, la verdad, no íbamos a publicarlo en nota aparte, en espacio preferencial, con los encabezados que él pedía, porque no estábamos para hacerle publicidad a la embajada de Israel (para eso había un departamento comercial), sino para dar toda la información posible de la manera más correcta posible.
A veces nos decían desde la redacción "Habla su cuate de la embajada de Israel", y pedíamos al reportero de guardia que le dijera que estábamos muy ocupados, que no estábamos para insultos o que no queríamos contestarle, que llamara más tarde o al día siguiente. Y el tipo furioso, y después de alguna de ésas había un par de llamadas anónimas más furibundas que de costumbre. Coincidencia, supongo.
Por allí de mediados de 1983 Carlos Vanella, entonces jefe de internacionales, se hartó y le dijo lo que había querido decirle en los años anteriores: que era un hijo de puta y que se fuera a la mierda, que si quería gritarle, que fuera y lo hiciera frente a frente, y que no iba a publicar una línea más de lo que enviara. La reacción de Carlos, siempre mesurado y de una corrección que amansaba fieras, dejó helada a toda la redacción de internacionales y parte de la de nacionales, porque por primera vez en años se puso a gritar, y a gritar en serio. Claro que estaba a punto de regresar a Argentina después de siete años de exilio en Mëxico, y ya se sabe cómo ponen los viajes a algunas personas. En todo caso le aplaudimos, y él ni siquiera nos vio y se encerró en su trabajo, un poco avergoanzado de haber reaccionado así.
Daddón dejó de llamar unas semanas, o no me di cuenta de que llamara. Se fue Carlos y quedé a cargo de la sección internacional, y allí me tocó a mí soportarlo. Traté de ser cortés y no se pudo. Traté de razonar y no se pudo, en el plan de "señor, ésa es la línea editorial del periódico y, si quisiera, no podría cambiarla". Nada. Me daba un poco de miedo de que se le rompieran las cuerdas vocales o una venita en el cerebro, en serio. Y allí me di cuenta de que no había visto nunca a Daddón para atribuirle venitas en ninguna parte, y no se me antojaba. Al final opté por una política, que fue decirle: "Señor, voy a colgar." Y le colgaba. Si volvía a llamar y oía su voz, colgaba de nuevo. Y así sucesivamente.
Un día me llamó otra persona, Dina Siegel, y se identificó como representante de B'nai B'rith Internacional, la organización sionista mundial. Me temo que después de varios años ya no tenía paciencia para aguantar gente que me hablara de lo bueno que era Israel y de lo terroristas que éramos nosotros, le dije que le iba a colgar y le colgué. No sé si unos minutos después o al día siguiente, pero me avisaron de la puerta que me buscaba una señora Dina y que quería hablar conmigo. Bueno, dije, al menos voy a ver de frente a alguien de los que han estado fregando todo este tiempo. La hice pasar.
Llegó con un estricto y bien cortado traje sastre. Yo vestía muy mal, como acostumbro, y no estaba nada contento. Le di la mano y lo primero que me dijo fue que "eso no podía seguir así". Le dije que, en efecto, no podía, y que para mí el ser judío o sionista o musulmán o ginecólogo no autorizaba a nadie a estar molestando a la gente que hacía su trabajo. Dina entonces lo resolvió del modo en que, descubrí después, resolvía las cosas: me invitó al día siguiente (o al siguiente) a comer un sándwich en Shirley's, un restaurante que estaba a la vuelta del diario, sobre Reforma, a unos pasos del cine París. (¡Una maravilla el cine París! Creo que ya desapareció, o que no es lo que era antes.) Nos despedimos muy formalmente, después de algunas frases de conveniencia, y me puse a trabajar en lo mío.
Conocía, desde luego, acerca de la historia del estado de Israel, de Theodor Herzl, de la "cesión" de Palestina por la Liga de las Naciones para crear el estado judío, del apoyo de los banqueros ingleses y todo lo demás. También había leído sobre la historia de la OLP, de las resoluciones de la ONU que nunca se cumplieron y qué sé yo. Y de las masacres que se estaban realizando en ese momento, quizá tan graves como las de ahora.
La plática con Dina fue agradabilísima, y el sándwich estuvo muy bien. Nos echamos tres o cuatro horas hablando de lo que fuera, y sólo entre tema y tema, como para definir posiciones, hablamos de la línea de El día y del B'nai B'rith, de lo malcriado que era Daddón y de que, bueno, para llevarse mal no era necesario gritarle a la gente. Cuando nos estábamos despidiendo, Dina me dijo algo así como: "Me impresiona que no me hayas dicho que entre tus mejores amigos hay judíos. Es lo que dicen los racistas." La verdad es que no tenía idea de que algo así fuera medida para detectar racistas, ni tampoco que "judío" fuera una raza, y la verdad es que no le pregunto a la gente acerca de su religión. (El extremo fue con mi amigo Sandro Cohen: apenas unos meses después de conocerlo me enteré de que era judío, y tuvo que explicarme que el apellido "Cohen" tiene no sé qué importancia especial dentro del judaísmo. Y después nos pusimos a hablar de teología, claro, que es apasionante, porque Sandro de eso sabe, y a mí me gusta oír.)
Las cosas cambiaron. Al día siguiente, si no esa misma tarde, me llamó Daddón para decirme que Dina le había contado de nuestra plática, y a su muy particular modo se disculpó y dijo que, por su parte, llevaríamos una relación cordial. Estuve de acuerdo y por primera vez, después de hablar con él, colgué con suavidad y una sonrisa.
Igual seguíamos publicando noticias en las que contábamos las cosas feas que hacía Israel, e igual enviaba unas notas que daban miedo por sus acusaciones; al menos sabíamos que no caería sobre nosotros la furia del Mossad. Antes de enviarlas hablaba por teléfono: "Hola, Rafael. Habla David Daddón." "Hola, David. ¿Qué hay de nuevo?" "Mira, con respecto a la noticia tal y tal, te voy a enviar una nota un poco fuerte." "Mándala, por favor. Con gusto publicamos lo que haga falta." "Gracias." Si hacíamos un editorial en el que se hablara de Israel y sus cosas, lo que mandara se publicaba en un espacio equivalente. Bien fácil, bien tranquilo y todos con la adrenalina en su lugar. Igual Dina llamaba de tarde en tarde o llegaba a dejar información, a la que se le daba el tratamiento adecuado, como siempre, y creo que hasta nos fuimos a tomar algún café alguna vez. Agradable platicar con ella, la verdad.
En fin, un día, ya en 1984, David Daddón debía regresar a Israel porque se terminaba su tiempo en México, y Dina me invitó a desayunar con él para que por fin nos conociéramos en persona. Y fui.
Era un tipo muy joven, hasta un tanto tímido, y creo recordar que culto. Hablaba de Israel con un amor que desarmaba, aunque no pude olvidar que ese amor en algunos momentos se llegó a expresar como odio violento a los demás, una de las tantas cosas de la vida que tampoco he llegado a entender. Nos reímos un buen rato y nos despedimos como viejos enemigos. Al poco tiempo también renuncié al periódico El día y me dediqué a hacer guiones de historieta y a dar talleres de literatura en provincia, y no volví a saber de Daddón, y de Dina sólo a través de amigos comunes.
Hace unos días leí en La Jornada de México que David Daddón es ahora el embajador israelí, y que había vuelto a los exabruptos. La nota puede encontrarse aquí, con foto y todo. Y aquí está la pertinente reacción de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Ojalá que Dina esté por allí para que lo ayude a recapacitar. Ese modo de insultar a la gente no es sano.