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18 de marzo de 2010

El vaso roto

No sé si para 1964 o 1965 existiera ya el bolero "La copa rota"; sé que por esa época se me ocurrió la idea de saber qué se sentía morder un vaso de vidrio, averiguar si tenía sabor.
Lo intenté primero con los vasos de casa, pero eran demasiado gruesos, así que aproveché una ocasión en casa de la abuela Mina, y allí estaban: eran de vidrio muy delgado, los que usaba para tomar jugo de naranja por las mañanas. Había pequeños y grandes, y calculé que los grandes serían más fáciles de morder.
Así que me escapé unos minutos a la férrea vigilancia de mi nana, doña Dominga Morales (de muy grata memoria), me subí a una silla, agarré uno de los vasos, me bajé de la silla y le di una mordida en un borde. El vaso simplemente se desbarató y, sí, me quedaron fragmentos de todos tamaños en la boca. No sabían a nada.
Tendría yo cinco años, pero sabía cosas. Para ese entonces ya había oído de gente que se había suicidado comiendo vidrio molido, y que la muerte era terrible y dolorosa. Y yo no me quería morir, así que con cuidado fui sacando los pedazos de vidrio de la boca y tirándolos donde estaba el resto del vaso roto, en el piso. Y en ese momento apareció doña Minga.
--¿Qué hizo ahora? --me preguntó.
--Mordí un vaso.
--¡Santo Cristo crucificado! --debió haber dicho, o "¡El gran poder de Dios!" o algo así.
Me agarró, me abrió la boca y se puso a ver qué había allí. No debió haber mucho más que saliva y lengua, porque ya había sacado todo o casi todo el vidrio, pero armó un escándalo tal que pronto la cocina estaba llena de mujeres tratando de sacarme hasta el último güishte, al tiempo que me regañaban y me decían que estuviera tranquilo y me sacudían de un lado para el otro y trataban de ver al mismo tiempo dentro de una boca necesariamente demasiado pequeña. Y todas tratando de meter dedos para revisar que no quedara un solo vidrio.
Yo trataba de decirles que todo estaba bien, que no me había tragado nada, que me dejaran que me fuera a jugar, pero no hubo modo. Al final debieron llegar a la conclusión de que, si no estaba tirado en el piso convulsionando, con el estómago perforado y vomitando sangre, la cosa no había sido grave, y me soltaron, diciéndome que no volviera a hacer eso. Por supuesto que no pensaba hacerlo; yo era curioso, pero no estúpido.
Tengo la impresión de que no me herí, o el desmadre hubiera sido mayor. Pero cada vez que oigo "La copa rota", de preferencia en la versión de José Feliciano, se me sale una sonrisa y recuerdo que los vasos de vidrio, señores, no tienen sabor.

15 de marzo de 2010

Límites

Cuando uno se encuentra ante la posibilidad de hablar acerca de su "experiencia cercana a la muerte", ve que hay de dos: lo hace a manera de aparecer como héroe o en tono de víctima. La verdad es que ninguna de las dos se me antoja y, si se piensa bien, no hay mucha diferencia entre ambas perspectivas.
Quizá sea más fácil si la dicha experiencia tiene que ver con un autobús a cien por hora que pasó a cinco centímetros de la nariz de uno, pero el tema no da para mucho rato. Da para más si uno saca referencias médicas de todas partes, expone el caso como ante un tribunal y, después de impresionar un poco al público, declara: "Bueno, pues eso me pasó a mí." Y luego las anécdotas, claro, que dan para mucho más.
De mi particular y cada vez menos reciente "experiencia cercana a la muerte" me quedan varias cosas, como el significado preciso --es decir físico-- del concepto "trauma": el golpe emocional, el moretón --incluso la mutilación-- en la psique que se convierte en algo más poderoso que cualquier razón, que puede sustituir a la razón y contra lo que, en fin, hay que pelear porque no queda de otra; la alternativa es el miedo constante y la fragmentación de uno mismo en... No sé en qué. No he llegado hasta allí.
Uno sabe que llegó hasta cierto punto, que rozó el límite, pero que hay otro límite más adelante, y que ése era o es el definitivo. Uno sobrevivió por ciertos motivos, físicos y psicológicos, pero hizo falta muy poco para llegar al límite real, el punto desde el cual no se puede retroceder. (No sé si sea cierto, pero debe existir un punto desde el cual no se puede retroceder. Lo he visto en gente cercana --o he creído verlo-- que regresó de "allá" o que no pudo regresar.)
Y los límites no son muy precisos, y no se trata, digamos, de tener fuerza de voluntad, o no en mi caso; estuve casi inconsciente durante más de una semana y sólo había espacio en mi cabeza para pequeños pensamientos, casi slogans, a veces una sola palabra que lo ocupaba todo, a veces una imagen o un sonido. Varios médicos me desahuciaron un par de veces --otros no, y se lo agradezco--, según me enteré después, y no encuentro otro motivo para seguir vivo que, como dije hace algunos posts, no se me haya dado la gana morirme. Claro que eso me costó bajar más de treinta libras en unos cuantos días; todavía agradezco que las dietas no hayan sido tan efectivas, porque las reservas fueron vitales. (He recuperado veinte libras hasta la fecha, y no me parece que vaya a ser muy fácil engordar. Ah, las veleidades de uno...)
Ya puesto en la realidad actual, uno aprende las cosas del modo difícil, y puede verse desde diferentes perspectivas. Por ejemplo, tardé casi un mes en aprender de nuevo a caminar, luego de tres meses de estricta cama. Uno puede pensarlo como algo humillante, como algo triste, como algo simplemente necesario, como algo divertido (de que los hay, los hay), como algo después de todo interesante. Por el tipo de operaciones que me hicieron, sé que ya no podré caminar "como antes", y allí viene otro factor: uno acepta o no acepta lo que le tocó. Puedo negar mi condición, pero eso no hará que se revierta; el "como antes" no es una opción, y considerarlo como tal sólo puede llevar a la amargura. Y no es ya asunto de decir "estoy vivo, eso es lo que importa", sino simplemente no cuestionárselo y aprender a vivir con eso como se aprende a usar palillos chinos porque se acabaron los tenedores. (¿Comer con las manos? Bue... Hay cosas que sí, hay cosas que no. En lo personal prefiero que haya algo entre mis manos y la boca, aunque no descarto los tacos y las pupusas y hasta ciertos tipos de comida menos... uh... folklóricos como susceptibles de ser comidos a mano limpia.)
Otro límite que uno no puede controlar es la velocidad de la recuperación. Casi un año, me han dicho los médicos, y se está cumpliendo. De un día a otro, de una semana a la siguiente, la mejoría no es evidente. Me doy cuenta de que hace un mes no podía hacer cosas que ahora me cuestan apenas un poco. Cada vez tengo más energías, y escribir este post no me dejará tirado en cama durante todo el día siguiente. Trabajar es menos difícil; había un montón de dolores --tenía todo un catálogo, y aún hay varios en existencia-- que no me dejaban pensar más que en ellos, y tenía que invertir una cantidad terrible de energía en concentrarme y hacer lo que debía hacer. Y apenas van tres meses desde que salí del hospital...
A veces me pongo trágico mientras veo la tele. Veo algo y digo: "Eso nunca podré hacerlo." Y me doy cuenta de que nunca lo he hecho, o nunca lo hice bien, y no me queda más que reírme. ¿Cómo extrañar lo que nunca se ha tenido? (Ésa es una buena fórmula para los que desearon una mejor niñez o se lamentan por las decisiones que los llevaron a un lugar que no les gusta.)
Y, en fin, uno descubre que no es el superhéroe de ninguna película, ni siquiera de la suya en particular. Y eso puede ser doloroso si no se lo toma uno con el humor necesario.
Lo otro es que la sensación física de la muerte, el miedo físico e involuntario, el trauma, va desapareciendo poco a poco, a fuerza de repeticiones. Uno va olvidando. Y lo que va olvidando es lo más fuerte que le pasó en su vida, lo más terrible, lo inolvidable. Aún no sé si sea lo más conveniente o no; sé que es lo que me ha estado ocurriendo. O quizá uno sólo se acostumbra y asimila su "experiencia cercana a la muerte" como cualquier cena de Navidad que terminó en pleito o qué sé yo.
Sí, sé que no estoy diciendo de qué estuve enfermo y qué es lo que me puso donde estoy. En realidad no es importante, y los amigos lo saben porque deben saberlo: muchos llegaron a verme en los peores ratos, y quizá en buena medida estoy vivo gracias a su presencia. Sólo estoy haciendo un poco de terapia y poniendo en palabras algunas ideas que me han ocupado en los últimos meses. Quisiera escribir sobre otros temas, porque no soy héroe ni víctima. Quisiera hacerlo pronto. Quisiera que este mi diario personal no se quedara empolvado durante tanto tiempo, porque es importante para mí. Quisiera muchas cosas. Al menos ya sé que me queda otro poco de tiempo --espero que mucho-- para poder seguir en lo mío, que es escribir. (¿En serio es tan importante escribir? Es lo que estoy tratando de averiguar también. Al menos ya sé cómo terminar una novela que tengo pendiente; debo decidir si la termino o no. Pero no sólo yo; también mi cuerpo, que está tan raro desde hace unos meses. Ya veré cómo reconciliarme con él. Ahora acabo de tomarme mis medicinas; por algo se empieza.)

13 de febrero de 2010

Mi yo externo y el sindicato

Pues siguió el rollo de mi enfermedad terminal y supuestos voceros del sindicato de trabajadores de la Secretaría de Cultura hablando de mí, en el blog Crónicas de El Salvador, que después de revisarlo un poco parece más un libelo que un órgano... uh... informativo. (Los antecedentes están en el post anterior.) En esta ocasión, como puede leerse aquí (no voy a molestarme en reproducir nada; me dedican media nota) los supuestos sindicalistas no sólo insisten en que yo pedí ayuda del sindicato, sino que me insultan, desde luego de manera anónima, como anónima es la persona que escribe la nota.
Como no tengo demasiado tiempo para estupideces (o no para ese tipo de estupideces), averigüé el nombre de alguno de los principales dirigentes del Sindicato de Trabajadores de la Secretaría de Cultura (SITRASEC) para aclarar el asunto de una vez. Y vieran que sin anonimatos las cosas funcionan mucho mejor.
Me comuniqué con Delmy Zaragoza quien trabaja en la Dirección de Publicaciones e Impresos, y evidentemente me quejé del par de entrevistas en las que gente del SITRASEC se refería a mí, y en qué términos. Le leí incluso la parte en la que me llaman... uh... cosas feas.
Lo primero que la extrañó fue que alguien (en este caso cuatro personas) dieran una entrevista a quien fuera sin la aprobación de la directiva del sindicato, y ni idea de que existiera algo que se llamara Crónicas de El Salvador. Le hice notar que el asunto era anónimo, y me dijo que no era costumbre de la gente del sindicato ocultar sus nombres; hasta me dio completo el directorio de dirigentes, con cargos y todo. (No lo apunté, me perdonarán; tampoco colecciono listas de gente.) En fin, me dijo que para el SITRASEC las supuestas entrevistas son apócrifas, y me pidió una disculpa. Más aún: me prometió que se publicaría una aclaración en el boletín del sindicato.
Y listo. Hablando se entiende la gente. Y el anonimato sigue pareciéndome ruin en las ocasiones en las que está pensado precisamente para ser ruin.
Para que vean que sí estoy bien --o no tan mal como dicen--, reproduzco allá arriba un retrato que me hizo la Vale con la licencia del cabello amarillo. Lo de arriba son nubes, lo de en medio es lluvia de colores y lo de abajo soy yo, a quien el agua no toca, ejem.

22 de enero de 2010

Mi yo interno y el sindicato

Eso de conocerse íntimamente a uno mismo debería tener sus límites, me parece, y en todo caso establecer hasta dónde quiere uno que lo conozcan los demás. No sólo por una cuestión de natural paranoia ("¡Me persiguen los paranoicos", etc.), sino de pudor. Vaya: uno no necesariamente anda poniendo en su blog fotos de uno mismo encuerado o mostrando la cicatriz en la panza de su última operación. (En realidad mi cicatriz en la panza es de la primera de cinco operaciones por las cuales me tocó pasar.) Pero, bueno, una resonancia electromagnética es una resonancia electromagnética, y el que salga diferente --muy diferente-- a las que pongo por aquí que arroje la primera pelvis.

Lo que sí me parece impúdico es que otros anden hablando de las cosas internas de uno sin mala voluntad, pero también sin informarse. Por ejemplo en sindicato de la Secretaría de Cultura. En una nota que se reproduce en este link, un informante anónimo al que toman demasiado en serio para ser anónimo comete tres errores con respecto a mí, si es que se trata de errores:
1. Que en la Secretaría de Cultura ya me habían dado mi carta de despido. Es falso.
2. Que la secretaria de Cultura, Breni Cuenca, se retractó cuando el sindicato le mostró la lista. No creo que pudiera retractarse de una decisión que no hubiera tomado. Hay un aspecto secundario interesante: no pertenezco al sindicato y no sé si conozca a alguien que sí pertenezca. No tengo que ver con el sindicato, pues, y no porque tenga algo en contra de ellos, sino porque no ha habido ocasión de averiguar quiénes son y qué proponen.
3. Que me iban a despedir a pesar de que yo padecía de un cáncer terminal. Hasta la semana pasada no tenía ningún cáncer terminal. Si sí, voy a demandar a los médicos y, en su defecto, a jalarles los pies cuando me muera. Estuve tres meses hospitalizado, y llevo mes y medio más en una leeeeenta convalecencia, a causa de otra enfermedad que, en efecto, casi fue la última, pero no lo fue. (Acabo de salir de una ligera gripe, por ejemplo.) Se trató de otra cosa y mis amigos, familiares y quienes me lo han preguntado saben de qué se trató. Si los del sindicato hubieran llamado para enterarse, con gusto les hubiera informado. Y también hay una falta de... uh... no digamos de responsabilidad, sino de cortesía, por parte del entrevistador. Cuando dieron a conocer la lista, una reportera de La prensa gráficaz me llamó para preguntarme qué era cierto de lo que decían. Le contesté que nada y listo. En El diario de hoy se publicó una nota en la que se citaba a los voceros del sindicato diciendo que entre los despedidos se encontraba una embarazada y un enfermo terminal. No me imaginé que yo fuera el segundo, y menos la primera; las fotos que reproduzco al principio muestran que no es posible.
En fin, aquí sigo. Ya les dije: cuando me muera, prometo que se van a enterar.

2 de enero de 2010

Convalecencia y año nuevo

Me he dedicado con demasiado empeño a la convalecencia, esto es: mucho reposo (incluye pasarse horas y horas frente a la tele, en ese sofá delicioso que compramos gracias a la sana insistencia de Krisma), algo de ejercicio (tuve que reaprender a caminar después de casi tres meses sin salir de la cama) y comida incluso en exceso (me gasté toda la grasa y parte de los músculos en recuperarme de las cinco operaciones).
En general, me paso un día completo en casa y al siguiente salgo a alguna parte. La vez que caminé unos doscientos metros fue extenuante; dos días después fue un kilómetro y medio, y lo soporté tan bien como los diez o doce pasos cortos que logré dar el primer día que me puse de pie. Ahora ya he podido ir al supermercado un par de veces, yo solo, sin pagar con más de una hora de siesta. Incluso el 31 de diciembre, además del viaje al súper, me hice cargo de cocinar una parte de la cena, y no me pesaron las horas que me pasé de pie preparando el relleno y ayudándole a Krisma con el pavo. El día 3 comenzaré a trabajar en forma en el taller de La Casa, que nunca dejó de impartirse (gracias, compañeros), y quiero estar en la mejor forma posible. No será la forma ideal, pero en serio que no será tan mala como la de hace tres semanas y media, cuando tuvieron a bien darme de alta.
Lo que me falta aún es retomar la costumbre de escribir y leer, y debo hacerlo también lo más pronto posible. No sólo por las cosas que tengo pendientes en la Secretaría de Cultura, ni porque sea parte fundamental del oficio, sino por simple salud. Casi no escribí –excepto algunas páginas en noviembre– durante el tiempo que estuve en el hospital, y menos leí. Además de sanar, me dediqué a pensar y pensar y más pensar, y creo que me he cargado demasiado de cosas que debo soltar. La prueba es que en los últimos días me ha pescado un insomnio infame –todos los insomnios lo son– y una tensión que no se quita con té de manzanilla (compré una caja con cien sobres, por cierto) ni con las pastillas que me dejaron para esos menesteres.
El problema es que no sé qué escribir. Tengo un montón de textos a medias y proyectos pendientes, pero no he tenido ánimos de revisarlos. Más que ánimos, ganas. Y, más que eso, creo que antes de seguir con los pendientes tengo que soltar cosas nuevas relacionadas con mi reciente temporada en el infierno. Y allí es donde la puerca tuerce el rabo: hay temas de los que me da miedo escribir. No porque alguien se vaya a enterar, sino por el hecho de que ocurrieron, e invocarlos es volver a vivirlos, y no quiero; aún no he sanado por completo. Sería hablar de algo que aún me está pasando, o que podría volver a pasarme con un simple descuido. Podría tomarlo por el otro lado: en vez de una invocación, se trataría de un exorcismo. Quizá. Pero no se trata de tenerlo claro racionalmente, sino que se me mueven palanquitas irracionales que quizá no podría poner de nuevo en su lugar. Está por verse; aún están muy cerca los demonios.
Lo que sé es que llegué a 2010 (en algún momento pareció que no lo lograría). Y hay planes y asuntos que echar a andar, y espero que la energía alcance para todo. Y, en fin, estoy en la mañana de un sábado 2 de enero pensando que habría que poner un post acerca del año nuevo y los buenos deseos para todos. Y claro que tengo buenos deseos para todos, porque de otro modo no tendría chiste, pero tengo sobre todo un agradecimiento muy especial hacia los amigos, que son más de los que pudiera creer y cuyo cariño y solidaridad me ayudaron a vivir. (A Krisma mis agradecimientos se los doy aparte, perdonarán.)
Veamos, pues, qué sigue.

16 de diciembre de 2009

Fumar o no fumar

Dejé de fumar involuntariamente, pero dejé de fumar. Lo más interesante es que no pasé por todos los desagradables síntomas del síndrome de abstinencia: si acaso los tuve, fue en las dos semanas posteriores a mis dos primeras operaciones, cuando estuve delirando más que pensando, a punto de quedarme fuera del juego ni más ni menos que a causa de una deficiencia pulmonar provocada por treinta y cuatro años de fumar un promedio de una cajetilla diaria (a veces fue media, a veces fueron dos, etcétera).
Casi todos los días soñaba que tenía un cigarro en la mano, me lo llevaba a la boca y en ese momento me despertaba con la mano en la boca, a punto de succionar absolutamente nada. Por lo menos tres veces al día, durante los tres meses de mi hospitalización, sentía la necesidad momentánea de fumar. Tomaba un trago de agua y la necesidad desaparecía. O no hacía nada y tardaba unos segundos más. Pero no era una necesidad física. No me lloraban los ojos, no me dolía la cabeza, no me quería morder las falanges ni asesinar a golpes a mi vecino.
De regreso a casa, el miércoles pasado, comenzó una necesidad diferente, de la que ya me había hablado Krisma. Me senté frente a la computadora, abrí mi correo después de tres meses (había muchos menos mensajes de los que esperaba) y en algún momento, zaz, mi mano se fue a buscar la cajetilla donde generalmente la pongo, o la ponía. No la encontré, una sonrisa y seguí en lo mío. Al día siguiente, por la mañana, mientras Krisma preparaba el desayuno, zaz, la necesidad de otro cigarro. Otra sonrisa y la necesidad se fue. Y así: hay situaciones cotidianas que de repente disparan el deseo de encender un cigarro.
El domingo pasado, Ingrid llevó --como siempre-- unos cigarros a La Casa del Escritor. (Para los morbosos que quieran ver cómo quedé, Ricardo Hernández puso unas fotos en su blog.) Le pedí un par de jalones. El primero, delicioso. El segundo, más aún. Le devolví el cigarro y de pronto sentí algo que había olvidado: el sabor a cosa quemada que queda después de fumar. No me gustó y me lo quité con jugo de naranja. Al rato le pedí a Ingrid un jalón más y decidí que no volvería a fumar.
Ayer en la noche le di un jalón pequeño y dos regulares al cigarro nocturno de Krisma. Lo mismo: la sensación del humo me encanta, como siempre me encantó, pero el sabor a quemado es demasiado fuerte para querer fumar más. Igual hay momentos en que siento la necesidad de encender un cigarro; basta con sonreírme para que la necesidad desaparezca.
Veremos si de veras aguanto. Creo que sí. El recuerdo de las dos semanas con oxígeno las veinticuatro horas no es el peor de mi vida, pero entre los menos bonitos está lo que decían los médicos al pie de mi camilla, cuando creían que estaba dormido o inconsciente. No le voy a ayudar a la muerte, ya que estamos en eso de la sobrevivencia.

9 de diciembre de 2009

Por qué no me muero

Algunos de mis estúpidos favoritos (machos y hembras) me preguntan de tarde en tarde que por qué no me muero, que si ya me morí y cosas por el estilo. Poco original, pero tampoco tenía una respuesta adecuada, y lo único que hacía era no publicar sus comentarios.
Hace tres meses exactos me hicieron dos operaciones de emergencia; si no me las hacían, me moriría en un plazo de tres a cinco días, así de simple. Las operaciones en sí mismas fueron complicadas; se trataba de una enfermedad en la que muere el cincuenta por ciento de los afectados.
Tuve lo que un médico llamó "convalecencia grave", con oxígeno las veinticuatro horas, conectado a aparatos elecrónicos, y el atril de los sueros parecía un arbolito de navidad, además de un tratamiento intensivo para combatir la enfermedad. Fue un muy doloroso periodo en el cual, me dicen, mi estado de ánimo fue decisivo. Si dejo que las pilas se bajen, simplemente me muero. Y lo mismo en el periodo posterior, que incluyó tres operaciones más y unos interesantes injertos de piel. (Puedo enseñarle mi pierna fileteada a quien lo desee previo pago de un dólar. Si desea tocar, la cuota sube a uno con cincuenta.) Siempre estuvo latente el peligro de una infección mayor. Hasta la fecha, mucho ha dependido de mi voluntad de viivir y de mejorar.
Y ahora ya tengo una respuesta para mis estúpidos: no me muero porque no se me ronca la gana, así de simple. Cuando cambie de opinión, lo leerán en los periódicos.
Estoy, pues, de regreso y a las órdenes de mis pocos pero muy queridos lectores.

22 de agosto de 2009

Diez años

Hoy hace diez años llegué a El Salvador. Venía por un mes, después de cinco meses en Estados Unidos, e iba de camino a Costa Rica. El plan --más o menos indefinido-- era quedarme un mes, arreglando asuntos familiares. Si conseguía trabajo antes, quizá estuviera unos meses más, en plan más de curiosidad que... bueno... de quedarme.
Después de unos días de caminar y caminar por los viejos lugares, con un calor y una humedad de los mil diablos --venía del desierto, de entre 1,500 y 2,500 metros de altura--, comencé a hacer llamadas para ver si entraba a trabajar en un periódico. No hubo respuestas. Sería un mes entonces. A las dos semanas fui a El diario hoy con un amiga, a dejar unos cuentos para el suplemento Hablemos, y de paso me pidieron mi currículum; necesitaban a alguien para Vértice y le llegó la noticia a Lafitte Fernández de que un cuate que andaba por allí era periodista, escritor, que venía de México y qué sé yo. Lo llevé al día siguiente, conversé un rato con Lafitte y me dijo que comenzaba a trabajar una semana después.
Era extraño que en otros lados no me hubieran hecho caso y sí en EDH: lo último que recordaba de ese diario era que había lanzado una campaña muy fuerte en contra de mi padre cuando era rector, entre 1970 y 1972, y que se había congratulado no sólo de la toma militar de la UES, sino también del exilio de "Menjívar y sus 14 muchachos" (así los bautizó un reportero que después sería asesinado durante la guerra). Los antecedentes no eran de lo mejor, pero siempre me quedaba la posibilidad de renunciar a la primera señal de censura, represión o lo que ocurriera. Por de pronto lo que había visto era que el país estaba extrañísimo: uno podía hablar de lo que quisiera, donde quisiera y casi con quien quisiera; no había soldados en la calle, excepto acompañados por policías civiles; los guardias nacionales habían desaparecido con su porte de perros malos, y la gente, en fin, era gente. Nada que ver con la imagen que tenía desde fuera del país: un lugar donde la represión estaba siempre latente, si no oculta bajo otros mecanismos, y donde la izquierda tenía limitados los espacios de expresión y manifestación. (Después descubriría matices, por ejemplo que la izquierda se había institucionalizado a grados serios de burocracia, y en esa época la derecha no tenía muy claro qué hacer con el país, excepto explotarlo lo mejor que se pudiera, usando, eso sí, los cauces institucionales, ejem).
Seis meses, un año, y sigo mi camino, pensé. Quizá regresara a México. Mi padre estaba enfermo de cáncer y viajé a Costa Rica en los meses siguientes. No más de un año.
Fui aprendiendo mucho en Vértice, entre otras cosas a sortear las posibles censuras. Quizá lo logré, porque nunca me censuraron una nota. Eso sí, casi cada semana pensaba: "Después de ésta sí me corren." Nada. Nunca tuve tanta libertad de escribir como en Vértice. Dos años.
Y me pareció que dos años eran más que suficientes para estar en El Salvador, y comencé a lanzar líneas para volver a México. Para ese entonces mi padre había muerto y era el momento de volver a lo de antes, o a algo nuevo, pero en mis lugares habituales.
Una de mis frustraciones era lo poco que pasaba en materia cultural. Había una reunión mensual sobre algún tema literario en la Fundación María Escalón de Núñez, dos mil poetas que se autopublicaban y se autocongratulaban de lo buenos que eran, muy pocas publicaciones de verdad, algunos recitales malísimos y listo, eso era la literatura. No esperaba que el estado hiciera mucho por los artistas, pero veía una gran pasividad e inercia por parte de Concultura. Unas semanas antes de renunciar a EDH y regresar a México, escribí una nota bajo el título ¿Para qué sirve Concultura?, en la cual trataba de hacer un panorama de la situación cultural --en especial artística-- en el país. Era mi despedida.
Luego de un acercamiento de un director nacional, me mandó a llamar Gustavo Herodier, a la postre presidente de Concultura, y me preguntó: "¿Sos capaz de hacer lo que decís que tenemos que hacer?" No me quedó más que contestar que sí, más por orgullo que por convicción. "Entonces hacelo y dejá de hablar." Me nombró coordinador de letras, algo así como director de literatura, y me dio apoyo para lo que hubiera que hacer.
Organizamos buenas reuniones de escritores, incluida una en el Palacio Nacional, en el Salón Amarillo, donde el último presidente que despachó fue Hernández Martínez. Dimos talleres de técnica literaria, de edición, de periodismo, de lectura. Todo estaba encaminado a un fin: la creación de una Casa del Escritor. Fue el plan desde el principio, e incluía la formación de escritores jóvenes desde un punto de vista menos... uh... espontáneo de lo que había. Y, después de casi ocho años de trabajo, creo que mucho se ha logrado. (Sería tema de una discusión que no entra en este post.)
La idea no era que todo el mundo cayera en La Casa --que trabajó un año y medio sin sede, hasta que nos dieron la casa de Salarrué en Los Planes--, y que todos se sumaran. También esperábamos que hubiera gente que hiciera proyectos alternos, como ha ocurrido; que realizara proyectos que fueran claramente contrarios, como también ha ocurrido; que atacara a La Casa y a su vez planteara alternativas, e igual. Por imitación, por irritación, por lo que fuera, La Casa en sí misma no servía de nada; hacía falta gente con talentos especiales y, entre éstos, con una actitud especial hacia la literatura. Es en lo que hemos trabajado, y los resultados comienzan a estar a la vista. (Más los que faltan.) Sin contar con las otras ramas en las que nos hemos metido: video, danza (Johanna Marroquín tiene un buen grupo de baile folklórico), periodismo, historieta, animación...
A lo largo de los años he ido descubriendo qué me mantiene aquí, y es la gente con la que trabajo. Persistente, fuerte, amable, buena.
Diez años... Son un montón de tiempo para hablar de eso en un post. Pero no se sienten tanto cuando ya pasaron, y no angustia si uno piensa en los que vienen en camino.

16 de agosto de 2009

50

Para mi cumpleaños número 50 ("medio paquete", dicen, aunque uno sabe que llegar a los 100 va contra las estadísticas) hubo una sorpresa grata: mis hermanos Mauricio (izquierda, claro) y mi hermana Ana (derecha) se la vinieron a pasar conmigo desde Costa Rica. Mi hermana Lorena sólo tuvo que viajar desde Mejicanos para armar una pequeña reunión familiar. En la foto nos acompañan mi sobrino Diego (hijo de Ana) y Valeria.

Los niños jugando en la computadora. Me impresiona lo parecidos que son.

Fiesta sorpresa, claro, de la que ya sabía desde hacía varios días. No, no me dijeron; nomás son muy malos para fingir los compañeros y amigos de La Casa.

Dos pasteles, uno por cada veinticinco años. Por suerte no se dedicaron a poner velitas por todas partes; además de lo embarazoso, los pasteles hubieran quedado agujereados. Al de frutas le tocó tratamiento de harakiri a la hora de partirlo.

El de moka con almendras era más delicado, ejem. Quizá por eso fue el que se acabó más rápido.

Los cuatro hermanos, poco antes de que Ana y Mauricio regresaran al aeropuerto, a media fiesta.

Foto con hijos y todo: además de los ya mencionados, los hijos de Lorena: Javier (escondido junto a Valeria), Andrea y Silvana, además de Boni, mi cuñado.

Y algunos de los buenos amigos y compañeros de siempre: Carlos Guardado, Herberth Cea, Mario Zetino, Ana Escoto, Salvador Canjura, René Figueroa (el nuestro), Santiago Vásquez, Carlos Candel, yo, Krisma, Loida Pineda, Ingrid Umaña, Érika Chiquillo, Valeria, Tere Andrade, Sandra Aguilar y Osmín Magaña.
Muy conmovedor todo. Gracias.
Y me queda todo el lunes para seguir cumpliendo años; nací el día 17. Veremos qué tiene de bueno y de nuevo.

7 de agosto de 2009

Nueve años...



...y aún se siente como si no hubiera pasado uno.
Quizá sea hora de dejar que el tiempo corra.
Quizá se pueda.

4 de agosto de 2009

Un papá para siempre

El abuelo Alfonso tenía 91 años cuando murió, a finales de 1996, y mi padre tenía 61. La abuela Carmen había muerto año y medio atrás, de una neumonía, pero no seguí el proceso; me avisaron cuando ya estaban en los asuntos del velorio, y no tuve mucho contacto con mi padre en esos días. Sé que debió ser devastador para él, por la relación tan especial que llevaban, pero no hablamos más que algunos minutos. De los últimos días del abuelo sí estuve pendiente, casi a diario, por teléfono, y me perturbaba lo que oía en la voz de mi padre: no muy en el fondo había un niño que estaba a punto de perder a su papá, simplemente.
En una de las pláticas que tuvimos pensé, sin decirlo: "A uno siempre le hace falta su papá, tenga la edad que tenga. Uno no deja de ser niño cuando se trata de su papá." En eso incluía a los que no llegan a conocer a su padre, desde luego, pero mi pensamiento no era tan profundo; pensaba en mi padre viendo cómo el suyo moría de cáncer, y me preguntaba qué pasaría cuando me tocara pasar por lo mismo, como me tocó cuatro años más tarde.
Entre mi padre y el abuelo existía mucho cariño y pocos puntos de encuentro; el abuelo era mecánico automotriz y chofer, siempre quiso que mi padre fuera lo mismo y lo veía con un cierto aire compasivo por haber errado el camino. Mi padre lo quería a secas, y cuando se veían le servía de celestino con algunos tragos de whisky y algunos cigarros --que el abuelo tenía prohibidos, y la abuela se encargaba de que se cumpliera la orden del médico; el hígado le fallaba y tenía enfisema desde los cuarenta y tantos--, bromeaban de todo y, en general, permanecían juntos en silencio. Tampoco era que se vieran demasiado, como yo me veía poco con mi padre, pero hablaban por teléfono de tarde en tarde y a veces mi padre pasaba por El Salvador de algún viaje y se quedaba un par de días para visitar a la familia. En los días de la muerte del abuelo estuvo en El Salvador la mayor cantidad de tiempo desde que lo exiliaron en 1972: quizá un poco más de dos semanas.
Tuve la buena o mala suerte de llamar por teléfono justo en el momento en que el abuelo acababa de morir. La voz de mi padre era desolada y, sí, ratifiqué que uno puede tener la edad que tenga, pero su papá es su papá. Ese día, en México, tenía una tocada con mi banda de... uh... bueno, de lo que fuera, y toqué en honor del abuelo y de mi padre, y quizá nunca lo haya disfrutado tanto.
Hoy se acerca el aniversario de la muerte de mi padre (7 de agosto), y me doy cuenta con mucha sorpresa que han pasado nueve años, que es casi la quinta parte de mi vida que he pasado sin mi papá, y que lo extraño con el mismo desconcierto y casi la misma tristeza del primer aniversario. La vida ha seguido, pero en ese punto en particular hay algo que se estancado, bastante cosas sensibles que no dejan de sentirse frescas, demasiado frescas. Y, desde luego, uno siempre extraña a su papá, y quisiera que siguiera allí, aunque fuera del otro lado de la línea telefónica, aun sin verlo más que una o dos veces al año, con suerte. (Él tenía 65 años cuando murió. Yo estaba a diez días de cumplir los 41.)
Algo he avanzado: ya puedo ver sus fotos y sonreír, y recordar cosas que no sean el momento de su muerte. (El síndrome de estrés postraumático es perro.) Ya puedo soñar con él y despertar contento. Ya puedo hablar de él sin tratar de entender los porqués de tantas cosas; cuando murió quedó fijado en el tiempo, definitivo, y ya no hay defectos y aciertos: está él, nada más, y lo que nos dejó y como nos dejó.
Hay amigos y conocidos que lo mencionan como un gran hombre, que sin duda lo fue; como un intelectual de muchos alcances, que también; como un luchador social de los que ya no se hacen, y es cierto. Pero eso, para mí, es lo de menos. Él era mi papá, y lo extraño como un niño que espera en la ventana de su casa a que llegue, para platicar un rato.

1 de agosto de 2009

Agua de colores

Agua de colores, de Valeria.

Hoy Valeria me regaló un dibujo que tituló "Agua de colores", que entre raya y raya tiene cosas interesantes que no sólo pueden atribuirse a la compulsión de un niño con caja de lápices nueva. (Uno de los motivos es que los lápices no son tan nuevos, si he de decir algo en honor a la autora y a mi poca objetividad de padre.)
El dibujo me recordó cuando tenía yo su edad, o menos, y pasábamos de noche frente a la antigua embajada de Estados Unidos, en la 25 avenida norte. A un par de cuadras estaba la única rosticería de pollos de la época, y cada dos o tres o tres semanas mis padres me llevaban a comprar uno, lo que servía para tres cosas: fomentar un vicio que perdí --por sobredosis de pollos rostizados-- ya bien entrada la adolescencia, dar un breve paseo en carro todos juntos (mi hermana aún no habría nacido cuando empezó la costumbre, o estaría muy pequeña) y pasar frente a la Fuente Luminosa, que era como se le decía a la inmensa pila de agua con grandes chorros que la atravesaban y unos reflectores.
Mi padre me había dicho que el agua de la fuente era de colores, y yo no mucho le creía: según mis pocos y muy empíricos conocimientos (pero ¿la ciencia no es empírica?), plastilina mediante, cuando se juntan elementos de diferentes colores éstos tienden a volverse uno solo, gris deprimente en el caso de la plastilina, y otros más sorprendentes en el caso de los líquidos. (Sí, con la abuela Mina nos poníamos a hacer experimentos para ver qué pasaba si se mezclaban gaseosas de diferentes colores y, ugh, sabores.) Pero mi papá era mi papá, y había que creerle que el agua era de colores, que los reflectores eran blancos y que esa agua en particular no se mezclaba como las demás aguas.
Ah: porque había diferentes tipos de agua, y ésa era especial para la Fuente Luminosa. De reojo yo miraba la embajada de Estados Unidos y me imaginaba que sería algo que los gringos habrían traído y, en fin, que a lo mejor era cierto, pero...
Pero de día el agua de la fuente era transparente como cualquier agua, objetaba yo. Alguna vez hice que mi madre me llevara a verla y hasta a tocarla, y era tan agua como cualquier agua. "Es que sólo se hace de colores de noche", me dijo mi madre aguantando la risa --sí, lo noté--; ella tenía menos humor que mi padre o lo usaba para otro tipo de cosas. Lo que traté de ver esa vez fue si había vetas en el agua, con lo cual podría separarse por las noches y colorearse cada una por su lado gracias a los reflectores, que ya de cerca se veía que eran de colores, un detalle que mi madre no imaginó --o no le importó-- que notaría.
Y, desde luego, hubo otros a los que les pregunté si el agua era de colores o se coloreaba con los reflectores, o si tenía vetas que etcétera. Mis tíos Juan y Mauricio, el novio eterno de la abuela Mina (don Chepe Rodríguez, a.k.a. "Pico de Oro", por su talento como orador de plaza en las campañas electorales de Osorio y Lemus) ratificaron que el agua era de colores, pero sólo de noche, aunque no pudieron explicarme por qué. Lo de las vetas no lo entendieron, me da la impresión, y sería por mi falta de léxico, que apenas pasaría de la palabra "capitas".
En medio de una polémica de años, de repente dejó de funcionar la Fuente Luminosa y a alguien se le ocurrió empezar a construir la espantosa escultura que está allí desde entonces, de un color gris deprimente, como la plastilina cuando se juntan todos los colores de la cajita. Mi papá me dijo que no me preocupara, que después iban a poner otra vez el agua de colores, y yo con la misma: el agua no podía ser de colores. Igual dudaba: ¿y si sí? Pero ya era demasiado tiempo de llevarle la contraria como para echarme atrás, y la única solución intermedia que encontraba era la de las vetas, que tampoco me convencía demasiado: había metido las manos en el agua y era tan normal como cualquier otra.
Inauguraron la horrible escultura y, no, no volvió el agua de colores. La pila era la misma, los chorros eran los mismos por la noche, pero los reflectores eran de luz blanca. Le pregunté a mi papá por qué, y me habrá dicho algo como que salía muy caro mantener lal mismo tiempo la estatua y el agua --después de todo era economista-- y el paseo de cada dos o tres semanas se redujo a la compra de pollos rostizados y a una escultura bastante fea que nos había quitado un tema de conversación.
Por las épocas en que uno no sólo deja de creer en ciertas cosas, sino que sabe que son falsas, pasé por la antigua Fuente Luminosa y me acerqué como cuando mi madre me llevó a los cinco o seis años, y seguí buscando las vetas, sin dejar de ver con desprecio los reflectores blancos. No pude dejar de sonreírme y de pensar en pollos rostizados; para ese entonces ya había otras rosticerías en San Salvador, y cada una tenía su sabor especial.
Entrado en la adolescencia, en una de mis visitas a El Salvador de antes de 1975 (después no regresé sino hasta 1999), pasábamos por allí con el tío Mauricio y una novia suya, y él le comentó: "Rafa creía antes que el agua de la fuente era de colores", y desde luego se rieron. Yo me indigné: para ese entonces ya estaba seguro de que era de colores.
Y sigo estándolo.

20 de julio de 2009

Poesía y miedo histérico

Últimamente me ha dado varias veces por escribir poemas, y me siento --Krisma dixit-- como "un extranjero en la ciudad prometida". Sé que no es mi ciudad, sé que la poesía no es donde me muevo con mayor comodidad, pero ¿quién dijo que las cosas tenían que ser cómodas para que uno las disfrutara? Hasta la proverbial piedra en el zapato, bien colocada, puede reportar sensaciones interesantes.
Lo que nunca he podido hacer es verso libre según manda... uh... no sé quién mande cómo se escribe el verso libre. Comienzo a escribir y según yo estoy rompiendo la métrica, y a la hora de la revisión resulta que hay por allí regados, disimulados en el corte de verso, un montón de heptas, endecas, eneas y alejandrinos, y opto por lo más sano: dejarlos ser y dedicarme a ver si el poema funciona o no funciona. Si funciona, lo paso del cuaderno a la computadora, lo imprimo y lo trabajo. Si no funciona, pues no funciona y ya; lo mismo que cualquier texto.
Hace unas semanas me puse a jugar con los alejandrinos, que pueden ser muy parecidos a la prosa si se trabajan bien (Neruda no me gusta, aunque es un dios para hacerlos: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche", etcétera), pero pueden ser de un retintín insoportable si no se distribuyen bien los acentos o no se tratan bien los hemistiquios. O de plano no ser alejandrinos, y que me perdone Darío con lo de "La princesa está triste", que puede dividirse en heptasílabos sin que sufra mucho el poema ni uno. (Sí, a mí lado cursi le encanta la "Sonatina".)
Tenía ya tres o cuatro años de no escribir poesía, en fin, y ha sido un placer. Quizá yo mismo me contengo y dejo pasar las oportunidades con eso de que la prosa es lo mío y es de lo que más sé, que en suma no sería más que un pretexto detrás del que se esconde algún miedo histérico no sé si justificado, y no importa. En los talleres me la paso diciendo que uno debe escribir lo que le salga, en el momento en que le salga, y que ya después decidirá si sí o si no o si qué. Y creo que tengo razón: uno no siempre decide --conscientemente al menos-- qué está preparado para escribir en qué momento, ni qué va a salir de eso; quizá el poema no funcione, pero allí habrá una pista para algún cuento, o una frase para una novela, o una idea para cualquier cosa. Y lo que acabo de escribir en las líneas anteriores también es una justificación, si se lo piensa bien: no muy en el fondo está la posibilidad de que uno esté negado para la poesía, y qué oso de andar cortando líneas creyendo que eso es algo que no es.
Fuerza, canejo, fuerza y no llore. Voy a poner aquí mismo uno de los poemas que han salido en las últimas semanas, y uno de los poquísimos que verán publicados alguna vez. Es lo más cercano que tengo al verso libre.

Caigo de un viernes al siguiente.
No despierto. No grito. No me muero.

Rasgo mi voz un domingo por la noche.
No sudo.

Desayuno mi trigo algún jueves y miento
y me cae la semana como culpa en los ojos
y dormito y descanso.

(Talvez ayer sea lunes y mañana
no quiera estar de nuevo en otro miércoles.)

8 de julio de 2009

Casi un año

Hace más de un año --el 27 de junio de 2008, para ser exactos-- vi viva a mi madre por última vez. Sólo pude estar con ella quince minutos; no aguantó más, y quizá ahora quisiera que hubiesen sido quince o diez o tres minutos más para decirle algo, lo que fuera, que le diera otro carácter a nuestra despedida. Pero ¿qué?
Porque fue una despedida de sólo quince minutos, muy poco tiempo si uno piensa en ese periodo que seguiría y que, a falta de mejores palabras, llaman "para siempre".
Hablamos muy poco de muchas cosas. Los dos sabíamos que las posibilidades de vernos otra vez eran casi nulas, pero le dije que iría a verla a Costa Rica a finales de año o principios de éste. Creo que ambos pensamos demasiado en las palabras que debíamos decir para no hacer obvio lo obvio y, según el código familiar --tan inútilmente espartano a veces--, salimos bien librados. Hubiera preferido algo un poco más emocional, pero ¿cómo, a falta de costumbre? En quince minutos no se puede romper lo armado en casi medio siglo.
Lo último fue un abrazo muy cuidadoso (¡estaba tan pequeña y tan delgada y tan anciana a una edad en la que no debía ser para tanto...!), un beso que bien aparentó ser de compromiso y, eso sí, al final una mirada que no dejó lugar a dudas. Pero sólo una mirada, y fue muy rápida; lo que podía seguir de esa mirada era algo para lo que no estábamos preparados.
Un par de días después, cuando yo ya estaba en El Salvador, cayó en coma. Los médicos no le daban más de tres o cuatro días de vida; tuvo daño cerebral, porque tardaron en conectarla a los aparatos y qué sé yo. Ni mis hermanos ni yo estuvimos de acuerdo, pero una vez conectada ya no había modo de sacarla.
Hubo señales, me dijeron, de que a ratos reconocía a gente a su alrededor, o eso parecía. Y no duró tres o cuatro días, sino dos semanas; la señora era dura de roer, con todo y que ya no tenía mucho cuerpo del cual agarrarse. Murió el 12 de julio.
No pude estar en su entierro, y pedí que me mandaran fotos para cumplir al menos simbólicamente el ritual de sepultarla. Unas semanas después fui a su tumba y pude verla otra vez junto a mi padre. (Con él sí pude tener una despedida larga y minuciosa, que aún recuerdo con amor y que agradezco a quien haya que agradecer.) Traté de pensar --como lo intento hoy-- en otra despedida posible con mi madre, y no la encontré, como aún no la encuentro. Quizá ése fue el modo adecuado de decirle adiós. Quizá ninguno de los dos quería despedirse. Quizá a veces no haya que despedirse, excepto para decir "Nos vemos en enero o febrero, que todo vaya bien, prometo traer un buen disco y lo oímos juntos", y ya.
Y ya.
Qué rara se va poniendo la vida. Se llena de aniversarios y, como con ciertas despedidas, uno no sabe qué hacer con ellos. Colocarlos en el calendario no basta. Se vuelven algo orgánico. El cuerpo avisa: "¡Eh, allí viene otro aniversario! ¿Estás preparado?" Y uno nunca está preparado. Lo sé porque ya se acerca también el de mi padre (7 de agosto), y en los últimos nueve años --¡nueve años ya!-- no he podido escaparme de uno solo. Me pescan del lugar que menos espero, en el momento menos propicio --es decir en el momento exacto-- y duele. Tiene que doler. Y a eso, también, le llaman vida, o una de esas cosas de la vida.
Aún no son muchos mis muertos. No sé si en algún momento se conviertan en demasiados. Me imagino que, entre otros motivos, estoy aquí para averiguarlo.

10 de junio de 2009

Hipercrítico

En los últimos días he andado en plan hipercrítico, y he estado a punto de desbaratar proyectos literarios que están bien, pero que la hipercriticidad ve espantosos. Creo que es el extremo contrario de la aridez literaria: la creatividad extrema basada en lo intelectual. Porque quiero trabajar en los textos que ya tengo en marcha, pero todo lo que veo me parece baladí, y lo que está escrito me parece al borde de lo fallido. (Ahora mismo estoy dudando de lo que escribo y le encuentro vueltas por todas partes: siento que toda idea está incompleta, que hay demasiados peros en cualquier enunciado, que no hay modo de hacer una frase sin que se desbarate de pura incoherencia.)
Se trata, creo, de que la famosa "suspensión de la incredulidad" no sólo funciona para el lector de un texto, que aceptará todo lo que se le diga con tal de que se le diga bien. También cuando uno escribe debe suspender un mucho la incredulidad y suponer (estar seguro) de que lo que dice no es una mera ficción, sino que es cierto, que puede ser demostrado, y que la demostración de un texto está en el texto mismo. (Si no, nadie escribiría fantasía, terror e incluso ciencia ficción. Allí es donde se hallan algunos de los extremos de la suspensión susodicha.)
Cuidado: hay un asunto importante: aunque uno escriba ficción --es decir cosas que realmente no han pasado, pero que son probables bajo ciertas condiciones--, todo lo que se escribe es verdad, o así debe vérsele desde el lado del escritor. Lo que uno enuncia es verdadero dentro del extraño mundo del texto, que son palabras y sin embargo se traducen en hechos, voces, lugares, lo que sea. Si uno deja de creer en eso, no hay modo de escribir ficción de verdad; a lo sumo habrá una emulación de ficción, pues se requiere de la sangre del escritor, no sólo su técnica y su suspensión de la incredulidad, para crear algo interesante, y sostenerlo. No es sólo de tener un tema, una historia y unos personajes y ponerlos en papel, sino de vivirlos, creerlos, ser ellos, sin que eso indique que uno deje de lado su distanciamiento crítico y su sentido de las proporciones, comovaser.
No es la primera vez que me da una crisis de éstas, pero sí es la más fuerte. En una de ellas deseché varios libros de un plumazo, ahora veo que con razón. En otra deseché Terceras personas, ahora veo que sin razón; de los que he escrito, es mi libro preferido, quizá por lo extraño de su estructura y lo complejo de las relaciones y lo fragmentario y todo lo demás. En otras he desechado borradores que, sin embargo, como simples borradores que eran, estaban muy bien, y así lo vi meses o años después. La ventaja ha sido que de cada crisis de ésas salen algunos textos buenos, de los que necesitan de ese estado de ánimo para funcionar. (Un ejemplo es "Espejos". Lo interesante es que, después de escrito, y pasado el periodo hipercrítico, me pareció que no era publicable, precisamente por sacado de onda. Terminó en una revista mexicana, Castálida, y de allí brincó a Los mejores cuentos mexicanos 2004, de Joaquín Mortiz. Cosas veredes.) La desventaja es estar viviéndolo. Hasta ahora nno me he atrevido a revisar varios borradores de trabajos en marcha; lo intenté con uno y estuve a punto de mandarlo a la picota. Hay otro que no he revisado en el último año y pico, y veo problemas fundamentales que no encuentro cómo resolver sin que resulte mal; quizá termine desechándolo. Este hipercriticismo también puede tener un efecto limpiador sano.
Necesito en todo caso estar menos en alerta y entrar más en el juego, o voy a terminar de escritor naturalista o realista socialista o alguna cosa de ésas; al igual que cuando a uno le entra la aridez, parece que esa hiperestesia intelectual va a durar para siempre, y no es así, pero el sentimiento es imposible de quitarse. Ya se quitará solo, espero. Mientras, a ver qué escribo. Tengo unas páginas de hace unos días y me parecen coherentes y sensatas; pertenecen a un trabajo que llevo un par de años haciendo de a poco, después de una carrera inicial de cien páginas. Veremos si funciona.
(Se siente como un desdoblamiento de la personalidad, y como si la parte desdoblada hubiese adquirido el control sobre uno y uno no pudiera hacer nada para evitarlo. No es patológico, sólo incómodo. No me he atrevido tampoco a releer alguno de mis libros; quizá deje de gustarme, así sea provisionalmente. Lecturas recomendadas para este periodo: Borges. Estoy leyendo sus artículos de los años treinta y algunas conferencias, nada de ficción, o seguro se me desarma en las manos. O quizá deba cambiar de autor; desde hace varias semanas que no leo más que a Borges, con algunos toques de Foucault y un par de intentos fallidos con Hammett.)

3 de junio de 2009

Veinte años no es nada

25/V/89
Arturo de Córdova en "Las tres perfectas casadas":
-"En la vida o se es cínico o se es imbécil."
-"El ridículo mata mucho más cruelmente que un revólver."
-"¡Como si alguna vez hubiera existido la verdad! Patrañas para los imbéciles y los infelices."
-"A sobrellevar tu mentira como si fuera la única verdad. La única."
-"Cuando uno dice la verdad sin interés alguno, lo llaman monstruoso. Lo llaman cínico."
-"Yo no sé responder a la ternura. A la pasión sí."
-"¡Es un precio!" "Es una súplica."
-"El estiércol es la razón profunda de la rosa."
-"Talvez yo no sea tan grande como Holofernes, pero soy más educado."
(Gustavo Ferrán)

[15/V/89]
Leído en la ventanilla de un Topaz insolentemente pulcro y de vidrios polarizados:
ES DIFÍCIL SER HUMILDE
CUANDO SE POSEE UN
ROTTWEILER
Recuerdo el anuncio de Chivas Regal: "Se ve caro. Lo es." O el de Anthony Quinn: "Si las cosas que realmente valen la pena fueran fáciles, cualquiera las haría." O el de la revista : "Y tú... ¿quién eres?"
El restregar la superioridad en el hocico (eso es) de los pobres diablos. Pero queda la opción salvadora: comprar un rottweiler con los ahorros de uno o dos años y dejar de ser "eso". Un excelente regalo de día de las madres. O de los padres, mejor aún.
Dadá se declaraba imbécil: buena fórmula para ser brillante. Los ricos se declaran ricos: buena fórmula para ser imbéciles.

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¿Dónde hay del posmodernismo? Sólo en el cerebro de los que no son brillantes, Dadá y ni siquiera imbéciles. Quizá haya que comprarles un rottweiler... Al menos se puede no ser humilde, y fuera conflictos.

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Mi papá, durante una fiebre, acuñó el término matria para lo pequeño. Hoy lo leí en el periódico. Vaya.

16/V/89
Hoy, en Canal 11, "opiniones" de "artistas" y "críticos" mexicanos acerca de lo que significa en México la posmodernidad. Un montón de acrobacias de lengua y nada claro; algo así como un discurso del día de la revolución, pero colectivo.
Espero no arrepentirme algún día, pero no termino de ver lo "posmoderno" sino como algo bastante pre-Dadá, sin un Tzara o un Duchamp para orinarse en el podio.
Por cierto, odio que los determinismos sociológicos hablen de mí sin conocerme. Mi gusto por el cine y la literatura clase B es eso: gusto. La posmodernidad no había nacido cuando empezó. ¿Rabelais posmoderno? ¡Cristo santo! Y Aristófanes y Jimi Hendrix y Messiaën y Bosch y el curado de tuna...
Sí, necesitan un rottweiler con urgencia. Y menos ganas de aparecer en la tele.

27/X/89
Kaminsky, Stuart M.: Camaleón rojo. Bruguera, Libro Amigo, serie policial, Barcelona, 1987.
-Mataron a mi padre -afirmó ella.
-Ya lo sabemos -contestó Rostnikov, asumiendo que tendría que tratar con una descentrada, con una de esas personas para quienes el trauma ha sido tan grande que evocan los sucesos violentos de un pasado inmediato como si éstos no pudieran situarse en el tiempo ni en el espacio, como si se tratara de imágenes vagas, sólo susceptibles de ser recordadas el tiempo justo para poder dudar de su existencia. (p. 35)

Westlake, Donald: ¡Ayúdame, estoy prisionero!
Bruguera, Libro Amigo, serie policial, Barcelona, 1984.
Hay tres reglas que deben seguirse si se quiere pasar con éxito por la vida: no cargar solo un sofá escaleras arriba, no liarse con una escorpio a menos que se vaya en serio y no discutir con locos. (p. 160)

28 de mayo de 2009

Más sobre el odio

El odio es autoindulgente y, lo peor, autocompasivo. Muy en la superficie del que odia hay alguien que se ve a sí mismo con ternura, o lo que entiende por ternura, que en realidad es lástima.
* Un odio puro sería insoportable. Hace falta modularlo.
* ¿Qué ve en el espejo alguien que odia, qué ve de sí mismo? ¿Qué gestos compone? ¿Cómo premedita sus expresiones? ¿Qué quiere ver realmente?
* "Pobre de mí, que me veo obligado a odiar." "Pobre de mí, que odio."
* El miedo de ser descubierto en el miedo, o sea en la debilidad, o sea en el odio.
* Los que odian son las mejores personas del mundo: tienen una causa que defender, y la ofensa tiene sentido en razón de esa causa. No hay ofensa: hay justicia. El que odia es siempre un justiciero.
* ¿Se da cuenta de su ridiculez? ¿Sabe que su histrionismo da risa o pereza? Obviamente no detecta la imagen que genera: sólo ve adeptos incondicionales o enemigos totales.
* Interesante: los que son sus enemigos un día son sus adeptos al siguiente (¿podría hablarse de aliados?). El odio es de memoria muy corta.
* Peligroso quien odia en frío y sabe que el odio es su derrota, no el modo de obtener pequeñas y muy estúpidas victorias seguidas de fracasos estrepitosos y frustraciones incurables. Peligroso quien tiene la noción de ser un pobre diablo, y lo acepta, y lo disfruta. Peligroso el que encuentra en el odio una vocación, y no un descargo.
* ¿El odio como masoquismo? (Los dos lados de la medalla.)
* "No me importa si me odias. Me importa que sufras."
* En el momento de ejercer el odio sólo se puede ser, en los actos, estúpido; minutos o años después, el acto resultante sólo puede verse como una estupidez.

27 de mayo de 2009

Sobre el odio

"Ódiame como te estoy odiando: incondicionalmente."
* ¿Puede haber un odio "puro", es decir no contaminado por el raciocinio?
* El odio siempre tiene motivos o pretextos racionales.
* El odio como emoción no es elemental: hay envidia --la razón corrupta--, amor roto, soberbia quebrantada, dolor, mucho dolor. No hay la gana de que el dolor termine --se sabe que no terminará--, sino la necesidad necia de transferirlo, de esparcirlo, de que todo sea odio y dolor, y así el odio y el dolor propios serán más tolerables.
* La vergüenza de odiar, sin embargo. Aunque se presente en forma de ira, de poder extremo, de violencia, el odio es una debilidad: es impotencia.
* El "odio incondicional" es literario, no humano; basta con quitar la primera capa de la cebolla para ponerse a llorar, para que alguien se ponga a llorar.
* El que odia necesita del odio ajeno, pero también necesita de la sumisión del otro; si no, lo sufre, pero no lo ejerce. Si no hay sumisión y dolor del otro lado, el odio es casi como estar suicidándose, pero con la intención de matar al otro.
* ¿Se decide a quién odiar o el odiado se escoge como objeto del odio? (Otro problema literario; las cosas no funcionan así.) El que odia por sistema siempre tiene las antenas desplegadas, y siempre encontrará a alguien odiable, y lo culpará por su odio.
* "Ódiame como te estoy odiando, por favor. Sólo ódiame."
* Cualquier odio es transitorio: siempre termina convirtiéndose en otra cosa. Sólo persiste como una decisión, como algo decidido racionalmente.
* Ojo: el odio siempre es condicional. Y condicionado.
* ¿El amor es incondicional? Sólo si se dan condiciones que no se tomen como tales, desde físicas y químicas hasta morales: se puede amar sin condiciones a quien cumple con ciertas condiciones. Si no las cumple, comienza el conflicto para encontrarlas donde no están o para que estén donde nunca estarán.
* Odio y aversión. La aversión sí puede ser "pura", instintiva, animal, física, simple. Sólo se convierte en odio si se le buscan las razones, y aun así no se llegaría a un estado transitorio, como es el odio, sino a una falsa etiquetación.
* "Ódiame porque te odio." "Ódiame para que te odie."
* Nunca "ódiame como te odio": desaparece la sensación --y la necesidad-- de poder.
* El odio, en suma, es cobarde.
* ¿Odio de clase? Un asunto retórico: había que ponerle un nombre. No en toda lucha --incluso la de clases-- debe haber odio, sino necesidad. El odio puede ocultar la necesidad; puede ser el mecanismo para que la necesidad se manifieste, pero nada más.
* El odio, en suma, puede ser necesario.
* Otra perspectiva: yo no odio, pero dirijo el odio ajeno hacia mi objetivo. Política, pues. (Y sigue siendo un sentimiento cobarde.)
* "Ódiame para que te pueda amar." "Ámame para que te pueda odiar."
* Si me odias, tengo poder sobre ti. Cada vez que respire, seré tu dueño. Si muero, no habrá modo de que tu odio muera. No lo olvides.

25 de mayo de 2009

Releer

Releer un libro que uno ha leído varios años atrás es más que una experiencia interesante: es un jab directo al ego.
Por ejemplo, uno lee el libro, lo termina, lo asimila y lo archiva en dos lugares al mismo tiempo: en el librero y en la memoria. Uno puede decir con propiedad: "Leí tal libro, trata de esto y de lo otro, hay unas frases muy buenas --como 'Ésta' y 'Ésta'-- y lo que más me gustó fue la parte donde..." Si queda alguna duda, allí está el volumen --la prueba material--, en medio de otro montón de pruebas materiales de que uno "ha leído", y la memoria le dice a uno, cada vez que pasa junto a tal librero, que tal libro trata de tal cosa, que éste hay que tenerlo en especial estima, que en otro aprendió uno tal y tal cosa, y que lo mejor de aquél es tal y tal otra. Y lísto, a seguir acumulando libros en las estanterías y en la cabeza porque, en fin, para eso son los libros.
Hay libros que uno no vuelve a tocar --excepto para quitarles el polvo cada tanto--, y los motivos pueden ser los que sean: uno quedó satisfecho con la primera y única lectura, uno quedó insatisfecho, uno encontró lo que buscaba y/o necesitaba y/o quería, que es un poco de lo mismo, o simplemente, en el balance de las cosas, una posible relectura es diferida por nuevos libros o por relecturas más urgentes.
Porque hay libros que fueron hechos para releerse, y es urgente releerlos cada cierto tiempo, digamos al día siguiente de terminarlos, o un mes después, o seis meses, o un año, o todas las anteriores. Puede tratarse de simple gusto por un libro en especial, pero es más probable que en una sola lectura uno no haya podido agotar las posibilidades del texto, o no haya querido; que quiera aprender algo en especial, que quiera buscar algo que se le haya pasado por alto, que cada vez sea un libro diferente --según la perspectiva desde la que se lo relea-- aunque el texto esté allí, bien quietecito, tan en su papel como la primera vez. (Me pasa con Crónica de una muerte anunciada. ¡Es perfecto! Las doce o quince o vaya a saber cuántas veces que lo he leído es el mismo texto, que casi conozco de memoria, pero cada vez hay sorpresas esperando saltar al menor descuido --valga por favor el lugar común--, frases que adquieren diferentes significados, que enlazan con otras frases y las escenas ya no son lo que eran en la lectura anterior, etcétera. Pedro Páramo es otro de ésos, pero lo tomo con más cautela; cada lectura es tan poderosa como la primera, y no quiero una sobredosis de Juan Rulfo.)
Hay libros de los que uno sólo relee ciertos pasajes, ciertos subrayados, algunas frases, porque le producen placer o porque allí hay ideas que uno quiere tener frescas, lugares que uno quiere visitar o gente con la que quiere conversar de tarde en tarde. Uno sabe lo que encontrará, como en una fotografía, y quizá después tome otros libros para ver otros pasajes y pasársela como ante el álbum familiar.
Pero hay libros que uno agarra después de varios años, pensando que será como lo del álbum, y se da cuenta de que no los ha leído. Es decir: sí, los leyó alguna vez, y los dejó bien guardaditos, pero a la hora de la relectura no tienen nada que ver con lo que uno recuerda. El tono es diferente, los personajes son otros, el modo en que está escrito no es el mismo, las cosas pasan en momentos diferentes y en contextos diferentes a los que uno recordaba...
Hay de dos: tira el libro al carajo y se pone a repetir obsesivamente "Esto no está pasando, esto no está pasando" y se queda clavado en que uno ya leyó ese libro, y ése no es ese libro, o respira hondo un par de veces, se relaja y lo disfruta. O no. Porque quizá se trate de una porquería de libro que uno recordaba muy bueno, y qué vergüenza, que se dan casos. Igual es un libro muy bueno, pero es otro. Uno lo leyó, lo procesó y siguió procesándolo y siguió hasta convertirlo en un libro diferente, esto es: lo guardó en el librero y en la memoria, pero cada vez que pensaba en él iba recreándolo, rehaciéndolo, recombinándolo. Quizá releyéndolo sin siquiera tenerlo enfrente, vaya. Lo emocionante será --me ha pasado-- esperar unos años y volver a tomar el libro en cuestión y darme cuenta de que de nuevo ha cambiado, que de nuevo es otro. Si uno lo piensa en términos económicos, no está mal: paga por un libro y de repente se da cuenta de que son dos o tres o cuatro, y cada vez igual de buenos. (Me ha pasado sobre todo con novelas negras y de ciencia ficción. No sé si sea así, pero me da la impresión de que hay escritores en esos géneros tienen una magia especial, que me gustaría también tener y que envidio verdemente.)

Uno de los libros que he comprado varias veces para releer es Último round, de Julio Cortázar, igual que La vuelta al día en ochenta mundos. (Los he regalado o perdido varias veces. La penúltima edición que tuve de Último round quedó hecha una desgracia, en México; la de ahora está nuevecita, recién comprada y recién releída.) Y hay un juego en el que siempre salgo perdiendo: recordar qué textos están en La vuelta al día, cuáles en Último round, y en qué tomo. (Ahora tengo la versión de La vuelta al día en un solo tomo, así que el juego es un poco menos divertido.)
Hay textos que confundo, por ejemplo "El cuento breve y sus alrededores", que viene en el tomo I, con trozos de una ponencia sobre el intelectual en América Latina que viene al final del tomo II (hace unos días lo recomprobé). Hay un texto acerca de una estación de ferrocarriles en Calcuta que siempre recuerdo en La vuelta al día que está en Último round, en el primer tomo. (Creo. Ya empezó otra vez la dinámica del olvido.) Igual un texto sobre Teodoro W. Adorno (o sea el gato de Cortázar) que no sé en cuál de los dos. Y así.
Hay textos de los dos libros que simplemente no releo. No me interesan. De año en año les doy una ojeada, recompruebo que no me gustan, y me voy al texto que sigue, o al tomo que sigue, o me brinco al otro libro, a algún texto que me pida la libre y soberana asociación de ideas, o agarro uno de los tomos de los cuentos completos de Cortázar y leo un par, casi al azar. Por eso tampoco sé muy bien en qué libro se encuentra cuál cuento, y tengo que preguntar cada vez que me toca recomendar "Las babas del diablo" o "El perseguidor" o "Carta a una señorita en París".

Ahora me doy cuenta de que con Cortázar he armado mi Rayuela particular, con una aclaración: no me gusta Rayuela. Punto. No he pasado de leer algunos capítulos. He tratado de leer otras novelas de Cortázar y sólo terminé, con pujidos y todo, Los premios. No me pescan 62 ni El libro de Manuel. Lo he intentado, en vano.
En la más reciente relectura de Último round sumé un libro más a mi Rayuela personal: Papeles inesperados, que compré en la Feria del Libro de Buenos Aires, recién presentadito. Y, desde luego, no lo leí en orden: primero me lancé sobre unos textos sobre cronopios y famas, luego sobre unos eliminados de Un tal Lucas, luego unas autoentrevistas (en una de ellas asegura que La vuelta al día y Último round son cosas diferentes, que el segundo no es continuación del primero), a medio camino unos artículos acerca de la guerra en El Salvador, luego unos poemas --me gustó apenas uno; la poesía de Cortázar me parece a veces demasiado... uh... teórica-- y, para no dejar, me estuve cambiando a otros libros y me leí un par de cosas de... este... creo que de Bestiario y de Las armas secretas.
Encontré algunos pasajes que me recordaron a Borges, así que aproveché que también compré sus obras completas y me puse a darle a la enésima relectura de Ficciones (en eso estoy ahora) y releí "El jorobadito", de Roberto Arlt, cuando sentí que me estaba saturando.
No, no soy así de desordenado para leer y para releer. Tampoco soy tan estricto como para no permitirme jugar con lecturas y relecturas, y ¿quién mejor que Cortázar para ponerse a jugar?
Ya que hablé de Papeles inesperados, un comentario. Me parece que es un libro interesante si uno es fan de Cortázar, pero no añade ni quita nada a su obra. Por mi parte me lo he pasado bien leyéndolo como apéndice de relecturas y, como en mis relecturas de él, hay textos que no me ha interesado leer. Quizá después.

24 de mayo de 2009

Vine a Comala Vine a Comala Vine a Comala Vine a Comala

Otra más de mis manías, cuando me pongo a probar tipos de letra, es escribir muchas veces la frase inicial de Pedro Páramo, y de eso hace... no sé... los casi veinte años que tengo de usar computadora, en aquel entonces con el heroico Ventura Publisher 1.0. (Entiendo que el Ventura aún existe, y me imagino que debe ser bueno. Era casi un sistema operativo propio; reconocía sin problemas memoria expandida y extendida y me permitía hacer trabajos de tipografía en una simple XT con 640k de RAM, ya no se diga cuando tuve mi poderosa AT con 4mb. Eso sí, necesitaba como 520k libres de memoria base o no lo hacía jalar ni Dios Padre, y allí me tienen quitando cosas del config.sys y del autoexec.bat para ajustar.)
Hay frases más interesantes para los tipógrafos, pero ésa fue la que me gustó, y alguna vez se me ocurrió hacer un catálogo de fuentes con eso de "Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo", tanto en Ventura como en WordPerfect 5.1. (¡Sí! ¡Hacía folletería con el WP5.1, y formas para llenar, y cosas bien bonitas, con todo y que era lo menos wysiwyg del mundo!) Lo dejé en el escritorio y, al despertar, noté una mirada extraña en mi pareja de entonces. Y así durante horas. Y horas. Y le preguntaba qué pasaba y no pasaba nada, en serio. Hasta que por fin no soportó y me dijo: "¿Qué es esto?", con las hojas de papel en la mano, y yo: "¡Cuidado, las vas a arrugar!" Y peor todavía, porque el hecho de que protegiera las páginas le parecía aún más sospechoso.
Cuando logramos ponernos de acuerdo en que dejara las hojas en su lugar, le expliqué que sólo había hecho un catálogo de fuentes, y que me había pasado horas en eso (se requería de un software especial, montar programas residentes y no siempre se podía guardar el archivo tal cual, o sea que no sólo era de soplar y hacer botellas), que la frase era sólo una frase y que igual podía usar otra para la próxima vez. Pero no era la frase: era que una de mis películas favoritas es El resplandor, y por ese entonces la había visto un montón de veces --varias con ella--, y le entró la paranoia de que me había puesto a escribir obsesivamente la misma frase en lugar de hacer cuentos o cosas más normales, y que lo que podía seguir era la escena del hacha por toda la casa. Por suerte el departamento era pequeño, así que de todos modos no hubiera habido muchos lugares para perseguirla, y la alacena era apenas un cuartito con algunas estanterías medio flojas. Las puertas, eso sí, eran fuertes, de las que ya no se hacen.
Creo que nunca dejó de verme con desconfianza, en especial porque también me daba por escribir "Esto no es una pipa" cada vez que tenía plumas nuevas o probaba algún papel nuevo o simplemente no tenía nada que escribir. Quisiera creer que no fue eso la causa principal de un divorcio, pero en esos asuntos nunca se sabe; cosas más graves se han visto por apachurrar la pasta de dientes por el centro, por dejar alzada la tapa de water o por irle al Barcelona, por el cual no tengo ninguna preferencia o aversión, valga aclararlo desde ya.