Miedo
--Tengo miedo --dije, y me dio la impresión de que la voz sonó desde muy lejos, hasta muy lejos, sin eco.
A mi alrededor había sombras. No supe cuántas. Presencias. Era la segunda vez en dos días que iba al quirófano. La primera perdí el sentido antes siquiera de que me asignaran turno. No lo perdí por los medicamentos. Lo perdó porque estaba mal. Me estaba muriendo, había dicho el médico que recomendó llevarme al Hospital Médico Quirúrgico. Allí tienen lo que necesita. Llévenlo ya o se muere. Fue allí, precisamente en su consultorio, mientras explicaba el asunto, que comencé a perder la conciencia.
--Tengo miedo.
No gritaba. No creo que de lo que era en ese momento pudiera salir un grito. Tampoco lloraba. Supongo que el tono sería simplemente de miedo, que debe existir un tono de miedo cuando uno establece que tiene miedo.
--¿De qué tiene miedo? --preguntó una de las formas, en algún rincón de la izquierda.
--Tengo miedo.
--¿De qué?
Lo obvio era contestar "De morir", pero es noche podía ser la última y no estaba para obviedades.
--Necesito que me den una mano. Sólo eso. Alguien deme una mano.
Las formas se agitaron a mi alrededor.
--¿Necesita una mano?
--Tengo miedo. Sólo alguien que me dé una mano.
Había llegado a la simpleza de sentimientos que alguna vez supuse querer: si sentía miedo, que fuera sólo el miedo. Si había un modo de solucionarlo, que fuera con un apretón de manos. De no haber estad0 tan asustado, me hubiera reído del gusto.
--Mi nombre es Francisco -dijo una de las presencias--, pero aquí me llamo don Francisco.
Mierda, pensé. No aquí.
¿Qué era aquí?
Aquí era la noche. Después confirmé que, sí, la segunda operación fue de noche. No sé si estaba oscuro. Mi aquí estaba muy oscuro y sólo estaban las presencias, que de repente se convirtieron en camilleros, y eran dos. Estábamos en un pasillo, esperando.
--Sólo quiero que me den una mano --dije, pero empezaba a perderse el encanto de ese miedo tan puro, tan limpio.
--Sólo la mano de nuestro señor Jesucristo puede salvarte --dijo don Francisco, no se si en susurros o a gritos, muy cerca de mi cara--. Sólo si aceptas a Cristo en tu corazón tendrás la mano que necesitas para que el miedo se vaya para siempre.
El miedo seguía allí, y era tan fuerte como al inicio --si es que hubo un inicio--, y aquel idiota lo hacía peor ofreciéndome la vida eterna unos minutos antes de una operación que serviría para apenas salvar el pellejo. Me lo merecía por pedir lo que necesitaba en el peor momento que podía recordar. (No podía recordar casi nada, es cierto. Yo también era apenas otra presencia.)
El camillero siguió con un rollo que he oído tantas veces que me deja sin palabras cuando me lo endilgan en la calle o en el autobús. Junto con mi miedo siguió la idea necia de que alguien debía darme la mano, frustrada por aquel predicador de ocasión. Perdí la noción de todo otra vez y, zaz, supe que estaba rodeado de otra gente.
--Tengo miedo --intenté de nuevo, y seguía siendo cierto, y era más cierto porque se acercaba el segundo exacto en que se clavaría la navaja.
Las presencias eran más y no reaccionaron del mismo modo que las anteriores. Eran otras.
--Por favor, que alguien me dé una mano.
Hubo una pausa muy breve en lo que hacían y hablaban entre ellos, y una voz que se distinguió con claridad administrativa dijo:
--Estamos preparando la anestesia. Le vamos a poner una raquídea. También lo vamos a sedar un poco. ¿Sabe cómo funciona la raquídea?
La presencia siguió hablando y en medio del miedo recordé la frase de Ángel Bascopé, médico anestesiólogo, hermano de René Bascopé, mi amigo boliviano muerto: "El trabajo de un anestesiólogo no es dormir a una persona, sino hacer que despierte."
También dentro del quirófano había oscuridad. Ahora sé que estaría llena de luces, pero mis ojos funcionaban de otro modo.
Y de pronto llegó la Gran Presencia. Supe que el cirujano había entrado, listo para lo suyo, para lo mío y para lo de todos en ese show de tijeras.
--¿Cirujano? ¿Está allí? --alcancé a decir, ya cansado.
--Aquí estoy --respondió su voz más allá de las demás voces y presencias.
--¿Me garantiza que me va a traer vivo de regreso?
--¡Sí, hombre! ¡Por supuesto que sí! --y fue la voz de un hombre común y corriente la que contestó, y era la que yo esperaba para estar tranquilo.
--Gracias --le dije.
La vida se perdió durante los siguientes días.
A mi alrededor había sombras. No supe cuántas. Presencias. Era la segunda vez en dos días que iba al quirófano. La primera perdí el sentido antes siquiera de que me asignaran turno. No lo perdí por los medicamentos. Lo perdó porque estaba mal. Me estaba muriendo, había dicho el médico que recomendó llevarme al Hospital Médico Quirúrgico. Allí tienen lo que necesita. Llévenlo ya o se muere. Fue allí, precisamente en su consultorio, mientras explicaba el asunto, que comencé a perder la conciencia.
--Tengo miedo.
No gritaba. No creo que de lo que era en ese momento pudiera salir un grito. Tampoco lloraba. Supongo que el tono sería simplemente de miedo, que debe existir un tono de miedo cuando uno establece que tiene miedo.
--¿De qué tiene miedo? --preguntó una de las formas, en algún rincón de la izquierda.
--Tengo miedo.
--¿De qué?
Lo obvio era contestar "De morir", pero es noche podía ser la última y no estaba para obviedades.
--Necesito que me den una mano. Sólo eso. Alguien deme una mano.
Las formas se agitaron a mi alrededor.
--¿Necesita una mano?
--Tengo miedo. Sólo alguien que me dé una mano.
Había llegado a la simpleza de sentimientos que alguna vez supuse querer: si sentía miedo, que fuera sólo el miedo. Si había un modo de solucionarlo, que fuera con un apretón de manos. De no haber estad0 tan asustado, me hubiera reído del gusto.
--Mi nombre es Francisco -dijo una de las presencias--, pero aquí me llamo don Francisco.
Mierda, pensé. No aquí.
¿Qué era aquí?
Aquí era la noche. Después confirmé que, sí, la segunda operación fue de noche. No sé si estaba oscuro. Mi aquí estaba muy oscuro y sólo estaban las presencias, que de repente se convirtieron en camilleros, y eran dos. Estábamos en un pasillo, esperando.
--Sólo quiero que me den una mano --dije, pero empezaba a perderse el encanto de ese miedo tan puro, tan limpio.
--Sólo la mano de nuestro señor Jesucristo puede salvarte --dijo don Francisco, no se si en susurros o a gritos, muy cerca de mi cara--. Sólo si aceptas a Cristo en tu corazón tendrás la mano que necesitas para que el miedo se vaya para siempre.
El miedo seguía allí, y era tan fuerte como al inicio --si es que hubo un inicio--, y aquel idiota lo hacía peor ofreciéndome la vida eterna unos minutos antes de una operación que serviría para apenas salvar el pellejo. Me lo merecía por pedir lo que necesitaba en el peor momento que podía recordar. (No podía recordar casi nada, es cierto. Yo también era apenas otra presencia.)
El camillero siguió con un rollo que he oído tantas veces que me deja sin palabras cuando me lo endilgan en la calle o en el autobús. Junto con mi miedo siguió la idea necia de que alguien debía darme la mano, frustrada por aquel predicador de ocasión. Perdí la noción de todo otra vez y, zaz, supe que estaba rodeado de otra gente.
--Tengo miedo --intenté de nuevo, y seguía siendo cierto, y era más cierto porque se acercaba el segundo exacto en que se clavaría la navaja.
Las presencias eran más y no reaccionaron del mismo modo que las anteriores. Eran otras.
--Por favor, que alguien me dé una mano.
Hubo una pausa muy breve en lo que hacían y hablaban entre ellos, y una voz que se distinguió con claridad administrativa dijo:
--Estamos preparando la anestesia. Le vamos a poner una raquídea. También lo vamos a sedar un poco. ¿Sabe cómo funciona la raquídea?
La presencia siguió hablando y en medio del miedo recordé la frase de Ángel Bascopé, médico anestesiólogo, hermano de René Bascopé, mi amigo boliviano muerto: "El trabajo de un anestesiólogo no es dormir a una persona, sino hacer que despierte."
También dentro del quirófano había oscuridad. Ahora sé que estaría llena de luces, pero mis ojos funcionaban de otro modo.
Y de pronto llegó la Gran Presencia. Supe que el cirujano había entrado, listo para lo suyo, para lo mío y para lo de todos en ese show de tijeras.
--¿Cirujano? ¿Está allí? --alcancé a decir, ya cansado.
--Aquí estoy --respondió su voz más allá de las demás voces y presencias.
--¿Me garantiza que me va a traer vivo de regreso?
--¡Sí, hombre! ¡Por supuesto que sí! --y fue la voz de un hombre común y corriente la que contestó, y era la que yo esperaba para estar tranquilo.
--Gracias --le dije.
La vida se perdió durante los siguientes días.
4 comentarios:
Este era el eslabón faltante. Hasta la fecha no sabíamos cómo el Loco, que prefería dejarse morir con tal que no le cortaran la mano al final de "Cementerio de carros", reaparecía luego en las novelas policiales vivito y coleando, con todo y mano destrozada. Pus ya. Chas gracias.
Bueno, no se que decirte, hace tres meses me hospitalizaron porque sentì que me morìa y me iba a dar un infarto, pero resultò que la depresiòn puede llevarte a eso, a creer que te vas a morir. Yo no pensaba en mì sino en mis dos hijos, cuando supe que era la maldita depresiòn y me dieron el medicamento correcto (una droga atontadora) entendì que no me iba a morir. No es tan feo como lo tuyo, pero yo creo, que por lo menos en mi caso, morirme y dejar a mis hijos eso no me cuadraba. Cuidate mucho
Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes.
Huidobro
Emmanuel Pocasangre
hace muchos años atras fui sometida a una operacion en mi vientre, la cual resulto ser muy dolorosa, pero lo que marco ese dia para mi vida, no fue el proceso que tuve que atravezar, sino que ese dia supe que era entrar en el tunel de la muerte, recuero aun despues de casi 20 años como mi cuerpo se desplazaba sin ningun control, pero de lo que si estaba consiente, era de como la vida se me estaba illendo, y el terror se habia apoderado de todo mi ser, consiente e inconsiente....pero gracias a Dios, pude despertar, por que unos años mas tarde pude comprender que solo fue la gracia salvadora de Jesus la que no permitio que desendiera a la oscuridad eterna...no fue facil para mi comprender esto, pero un dia pense, que pierdo con entregar mi corazon a Jesus el Cristo, si al morir, lo unico que puede suceder es que mi alma no vaya al infierno, porque ahora comprendo claramente como mi alma corria por ese tunel de oscuridad, descendiendo sin tener la oportunidad de una mano que pudiera ayudarme.....el es la unica y verdadera mano que necesitas....elsa de moran...
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