Un macho sin pasión
Reproduzco una nota acerca de mi novela Trece que se publicó en el diario Prensa Libre de Guatemala, en este link, bajo la firma de Margarita Carrera, una conocida y reconocida reseñista y crítica de por allá. Me gustó bastante (la nota); ya hace un año y medio publicó una acerca de Cualquier forma de morir en la que me acusaba de macho, y ahora falto de pasión, además de decir que mi pobre personaje es impotente. Como dije en su momento, en este post, me lo busqué --allí se habla de los motivos--, y lo pago con gusto.
Lo único que no agradezco es lo de "talento innato". No porque me parezca condescendiente, sino porque el talento no sirve de nada si no se trabaja. Y obviamente yo no he trabajado el mío, je. (Después de la reseña viene una cosa que escribí acerca de Camus, así que no se vayan tan rápido.)
Ah: propongo que en las universidades se establezca una nueva materia: crítica literaria de género. No sé qué tanto serviría, pero sería un éxito.
Revelaciones: Trece
Por Margarita Carrera
Además del talento innato, observo que Rafael Menjívar Ochoa ha tenido éxito dentro del mundo desarrollado.
Escritor, periodista, traductor. Vivió fuera de El Salvador de 1973 a 1999, especialmente en México. Una parte de sus novelas se ha publicado en francés, y sus cuentos aparecen en antologías en Francia, Alemania, Italia, España y México. Esto me recuerda a Cardoza y Aragón, Monteforte Toledo y Tito Monterroso. Talentos excepcionales con no menos excepcionales oportunidades dentro del desarrollo.
Me concentro en la novela Trece de Menjívar. El tema más que filosófico (como lo quería Camus), es, según mi punto de vista, psicológico: el suicidio. La muerte cuando nosotros deseamos, como nosotros deseamos y donde nosotros deseamos. Pero alrededor de ésta, se alínean pensamientos que podrían ser ensayos o simples observaciones. En el Mito de Sísifo, Camus se aleja de la psicología profunda, comulga más bien con la filosofía: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. ¿Es esto verdadero? Habría que preguntarle a Freud.
Menjívar no ha tenido psicoanálisis, sí practica un análisis filosófico de cuanto le rodea. Libre de pasiones, su personaje decide suicidarse después de que pasen trece días. En algunos capítulos hay reflexiones, observaciones, pensamientos sin mayor importancia, por lo menos para el lector: “Siempre he tenido pánico de volar. Hoy hubiera sido un excelente día para viajar en avión…” “Quizá me quede aquí, viendo a la muchacha hasta que su belleza se marchite”.
En los capítulos en donde nos relata aconteceres con su familia, la historia se torna interesante. Pero ¿dónde está la pasión? Un hombre o una mujer sin pasión, creo yo, bien merece morir. Pero no lo hará con sus propias manos. Los días pasarán siempre iguales, siempre que no haya malestar físico alguno o alguna pena por equis cosa. Pero esto que hago parece más bien una crítica, no un análisis literario de la obra. ¿Analizar qué? ¿La estupidez del personaje principal? ¿Su carencia de afectos profundos y verdaderos? Ni siquiera un perro o un gato a quien entregar su cariño. ¡Ya sé! El personaje es impotente. Quien no sabe amar a nadie, necesariamente es un impotente, aunque funcione sexualmente. Menjívar Ochoa, estoy segura, tiene mejores obras. Si no, no tendría tanto éxito en el exterior. Desdichadamente en el exterior hay también múltiples escritores sin pasión.
Aparentemente frío, Borges estaba lleno de pasión. No concibo una obra sin pasión. Por eso, quizá, me deleita tanto Madame Bovary. “Es que yo soy Madame Bovary”, nos dice Flaubert. El suicidio es totalmente justificable en este personaje femenino tan magníficamente trazado. Fuera del suicidio, no encuentra salvación alguna. Aunque el arsénico le provoque dolores infinitos. También existe el suicidio lento, de agonía prolongada a manera de autocastigo infame. Quien se suicida es quien ama con hondura la vida. No el que la desprecia.
Opiniones –las mías- que no quitan ni ponen nada a Trece. Una obra bien escrita, casi de manera impecable. Para mí, el problema de la novela es la carencia de pasión. Pero Menjívar Ochoa no lo vio así cuando la escribió. Una vez publicada, ya no le pertenece del todo. Pertenece a los lectores que pueden rehacerla o deshacerla, como quieran. Es simple cuestión de filosofías, psicologías y opiniones.
Hace ya varios años escribí un libro que debería estar por publicarse (los editores se atrasan, qué sé yo). En el capítulo 11 hablo un poco de El mito de Sísifo, de Camus, que nunca me ha gustado. O sea que una influencia literaria mía no es; de Camus lo único que me gusta es El extranjero y sus cuentos, que me parecen maravillosos. Reproduzco fragmentos de ese capítulo 11, en el que curiosamente se habla de mi amigo René Bascopé, a quien fui a visitar a su tumba hace un par de semanas:
En 1980 compré un libro de Albert Camus, El mito de Sísifo, que me ha seguido desde entonces por casas, maletas y países. Nunca he logrado leerlo completo –lo he intentado– y, a decir verdad, me resulta un tanto tedioso; las preocupaciones de Camus sobre el suicidio me parecen forzadas y poco vitales, aunque cada quién sabe cómo habla de sus cosas, y cómo las siente.
Compré el libro por recomendación de René Bascopé, un cuentista boliviano muerto en La Paz en 1984: se dio un tiro en el estómago, y juran que se trató de un accidente. Cuando lo conocí, René era todo un escritor de 29 años, que sabía lo que yo ignoraba a mis 20, y me enseñó sutilezas de la literatura que aún no termino de comprender. (Quizá sí. Lo más probable es que lo haya idealizado, y está bien.)
De noche en noche, cada dos o tres años, trato de leer El mito de Sísifo y me encuentro con subrayados que he hecho a lo largo del tiempo y de lecturas truncadas, y hago algún subrayado nuevo, casi por inercia, sin que el libro me llegue a interesar.
Cambio de casa y el libro va en la caja de los más importantes; cambio de país y está entre los quince o veinte que llevo en la maleta de mano, los de hojas amarillas y portadas quebradizas, mezclados con mis cuadernos y manuscritos: las cartas de Raymond Chandler, Asesinato en la catedral y Cuatro cuartetos de Eliot, El arte de la poesía de Pound, Homenaje a Cataluña de Orwell, uno sobre el cine expresionista alemán...
Después de escribir el primer borrador de este texto me dije que quizá fuera el momento de entender El mito de Sísifo –su tema es el suicidio–, y me puse a leerlo una noche, antes de dormir. Fue en vano: los ojos y la mente pasaban por encima de las hojas sin encontrar nada de qué agarrarse y, como siempre, sentí vergüenza por mi incapacidad de comprenderlo y emocionarme. Más por defensa que por soberbia –y ya dentro de la lógica de Camus–, pensé que tenía 41 años, que en unos meses cumpliría 42, que había llegado a un punto al que René jamás llegó, que había vivido cosas que él ya no viviría y que, en fin, veía el mundo de un modo que para él fue y será inaccesible.
Sí, me dije con sorna, pero él conoció mucho antes la experiencia que te falta: el instante en el que todo acaba y sabes que el mundo seguirá sin ti, y que no importa. Como siempre que llego a ese punto, me dije que ya será el momento, que no hay prisa, y me dediqué a revisar las frases subrayadas a lo largo de años:
Y, sí, lo veo, en las frases de Camus están las claves para explicar la muerte de ***, pero también la vida de cada uno de nosotros, y nuestros amores y odios, y nuestros motivos para seguir vivos o para dedicarnos a cierta cosa en particular. Son buenas frases. Y pienso ahora que a lo largo de casi treinta años he cargado un libro que no me gusta porque creí que en algún momento me haría las preguntas de las que los subrayados serían las respuestas, y veo que quizá sea hora de dejarlo abandonado: no es más que un libro, un objeto, algo externo después de todo, como los países, los monumentos y los muertos ajenos.
Releo las citas y me doy cuenta del motivo por el que nunca pude leer El mito de Sísifo: a Camus en el fondo no le interesa que yo (cualquier lector) comparta sus ideas o sentimientos acerca del suicidio (y por tanto de su sentido de la vida): lo que hace es tratar de justificar su vida y su fascinación por la muerte, y espera mi adhesión incondicional. No que me entere de sus ideas, sino que las haga mías. Y sus palabras encierran verdades, pero son palabras que pertenecen a su alma, no a la mía. (Aun así coloco una de sus frases como epígrafe de este libro, porque es bella.)
Uno de los hechos que me ha sido difícil comprender –y las frases subrayadas lo explican también, cómo no– es que mi padre muriera porque quería morir, que sólo fue al médico cuando el cáncer se había extendido tanto que la cirugía era prácticamente un paliativo. Su gran esperanza era no salir con vida de la primera operación; despertar de la anestesia fue para él una experiencia triste. Para darle un poco más de vida había sido necesario extirparle la vejiga, la próstata, un trozo de intestino, otro de estómago; se sentía mutilado y humillado, y no comprendía que se pudiera vivir así. Pero lo intentó. El médico se lo había dicho: sin la operación, le quedaban dos o tres meses de vida. Con la operación vivió un año, las últimas semanas en condiciones de sufrimiento o inconsciencia.
En enero de 2000, cuando aún no estaba bajo el efecto constante de la morfina, me dijo una frase que aún oigo de tanto en tanto, con su voz ronca y su tristeza:
–Creí que era más fácil morir que vivir, pero no. Ahora no me queda más remedio que tratar de seguir viviendo.
Llegó más lejos de lo que él mismo pensaba: en su estado normal, cuando estaba delgado, pesaba unos 70 kilos; su cadáver pesaba menos de 40. Cuando los médicos le daban tres o cuatro días de vida, llegué a Costa Rica para estar con él en el momento de su muerte. Dos días después comenzó a revivir; los huesos se le cubrieron nuevamente de músculo y durante un mes conversamos casi todas las madrugadas, como siempre que nos veíamos. A ratos lograba salir de entre la morfina y reíamos, cantábamos canciones antiguas y recordábamos con placer a nuestros muertos. Entró en radioterapia (tenía un tumor en la columna, que parecía localizado) y creímos que había alguna posibilidad de que viviera un tiempo más en condiciones aceptables.
Cuando tuve que regresar a El Salvador decidió que era hora de seguir con su muerte. Vivió hasta que en el cuerpo no le quedó nada que pudiera seguir vivo: le sacó hasta la última gota a la vida.
Eso es lo que no encuentro en Camus: la muerte como un proceso vital. La resistencia a la muerte, la necesidad de morir o no morir, el control sobre los mecanismos de la muerte, el juego de la muerte, con la muerte, para la muerte.
Mi padre creía en el suicidio como solución extrema. Me imaginé que, para no llegar al punto al que llegó, recurriría a una sobredosis, y me parecía bien. Nunca se habló en familia, pero sé que lo esperábamos; el orgullo de mi padre no soportaría el no poder valerse a sí mismo, el peligro de perder el control sobre su mente y su cuerpo.
Pero permitió que lo cuidáramos, soportó la silla de ruedas, la debilidad extrema, los viajes al hospital. Era más fácil luchar por la vida que morir. Morir era más difícil que seguir viviendo.
Pienso en la versión que conocí de la muerte de René Bascopé. Volvió de México a Bolivia en 1981 o 1982 para refundar y dirigir el semanario Aquí, a cuyo director, Luis Espinal, habían asesinado en 1980. René, entonces subdirector de la revista, tuvo que exiliarse. A su regreso a Bolivia debió moverse en la clandestinidad y, a pesar de ser sumamente torpe, iba armado con una escuadra del .38. Un día, de regreso a su casa, se sacó la escuadra del cinturón. Había una bala en la recámara y no tenía seguro; metió el dedo en el gatillo y se dio un tiro en el abdomen. Su novia, que estaba presente, lo llevó al hospital. Lo operaron. De México le enviamos medicamentos y bolsas de colostomía. Un mes después sufrió una descompensación y murió.
René no quería morir –era agresivamente vital, con todo y sus modos suaves de boliviano–, pero de algún modo se suicidó; mi padre, que deseaba morir tras una interminable depresión, alargó la vida hasta mes y medio después de lo humanamente posible, y su cadáver fresco tenía una sonrisa.
La frase del epígrafe del libro es: "Pero toda la cuestión consiste en saber si uno puede vivir con sus pasiones, en saber si se puede aceptar su ley profunda: quemar el corazón..."
Lo único que no agradezco es lo de "talento innato". No porque me parezca condescendiente, sino porque el talento no sirve de nada si no se trabaja. Y obviamente yo no he trabajado el mío, je. (Después de la reseña viene una cosa que escribí acerca de Camus, así que no se vayan tan rápido.)
Ah: propongo que en las universidades se establezca una nueva materia: crítica literaria de género. No sé qué tanto serviría, pero sería un éxito.
Revelaciones: Trece
Por Margarita Carrera
Además del talento innato, observo que Rafael Menjívar Ochoa ha tenido éxito dentro del mundo desarrollado.
Escritor, periodista, traductor. Vivió fuera de El Salvador de 1973 a 1999, especialmente en México. Una parte de sus novelas se ha publicado en francés, y sus cuentos aparecen en antologías en Francia, Alemania, Italia, España y México. Esto me recuerda a Cardoza y Aragón, Monteforte Toledo y Tito Monterroso. Talentos excepcionales con no menos excepcionales oportunidades dentro del desarrollo.
Me concentro en la novela Trece de Menjívar. El tema más que filosófico (como lo quería Camus), es, según mi punto de vista, psicológico: el suicidio. La muerte cuando nosotros deseamos, como nosotros deseamos y donde nosotros deseamos. Pero alrededor de ésta, se alínean pensamientos que podrían ser ensayos o simples observaciones. En el Mito de Sísifo, Camus se aleja de la psicología profunda, comulga más bien con la filosofía: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. ¿Es esto verdadero? Habría que preguntarle a Freud.
Menjívar no ha tenido psicoanálisis, sí practica un análisis filosófico de cuanto le rodea. Libre de pasiones, su personaje decide suicidarse después de que pasen trece días. En algunos capítulos hay reflexiones, observaciones, pensamientos sin mayor importancia, por lo menos para el lector: “Siempre he tenido pánico de volar. Hoy hubiera sido un excelente día para viajar en avión…” “Quizá me quede aquí, viendo a la muchacha hasta que su belleza se marchite”.
En los capítulos en donde nos relata aconteceres con su familia, la historia se torna interesante. Pero ¿dónde está la pasión? Un hombre o una mujer sin pasión, creo yo, bien merece morir. Pero no lo hará con sus propias manos. Los días pasarán siempre iguales, siempre que no haya malestar físico alguno o alguna pena por equis cosa. Pero esto que hago parece más bien una crítica, no un análisis literario de la obra. ¿Analizar qué? ¿La estupidez del personaje principal? ¿Su carencia de afectos profundos y verdaderos? Ni siquiera un perro o un gato a quien entregar su cariño. ¡Ya sé! El personaje es impotente. Quien no sabe amar a nadie, necesariamente es un impotente, aunque funcione sexualmente. Menjívar Ochoa, estoy segura, tiene mejores obras. Si no, no tendría tanto éxito en el exterior. Desdichadamente en el exterior hay también múltiples escritores sin pasión.
Aparentemente frío, Borges estaba lleno de pasión. No concibo una obra sin pasión. Por eso, quizá, me deleita tanto Madame Bovary. “Es que yo soy Madame Bovary”, nos dice Flaubert. El suicidio es totalmente justificable en este personaje femenino tan magníficamente trazado. Fuera del suicidio, no encuentra salvación alguna. Aunque el arsénico le provoque dolores infinitos. También existe el suicidio lento, de agonía prolongada a manera de autocastigo infame. Quien se suicida es quien ama con hondura la vida. No el que la desprecia.
Opiniones –las mías- que no quitan ni ponen nada a Trece. Una obra bien escrita, casi de manera impecable. Para mí, el problema de la novela es la carencia de pasión. Pero Menjívar Ochoa no lo vio así cuando la escribió. Una vez publicada, ya no le pertenece del todo. Pertenece a los lectores que pueden rehacerla o deshacerla, como quieran. Es simple cuestión de filosofías, psicologías y opiniones.
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Hace ya varios años escribí un libro que debería estar por publicarse (los editores se atrasan, qué sé yo). En el capítulo 11 hablo un poco de El mito de Sísifo, de Camus, que nunca me ha gustado. O sea que una influencia literaria mía no es; de Camus lo único que me gusta es El extranjero y sus cuentos, que me parecen maravillosos. Reproduzco fragmentos de ese capítulo 11, en el que curiosamente se habla de mi amigo René Bascopé, a quien fui a visitar a su tumba hace un par de semanas:
En 1980 compré un libro de Albert Camus, El mito de Sísifo, que me ha seguido desde entonces por casas, maletas y países. Nunca he logrado leerlo completo –lo he intentado– y, a decir verdad, me resulta un tanto tedioso; las preocupaciones de Camus sobre el suicidio me parecen forzadas y poco vitales, aunque cada quién sabe cómo habla de sus cosas, y cómo las siente.
Compré el libro por recomendación de René Bascopé, un cuentista boliviano muerto en La Paz en 1984: se dio un tiro en el estómago, y juran que se trató de un accidente. Cuando lo conocí, René era todo un escritor de 29 años, que sabía lo que yo ignoraba a mis 20, y me enseñó sutilezas de la literatura que aún no termino de comprender. (Quizá sí. Lo más probable es que lo haya idealizado, y está bien.)
De noche en noche, cada dos o tres años, trato de leer El mito de Sísifo y me encuentro con subrayados que he hecho a lo largo del tiempo y de lecturas truncadas, y hago algún subrayado nuevo, casi por inercia, sin que el libro me llegue a interesar.
Cambio de casa y el libro va en la caja de los más importantes; cambio de país y está entre los quince o veinte que llevo en la maleta de mano, los de hojas amarillas y portadas quebradizas, mezclados con mis cuadernos y manuscritos: las cartas de Raymond Chandler, Asesinato en la catedral y Cuatro cuartetos de Eliot, El arte de la poesía de Pound, Homenaje a Cataluña de Orwell, uno sobre el cine expresionista alemán...
Después de escribir el primer borrador de este texto me dije que quizá fuera el momento de entender El mito de Sísifo –su tema es el suicidio–, y me puse a leerlo una noche, antes de dormir. Fue en vano: los ojos y la mente pasaban por encima de las hojas sin encontrar nada de qué agarrarse y, como siempre, sentí vergüenza por mi incapacidad de comprenderlo y emocionarme. Más por defensa que por soberbia –y ya dentro de la lógica de Camus–, pensé que tenía 41 años, que en unos meses cumpliría 42, que había llegado a un punto al que René jamás llegó, que había vivido cosas que él ya no viviría y que, en fin, veía el mundo de un modo que para él fue y será inaccesible.
Sí, me dije con sorna, pero él conoció mucho antes la experiencia que te falta: el instante en el que todo acaba y sabes que el mundo seguirá sin ti, y que no importa. Como siempre que llego a ese punto, me dije que ya será el momento, que no hay prisa, y me dediqué a revisar las frases subrayadas a lo largo de años:
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale la pena o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía.Creo que alguna vez llegué a la página 126 (de un total de 149) porque allí encuentro un viejo boleto de metro como marcador, pero no hay subrayados después de la página 44; quizá me salté capítulos enteros o puse el boleto en la 126 porque había que ponerlo en alguna parte. Pero –me digo con inocencia– en los subrayados deben estar las claves que expliquen el suicidio de ***, y mi lógica es la del que busca augurios al azar abriendo un libro con los ojos cerrados y pone el dedo en cualquier línea, o espera que en la primera frase que diga la primera persona a la que se encuentre al salir de casa esté la clave para resolver un problema que se es incapaz de descifrar.
(lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir)
Comenzar a pensar es comenzar a ser minado.
Quienes se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida.
La elisión típica, la elisión mortal [...], es la esperanza: esperanza de otra vida que hay que “merecer”, o engaño de quienes viven no para la vida misma, sino para alguna gran idea que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona.
También los hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto les rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive. Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta “náusea”, como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo. El extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo; el hermano familiar y, no obstante, inquietante que volvemos a encontrar en nuestras fotografías, son también lo absurdo.
El horror procede en realidad del lado matemático del acontecimiento.
Comprender es, ante todo, unificar.
Para un hombre, comprender al mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo con su sello.
Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, habría que escribir la de sus arrepentimientos sucesivos y sus impotencias.
Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades. Una vez que las reconoce no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas. Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre. Un hombre sin esperanza y consciente de no tenerla no pertenece ya al porvenir. Esto es natural. Pero es natural también que haga esfuerzos por librarse del universo que él mismo ha creado.
...ese Dios puede ser vengativo y odioso, incomprensible y contradictorio, pero cuanto más odioso es su rostro tanto más afirma su poder. Su grandeza es su inconsecuencia. Su prueba es su inhumanidad.
Y, sí, lo veo, en las frases de Camus están las claves para explicar la muerte de ***, pero también la vida de cada uno de nosotros, y nuestros amores y odios, y nuestros motivos para seguir vivos o para dedicarnos a cierta cosa en particular. Son buenas frases. Y pienso ahora que a lo largo de casi treinta años he cargado un libro que no me gusta porque creí que en algún momento me haría las preguntas de las que los subrayados serían las respuestas, y veo que quizá sea hora de dejarlo abandonado: no es más que un libro, un objeto, algo externo después de todo, como los países, los monumentos y los muertos ajenos.
Releo las citas y me doy cuenta del motivo por el que nunca pude leer El mito de Sísifo: a Camus en el fondo no le interesa que yo (cualquier lector) comparta sus ideas o sentimientos acerca del suicidio (y por tanto de su sentido de la vida): lo que hace es tratar de justificar su vida y su fascinación por la muerte, y espera mi adhesión incondicional. No que me entere de sus ideas, sino que las haga mías. Y sus palabras encierran verdades, pero son palabras que pertenecen a su alma, no a la mía. (Aun así coloco una de sus frases como epígrafe de este libro, porque es bella.)
Uno de los hechos que me ha sido difícil comprender –y las frases subrayadas lo explican también, cómo no– es que mi padre muriera porque quería morir, que sólo fue al médico cuando el cáncer se había extendido tanto que la cirugía era prácticamente un paliativo. Su gran esperanza era no salir con vida de la primera operación; despertar de la anestesia fue para él una experiencia triste. Para darle un poco más de vida había sido necesario extirparle la vejiga, la próstata, un trozo de intestino, otro de estómago; se sentía mutilado y humillado, y no comprendía que se pudiera vivir así. Pero lo intentó. El médico se lo había dicho: sin la operación, le quedaban dos o tres meses de vida. Con la operación vivió un año, las últimas semanas en condiciones de sufrimiento o inconsciencia.
En enero de 2000, cuando aún no estaba bajo el efecto constante de la morfina, me dijo una frase que aún oigo de tanto en tanto, con su voz ronca y su tristeza:
–Creí que era más fácil morir que vivir, pero no. Ahora no me queda más remedio que tratar de seguir viviendo.
Llegó más lejos de lo que él mismo pensaba: en su estado normal, cuando estaba delgado, pesaba unos 70 kilos; su cadáver pesaba menos de 40. Cuando los médicos le daban tres o cuatro días de vida, llegué a Costa Rica para estar con él en el momento de su muerte. Dos días después comenzó a revivir; los huesos se le cubrieron nuevamente de músculo y durante un mes conversamos casi todas las madrugadas, como siempre que nos veíamos. A ratos lograba salir de entre la morfina y reíamos, cantábamos canciones antiguas y recordábamos con placer a nuestros muertos. Entró en radioterapia (tenía un tumor en la columna, que parecía localizado) y creímos que había alguna posibilidad de que viviera un tiempo más en condiciones aceptables.
Cuando tuve que regresar a El Salvador decidió que era hora de seguir con su muerte. Vivió hasta que en el cuerpo no le quedó nada que pudiera seguir vivo: le sacó hasta la última gota a la vida.
Eso es lo que no encuentro en Camus: la muerte como un proceso vital. La resistencia a la muerte, la necesidad de morir o no morir, el control sobre los mecanismos de la muerte, el juego de la muerte, con la muerte, para la muerte.
Mi padre creía en el suicidio como solución extrema. Me imaginé que, para no llegar al punto al que llegó, recurriría a una sobredosis, y me parecía bien. Nunca se habló en familia, pero sé que lo esperábamos; el orgullo de mi padre no soportaría el no poder valerse a sí mismo, el peligro de perder el control sobre su mente y su cuerpo.
Pero permitió que lo cuidáramos, soportó la silla de ruedas, la debilidad extrema, los viajes al hospital. Era más fácil luchar por la vida que morir. Morir era más difícil que seguir viviendo.
Pienso en la versión que conocí de la muerte de René Bascopé. Volvió de México a Bolivia en 1981 o 1982 para refundar y dirigir el semanario Aquí, a cuyo director, Luis Espinal, habían asesinado en 1980. René, entonces subdirector de la revista, tuvo que exiliarse. A su regreso a Bolivia debió moverse en la clandestinidad y, a pesar de ser sumamente torpe, iba armado con una escuadra del .38. Un día, de regreso a su casa, se sacó la escuadra del cinturón. Había una bala en la recámara y no tenía seguro; metió el dedo en el gatillo y se dio un tiro en el abdomen. Su novia, que estaba presente, lo llevó al hospital. Lo operaron. De México le enviamos medicamentos y bolsas de colostomía. Un mes después sufrió una descompensación y murió.
René no quería morir –era agresivamente vital, con todo y sus modos suaves de boliviano–, pero de algún modo se suicidó; mi padre, que deseaba morir tras una interminable depresión, alargó la vida hasta mes y medio después de lo humanamente posible, y su cadáver fresco tenía una sonrisa.
La frase del epígrafe del libro es: "Pero toda la cuestión consiste en saber si uno puede vivir con sus pasiones, en saber si se puede aceptar su ley profunda: quemar el corazón..."
7 comentarios:
de género? no veo nada que aluda al género en su crítica, simplemente te está diciendo que no le gustó, y por lo que dice quizás no sea lo mejor que hayás hecho. mal por vos, pero que se le va a hacer
Me refería a la crítica que hizo acerca de Cualquier forma de morir, donde dice que mi modo de escribir es el de los machos tipo Marco Antonio Flores (lo cual es un honor). Si le gustó o no, es otro problema; yo nomás me pasé nueve años escribiendo el libro, y dos corrigiéndolo, y ya puede venir quien quiera a decir lo que quiera en una cuartilla, que para algo es la libertad de expresión y para algo son los gustos literarios.
No sé su sea lo mejor que haya hecho. A mí me gustó, o no la hubiera publicado tres veces. Igual me gusta la primera de Harry Potter, los cómics de Batman y todas las de Dostoyevski. Igual tengo mal gusto, pero de eso no se muere nadie. (Sí, me gustan Los Archies y Paul Anka y otros similares junto con Bach, Zappa y Charlie Parker.)
¿Mal por mí? Naaa. Me la pasé bien escribiéndola y me la pasé bien leyéndola. Em realidad, y en verdad, agradezco la crítica, y lo digo sin ironía, porque significa que leyó el libro. Entiendo que la señora es seria en sus asuntos, y así me lo pareció cuando platiqué fugazmente con ella en Guatemala. Quizá es muy visceral en lo que dice, y todo su derecho, pero me he dado cuenta de que algunos textos míos provocan reacciones así, de aceptación o de rechazo. (Y eso que no ha leído Breve recuento... Cuando salga se la voy a mandar.)
No supe muy bien qué entiende por pasión, pero obviamente no es lo mismo que entiendo yo; por eso puse lo que escribí acerca de El mito de Sísifo, que ella menciona.
Por cierto, ayer comentábamos con unos amigos que Freud no escribió acerca de la depresión y sus aledaños. No queda muy claro el porqué de la alusión en la nota. Igual fue para dar el "sustento" de una autoridad a la argumentación, pero pos nada que ver.
Y, sí, qué se le va a hacer. Lástima que no pusiste tu nombre.
Yo tampoco terminé de leer ese libro. Y eso que soy más camusadicto que tú. Tengo una edición encuadernada (tela roja) que consevo religiosamente porque me la ha regalado mi papá, que nació en-Sidi-Bel-Abes, Argelia (un país que existe), donde Camus tuvo su primer puesto de profesor de filosofía, recién egresado de la universidad. Por supuesto, Camus nunca llegó a dar clases a ese pueblucho árabe construido en torno a un cuartel de la Légion Etrangère (El equivalente para Francia del Ejército Sur de los Estados Unidios en Panamá). Pero en fin. Por todo este folklor, me enseñaron a respetar a Camus, desde niño, incluso a la hora de irme a dormir tenía que ir a despedirme de Camus y de don Quijote, fijate. Con una consecuencia: de adolescente les di la espalda, a los dos: al Quijote y a Camus. O sea que sólo llegando a la edad adulta comencé a frecuentarlos, y me gustaron. Excepto muchos capítulos del Quijote, y por supuesto ese libro de Camus.
Argelia no existe. Es un invento de los libros para turistas y de la Guía Michelin. Tampoco Alesia.
Hay algo que me deja inquieto. Escribiste un post largo que casi pareciera que estás justificando tu obra.
Según yo entiendo un poema, un cuento, una novela, etc., se justifica por sí sola, y al decir que tu obra esto y lo otro, pues no sé, siento como que tenés miedo que tu obra no esté funcionando. ¿Es así?
En cuanto a la pasión, creo que sí hay un buen punto ahí por parte de esta crítica literaria: esta es básica para toda obra, cualquiera que sea la rama artística de que se trate. Sino, queda una cosa que funciona (como una receta de cocina, por ejemplo), pero no es creible ni mueve la fibra estética del lector, en este caso que hablamos sobre literatura.
No me cabe duda que tu novela está muy bien escrita, pero la gramática y las reglas de ortografía no son quizá suficientes para transmitir las ideas.
¡Suerte!
Uhm...
La novela se justifica sola, o no. Lo que resulta obvio es que te convencieron de que no tiene pasión. Y pues allí no tengo nada que decir. Igual sí soy también un macho, pues. De la novela no discuto. Sé que a mí me gusta, y que me conmueve, pero ¿quién soy yo para decirlo? Apenas un lector que, eventualmente, la escribió. Si quieres ver de qué trata, baja el PDF del sitio de F&G. Está aquí. También hay algún fragmento en mi otro blog, La mancha en la pared. Lo demás es chambrerío y subjetividá.
Una de las características de Rafael Menjívar es que hay cosas que él sabe y no nos dice. No conozco a ningún autor tan parco: no le ofrece al lector un libro para leer, sino un libro para armar. Aunque él lo ha armado, desarmado y vuelto a armar durante años. El riesgo (y por supuesto el encanto)es que cada quien lo interpreta no sólo como se le antoje, sino como pueda. Como un Pierre Ménard frente a un rompecabezas cubista, pues. Mi lectura (personal) de TRECE es que no es un libro sobre el suicidio, primero porque no es un ensayo, es literatura, y no tiene por qué ser un libro sobre lo que sea, y en segundo lugar porque se trata de una serie de variaciones, en el sentido más goldemberguiano de la palabra, sobre no mata.rse. Ojo: no dije no morir (alguien alguna vez escribió sobre los mandamientos y sabrá más que yo). Yo no sé si el protagonista de TRECE se suicida al final (o al principio) y no quiero saberlo. Rafael Menjívar sí sabe pero su opinión me trae sin cuidado. Yo, como lector sólo sé que no hay nada que permita afirmarlo. Y confieso que me gusta bastante. Anónimo, pues.
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