Un bar para fumadores, buenos amigos y un poco de Argentina
En el aeropuerto de Lima, donde hice una escala de tres horas en el vuelo a Buenos Aires, hay un café / bar / restaurante para fumadores. Es inmenso, siempre está lleno de gente y es carísimo ($4.80 por una cocacola me parece un exceso; si uno quiere unas boquitas, $11), pero saben lo que venden: la posibilidad de fumarse un cigarro después de cinco horas de abstinencia, y nadie parece enojarse. Yo no me enojé: me dediqué a fumar, a escribir un cuento después de dos o tres meses de sequía literaria (escribiría otro en Buenos Aires), a fumar, a comerme unos dulces tía Toya que había comprado para el camino, a fumar y, de paso, a esperar que saliera el vuelo; la sala de embarque estaba apenas a unos metros de distancia.
Un anuncio en la avenida 9 de Julio de Buenos Aires.
Cerca de la embajada de El Salvador está algo que se llama Colegio del Salvador. Me dijo la gente de la embajada (ellos me invitaron, para dar una plática en la Feria del Libro de Buenos Aires) que constantemente los llaman para pedir información acerca de inscripciones, colegiaturas, etcétera. Y pues ellos qué van a saber.
La calle de Corrientes. Me tomé un delicioso capuchino (está bien, fueron dos) con Alberto, el chofer de la embajada, que me dio un tour rápido para comprar libros. Antes me metí en un par de librerías y compré las obras completas de Antonio Machado y una antología de mujeres poetas estadounidenses para Krisma, unos discos de Troilo y de Goyeneche, los cuentos completos de Roberto Arlt y un par de delicias más, a precios bastante razonables, o sea baratos.
En casa de Nicolás Doljanín, mi hermano mayor, donde me alojé. De izquierda a derecha, Nico, Carlos Vanella y --de manera inevitable-- yo. Carlos fue mi jefe y uno de mis maestros de periodismo en México, de 1978 a 1983, cuando regresó a Argentina y lo sustituí como jefe de internacionales del periódico El día. Nico entró a trabajar al periódico a finales de 1980 o principios de 1981. En 1981 fue a Chalatenango, a los frentes de guerra, y publicó un libro que se llamó Chalatenango: la guerra descalza. Fue un libro bien importante para la solidaridad mexicana con la revolución salvadoreña, y tuvo algún ascendente en la declaración de México y Francia que reconoció al FMLN como fuerza política representativa. Después regresó a El Salvador en 1983, y se pasó en Chalatenango durante el resto de la guerra como internacionalista. Los dos son unos tipazos.
Hilda, la esposa de Nicolás.
El sábado pasado, Carlos nos llevó a un lugar que se llama El Tigre, donde se juntan los ríos Uruguay y (creo) Paraná, para formar el Río de la Plata.
El Tigre, pues.
Y el lunes 11 por la noche me tocó dar la conferencia, que trató acerca de la experiencia de La Casa del Escritor, que para eso me invitaron. Hubo cerca de cien asistentes --la mitad salvadoreños--, preguntas, respuestas y comentarios, y algunos contactos interesantes. A mi lado, Guillermo Rubio, embajador de El Salvador en Argentina.
Después nos fuimos con Carlos y Nicolás a comer un asado de tira a Boedo (que es donde vive Nico) y a platicar hasta la madrugada. De hecho salí poco a la calle y me la pasé platicando durante horas y horas con Nico; teníamos veintiséis años de no vernos, y veintidós con Carlos. Hubo empanadas, asados, ravioles y de todo lo que Nicolás sabe cocinar, que es mucho, y en buena cantidad.
Botín del viaje, además de lo ya citado:
* Obras completas de Borges, en edición rústica.
* Papeles inesperados, de Cortázar.
* Último round, también de Cortázar. Tenía años buscándolo para releerlo.
* Martín Fierro ilustrado por el sensacional Alberto Breccia.
* Diálogos Borges-Sabato, que había leído hace muchos años.
* La poesía de Safo de Lesbos.
* Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, acerca de los onas, de Tierra del Fuego, extintos desde hace un par de décadas.
* Las dos versiones de Cape Fear (la de Robert Mitchum y Gregory Peck y el remake con Robert de Niro), compradas baratísimas en un puesto de revistas en el metro.
* Varios libros-objeto y de colorear para Valeria.
* Mermeladas y dulce de leche.
* Cartuchos de tinta para las Parker.
* Ganas de volver.
Ya iré comentando algunos de los libros.
Un anuncio en la avenida 9 de Julio de Buenos Aires.
Cerca de la embajada de El Salvador está algo que se llama Colegio del Salvador. Me dijo la gente de la embajada (ellos me invitaron, para dar una plática en la Feria del Libro de Buenos Aires) que constantemente los llaman para pedir información acerca de inscripciones, colegiaturas, etcétera. Y pues ellos qué van a saber.
La calle de Corrientes. Me tomé un delicioso capuchino (está bien, fueron dos) con Alberto, el chofer de la embajada, que me dio un tour rápido para comprar libros. Antes me metí en un par de librerías y compré las obras completas de Antonio Machado y una antología de mujeres poetas estadounidenses para Krisma, unos discos de Troilo y de Goyeneche, los cuentos completos de Roberto Arlt y un par de delicias más, a precios bastante razonables, o sea baratos.
En casa de Nicolás Doljanín, mi hermano mayor, donde me alojé. De izquierda a derecha, Nico, Carlos Vanella y --de manera inevitable-- yo. Carlos fue mi jefe y uno de mis maestros de periodismo en México, de 1978 a 1983, cuando regresó a Argentina y lo sustituí como jefe de internacionales del periódico El día. Nico entró a trabajar al periódico a finales de 1980 o principios de 1981. En 1981 fue a Chalatenango, a los frentes de guerra, y publicó un libro que se llamó Chalatenango: la guerra descalza. Fue un libro bien importante para la solidaridad mexicana con la revolución salvadoreña, y tuvo algún ascendente en la declaración de México y Francia que reconoció al FMLN como fuerza política representativa. Después regresó a El Salvador en 1983, y se pasó en Chalatenango durante el resto de la guerra como internacionalista. Los dos son unos tipazos.
Hilda, la esposa de Nicolás.
El sábado pasado, Carlos nos llevó a un lugar que se llama El Tigre, donde se juntan los ríos Uruguay y (creo) Paraná, para formar el Río de la Plata.
El Tigre, pues.
Y el lunes 11 por la noche me tocó dar la conferencia, que trató acerca de la experiencia de La Casa del Escritor, que para eso me invitaron. Hubo cerca de cien asistentes --la mitad salvadoreños--, preguntas, respuestas y comentarios, y algunos contactos interesantes. A mi lado, Guillermo Rubio, embajador de El Salvador en Argentina.
Después nos fuimos con Carlos y Nicolás a comer un asado de tira a Boedo (que es donde vive Nico) y a platicar hasta la madrugada. De hecho salí poco a la calle y me la pasé platicando durante horas y horas con Nico; teníamos veintiséis años de no vernos, y veintidós con Carlos. Hubo empanadas, asados, ravioles y de todo lo que Nicolás sabe cocinar, que es mucho, y en buena cantidad.
Botín del viaje, además de lo ya citado:
* Obras completas de Borges, en edición rústica.
* Papeles inesperados, de Cortázar.
* Último round, también de Cortázar. Tenía años buscándolo para releerlo.
* Martín Fierro ilustrado por el sensacional Alberto Breccia.
* Diálogos Borges-Sabato, que había leído hace muchos años.
* La poesía de Safo de Lesbos.
* Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, acerca de los onas, de Tierra del Fuego, extintos desde hace un par de décadas.
* Las dos versiones de Cape Fear (la de Robert Mitchum y Gregory Peck y el remake con Robert de Niro), compradas baratísimas en un puesto de revistas en el metro.
* Varios libros-objeto y de colorear para Valeria.
* Mermeladas y dulce de leche.
* Cartuchos de tinta para las Parker.
* Ganas de volver.
Ya iré comentando algunos de los libros.
2 comentarios:
¡Ajajá! Ya sabía yo que no te podías ir de Buenos Aires sólo con los libros de Borges.
Jamásmente. El dulce de leche es fundamental.
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