Diez años
Hoy hace diez años llegué a El Salvador. Venía por un mes, después de cinco meses en Estados Unidos, e iba de camino a Costa Rica. El plan --más o menos indefinido-- era quedarme un mes, arreglando asuntos familiares. Si conseguía trabajo antes, quizá estuviera unos meses más, en plan más de curiosidad que... bueno... de quedarme.
Después de unos días de caminar y caminar por los viejos lugares, con un calor y una humedad de los mil diablos --venía del desierto, de entre 1,500 y 2,500 metros de altura--, comencé a hacer llamadas para ver si entraba a trabajar en un periódico. No hubo respuestas. Sería un mes entonces. A las dos semanas fui a El diario hoy con un amiga, a dejar unos cuentos para el suplemento Hablemos, y de paso me pidieron mi currículum; necesitaban a alguien para Vértice y le llegó la noticia a Lafitte Fernández de que un cuate que andaba por allí era periodista, escritor, que venía de México y qué sé yo. Lo llevé al día siguiente, conversé un rato con Lafitte y me dijo que comenzaba a trabajar una semana después.
Era extraño que en otros lados no me hubieran hecho caso y sí en EDH: lo último que recordaba de ese diario era que había lanzado una campaña muy fuerte en contra de mi padre cuando era rector, entre 1970 y 1972, y que se había congratulado no sólo de la toma militar de la UES, sino también del exilio de "Menjívar y sus 14 muchachos" (así los bautizó un reportero que después sería asesinado durante la guerra). Los antecedentes no eran de lo mejor, pero siempre me quedaba la posibilidad de renunciar a la primera señal de censura, represión o lo que ocurriera. Por de pronto lo que había visto era que el país estaba extrañísimo: uno podía hablar de lo que quisiera, donde quisiera y casi con quien quisiera; no había soldados en la calle, excepto acompañados por policías civiles; los guardias nacionales habían desaparecido con su porte de perros malos, y la gente, en fin, era gente. Nada que ver con la imagen que tenía desde fuera del país: un lugar donde la represión estaba siempre latente, si no oculta bajo otros mecanismos, y donde la izquierda tenía limitados los espacios de expresión y manifestación. (Después descubriría matices, por ejemplo que la izquierda se había institucionalizado a grados serios de burocracia, y en esa época la derecha no tenía muy claro qué hacer con el país, excepto explotarlo lo mejor que se pudiera, usando, eso sí, los cauces institucionales, ejem).
Seis meses, un año, y sigo mi camino, pensé. Quizá regresara a México. Mi padre estaba enfermo de cáncer y viajé a Costa Rica en los meses siguientes. No más de un año.
Fui aprendiendo mucho en Vértice, entre otras cosas a sortear las posibles censuras. Quizá lo logré, porque nunca me censuraron una nota. Eso sí, casi cada semana pensaba: "Después de ésta sí me corren." Nada. Nunca tuve tanta libertad de escribir como en Vértice. Dos años.
Y me pareció que dos años eran más que suficientes para estar en El Salvador, y comencé a lanzar líneas para volver a México. Para ese entonces mi padre había muerto y era el momento de volver a lo de antes, o a algo nuevo, pero en mis lugares habituales.
Una de mis frustraciones era lo poco que pasaba en materia cultural. Había una reunión mensual sobre algún tema literario en la Fundación María Escalón de Núñez, dos mil poetas que se autopublicaban y se autocongratulaban de lo buenos que eran, muy pocas publicaciones de verdad, algunos recitales malísimos y listo, eso era la literatura. No esperaba que el estado hiciera mucho por los artistas, pero veía una gran pasividad e inercia por parte de Concultura. Unas semanas antes de renunciar a EDH y regresar a México, escribí una nota bajo el título ¿Para qué sirve Concultura?, en la cual trataba de hacer un panorama de la situación cultural --en especial artística-- en el país. Era mi despedida.
Luego de un acercamiento de un director nacional, me mandó a llamar Gustavo Herodier, a la postre presidente de Concultura, y me preguntó: "¿Sos capaz de hacer lo que decís que tenemos que hacer?" No me quedó más que contestar que sí, más por orgullo que por convicción. "Entonces hacelo y dejá de hablar." Me nombró coordinador de letras, algo así como director de literatura, y me dio apoyo para lo que hubiera que hacer.
Organizamos buenas reuniones de escritores, incluida una en el Palacio Nacional, en el Salón Amarillo, donde el último presidente que despachó fue Hernández Martínez. Dimos talleres de técnica literaria, de edición, de periodismo, de lectura. Todo estaba encaminado a un fin: la creación de una Casa del Escritor. Fue el plan desde el principio, e incluía la formación de escritores jóvenes desde un punto de vista menos... uh... espontáneo de lo que había. Y, después de casi ocho años de trabajo, creo que mucho se ha logrado. (Sería tema de una discusión que no entra en este post.)
La idea no era que todo el mundo cayera en La Casa --que trabajó un año y medio sin sede, hasta que nos dieron la casa de Salarrué en Los Planes--, y que todos se sumaran. También esperábamos que hubiera gente que hiciera proyectos alternos, como ha ocurrido; que realizara proyectos que fueran claramente contrarios, como también ha ocurrido; que atacara a La Casa y a su vez planteara alternativas, e igual. Por imitación, por irritación, por lo que fuera, La Casa en sí misma no servía de nada; hacía falta gente con talentos especiales y, entre éstos, con una actitud especial hacia la literatura. Es en lo que hemos trabajado, y los resultados comienzan a estar a la vista. (Más los que faltan.) Sin contar con las otras ramas en las que nos hemos metido: video, danza (Johanna Marroquín tiene un buen grupo de baile folklórico), periodismo, historieta, animación...
A lo largo de los años he ido descubriendo qué me mantiene aquí, y es la gente con la que trabajo. Persistente, fuerte, amable, buena.
Diez años... Son un montón de tiempo para hablar de eso en un post. Pero no se sienten tanto cuando ya pasaron, y no angustia si uno piensa en los que vienen en camino.
Después de unos días de caminar y caminar por los viejos lugares, con un calor y una humedad de los mil diablos --venía del desierto, de entre 1,500 y 2,500 metros de altura--, comencé a hacer llamadas para ver si entraba a trabajar en un periódico. No hubo respuestas. Sería un mes entonces. A las dos semanas fui a El diario hoy con un amiga, a dejar unos cuentos para el suplemento Hablemos, y de paso me pidieron mi currículum; necesitaban a alguien para Vértice y le llegó la noticia a Lafitte Fernández de que un cuate que andaba por allí era periodista, escritor, que venía de México y qué sé yo. Lo llevé al día siguiente, conversé un rato con Lafitte y me dijo que comenzaba a trabajar una semana después.
Era extraño que en otros lados no me hubieran hecho caso y sí en EDH: lo último que recordaba de ese diario era que había lanzado una campaña muy fuerte en contra de mi padre cuando era rector, entre 1970 y 1972, y que se había congratulado no sólo de la toma militar de la UES, sino también del exilio de "Menjívar y sus 14 muchachos" (así los bautizó un reportero que después sería asesinado durante la guerra). Los antecedentes no eran de lo mejor, pero siempre me quedaba la posibilidad de renunciar a la primera señal de censura, represión o lo que ocurriera. Por de pronto lo que había visto era que el país estaba extrañísimo: uno podía hablar de lo que quisiera, donde quisiera y casi con quien quisiera; no había soldados en la calle, excepto acompañados por policías civiles; los guardias nacionales habían desaparecido con su porte de perros malos, y la gente, en fin, era gente. Nada que ver con la imagen que tenía desde fuera del país: un lugar donde la represión estaba siempre latente, si no oculta bajo otros mecanismos, y donde la izquierda tenía limitados los espacios de expresión y manifestación. (Después descubriría matices, por ejemplo que la izquierda se había institucionalizado a grados serios de burocracia, y en esa época la derecha no tenía muy claro qué hacer con el país, excepto explotarlo lo mejor que se pudiera, usando, eso sí, los cauces institucionales, ejem).
Seis meses, un año, y sigo mi camino, pensé. Quizá regresara a México. Mi padre estaba enfermo de cáncer y viajé a Costa Rica en los meses siguientes. No más de un año.
Fui aprendiendo mucho en Vértice, entre otras cosas a sortear las posibles censuras. Quizá lo logré, porque nunca me censuraron una nota. Eso sí, casi cada semana pensaba: "Después de ésta sí me corren." Nada. Nunca tuve tanta libertad de escribir como en Vértice. Dos años.
Y me pareció que dos años eran más que suficientes para estar en El Salvador, y comencé a lanzar líneas para volver a México. Para ese entonces mi padre había muerto y era el momento de volver a lo de antes, o a algo nuevo, pero en mis lugares habituales.
Una de mis frustraciones era lo poco que pasaba en materia cultural. Había una reunión mensual sobre algún tema literario en la Fundación María Escalón de Núñez, dos mil poetas que se autopublicaban y se autocongratulaban de lo buenos que eran, muy pocas publicaciones de verdad, algunos recitales malísimos y listo, eso era la literatura. No esperaba que el estado hiciera mucho por los artistas, pero veía una gran pasividad e inercia por parte de Concultura. Unas semanas antes de renunciar a EDH y regresar a México, escribí una nota bajo el título ¿Para qué sirve Concultura?, en la cual trataba de hacer un panorama de la situación cultural --en especial artística-- en el país. Era mi despedida.
Luego de un acercamiento de un director nacional, me mandó a llamar Gustavo Herodier, a la postre presidente de Concultura, y me preguntó: "¿Sos capaz de hacer lo que decís que tenemos que hacer?" No me quedó más que contestar que sí, más por orgullo que por convicción. "Entonces hacelo y dejá de hablar." Me nombró coordinador de letras, algo así como director de literatura, y me dio apoyo para lo que hubiera que hacer.
Organizamos buenas reuniones de escritores, incluida una en el Palacio Nacional, en el Salón Amarillo, donde el último presidente que despachó fue Hernández Martínez. Dimos talleres de técnica literaria, de edición, de periodismo, de lectura. Todo estaba encaminado a un fin: la creación de una Casa del Escritor. Fue el plan desde el principio, e incluía la formación de escritores jóvenes desde un punto de vista menos... uh... espontáneo de lo que había. Y, después de casi ocho años de trabajo, creo que mucho se ha logrado. (Sería tema de una discusión que no entra en este post.)
La idea no era que todo el mundo cayera en La Casa --que trabajó un año y medio sin sede, hasta que nos dieron la casa de Salarrué en Los Planes--, y que todos se sumaran. También esperábamos que hubiera gente que hiciera proyectos alternos, como ha ocurrido; que realizara proyectos que fueran claramente contrarios, como también ha ocurrido; que atacara a La Casa y a su vez planteara alternativas, e igual. Por imitación, por irritación, por lo que fuera, La Casa en sí misma no servía de nada; hacía falta gente con talentos especiales y, entre éstos, con una actitud especial hacia la literatura. Es en lo que hemos trabajado, y los resultados comienzan a estar a la vista. (Más los que faltan.) Sin contar con las otras ramas en las que nos hemos metido: video, danza (Johanna Marroquín tiene un buen grupo de baile folklórico), periodismo, historieta, animación...
A lo largo de los años he ido descubriendo qué me mantiene aquí, y es la gente con la que trabajo. Persistente, fuerte, amable, buena.
Diez años... Son un montón de tiempo para hablar de eso en un post. Pero no se sienten tanto cuando ya pasaron, y no angustia si uno piensa en los que vienen en camino.
4 comentarios:
Grandioso post, enhorabuena.
hey,--! feliz cumpleaños--!..
-aunque tarde-
mira, bien dicen que la vida del artista nacional,si que te asegura la llegada al cielo..
!!PUROS SUFRIMIENTOS!!
hay te vi que te han puesto en un blog de la diaspora de ese garrobo,alcides el garrobo.
me gusta, pues vos sos un buen escritor..
-PERO NADIE ES PROFETA EN SU TIERRA-
salu..y no comas tanto..
NINO DEL PIERO
diez años y cincuenta para usted. tarde que me entero para felicitarle rafael. ahí le ve a un abrazo calidísimo desde la orilla más helada de guatemala. :)
El taller de estructuras narrativas fue un nuevo comienzo para mì.
Me da gusto formar parte de la Casa.
Abrazos a todos los amigos.
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