El viaje
En los primeros días de marzo de 1980, mi padre anunció que se iba a Nicaragua por tiempo más o menos indefinido. Por lo menos desde enero anterior estaba en elaboración el plan para un Gobierno Democrático Revolucionario (GDR), en el cual participaban no sólo las organizaciones que más tarde conformarían el FMLN, sino también los diplomáticos y políticos del Frente Democrático Revolucionario, como Enrique Álvarez Córdova, Guillermo Ungo, Héctor Oquelí Colindres, Rubén Zamora y otros.
El GDR buscaba juntar a sectores amplios de la sociedad salvadoreña, incluidos pequeños y medianos empresarios, algunos militares, figuras políticas y morales que no estuvieran involucradas en las organizaciones existentes y, de ser posible, contar con el aval de la iglesia católica salvadoreña.
En los días anteriores al viaje, mi padre anduvo especialmente nervioso. Los viajes a Nicaragua eran casi rutinarios (allá estaba la comandancia de las FPL, él era miembro de las FPL, y supongo que debía reportar cosas periódicamente). Pero uno no preguntaba, y él no decía, así que no quedaba más que verlo de reojo y tratar de adivinar qué rayos le pasaría.
La noche anterior al viaje, ya con las maletas hechas, me llamó al patio y me dijo que en realidad iba --venía-- a San Salvador, que Nicaragua era sólo una escala. El objetivo era conversar con el arzobispo Romero acerca del GDR y saber qué papel jugaría la iglesia católica --al menos esa iglesia católica-- cuando triunfara la revolución, algo que muchos veíamos como inevitable y casi inminente.
Desde luego sentí miedo. Mi padre aparecía en todas las listas oficiales y extraoficiales (de los escuadrones de la muerte, pues), era una de las figuras más visibles del FDR (presidente de la Comisión Externa) y para esas fechas ya andaba tratando de obtener el reconocimiento de la guerrilla como fuerza representativa. (La declaración ocurrió en agosto de 1981, por parte de México y Francia.) Creo que en eso apareció mi madre y le dijimos lo obvio: que si venía a El Salvador lo iban a matar. Pero una de las condiciones de Romero era que quería hablar con él, y así las cosas.
A lo más que llegó fue a darme recomendaciones en caso de que lo mataran. Triste.
Las tres semanas siguientes fueron larguísimas. No había modo de saber si todavía estaba en Managua o ya había entrado a El Salvador, a menos que él llamara. No llamó.
Cierta noche me encontraba en mi trabajo, en la sección internacional del diario El día, cuando llegó la noticia de que habían asesinado al arzobispo Romero. Seguro me tocó preparar la información, porque me encargaba de las noticias de Centroamérica, pero, con todo lo espantoso del crimen, yo no podía dejar de pensar: "¿Y mi papá?" Lo menos que esperaba era que de pronto llegara algún cable en el que se dijera que también lo habían asesinado o desaparecido.
Esa noche, ya muy tarde, cayó una llamada: "Lito está bien. Todavía está en Managua."
Un par de días después regresó a México. Venía asustado, enojado, frustrado, un montón de cosas al mismo tiempo. Hablamos y hablanos, pero en realidad yo estaba simplemente contento --veinte años al fin-- de que estuviera de regreso. Creo que, en medio de la tragedia, fue uno de los días más felices de mi vida.
El GDR buscaba juntar a sectores amplios de la sociedad salvadoreña, incluidos pequeños y medianos empresarios, algunos militares, figuras políticas y morales que no estuvieran involucradas en las organizaciones existentes y, de ser posible, contar con el aval de la iglesia católica salvadoreña.
En los días anteriores al viaje, mi padre anduvo especialmente nervioso. Los viajes a Nicaragua eran casi rutinarios (allá estaba la comandancia de las FPL, él era miembro de las FPL, y supongo que debía reportar cosas periódicamente). Pero uno no preguntaba, y él no decía, así que no quedaba más que verlo de reojo y tratar de adivinar qué rayos le pasaría.
La noche anterior al viaje, ya con las maletas hechas, me llamó al patio y me dijo que en realidad iba --venía-- a San Salvador, que Nicaragua era sólo una escala. El objetivo era conversar con el arzobispo Romero acerca del GDR y saber qué papel jugaría la iglesia católica --al menos esa iglesia católica-- cuando triunfara la revolución, algo que muchos veíamos como inevitable y casi inminente.
Desde luego sentí miedo. Mi padre aparecía en todas las listas oficiales y extraoficiales (de los escuadrones de la muerte, pues), era una de las figuras más visibles del FDR (presidente de la Comisión Externa) y para esas fechas ya andaba tratando de obtener el reconocimiento de la guerrilla como fuerza representativa. (La declaración ocurrió en agosto de 1981, por parte de México y Francia.) Creo que en eso apareció mi madre y le dijimos lo obvio: que si venía a El Salvador lo iban a matar. Pero una de las condiciones de Romero era que quería hablar con él, y así las cosas.
A lo más que llegó fue a darme recomendaciones en caso de que lo mataran. Triste.
Las tres semanas siguientes fueron larguísimas. No había modo de saber si todavía estaba en Managua o ya había entrado a El Salvador, a menos que él llamara. No llamó.
Cierta noche me encontraba en mi trabajo, en la sección internacional del diario El día, cuando llegó la noticia de que habían asesinado al arzobispo Romero. Seguro me tocó preparar la información, porque me encargaba de las noticias de Centroamérica, pero, con todo lo espantoso del crimen, yo no podía dejar de pensar: "¿Y mi papá?" Lo menos que esperaba era que de pronto llegara algún cable en el que se dijera que también lo habían asesinado o desaparecido.
Esa noche, ya muy tarde, cayó una llamada: "Lito está bien. Todavía está en Managua."
Un par de días después regresó a México. Venía asustado, enojado, frustrado, un montón de cosas al mismo tiempo. Hablamos y hablanos, pero en realidad yo estaba simplemente contento --veinte años al fin-- de que estuviera de regreso. Creo que, en medio de la tragedia, fue uno de los días más felices de mi vida.
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