Días de La Paz
El 17 de agosto, día de mi cumpleaños, me la pasé volando, excepto el par de horas de escala en el aeropuerto de Lima, y antes de eso las dos horas de espera en Comalapa. En rigor fue un cumpleaños perdido, porque llegué a Bolivia a la una de la mañana; pero en El Salvador eran las 11 de la noche, y mi reloj biológico decía que seguía siendo mi cumpleaños, y además el día anterior hubo una reunión en casa para lo de mi cumpleaños y para despedir a Aniuxa, que se iba --y se fue, y allá está-- a México, a estudiar una maestría en población en FLACSO.
El viaje a Bolivia se empezó a preparar hará unos cuatro meses, a instancias de Érika Bruzonic. La idea era participar en la Feria del Libro de La Paz con varias actividades, que resultaron ser tres: una conferencia sobre literatura y exilio, otra sobre literatura en tiempos autoritarios y un taller de una semana para jóvenes de El Alto, la ciudad "paralela" a La Paz que se ha creado en los últimos años, que crece a pasos más que gigantes y que ya tiene la misma población que la sede de gobierno boliviana. (Recordar que la capital de Bolivia es Sucre, ejem.)
Ya hablé hace unos días acerca del mal de altura, que no fue para tanto; veintitantos años de vivir a alturas considerables no fueron en vano, y el cuerpo tiene su propia memoria y sus preferencias. Con el mal de bajura me la pasé lidiando hasta ayer; nada grave.
La idea era más o menos descansar el lunes, comer cosas ricas --Érika me llevó a comer seviche, o cebiche, y chupe de camarones-- y no mucho más. El "no mucho más" fue amplio, e incluyó una entrevista de radio con María Galindo, una feminista de las que ya casi no se hacen.
El programa, al final, estuvo divertido de un modo un tanto brusco, pero creo que era la idea. Se llama, ni más ni menos, "Machos, varones y maricones" (trolls, abstéganse de comentarios estúpidos, que no los voy a publicar) y, por lo que supe en los días siguientes, es bastante escuchado. (Nótese, de paso, cómo está clareándome la coronilla. Mi padre ya tenía una calvicie mucho más avanzada a los 33 o 34 años, o sea que no voy mal. A cambio, él casi no tenía canas; ésas me llegaron por el lado materno.)
Lo que María buscaba era que hablara acerca de mi análisis de los hombres (de machos, varones y maricones, pues; al parecer no hay de otros) y de cómo lo aplicaba a mis novelas. Y la pregunta se las traía, porque en realidad no tengo un análisis del tipo del que ella me pedía, o sea sociológico, psicológico, político, antropológico y/o vaya a saber. Le dije que desde luego condenaba --y condeno, vaya-- la explotación de la mujer por el hombre, que me parece terrible que los hombres tengan más posibilidades de todo tipo que las muejeres, que ganen más, etcétera, pero que a la larga me parecía que lo que había era gente, de un sexo o de otro, con las variables del caso, y que no me gustaba dividirla de modo tan esquemático. Por si fuera poco, la mayor parte de mis jefes han sido mujeres casi desde que empecé a trabajar, y no podía hablar de primera mano de lo rico que es explotar mujeres, etcétera. (Hasta tuve una jefa que me acosó, y se creó algo tan incómodo que mejor renuncié. No, no voy a hablar de eso. No, no se lo dije a María. Uno tiene su pudor.) Ante la insistencia, recordé aquella frase de Mark Twain que más o menos dice: "No me importa si un hombre es blanco o negro, rojo o amarillo. Me importa que sea humano; peor que eso no puede ser." Eso se puede traspolar a "No me importa si un hombre es hombre o mujer, hetero, homo o bisexual; me importa que sea humano", etcétera. No se rió, y yo ya no sabía qué decir, porque la verdad eso de ser un macho de mierda no se me da muy bien. "Quizá te topaste con el macho equivocado", le dije, y me respondió lo obvio: "Todos los que viene aquí dicen lo mismo." Y, sí, hay de tres:
1. Todos tienen razón.
2. Todos mentimos.
3. Yo era la improbable excepción a la regla.
Insistía en lo de la definición, y en serio que yo lo intentaba, pero me hacía notar que, en vez de hablar de los hombres, empezaba a hablar de las mujeres. Esto es: me preguntaba acerca de La Casa y le respondía que las mujeres han sido mayoría, y que son las primeras que han publicado, etcétera, y los posibles motivos. A lo mejor era solidaridad de género, pero no podía pasarme mucho tiempo hablando de lo malditos que somos los hombres; al principio hablé de cómo funciona el machismo en El Salvador --un estilo bastante talibán y estúpido, si me permiten la observación--, pero allí se me acabó el tema.
En una pausa, Érika entró a la cabina y le dije a María: "Mira, en serio que soy bastante simple, y en serio que te estoy diciendo lo que pienso. Ella me conoce y le consta." Después de ratificar que sí, que así era yo, dijo que a lo mejor María estaba buscando demasiada profundidad en un hombre, que es un organismo bastante básico. En lo cual estuve de acuerdo también: para ser feliz un hombre necesita comida y sexo, le dije, y a veces un poco de fútbol. (La cerveza es opcional.) Pero ni así hubo modo, y volvimos a la grabación.
Casi al final, desesperado, le dije: "Me haces preguntas muy generales. ¿Por qué no me preguntas algo más específico, por ejemplo cuándo le pegué por última vez a mi mujer, y si me gustó?" Había de dos: o terminábamos a golpes o nos hacíamos cuates. Nos despedimos con bastante cordialidad y algunas risas, pero terminé agotado.
Al día siguiente hubo otro par de entrevistas, y de hecho hasta el penúltimo día me la pasé en cabinas y estudios. (Exagero; nada más fueron como cinco o seis, además de otras dos en casa de Érika. Nunca me habían entrevistado tanto en tan poco tiempo. No puedo decir que me queje, porque agradezco el interés, pero tampoco me parece que haya nacido para pasármela pensando en qué voy a decirles a los medios de comunicación. Se lleva demasiada energía.)
Otra de las entrevistas fue con Amalia Pando, en otro programa también bastante escuchado. Otra más en la tele, con Juan Carlos Arana, y otra con Alejandra Párraga, de Radio París, además de otra con Liliana Carrillo, de La razón, y Mabel Franco, del suplemento dominical del mismo diario. Fueron menos difíciles que la de María; hablamos de literatura, un poco de lo que hago y un mucho de René Bascopé Aspiazu, quien quizá haya sido el motivo principal de que yo fuera a Bolivia.
Unos días antes de viajar se publicaron unas notas en La razón y en La prensa de La Paz y me di cuenta de que el énfasis era sobre René, a quien conocí en México en 1980 y con quien trabajamos un par de años juntos, en cosas de periodismo --yo era su jefe en El día, aunque él fuera ocho o nueve años mayor-- y de literatura. Ya he hablado algunas cosas de él en este blog, y fue gracias a eso que entré en contacto, y luego en amistad, con Érika Bruzonic, sin ir más lejos. (Hubo otra nota que se publicó después en la sección de cultura de La razón, aquí, en la que también se pone énfasis en Bascopé. Está recortadísima; ya se sabe que cuando el editor dice, el reportero hace, y búsquenle donde quieran.) Y nuevo susto: ¿qué decir de mi amigo que murió hace veinticuatro años en un accidente de armas, que en muchas cosas fue mi mentor literario, y que ahora se ha convertido en un mito, digamos un equivalente a Roque Dalton en El Salvador? (De eso hablaré después.) Hubo que preparar y re-preparar lo que iba a decir allá. Con gusto, pero con cautela.
También unos días antes, Érika me avisó que se había puesto en contacto con ella Miriam Bascopé Aspiazu, hermana de René, y que la familia quería conocerme. Hizo una cita y, después de algunas complicaciones, nos fuimos el lunes de mi llegada a cenar a su casa, con los cinco hermanos de René. (Uno más, Julio, murió en un accidente unos meses antes de René.)
Fue una cena agradable, hecha con platos tradicionales bolivianos. Contamos anécdotas y me enteré de muchas cosas que no sabía, y ellos de algunas que habían pasado en México. Por desgracia no se me ocurrió tomar fotos sino hasta después, cuando nos fuimos a seguirla a casa de Ángel, el hermano inmediatamente menor de René. (René era el mayor de todos.)
A Ángel lo conocí en México por los días en que René tuvo el accidente que lo mataría un mes después. Allá estudió anestesiología y cuidados intensivos. (Sí, fue el amigo que me dijo que el trabajo de un anestesiólogo no es hacer que la gente se duerma, sino que se despierte, como hice constar hace unos posts.) Con algunos compañeros de El día le enviamos algunas medicinas y bolsas de colostomía, a través de Ángel, y el día en que René murió nos llamó, llegó al periódico y estuvimos platicando y platicando.
Ángel tiene una colección impresionante de discos de jazz, digamos unos mil, de todo y de lo mejor. En la foto, estoy en mi Vaio --que, aunque apenas se nota, es verde-- sacando... uh... copias de respaldo de algunos discos. Entre otros, tenía Encounters, de Coleman Hawkins con Ben Webster, que dejé en México, en acetato. Y platicamos y platicamos hasta las dos de la mañana, de cosas alegres, de cosas tristes, de cosas a secas.
Y luego le seguimos; tengo algunas cosas que hacer
El viaje a Bolivia se empezó a preparar hará unos cuatro meses, a instancias de Érika Bruzonic. La idea era participar en la Feria del Libro de La Paz con varias actividades, que resultaron ser tres: una conferencia sobre literatura y exilio, otra sobre literatura en tiempos autoritarios y un taller de una semana para jóvenes de El Alto, la ciudad "paralela" a La Paz que se ha creado en los últimos años, que crece a pasos más que gigantes y que ya tiene la misma población que la sede de gobierno boliviana. (Recordar que la capital de Bolivia es Sucre, ejem.)
Ya hablé hace unos días acerca del mal de altura, que no fue para tanto; veintitantos años de vivir a alturas considerables no fueron en vano, y el cuerpo tiene su propia memoria y sus preferencias. Con el mal de bajura me la pasé lidiando hasta ayer; nada grave.
La idea era más o menos descansar el lunes, comer cosas ricas --Érika me llevó a comer seviche, o cebiche, y chupe de camarones-- y no mucho más. El "no mucho más" fue amplio, e incluyó una entrevista de radio con María Galindo, una feminista de las que ya casi no se hacen.
El programa, al final, estuvo divertido de un modo un tanto brusco, pero creo que era la idea. Se llama, ni más ni menos, "Machos, varones y maricones" (trolls, abstéganse de comentarios estúpidos, que no los voy a publicar) y, por lo que supe en los días siguientes, es bastante escuchado. (Nótese, de paso, cómo está clareándome la coronilla. Mi padre ya tenía una calvicie mucho más avanzada a los 33 o 34 años, o sea que no voy mal. A cambio, él casi no tenía canas; ésas me llegaron por el lado materno.)
Lo que María buscaba era que hablara acerca de mi análisis de los hombres (de machos, varones y maricones, pues; al parecer no hay de otros) y de cómo lo aplicaba a mis novelas. Y la pregunta se las traía, porque en realidad no tengo un análisis del tipo del que ella me pedía, o sea sociológico, psicológico, político, antropológico y/o vaya a saber. Le dije que desde luego condenaba --y condeno, vaya-- la explotación de la mujer por el hombre, que me parece terrible que los hombres tengan más posibilidades de todo tipo que las muejeres, que ganen más, etcétera, pero que a la larga me parecía que lo que había era gente, de un sexo o de otro, con las variables del caso, y que no me gustaba dividirla de modo tan esquemático. Por si fuera poco, la mayor parte de mis jefes han sido mujeres casi desde que empecé a trabajar, y no podía hablar de primera mano de lo rico que es explotar mujeres, etcétera. (Hasta tuve una jefa que me acosó, y se creó algo tan incómodo que mejor renuncié. No, no voy a hablar de eso. No, no se lo dije a María. Uno tiene su pudor.) Ante la insistencia, recordé aquella frase de Mark Twain que más o menos dice: "No me importa si un hombre es blanco o negro, rojo o amarillo. Me importa que sea humano; peor que eso no puede ser." Eso se puede traspolar a "No me importa si un hombre es hombre o mujer, hetero, homo o bisexual; me importa que sea humano", etcétera. No se rió, y yo ya no sabía qué decir, porque la verdad eso de ser un macho de mierda no se me da muy bien. "Quizá te topaste con el macho equivocado", le dije, y me respondió lo obvio: "Todos los que viene aquí dicen lo mismo." Y, sí, hay de tres:
1. Todos tienen razón.
2. Todos mentimos.
3. Yo era la improbable excepción a la regla.
Insistía en lo de la definición, y en serio que yo lo intentaba, pero me hacía notar que, en vez de hablar de los hombres, empezaba a hablar de las mujeres. Esto es: me preguntaba acerca de La Casa y le respondía que las mujeres han sido mayoría, y que son las primeras que han publicado, etcétera, y los posibles motivos. A lo mejor era solidaridad de género, pero no podía pasarme mucho tiempo hablando de lo malditos que somos los hombres; al principio hablé de cómo funciona el machismo en El Salvador --un estilo bastante talibán y estúpido, si me permiten la observación--, pero allí se me acabó el tema.
En una pausa, Érika entró a la cabina y le dije a María: "Mira, en serio que soy bastante simple, y en serio que te estoy diciendo lo que pienso. Ella me conoce y le consta." Después de ratificar que sí, que así era yo, dijo que a lo mejor María estaba buscando demasiada profundidad en un hombre, que es un organismo bastante básico. En lo cual estuve de acuerdo también: para ser feliz un hombre necesita comida y sexo, le dije, y a veces un poco de fútbol. (La cerveza es opcional.) Pero ni así hubo modo, y volvimos a la grabación.
Casi al final, desesperado, le dije: "Me haces preguntas muy generales. ¿Por qué no me preguntas algo más específico, por ejemplo cuándo le pegué por última vez a mi mujer, y si me gustó?" Había de dos: o terminábamos a golpes o nos hacíamos cuates. Nos despedimos con bastante cordialidad y algunas risas, pero terminé agotado.
Al día siguiente hubo otro par de entrevistas, y de hecho hasta el penúltimo día me la pasé en cabinas y estudios. (Exagero; nada más fueron como cinco o seis, además de otras dos en casa de Érika. Nunca me habían entrevistado tanto en tan poco tiempo. No puedo decir que me queje, porque agradezco el interés, pero tampoco me parece que haya nacido para pasármela pensando en qué voy a decirles a los medios de comunicación. Se lleva demasiada energía.)
Otra de las entrevistas fue con Amalia Pando, en otro programa también bastante escuchado. Otra más en la tele, con Juan Carlos Arana, y otra con Alejandra Párraga, de Radio París, además de otra con Liliana Carrillo, de La razón, y Mabel Franco, del suplemento dominical del mismo diario. Fueron menos difíciles que la de María; hablamos de literatura, un poco de lo que hago y un mucho de René Bascopé Aspiazu, quien quizá haya sido el motivo principal de que yo fuera a Bolivia.
Unos días antes de viajar se publicaron unas notas en La razón y en La prensa de La Paz y me di cuenta de que el énfasis era sobre René, a quien conocí en México en 1980 y con quien trabajamos un par de años juntos, en cosas de periodismo --yo era su jefe en El día, aunque él fuera ocho o nueve años mayor-- y de literatura. Ya he hablado algunas cosas de él en este blog, y fue gracias a eso que entré en contacto, y luego en amistad, con Érika Bruzonic, sin ir más lejos. (Hubo otra nota que se publicó después en la sección de cultura de La razón, aquí, en la que también se pone énfasis en Bascopé. Está recortadísima; ya se sabe que cuando el editor dice, el reportero hace, y búsquenle donde quieran.) Y nuevo susto: ¿qué decir de mi amigo que murió hace veinticuatro años en un accidente de armas, que en muchas cosas fue mi mentor literario, y que ahora se ha convertido en un mito, digamos un equivalente a Roque Dalton en El Salvador? (De eso hablaré después.) Hubo que preparar y re-preparar lo que iba a decir allá. Con gusto, pero con cautela.
También unos días antes, Érika me avisó que se había puesto en contacto con ella Miriam Bascopé Aspiazu, hermana de René, y que la familia quería conocerme. Hizo una cita y, después de algunas complicaciones, nos fuimos el lunes de mi llegada a cenar a su casa, con los cinco hermanos de René. (Uno más, Julio, murió en un accidente unos meses antes de René.)
Fue una cena agradable, hecha con platos tradicionales bolivianos. Contamos anécdotas y me enteré de muchas cosas que no sabía, y ellos de algunas que habían pasado en México. Por desgracia no se me ocurrió tomar fotos sino hasta después, cuando nos fuimos a seguirla a casa de Ángel, el hermano inmediatamente menor de René. (René era el mayor de todos.)
A Ángel lo conocí en México por los días en que René tuvo el accidente que lo mataría un mes después. Allá estudió anestesiología y cuidados intensivos. (Sí, fue el amigo que me dijo que el trabajo de un anestesiólogo no es hacer que la gente se duerma, sino que se despierte, como hice constar hace unos posts.) Con algunos compañeros de El día le enviamos algunas medicinas y bolsas de colostomía, a través de Ángel, y el día en que René murió nos llamó, llegó al periódico y estuvimos platicando y platicando.
Ángel tiene una colección impresionante de discos de jazz, digamos unos mil, de todo y de lo mejor. En la foto, estoy en mi Vaio --que, aunque apenas se nota, es verde-- sacando... uh... copias de respaldo de algunos discos. Entre otros, tenía Encounters, de Coleman Hawkins con Ben Webster, que dejé en México, en acetato. Y platicamos y platicamos hasta las dos de la mañana, de cosas alegres, de cosas tristes, de cosas a secas.
Y luego le seguimos; tengo algunas cosas que hacer
4 comentarios:
Feliz cumpleaños voladooooor!
Me alegra que hayas encontrado a alguien a quien le guste el Jazz tanto como a vos.
saludos
Cuentele a Aldebaran lo del Club Dumas del jazz y como, segun regla impuesta por usted, no se puede ser miembro si no se tienen al menos 500 discos de jazz del bueno. Yo le contare como es que, segun regla mia, no se puede salir del club a menos que se tengan 3000 cedes, vinilos y cintas no se vale, de jazz... je!
¿Club Dumas del Jazz? ¿500 discos? Eso es para apasionados, definitivamente.
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