El vaso roto
No sé si para 1964 o 1965 existiera ya el bolero "La copa rota"; sé que por esa época se me ocurrió la idea de saber qué se sentía morder un vaso de vidrio, averiguar si tenía sabor.
Lo intenté primero con los vasos de casa, pero eran demasiado gruesos, así que aproveché una ocasión en casa de la abuela Mina, y allí estaban: eran de vidrio muy delgado, los que usaba para tomar jugo de naranja por las mañanas. Había pequeños y grandes, y calculé que los grandes serían más fáciles de morder.
Así que me escapé unos minutos a la férrea vigilancia de mi nana, doña Dominga Morales (de muy grata memoria), me subí a una silla, agarré uno de los vasos, me bajé de la silla y le di una mordida en un borde. El vaso simplemente se desbarató y, sí, me quedaron fragmentos de todos tamaños en la boca. No sabían a nada.
Tendría yo cinco años, pero sabía cosas. Para ese entonces ya había oído de gente que se había suicidado comiendo vidrio molido, y que la muerte era terrible y dolorosa. Y yo no me quería morir, así que con cuidado fui sacando los pedazos de vidrio de la boca y tirándolos donde estaba el resto del vaso roto, en el piso. Y en ese momento apareció doña Minga.
--¿Qué hizo ahora? --me preguntó.
--Mordí un vaso.
--¡Santo Cristo crucificado! --debió haber dicho, o "¡El gran poder de Dios!" o algo así.
Me agarró, me abrió la boca y se puso a ver qué había allí. No debió haber mucho más que saliva y lengua, porque ya había sacado todo o casi todo el vidrio, pero armó un escándalo tal que pronto la cocina estaba llena de mujeres tratando de sacarme hasta el último güishte, al tiempo que me regañaban y me decían que estuviera tranquilo y me sacudían de un lado para el otro y trataban de ver al mismo tiempo dentro de una boca necesariamente demasiado pequeña. Y todas tratando de meter dedos para revisar que no quedara un solo vidrio.
Yo trataba de decirles que todo estaba bien, que no me había tragado nada, que me dejaran que me fuera a jugar, pero no hubo modo. Al final debieron llegar a la conclusión de que, si no estaba tirado en el piso convulsionando, con el estómago perforado y vomitando sangre, la cosa no había sido grave, y me soltaron, diciéndome que no volviera a hacer eso. Por supuesto que no pensaba hacerlo; yo era curioso, pero no estúpido.
Tengo la impresión de que no me herí, o el desmadre hubiera sido mayor. Pero cada vez que oigo "La copa rota", de preferencia en la versión de José Feliciano, se me sale una sonrisa y recuerdo que los vasos de vidrio, señores, no tienen sabor.
Lo intenté primero con los vasos de casa, pero eran demasiado gruesos, así que aproveché una ocasión en casa de la abuela Mina, y allí estaban: eran de vidrio muy delgado, los que usaba para tomar jugo de naranja por las mañanas. Había pequeños y grandes, y calculé que los grandes serían más fáciles de morder.
Así que me escapé unos minutos a la férrea vigilancia de mi nana, doña Dominga Morales (de muy grata memoria), me subí a una silla, agarré uno de los vasos, me bajé de la silla y le di una mordida en un borde. El vaso simplemente se desbarató y, sí, me quedaron fragmentos de todos tamaños en la boca. No sabían a nada.
Tendría yo cinco años, pero sabía cosas. Para ese entonces ya había oído de gente que se había suicidado comiendo vidrio molido, y que la muerte era terrible y dolorosa. Y yo no me quería morir, así que con cuidado fui sacando los pedazos de vidrio de la boca y tirándolos donde estaba el resto del vaso roto, en el piso. Y en ese momento apareció doña Minga.
--¿Qué hizo ahora? --me preguntó.
--Mordí un vaso.
--¡Santo Cristo crucificado! --debió haber dicho, o "¡El gran poder de Dios!" o algo así.
Me agarró, me abrió la boca y se puso a ver qué había allí. No debió haber mucho más que saliva y lengua, porque ya había sacado todo o casi todo el vidrio, pero armó un escándalo tal que pronto la cocina estaba llena de mujeres tratando de sacarme hasta el último güishte, al tiempo que me regañaban y me decían que estuviera tranquilo y me sacudían de un lado para el otro y trataban de ver al mismo tiempo dentro de una boca necesariamente demasiado pequeña. Y todas tratando de meter dedos para revisar que no quedara un solo vidrio.
Yo trataba de decirles que todo estaba bien, que no me había tragado nada, que me dejaran que me fuera a jugar, pero no hubo modo. Al final debieron llegar a la conclusión de que, si no estaba tirado en el piso convulsionando, con el estómago perforado y vomitando sangre, la cosa no había sido grave, y me soltaron, diciéndome que no volviera a hacer eso. Por supuesto que no pensaba hacerlo; yo era curioso, pero no estúpido.
Tengo la impresión de que no me herí, o el desmadre hubiera sido mayor. Pero cada vez que oigo "La copa rota", de preferencia en la versión de José Feliciano, se me sale una sonrisa y recuerdo que los vasos de vidrio, señores, no tienen sabor.
9 comentarios:
Excelente anécdota! Gracias por compartir - te invito a visitar El Chapín Escéptico (www.elchapinesceptico.info)
Saludos!
Qué canción más loca. No la conocía, la escuché, es genial. Gracias.
Emmanuel Pocasangre
Creo que es mejor que comer tierra cuedo eres pequeño.
El jabón de afeitar de mi padre tenía un sabor interesante, especialmente en forma de espuma. Lo que no me gustó fue la loción.
Niños traviesos! prefiero recoradar "la maña" -como decía mi mami- de comer mentitas a cada rato. Sí, sólo me la pasaba comprando las mentitas marca gallito y las de sabores ummmm "para qué les cuento" como decía Heriberto Montano.
Las mentas Gallito fueron mi vicio entre los 13 y los 16 años. Para los cinco, nomás andaba viendo a qué sabían ciertas cosas. El carbón, por ejemplo, tenía una textura bien agradable, pero el sabor era espantoso; la manteca era detestable, y había hojas de árboles que quemaban la boca. Al shampoo nunca le hallé el chiste.
Depende qué marca de shampoo... el Vanart no era tan malo, sobre todo con guarnición de brillantina Vetiver.
Yo más bien me decanté por la entomogastronomía, pero otro día te cuento
Fíjate que en 23 años de ver insectos con patas y pseudópodos y esas cosas, crudos, a la plancha o en botellas de mezcal, en polvito con chile y en diversas presentaciones, no se me antojó probarlos ni borracho. (Contribuyó que sea abstemio.) De niño partía minuciosamente lombrices para ver si era cierto que de una salían dos. La mayor parte de veces sí.
Eres todo un científico. Me recuerdas este fragmento que había sacado de Cristóbal Nonato para estudiarlo con los niños cuando era profesor de secundaria:
Yo no sé si lo que inventaban mis papás en el sótano de su casa de Tlalpan (donde yo nací) era útil o no. En todo caso, las invenciones de mis padres Diego e Isabela no le hacían daño a nadie, sino, como resultó ser, a ellos mismos. (…)
Movidos por este afán científico y humanitario que tanto les alejaba de la familia de mi madre, Isabela y Diego procedieron a inventar una ratonera para los pobres en la cual, en vez de un pedacito de queso auténtico, era preciso poner solamente la fotografía de un pedacito de queso. Esta fotografía era parte integral del invento, que se vendería (o distribuiría) con su foto a colores de un maravilloso pedazo de queso Roquefort ensartado verticalmente en la ratonera. Excitados, empezaron, como siempre, por hacer la prueba en casa. Dejaron la ratonera en el sótano una noche y regresaron, ávidamente, de mañana, a ver los resultados.
La trampa había funcionado. La foto del queso había desaparecido. Pero en su lugar, encontraron la foto de un ratón.
No supieron si considerar este resultado un éxito o un fracaso.
(Carlos Fuentes)
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