Los inicios. 3
Y la gente seguía llegando. No en masa, ni mucho menos, sino de a uno por uno. A algunos los refería una tercera persona. A otros les había gustado algún promocional de los que pasaban en Canal 10. Otros habían visto alguna entrevista conmigo en el programa Universo crítico, de Geovani Galeas, o en el periódico. A otros alguien les había dicho que le habían dicho.
Algunos de los que llegaban, no pocos, estaban allí porque los habían rechazado en otros talleres; les habían dicho que su poesía era mala y que se dedicaran a otra cosa. En general, bastaba echar un ojo para enterarse de que en esa “poesía mala” había cosas interesantes y originales, que alguien no había logrado detectar; el arte, cuando es novedoso, no es reconocible como tal, y eso no es excepción en el pequeño mundo de los talleres literarios. Si se le suma un imbécil que cree que lo sabe todo acerca de literatura, el resultado es gente desconcertada, si no herida.
Lo interesante es que, con todo lo disímiles que eran los compañeros en todo sentido --oficio, origen de clase, intereses, usted diga--, se fue creando un bonito lazo de amistad entre todos y cada uno. No es que se armara un grupo, sino una comunidad de gente que quería platicar de literatura, y sobre todo escribir. Cuando uno encuentra algo así, lo que menos interesa es buscar problemas, y se dedica a disfrutarlo.
Para enero de 2005 ocurrió una maravilla: me dieron como asistente a Johanna Marroquín. Hasta entonces me había tocado armar el relajo casi solo, con el apoyo de mi hijo Eduardo en cosas de música. Pero para entonces ya estaba a punto de regresarse a México.
La verdad es que no necesitaba una asistente para pequeñas cosas administrativas, aunque no estuviera de más. Lo que quería era que ella se encargara de sus propios proyectos, tomando en cuenta otra de las directrices que me habían dado: insertar La Casa en la comunidad de Los Planes y Panchimalco.
Johanna llevaba unos veinte años bailando danza folklórica, los últimos diez en el Ballet Folklórico Nacional. Yo la conocía desde hacía algún tiempo, y sabía que era justo lo que necesitaba, o más bien lo que La Casa necesitaba. Hablamos, pedí su cambio y me lo concedieron. La idea era utilizar la danza --de la cual hay larga tradición en la zona-- para abrirnos a la comunidad.
Lo primero fue armar un taller con chavos del vecindario, unos ocho o diez. Pedimos a la Casa del Mirador que nos prestaran espacio para ensayar, y nos dijeron que no; ellos tenían su propio ballet. (No veía cómo podían ser excluyentes, pero así las cosas.) Nos ayudó la escuela Goldtree Liebes dándonos un espacio y prestándonos algún vestuario. Johanna aprovechó para reclutar a varios jóvenes más.
Para cuando se desintegró el ballet que había en El Mirador, no mucho después, Johanna ya le había puesto nombre al grupo resultante del taller (“Raíces”) y empezaba a hacer algunas presentaciones cortas. Gracias a que El Mirador nos dio espacio para ensayar, cuando el otro ballet se disolvió, los chavos pudieron avanzar con más rapidez, y en un año se presentaban todos los domingos en el propio Mirador, convirtiéndose en una de las atracciones de Los Planes.
Mientras, Johanna hizo buenas migas con Los Historiantes de Panchimalco. Tan buenas que la invitaron a bailar con ellos: la primera mujer en cuatrocientos años, o vaya a saber cuántos, que no hacía roles femeninos.
Al mismo tiempo --lo de los posts anteriores y esto ocurría todo al mismo tiempo; era un desmadre--, varias organizaciones comunales nos pidieron espacio para armar reunionces: microempresarios, gente que trabaja en cosas de turismo, la alcaldía --de ARENA la anterior, del FMLN la actual--, etcétera. Gracias a la alcaldía de Panchimalco pudimos mantener controlada la pequeña selva que hay detrás de La Casa; cada cierto tiempo llegaban a podar árboles y matorrales. Hubo más, bastante más, pero con esto basta por ahora.
Fue en 2005 también, si no me equivoco, que Salvador Canjura propuso que armáramos un taller de guiones. Yo me gané la vida durante quince años haciéndolos, así que le dije que sí. Armamos un pequeño grupo de seis personas con compañeros que ya trabajaban en La Casa y lo organizamos.
Lo que resultaba obvio era que, una vez terminado el guión, allí se acabaría el proceso: ¿quién lo filmaría después? Así que la condición fundamental del taller era que los guiones los filmaríamos nosotros mismos, con nosotros mismos como actores y con los recursos que tuviéramos. La idea era seguir todo el proceso que sigue un guión, desde su concepción hasta que se exhibe (no sabíamos si se iban a exhibir en alguna parte, pero al menos teníamos nuestros aparatos de DVD o computadoras).
Y allí estuvimos durante meses y meses, con camaritas de ésas que sirven para filmar bodas y bautizos, dándoles forma a los guiones. Rebeca Torres, la segunda más joven del equipo (el más joven era Nelson Ochoa, de 17 años cuando comenzó el taller) fue la directora de casi todos los videos: come cine, bebe cine, sueña cine y sabe mucho de cine. Salvador Canjura hizo varias actuaciones notables, al igual que Carlos Guardado, y ambos unos guiones de lo mejor; yo hice todo lo posible para no aparecer en pantalla. Mi trabajo era componer o adecuar la música y editar los videos.
Empezamos con videos “negros”. Quién sabe por qué nos agarró con lo policial. Después tratamos de pasar a mediometrajes, de por lo menos media hora cada uno, y no nos dio el pellejo ni la tecnología. Necesitábamos luces, sonido, mejores cámaras, mejores computadoras para la edición... Al menos lo intentamos, y hubo amigos que nos apoyaron con actuaciones que allí están, encerradas en cassettes.
Pero no nos rendimos tan fácilmente. Después nos pusimos a filmar una serie titulada “Historias ligeramente estúpidas”, que imitaban el cine mudo. Por lo menos la mitad está editada, hay varias que no llegaron a transferirse a la computadora y hay un par a media edición. Para mientras ya habían pasado casi tres años, y creo que se cumplió el ciclo; después de todo se trataba de un taller de guiones. En el proceso nos ganamos el II Certamen Nacional de Video, en la rama de ficción.
Hubo más talleres. Uno de periodismo, del cual no diré los nombres de los participantes, nomás para molestar a las malas lenguas; uno de novela para dos muchachas de quince años de edad (me llamó la atención su juventud y su talento, y la pregunta era: ¿aguantarán?; la respuesta fue que no; estaban muy pollitas aún); uno de apreciación poética... Qué sé yo.
Lo que sí sé es que me la pasé muy bien trabajando con gente interesante y buena, haciendo cosas igualmente interesantes. ¿Qué más se puede pedir?
Y eso que eran sólo los inicios...
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También está lo de la recopilación de voces de escritores, el taller en Guatemala... Quién sabe cuántas cosas se me olviden. (No, el taller en Guatemala no se me olvida. Hubo muchísimas cosas muy buenas allí, y buenos amigos de los que son para siempre.)
Algunos de los que llegaban, no pocos, estaban allí porque los habían rechazado en otros talleres; les habían dicho que su poesía era mala y que se dedicaran a otra cosa. En general, bastaba echar un ojo para enterarse de que en esa “poesía mala” había cosas interesantes y originales, que alguien no había logrado detectar; el arte, cuando es novedoso, no es reconocible como tal, y eso no es excepción en el pequeño mundo de los talleres literarios. Si se le suma un imbécil que cree que lo sabe todo acerca de literatura, el resultado es gente desconcertada, si no herida.
Lo interesante es que, con todo lo disímiles que eran los compañeros en todo sentido --oficio, origen de clase, intereses, usted diga--, se fue creando un bonito lazo de amistad entre todos y cada uno. No es que se armara un grupo, sino una comunidad de gente que quería platicar de literatura, y sobre todo escribir. Cuando uno encuentra algo así, lo que menos interesa es buscar problemas, y se dedica a disfrutarlo.
Para enero de 2005 ocurrió una maravilla: me dieron como asistente a Johanna Marroquín. Hasta entonces me había tocado armar el relajo casi solo, con el apoyo de mi hijo Eduardo en cosas de música. Pero para entonces ya estaba a punto de regresarse a México.
La verdad es que no necesitaba una asistente para pequeñas cosas administrativas, aunque no estuviera de más. Lo que quería era que ella se encargara de sus propios proyectos, tomando en cuenta otra de las directrices que me habían dado: insertar La Casa en la comunidad de Los Planes y Panchimalco.
Johanna llevaba unos veinte años bailando danza folklórica, los últimos diez en el Ballet Folklórico Nacional. Yo la conocía desde hacía algún tiempo, y sabía que era justo lo que necesitaba, o más bien lo que La Casa necesitaba. Hablamos, pedí su cambio y me lo concedieron. La idea era utilizar la danza --de la cual hay larga tradición en la zona-- para abrirnos a la comunidad.
Lo primero fue armar un taller con chavos del vecindario, unos ocho o diez. Pedimos a la Casa del Mirador que nos prestaran espacio para ensayar, y nos dijeron que no; ellos tenían su propio ballet. (No veía cómo podían ser excluyentes, pero así las cosas.) Nos ayudó la escuela Goldtree Liebes dándonos un espacio y prestándonos algún vestuario. Johanna aprovechó para reclutar a varios jóvenes más.
Para cuando se desintegró el ballet que había en El Mirador, no mucho después, Johanna ya le había puesto nombre al grupo resultante del taller (“Raíces”) y empezaba a hacer algunas presentaciones cortas. Gracias a que El Mirador nos dio espacio para ensayar, cuando el otro ballet se disolvió, los chavos pudieron avanzar con más rapidez, y en un año se presentaban todos los domingos en el propio Mirador, convirtiéndose en una de las atracciones de Los Planes.
Mientras, Johanna hizo buenas migas con Los Historiantes de Panchimalco. Tan buenas que la invitaron a bailar con ellos: la primera mujer en cuatrocientos años, o vaya a saber cuántos, que no hacía roles femeninos.
Al mismo tiempo --lo de los posts anteriores y esto ocurría todo al mismo tiempo; era un desmadre--, varias organizaciones comunales nos pidieron espacio para armar reunionces: microempresarios, gente que trabaja en cosas de turismo, la alcaldía --de ARENA la anterior, del FMLN la actual--, etcétera. Gracias a la alcaldía de Panchimalco pudimos mantener controlada la pequeña selva que hay detrás de La Casa; cada cierto tiempo llegaban a podar árboles y matorrales. Hubo más, bastante más, pero con esto basta por ahora.
Fue en 2005 también, si no me equivoco, que Salvador Canjura propuso que armáramos un taller de guiones. Yo me gané la vida durante quince años haciéndolos, así que le dije que sí. Armamos un pequeño grupo de seis personas con compañeros que ya trabajaban en La Casa y lo organizamos.
Lo que resultaba obvio era que, una vez terminado el guión, allí se acabaría el proceso: ¿quién lo filmaría después? Así que la condición fundamental del taller era que los guiones los filmaríamos nosotros mismos, con nosotros mismos como actores y con los recursos que tuviéramos. La idea era seguir todo el proceso que sigue un guión, desde su concepción hasta que se exhibe (no sabíamos si se iban a exhibir en alguna parte, pero al menos teníamos nuestros aparatos de DVD o computadoras).
Y allí estuvimos durante meses y meses, con camaritas de ésas que sirven para filmar bodas y bautizos, dándoles forma a los guiones. Rebeca Torres, la segunda más joven del equipo (el más joven era Nelson Ochoa, de 17 años cuando comenzó el taller) fue la directora de casi todos los videos: come cine, bebe cine, sueña cine y sabe mucho de cine. Salvador Canjura hizo varias actuaciones notables, al igual que Carlos Guardado, y ambos unos guiones de lo mejor; yo hice todo lo posible para no aparecer en pantalla. Mi trabajo era componer o adecuar la música y editar los videos.
Empezamos con videos “negros”. Quién sabe por qué nos agarró con lo policial. Después tratamos de pasar a mediometrajes, de por lo menos media hora cada uno, y no nos dio el pellejo ni la tecnología. Necesitábamos luces, sonido, mejores cámaras, mejores computadoras para la edición... Al menos lo intentamos, y hubo amigos que nos apoyaron con actuaciones que allí están, encerradas en cassettes.
Pero no nos rendimos tan fácilmente. Después nos pusimos a filmar una serie titulada “Historias ligeramente estúpidas”, que imitaban el cine mudo. Por lo menos la mitad está editada, hay varias que no llegaron a transferirse a la computadora y hay un par a media edición. Para mientras ya habían pasado casi tres años, y creo que se cumplió el ciclo; después de todo se trataba de un taller de guiones. En el proceso nos ganamos el II Certamen Nacional de Video, en la rama de ficción.
Hubo más talleres. Uno de periodismo, del cual no diré los nombres de los participantes, nomás para molestar a las malas lenguas; uno de novela para dos muchachas de quince años de edad (me llamó la atención su juventud y su talento, y la pregunta era: ¿aguantarán?; la respuesta fue que no; estaban muy pollitas aún); uno de apreciación poética... Qué sé yo.
Lo que sí sé es que me la pasé muy bien trabajando con gente interesante y buena, haciendo cosas igualmente interesantes. ¿Qué más se puede pedir?
Y eso que eran sólo los inicios...
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También está lo de la recopilación de voces de escritores, el taller en Guatemala... Quién sabe cuántas cosas se me olviden. (No, el taller en Guatemala no se me olvida. Hubo muchísimas cosas muy buenas allí, y buenos amigos de los que son para siempre.)
2 comentarios:
Me da gusto haber sido parte de esos inicios, y poder ver el crecimiento literario de muy buenos amigos.
La Casa es una de las mejores cosas de que me ha pasado en los ùltimos años.
Abrazos y un dia de estos te enviò algo que he estado trabajando.
:) Lindos recuerdos Rafa...
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