Los inicios
Por estas fechas, y desde el 8 de junio de 2002, estábamos comenzando los primeros talleres a nombre de La Casa del Escritor, que aún no existía físicamente y pasaría más de un año para que terminara en la casa de Salarrué, un poco en contra de mi voluntad.
Antes de dar inicio a los talleres, me pasé cerca de tres semanas en la Universidad del Norte de Arizona dando clases, pequeños talleres y pláticas, sin cobrar un centavo, con un objetivo: que después la NAU me enviara como contraparte a la Dra. Karen Schairer para que trabajara conmigo en cosas de La Casa. (Hubo un proyecto, ya terminado, que le llevó cuatro veranos, con el apoyo de la universidad y de Fullbright.) Y antes de eso, desde noviembre de 2001, realizamos varias reuniones de escritores que estuvieron mucho más cocurridas de lo que esperaba, que culminaron con unas que organizamos junto con Tatiana de la Ossa en el Palacio Nacional, ni más ni menos que en Salón Amarillo. Yo convoqué a escritores y ella a teatreros; fue un fin de semana bastante ajetreado.
De esas reuniones de escritores y gente interesada en la literatura surgieron temas para algunos de los talleres que impartimos. El primero fue de métrica y rima, con Roberto Laínez; el segundo, paralelo pero en diferentes días, de edición de revistas, impartido por mí. Este último tuvo su gracia especial: había una primera parte en la que hablaba yo y una segunda en la que había gente invitada para dar otros puntos de vista acerca de la edición. Tuvimos a Cristian Villalta, Carmen Molina Tamacas, Lafitte Fernández, Hugo Ortiz (un amigo mexicano, diseñador gráfico excelente, que se encontraba en el país) y otros. Luego Carmen impartió uno de géneros periodísticos, yo uno de estructuras narrativas (fue el más concurrido: 37 personas), Thierry Davo uno de lectura de Pedro Páramo, que quizá fue de los mejores; Ricardo Roque Baldovinos uno de lectura de Borges y algunos más que se me olvidan, y así hasta casi terminar el año. Los locales para los talleres fueron la Casa de la Cultura del Centro, la Casa Claudia Lars de la Universidad Tecnológica y un salón de clases inmenso de la Universidad Pedagógica, cuando se encontraba atrás de la Catedral.
Me tocó ir a casi todas las sesiones de casi todos los talleres. Y no para ver cómo se desempeñaban los instructores, que la hacían muy bien, sino para medir a los talleristas. Los objetivos de los talleres eran varios: en primer lugar, los talleres mismos y sus temas; en segundo, la búsqueda de talentos para realizar un taller de creación literaria; en tercero, ver el nivel general de conocimiento con el que estaba enfrentándome y, por último, la posibilidad de armar, aunque fuera por un solo año, una escuela de escritores.
Pero no una escuela en la que a alguien se le enseñe a ser poeta o cuentista; eso es imposible. La idea era --y sigue siendo, pero nunca hubo el presupuesto necesario-- dar a los escritores algunas herramientas para que pudieran ganarse la vida, o un dinero extra, trabajando en cosas cercanas a la literatura: guiones, traducción, edición, etcétera.
Casi finalizando el ciclo de talleres, en septiembre de 2002, escogí a siete personas para iniciar un taller encaminado a que trabajaran su obra. Buscaba talento, desde luego, pero sobre todo una actitud especial. Esta actitud incluía que estuvieran dispuestos a pasarse un buen rato trabajando sus textos antes de darlos por buenos y publicables. También significaba el respeto al trabajo de los demás; las apuestas eran totalmente divergentes, pero nunca excluyentes. A la larga redundó en que nadie puede decir que dos compañeros de La Casa escriban igual, ni siquiera parecido. En ese entonces era apenas una posibilidad, y de los siete quedaron cuatro, a la que se sumó otra en noviembre. Los sobrevivientes, curiosamente, eran mujeres., y durante mucho tiempo las mujeres fueron mayoría. Nunca he sabido por qué.
Antes de que se inaugurara La Casa, ya había ocho personas en el taller y además se daban clases de guitarra, impartidas por mi hijo, y después comenzaríamos las de defensa personal para mujeres. Después de inaugurada La Casa, hubo que dividir el taller en dos: uno para prosa y otro para poesía. También se hicieron varias reuniones de escritores, pero resultaba complicadísimo: apenas un año y pico después tendría asistente, y cada evento se llevaba una cantidad terrible de energía y trabajo. No me daba el pellejo. Además de los talleres, tenía que revisar textos y recibir a personas con necesidades especiales (por ejemplo, trabajaban en fin de semana o en horarios extrañísimos).
Eso sí, todos los domingos tenía insomnios. Pasaba horas y horas recordando lo que había hablado con cada uno en el taller --el arte se transmite de persona a persona, no a un grupo por medios estandarizados-- y me preguntaba: "¿Y si la regué con fulano y le dije algo que no era?" "¿Y si se me pasó la mano con fulana?"
Porque lo más grave del asunto es que estaba trabajando con los sueños y los sentimientos de un montón de personas, y un error significaba mucho más que un mal poema o cuento. Significaba arruinar un poco de alguien, pero también veía lo macro: si el objetivo era formar gente como escritores, el error se prolongaría en el tiempo y podía estar dañando a un escritor que quizá debía ser influyente veinte años más tarde. Horrible, y pasó durante años.
Ahora sé que hice lo que pude, y que a un buen escritor no hay quien lo arruine. He tenido la suerte de trabajar con buenos escritores, a los que sólo les hacía falta, quizá, un par de tips técnicos para encontrar su camino, o al menos para intuirlo.
No cambiaría esos años por nada.
Antes de dar inicio a los talleres, me pasé cerca de tres semanas en la Universidad del Norte de Arizona dando clases, pequeños talleres y pláticas, sin cobrar un centavo, con un objetivo: que después la NAU me enviara como contraparte a la Dra. Karen Schairer para que trabajara conmigo en cosas de La Casa. (Hubo un proyecto, ya terminado, que le llevó cuatro veranos, con el apoyo de la universidad y de Fullbright.) Y antes de eso, desde noviembre de 2001, realizamos varias reuniones de escritores que estuvieron mucho más cocurridas de lo que esperaba, que culminaron con unas que organizamos junto con Tatiana de la Ossa en el Palacio Nacional, ni más ni menos que en Salón Amarillo. Yo convoqué a escritores y ella a teatreros; fue un fin de semana bastante ajetreado.
De esas reuniones de escritores y gente interesada en la literatura surgieron temas para algunos de los talleres que impartimos. El primero fue de métrica y rima, con Roberto Laínez; el segundo, paralelo pero en diferentes días, de edición de revistas, impartido por mí. Este último tuvo su gracia especial: había una primera parte en la que hablaba yo y una segunda en la que había gente invitada para dar otros puntos de vista acerca de la edición. Tuvimos a Cristian Villalta, Carmen Molina Tamacas, Lafitte Fernández, Hugo Ortiz (un amigo mexicano, diseñador gráfico excelente, que se encontraba en el país) y otros. Luego Carmen impartió uno de géneros periodísticos, yo uno de estructuras narrativas (fue el más concurrido: 37 personas), Thierry Davo uno de lectura de Pedro Páramo, que quizá fue de los mejores; Ricardo Roque Baldovinos uno de lectura de Borges y algunos más que se me olvidan, y así hasta casi terminar el año. Los locales para los talleres fueron la Casa de la Cultura del Centro, la Casa Claudia Lars de la Universidad Tecnológica y un salón de clases inmenso de la Universidad Pedagógica, cuando se encontraba atrás de la Catedral.
Me tocó ir a casi todas las sesiones de casi todos los talleres. Y no para ver cómo se desempeñaban los instructores, que la hacían muy bien, sino para medir a los talleristas. Los objetivos de los talleres eran varios: en primer lugar, los talleres mismos y sus temas; en segundo, la búsqueda de talentos para realizar un taller de creación literaria; en tercero, ver el nivel general de conocimiento con el que estaba enfrentándome y, por último, la posibilidad de armar, aunque fuera por un solo año, una escuela de escritores.
Pero no una escuela en la que a alguien se le enseñe a ser poeta o cuentista; eso es imposible. La idea era --y sigue siendo, pero nunca hubo el presupuesto necesario-- dar a los escritores algunas herramientas para que pudieran ganarse la vida, o un dinero extra, trabajando en cosas cercanas a la literatura: guiones, traducción, edición, etcétera.
Casi finalizando el ciclo de talleres, en septiembre de 2002, escogí a siete personas para iniciar un taller encaminado a que trabajaran su obra. Buscaba talento, desde luego, pero sobre todo una actitud especial. Esta actitud incluía que estuvieran dispuestos a pasarse un buen rato trabajando sus textos antes de darlos por buenos y publicables. También significaba el respeto al trabajo de los demás; las apuestas eran totalmente divergentes, pero nunca excluyentes. A la larga redundó en que nadie puede decir que dos compañeros de La Casa escriban igual, ni siquiera parecido. En ese entonces era apenas una posibilidad, y de los siete quedaron cuatro, a la que se sumó otra en noviembre. Los sobrevivientes, curiosamente, eran mujeres., y durante mucho tiempo las mujeres fueron mayoría. Nunca he sabido por qué.
Antes de que se inaugurara La Casa, ya había ocho personas en el taller y además se daban clases de guitarra, impartidas por mi hijo, y después comenzaríamos las de defensa personal para mujeres. Después de inaugurada La Casa, hubo que dividir el taller en dos: uno para prosa y otro para poesía. También se hicieron varias reuniones de escritores, pero resultaba complicadísimo: apenas un año y pico después tendría asistente, y cada evento se llevaba una cantidad terrible de energía y trabajo. No me daba el pellejo. Además de los talleres, tenía que revisar textos y recibir a personas con necesidades especiales (por ejemplo, trabajaban en fin de semana o en horarios extrañísimos).
Eso sí, todos los domingos tenía insomnios. Pasaba horas y horas recordando lo que había hablado con cada uno en el taller --el arte se transmite de persona a persona, no a un grupo por medios estandarizados-- y me preguntaba: "¿Y si la regué con fulano y le dije algo que no era?" "¿Y si se me pasó la mano con fulana?"
Porque lo más grave del asunto es que estaba trabajando con los sueños y los sentimientos de un montón de personas, y un error significaba mucho más que un mal poema o cuento. Significaba arruinar un poco de alguien, pero también veía lo macro: si el objetivo era formar gente como escritores, el error se prolongaría en el tiempo y podía estar dañando a un escritor que quizá debía ser influyente veinte años más tarde. Horrible, y pasó durante años.
Ahora sé que hice lo que pude, y que a un buen escritor no hay quien lo arruine. He tenido la suerte de trabajar con buenos escritores, a los que sólo les hacía falta, quizá, un par de tips técnicos para encontrar su camino, o al menos para intuirlo.
No cambiaría esos años por nada.
1 comentario:
El taller de Estructuras Narrativas, fue el inicio de algo que aun sigo construyendo. Gracias por esos años.
Publicar un comentario