16 de enero de 1992. 04:12
Recordaba que el día de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992 me sentía bastante mal, pero no recordaba qué tanto. Copio y pego de mi asistemático diario de trabajo, escrito y encriptado en WordPerfect 5.1. (¡Ah, cómo me gustaba el WP 5.1! Creo que no se ha hecho un procesador de palabras mejor. Más bonito e impresionante, talvez, pero no con tantas posibilidades. Y en puro DOS.)
Viene la catarsis del día de la firma de los Acuerdos de Paz, y ya sabrán disculpar --o no; es igual-- los aludidos:
Dentro de unas horas se firmarán los primeros acuerdos de paz en El Salvador. Los noticieros, los periódicos, la radio no hablan de otra cosa. Se acaba la guerra. Por supuesto, las presiones de siempre (Cristiani no da todas las garantías, el ejército miente en las cifras de soldados, la guerrilla protesta y denuncia las maniobras, como si pudiera esperarse otra cosa); las negociaciones-de-última-hora, los preparativos, el fasto, la mentira de siempre. Ah, cómo me encabrona la pinche mentira; como si no la conociera por haberla proclamado en nombre de la verdad durante tantos años. Me avergüenza a veces el tipo de periodista que fui.
Me siento mal. Asqueado, en realidad. Trato de dormir y siento angustia. Me pongo a ver una película que no me hace reír y a fumarme cigarro tras cigarro hasta que la garganta me arde. Quisiera ser realista y decir: bueno pues, es lo mejor. Si para llegar a esto tuvo que morir tanta gente, valió la pena. Sí, muchacho: la burguesía necesitaba de toda esta guerra para soltar migajas, así es la política. No, no podíamos decir la verdad a los idiotas de siempre, nuestros hermanos: no hubiera resultado nada, ni siquiera la negociación a ultranza. A lo Stanislavski, pues, la puritita escuela de las vivencias. Si el actor no cree en lo que hace (y qué mejor que lo crea realmente), no se logran los resultados buscados. Lo ideal y lo factible, la realidad y la ficción (esto es la ficción, I guess), la muerte y la vida (esto es la vida, y de eso no cabe ninguna duda).
Desde 1983 (desde aquella fecha) los representantes del pueblo se han dedicado a hacer el indigno papel de mendigar pláticas; los gringos y el par de gobiernos salvadoreños desde entonces se han dedicado a dar largas y a permitir que los otros hablen en foros, se desgasten, pierdan credibilidad con todo y su corbata, y que los jodidos sigan muriendo de hambre. ¡Ah, Schafik Handal, si hubiera estado -si yo hubiera estado para hablarlo en voz alta- en las montañas, en medio de las masacres, huyendo del miedo, matando por lo menos! Si buscaban la paz, ¿para qué carajos se metieron y metieron a todos en la guerra? No Schafik, el comandante; ése sólo buscó la forma más rápida de conseguir su dosis miserable de poder, al menos la remota posibilidad de estar cerca de donde se piensa por los demás. Él fue de los que asesinaron la revolución, esa estúpida revolución, sacerdotal, burocrática, sectaria, absurda, pero elaborada con el material de los sueños, como el halcón maltés, como la vida, como los hijos y las cosas que se quieren. A cambio de la revolución que ya no va a ser, disculpen las molestias que estas obras ocasionan: la promesa durante nueve años de negociar. Sigan muriendo de hambre, sigan jodiéndose a gusto, sigan perdiendo hijos y agachen otro poco la cabeza, o ténganla alzada que es peor: dentro de nueve años negociaremos.
Schafik se dejó la barba desde entonces (los revolucionarios usan barba; ¿se dieron cuenta de que Marcial era lampiño?), pero la panza sigue del mismo tamaño.
(Leído no recuerdo dónde: alguien sueña que el líder se acerca a un niño, lo alza en brazos con una sonrisa y después se lo come.)
Hace nueve años alguien asesinó a Ana María. Quiero creer que fue sólo Marcelo; otra cosa resultaría aterradora. Después los sandinistas obligaron a Marcial a suicidarse. Todo por negociar. Los sandinistas perdieron el poder después de un gobierno de corrupción tan pequeña como eran grandes los ideales que despertaron; la corrupción pequeña se convirtió en casi grande -y necia y denigrante- cuando perdieron el poder: algo teníamos que llevarnos después de diez años, ¿no? Palabras casi textuales de Ortega. Igual con los salvadoreños: algo teníamos que llevarnos, ¿no? La posibilidad de mendigar poder, vaya. Aparecer en los diarios y que nos tomen en cuenta, por fin en serio.
(Escena: el nuevo rico se llena de oro, se pone ampuloso, compra ropa cara para ir a su tercera o cuarta o milésima fiesta de sociedad. Usa un diente de oro. Frunce el ceño, habla de caballos y trata de ser snob. A sus espaldas todos sonríen con burla.)
¿Y a los que les prometieron el paraíso y el mundo mejor y el hombre nuevo? Para la próxima, muchachos, nosotros les avisamos. Por ahora confórmense con que a lo mejor hay elecciones democráticas algún día. Ah: la democracia burguesa después de todo no es tan mala, al menos si estamos en ella. Pero recuerden: voten en el cuadrito donde vean nuestra cara; es su deber histórico. Patria o muerte, ¿eh?
Me encantaría escuchar a Schafik en privado, sabihondo, con las manos sobre el estómago, tono de maestro de prepa; él siempre tiene una respuesta para todo, a veces dan ganas de creerle. No será una respuesta necesariamente coherente con lo que habló un minuto antes, pero seguro la tiene. Los comunistas siempre tuvieron la inteligencia (supongo que es inteligencia) de demostrar que lo que acaban de inventarse siempre lo habían sabido, y que además estar en contra es ser un enemigo de los pueblos o algo peor.
De acuerdo: los salvadoreños por fin tendrán paz. La merecen después de tantos años de muerte, muerte y muerte. He releído informes de derechos humanos y aterran. Pero entonces quizá hubiera bastado con las huelgas de 1979. ¿Por qué mintieron? ¿Por qué se mató Marcial? (Por suerte: este mundo ya no sería el suyo. Estaría anciano, quizá senil; la revolución era su fin, no su modo de llegar a nada. Pobre viejo.) De acuerdo: la perestroika, el mundo cambia, el muro de Berlín cae, las concepciones se liberalizan, el posmodernismo, el fin de la historia. Hay que poner los pies sobre la tierra; miren el ridículo que hace Cuba, Fidel chochea. Pero entonces ¿por qué nos mintieron?
En 1983, a principios de 1984, el FMLN tuvo la oportunidad de tomar el poder. Militarmente era posible; políticamente, aún. Pero tuvo miedo de la invasión gringa. ¡Carajo! ¿No que la furia del pueblo respondería a la agresión extranjera? ¿No que se regionalizaría el conflicto y Estados Unidos sufriría una derrota más vergonzosa que la del sudeste asiático? Uno, dos, tres Vietnam. ¡Ah, Salvador Samayoa! ¿Tenías miedo de que se te ensuciara la corbata, los zapatos, a ti el representante impecable de un pueblo miserable, sucio, que muerde sin dientes y humillado?
(Escena: un falso ciego grita: "De lo perdido, lo que aparezca". Sus hijos y sus nietos están muertos, y sus hermanos y todo el mundo. Él pasa junto a sus cadáveres, ignorándolos.)
Me siento un imbécil. Ojalá haya muchos que se sientan imbéciles. Todo la tragedia sólo para que se lucieran los sacerdotes. Como siempre: a Cristo, a Judas, a los apóstoles se los llevó la chingada en la cruz, la horca y cadalsos diversos; como condición lógica no faltó quien --y hasta sobró-- usufructuara la muerte ajena y sedujera a beatas repletas de hastío.
¿Dónde están Roberto Franco, Hugo, Benjamín Valiente, noventa mil más? No murieron para negociar, sino para que alguien, algún día, dijera: Bueno, pues, valió la pena.
Espero conservar la vergüenza hasta que llegue a viejo.
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