30 de marzo de 2009

30 de marzo de 1980

Para los arzobispos y el nuncio apostólico resultaba intolerable la línea de denuncia social de Romero, por el énfasis que se ponía contra los cuerpos de seguridad, el ejército, los paramilitares y los escuadrones de la muerte. También había fuertes críticas a los abusos de los grupos de masas y a la guerrilla, pero eran menores en cantidad, porque la cantidad de sus abusos también era menor. En ese momento la línea del Vaticano era la lucha contra “el comunismo”, en la que se encontraba involucrado el papa, que en enero de 1981 hallaría un fuerte apoyo con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. No era que Romero se saliera de la ortodoxia del Concilio Vaticano II, de la CELAM de Medellín ni –sobre todo– de la más conservadora de Puebla; era que contradecía una posición política que no tenía un fundamento teológico vigente.
Por otra parte, estaba convirtiéndose en una figura internacional de peso. Semanas antes de su asesinato recibió un doctorado honoris causa de la Universidad de Lovaina, recibió el apoyo del cardenal francés y el Premio de la Paz del Consejo de Iglesias de Suecia. Desde el año anterior era candidato al premio Nobel de la Paz, que –coincidencia o no– ganaría una religiosa, la monja Teresa de Calcuta. Donde su trabajo no recibía apoyo era entre la más alta jerarquía católica, que esperaba el menor error –no llegó a cometerlo– para quitarlo de su lugar.
El apoyo más fuerte con el que contaba, además, era el de la Compañía de Jesús, que tuvo al poderoso sacerdote Pedro Arrupe al frente desde 1965 hasta 1983, en esos momentos en malos términos con el Vaticano por el impulso de los jesuitas a la Teología de la Liberación y la rebeldía de la Compañía de Jesús ante la posición extremadamente politizada del Vaticano. La última audiencia de Romero con Juan Pablo II, el 16 de enero de 1980, debió ser más tensa que la primera, por el evidente enfrentamiento de posiciones, aunque en su diario el arzobispo se mostró –como siempre– optimista [...]
La más alta jerarquía católica no había esperado que el sereno obispo de Santiago de María, confesor de señoras de buenas familias, llegara a tanto, tan lejos, ni con tanta persistencia, en la defensa de los principios adoptados de la propia prédica del Vaticano tras su último Concilio. Su nombramiento había sido un error de cálculo político que debía corregirse.
Y se corrigió. [...]
Unos días después del asesinato y el sepelio de Romero, el nuncio Gerada fue llamado a Roma. La Cancillería salvadoreña lo condecoró durante una cena protocolaria. [...]
Tres meses más tarde, Ellacuría registra una conversación con el nuncio en Costa Rica, quien –en todo caso como representante de Juan Pablo II– resumió la posición de la Iglesia Católica hacia el conflicto salvadoreño. Salta a la vista la politización de las observaciones, el abandono de las posiciones “populares” en beneficio de la seguridad en la cúpula, y el pragmatismo –si no la poca sensibilidad– con respecto al asesinato de Romero:
1. La Iglesia no puede apoyar a unos grupos políticos marxistas–leninistas. Tal sería el caso del FDR.
2. La Iglesia no puede politizarse a favor de un lado u otro. Pero la actual solución es democrática y no pone en peligro la libertad de la Iglesia.
3. Dondequiera los comunistas han llegado al poder han arrasado con la libertad y han puesto graves dificultades a la Iglesia y a la fe.
4. Los efectos buenos de la Reforma Agraria no pueden verse pronto, pues en las reformas agrarias hay siempre una baja de productividad al principio.
5. Los sindicatos en Italia causan en las huelgas grandes problemas a la producción. Sólo hablan de derechos y no de deberes.
6. Tras la fechada de l. grupos de [ilegible] están los guerrilleros marxistas–leninistas q. impondrán su dictadura.
7. Hay q. evitar el enfrentamiento sangriento q. sería peor q. la represión actual. Es exagerado hablar de la inviabilidad del actual proyecto y de la inevitabilidad histórica del conflicto.
8. Lo más importante en la Iglesia es la unidad entre los obispos. Esto se ha logrado con la muerte de Mons. Romero, pues los demás obispos reconoces a Mons. [Arturo] Rivera [y Damas].
9. Los jesuitas son responsables de la desunión de la Iglesia aquí y del enfrentamiento d l. religiosos contra la jerarquía. Los jesuitas deben dialogar con los Obispos para cediendo ambos llegar a la unidad, q. es lo más importante.
9. [sic] La Iglesia debe evitar la violencia y no propiciarla nunca.
10. Hay peligro cierto de q. si triunfa la revolución vendrá el Comunismo. Así está pasando en Nicaragua.
Todas las escuelas salvadoreñas, públicas y religiosas, cerraron sus puertas durante tres días, en señal de duelo, al día siguiente de la muerte del arzobispo, y hasta las organizaciones de la derecha que lo habían atacado y acusado de “comunista” publicaron esquelas en los periódicos. [...]
El asesinato del arzobispo Romero [el 24 de marzo de 1980] y la matanza en el día de su funeral [el día 30] llevaban a una conclusión obvia: el poder no se detendría ni siquiera ante lo más sagrado e inviolable para un pueblo tradicionalmente creyente. Un hecho así, aunque su impacto no pueda cuantificarse, es capaz de enfrentar a una alternativa no a la masa, sino a cada uno de los individuos que la conforman: retirarse con horror de cualquier intento de lucha –el resultado que probablemente se buscaba– o lanzarse a fondo a un enfrentamiento total, de nuevo en la lógica del que no tiene nada que perder. (¿Qué más se puede perder cuando lo sagrado deja de ser un límite?) [...]
El objetivo del asesinato [del arzobispo] y de la matanza [durante su sepelio] era obviamente demostrar que no habría límites ni proporciones en la represión, y disuadir a los no militantes de apoyar a la izquierda radical. Lo mismo que hacían los escuadrones de la muerte, pero en gran escala, es decir: tratar de aislar a las fuerzas guerrilleras de sus bases de apoyo. Y, en efecto, cada uno de los integrantes de “la masa” se vio obligado a tomar una decisión: seguir o dejar el asunto por la paz.
Muchos de los cuadros debieron pasar a la clandestinidad e integrarse a los organismos guerrilleros; otros se quedaron en sus lugares para la realización de actividades específicas; los militantes de base, en general, se pusieron a la expectativa, ante la falta de un organismo partidario que los cohesionara. Quizá la deserción de militantes y simpatizantes hubiese sido mucho mayor si no hubiera existido un factor señalado en el capítulo anterior: el terror que se aplicó fue desproporcionado y, así como provocó la insensibilidad de mucha población, a los militantes los puso en la posición de quien no tiene nada que perder.
Los asesinatos de marzo fueron, también, un llamado al enfrentamiento directo, pensado en términos estrictamente militares. La respuesta llegaría con la fallida ofensiva final, pero continuaría en ascenso el aumento de la capacidad de la guerrilla hasta 1983, cuando se dio el viraje político del FMLN tras la muerte de Ana María y Marcial.
El hecho de que la matanza se realizara frente a decenas de delegados extranjeros y a jerarcas religiosos tuvo también su lado interesante, en especial si se toma en cuenta que la mayor parte venía de Estados Unidos, cuyo gobierno estaba jugando a la carta de la Democracia Cristiana, y a Duarte en particular. Obviamente sería la JRG la que cargaría con las consecuencias de la matanza, y sobre todo del asesinato, estuviera o no involucrada institucionalmente, y así ha sido hasta la fecha, con todo y lo señalado en el Informe de la Comisión de la Verdad.
Había varios mensajes implícitos: se trata de un gobierno inviable –fuera por su incapacidad de mantener el orden, fuera por su responsabilidad directa–, la presencia de civiles no garantiza que pueda alcanzarse la paz, los democristianos avalan un gobierno netamente represivo y –para quien creyera que los francotiradores del Palacio Nacional pertenecían a la guerrilla– los guerrilleros deben ser exterminados, en vista de que no respetan ni siquiera lo más sagrado: un arzobispo, el funeral de un arzobispo. Aunque se trataba de mensajes contradictorios, no todos debían llegar al mismo tiempo ni con la misma intensidad, y cada quién tomaría el que más le conviniera.
La acusación contra la guerrilla tuvo su lógica: el marxismo y el leninismo siempre se relacionaron con una posición agnóstica, “atea”, y sólo los “ateos” podían ser capaces de actos tan terribles contra representaciones de lo sagrado. Todos los que se encontraban en ese momento en las instituciones e incluso en organismos alternos, como los escuadrones, se declaraban ante todo creyentes. Pero no era más que el mismo cliché de los jóvenes con pañuelos rojos; la mayor parte de los militantes de la organización más radical, declaradamente marxista–leninista, las FPL, era católica, o provenía de organismos católicos. Lo mismo la RN, el ERP y el PRTC.

De Tiempos de locura. El Salvador 1979–1981.

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