Casi un año
Hace más de un año --el 27 de junio de 2008, para ser exactos-- vi viva a mi madre por última vez. Sólo pude estar con ella quince minutos; no aguantó más, y quizá ahora quisiera que hubiesen sido quince o diez o tres minutos más para decirle algo, lo que fuera, que le diera otro carácter a nuestra despedida. Pero ¿qué?
Porque fue una despedida de sólo quince minutos, muy poco tiempo si uno piensa en ese periodo que seguiría y que, a falta de mejores palabras, llaman "para siempre".
Hablamos muy poco de muchas cosas. Los dos sabíamos que las posibilidades de vernos otra vez eran casi nulas, pero le dije que iría a verla a Costa Rica a finales de año o principios de éste. Creo que ambos pensamos demasiado en las palabras que debíamos decir para no hacer obvio lo obvio y, según el código familiar --tan inútilmente espartano a veces--, salimos bien librados. Hubiera preferido algo un poco más emocional, pero ¿cómo, a falta de costumbre? En quince minutos no se puede romper lo armado en casi medio siglo.
Lo último fue un abrazo muy cuidadoso (¡estaba tan pequeña y tan delgada y tan anciana a una edad en la que no debía ser para tanto...!), un beso que bien aparentó ser de compromiso y, eso sí, al final una mirada que no dejó lugar a dudas. Pero sólo una mirada, y fue muy rápida; lo que podía seguir de esa mirada era algo para lo que no estábamos preparados.
Un par de días después, cuando yo ya estaba en El Salvador, cayó en coma. Los médicos no le daban más de tres o cuatro días de vida; tuvo daño cerebral, porque tardaron en conectarla a los aparatos y qué sé yo. Ni mis hermanos ni yo estuvimos de acuerdo, pero una vez conectada ya no había modo de sacarla.
Hubo señales, me dijeron, de que a ratos reconocía a gente a su alrededor, o eso parecía. Y no duró tres o cuatro días, sino dos semanas; la señora era dura de roer, con todo y que ya no tenía mucho cuerpo del cual agarrarse. Murió el 12 de julio.
No pude estar en su entierro, y pedí que me mandaran fotos para cumplir al menos simbólicamente el ritual de sepultarla. Unas semanas después fui a su tumba y pude verla otra vez junto a mi padre. (Con él sí pude tener una despedida larga y minuciosa, que aún recuerdo con amor y que agradezco a quien haya que agradecer.) Traté de pensar --como lo intento hoy-- en otra despedida posible con mi madre, y no la encontré, como aún no la encuentro. Quizá ése fue el modo adecuado de decirle adiós. Quizá ninguno de los dos quería despedirse. Quizá a veces no haya que despedirse, excepto para decir "Nos vemos en enero o febrero, que todo vaya bien, prometo traer un buen disco y lo oímos juntos", y ya.
Y ya.
Qué rara se va poniendo la vida. Se llena de aniversarios y, como con ciertas despedidas, uno no sabe qué hacer con ellos. Colocarlos en el calendario no basta. Se vuelven algo orgánico. El cuerpo avisa: "¡Eh, allí viene otro aniversario! ¿Estás preparado?" Y uno nunca está preparado. Lo sé porque ya se acerca también el de mi padre (7 de agosto), y en los últimos nueve años --¡nueve años ya!-- no he podido escaparme de uno solo. Me pescan del lugar que menos espero, en el momento menos propicio --es decir en el momento exacto-- y duele. Tiene que doler. Y a eso, también, le llaman vida, o una de esas cosas de la vida.
Aún no son muchos mis muertos. No sé si en algún momento se conviertan en demasiados. Me imagino que, entre otros motivos, estoy aquí para averiguarlo.
Porque fue una despedida de sólo quince minutos, muy poco tiempo si uno piensa en ese periodo que seguiría y que, a falta de mejores palabras, llaman "para siempre".
Hablamos muy poco de muchas cosas. Los dos sabíamos que las posibilidades de vernos otra vez eran casi nulas, pero le dije que iría a verla a Costa Rica a finales de año o principios de éste. Creo que ambos pensamos demasiado en las palabras que debíamos decir para no hacer obvio lo obvio y, según el código familiar --tan inútilmente espartano a veces--, salimos bien librados. Hubiera preferido algo un poco más emocional, pero ¿cómo, a falta de costumbre? En quince minutos no se puede romper lo armado en casi medio siglo.
Lo último fue un abrazo muy cuidadoso (¡estaba tan pequeña y tan delgada y tan anciana a una edad en la que no debía ser para tanto...!), un beso que bien aparentó ser de compromiso y, eso sí, al final una mirada que no dejó lugar a dudas. Pero sólo una mirada, y fue muy rápida; lo que podía seguir de esa mirada era algo para lo que no estábamos preparados.
Un par de días después, cuando yo ya estaba en El Salvador, cayó en coma. Los médicos no le daban más de tres o cuatro días de vida; tuvo daño cerebral, porque tardaron en conectarla a los aparatos y qué sé yo. Ni mis hermanos ni yo estuvimos de acuerdo, pero una vez conectada ya no había modo de sacarla.
Hubo señales, me dijeron, de que a ratos reconocía a gente a su alrededor, o eso parecía. Y no duró tres o cuatro días, sino dos semanas; la señora era dura de roer, con todo y que ya no tenía mucho cuerpo del cual agarrarse. Murió el 12 de julio.
No pude estar en su entierro, y pedí que me mandaran fotos para cumplir al menos simbólicamente el ritual de sepultarla. Unas semanas después fui a su tumba y pude verla otra vez junto a mi padre. (Con él sí pude tener una despedida larga y minuciosa, que aún recuerdo con amor y que agradezco a quien haya que agradecer.) Traté de pensar --como lo intento hoy-- en otra despedida posible con mi madre, y no la encontré, como aún no la encuentro. Quizá ése fue el modo adecuado de decirle adiós. Quizá ninguno de los dos quería despedirse. Quizá a veces no haya que despedirse, excepto para decir "Nos vemos en enero o febrero, que todo vaya bien, prometo traer un buen disco y lo oímos juntos", y ya.
Y ya.
Qué rara se va poniendo la vida. Se llena de aniversarios y, como con ciertas despedidas, uno no sabe qué hacer con ellos. Colocarlos en el calendario no basta. Se vuelven algo orgánico. El cuerpo avisa: "¡Eh, allí viene otro aniversario! ¿Estás preparado?" Y uno nunca está preparado. Lo sé porque ya se acerca también el de mi padre (7 de agosto), y en los últimos nueve años --¡nueve años ya!-- no he podido escaparme de uno solo. Me pescan del lugar que menos espero, en el momento menos propicio --es decir en el momento exacto-- y duele. Tiene que doler. Y a eso, también, le llaman vida, o una de esas cosas de la vida.
Aún no son muchos mis muertos. No sé si en algún momento se conviertan en demasiados. Me imagino que, entre otros motivos, estoy aquí para averiguarlo.
1 comentario:
Bueno, amigo... yo si tengo un calendario difuso, con mis muertos y muertas... Te comprendo... creo que no hay que despedirse, de una madre menos... es que, ellas siempre "estan". Con respecto a la muerte amigo, también recordá que una muere un pokito con cada quien, aunque se trate de una mascota... si he sufrido por eso, por mis cuatro mejores perros y perras... vaya... No no lamentes nada, simplemente tu no te despediste, ella tampoco, ella siempre "está" asi lo quisiste vos y asi lo quiso ella...
Jamás, penses que esta "muerta" jajajaja , las madres como la tuya no se mueren...
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