La muerte burguesa y las otras muertes
Hace unos días estuve revisando relatos policiales de Raymond Chandler, fragmentos de novelas de Chester Himes y comparando con algunas clásicas del género negro. Sería por el estado de ánimo en que me encontraba ese día, pero me puse a pensar: “Qué fácil se muere y se mata a la gente en los libros clase b”. Eso me llevó a releer dos novelas mías, Los héroes tienen sueño y Cualquier forma de morir, más como ejercicio de autocrítica que como ego trip y, sí, qué fácil se muere y –aparentemente– se mata en la ficción.
No en toda. (Comienzan los peros.) En general, en lo que se llama “literatura seria” la muerte es una excepción, un punto de quiebre, el lugar al que se evita llegar, al que se quiere llegar o alrededor del cual gira todo el asunto. La muerte es el eje de esa “literatura seria”, pero es más una idea que un hecho: si se muriera todo el mundo a balazos, envenenado o atropellado, como en una buena novela de Chester Himes, no habría espacio para reflexiones, dudas, relaciones significativas entre personajes, etcétera, y se supone que en eso está la gran literatura. (Igual desde la primera línea se puede cometer y confesar un crimen, como en El túnel, de Sabato, pero matar “de verdad” a María Nosequé se va a llevar unas cien páginas más. Igual Shakespeare armaba unas matanza bastante notables, como en Hamlet o Ricardo III, pero lo suyo era la “clase b” de su época, guardando respeto y distancias.)
Gran literatura, pequeña literatura: quizá la idea del tamaño de la literatura tenga que ver con cómo se considere a la muerte.
Si nos ponemos un tanto dramáticos, bien podría hablarse de que hay una idea burguesa de la muerte de la cual se agarra la literatura seria, y tiene que ver –desde luego– con la vida burguesa ideal: el orden, el ahorro, el trabajo, el tiempo bien distribuido, la fortuna bien estratificada, las relaciones personales definidas por ciertos cánones, los propios cánones, etcétera. Dentro del mundo ideal, la muerte es una meta, en la medida en que debe alcanzarse en cierto momento, de cierta manera, en un entorno casi controlado. La muerte llega cuando debe llegar, y la ruptura del orden de la muerte puede ser el tema de una novela: algo se descontroló, algo salió mal, y el tipo se muere de un aneurisma mucho antes de tiempo, o lo pesca un Alzheimer o le atropellan a la esposa o alguien se suicida o un accidente de tráfico que deja huérfano al muchacho que, en el momento de iniciar el relato, ya ha superado al menos económicamente el infortunio. (O no, y allí entra la historia.)
La novela negra, según la definición de Chandler, pertenece al mundo del crimen, justo donde la muerte es algo cotidiano. No es incidental: es necesaria. Es parte de las reglas de la vida. Es el extremo en un mundo donde se vive rebotando de un extremo a otro, esperando que la pistola apunte para otra parte en el momento en que dispare, o estar viendo en dirección contraria del asesinato del cual uno podría ser el testigo. Pocas cosas menos “burguesas” que eso. (Si se piensa bien, se parece mucho a vivir en ciertos vecindarios de Apopa o Zaragoza.)
En la literatura “del crimen” alguien puede morir en cualquier momento –hay convenciones, pero la premisa básica es cierta–, casi por cualquier motivo, cualquiera puede ser el muerto, y los métodos pueden ser simples o lindar con lo barroco. Y, sí, viendo desde la “gran literatura” habrá cosas que suenen absurdas y hasta pueriles, como las maneras de morir.
En Cualquier forma se me ocurrió poner que a un juez lo declararon suicida, y tenía un tiro en la nuca. Lo curioso es que el juez sí existió y sí tenía un tiro en la nuca, y durante un par de días la hipótesis oficial, publicada en todos los diarios, fue la del suicidio. Lo único que hice fue tomar la información de un par de recortes de periódico y ponerla allí. En la novela hasta resulta divertido; en la vida real fue siniestro a secas. O lo del tipo que se mató de dos disparos de revólver en el corazón; alguien que sepa un poquito de armas sabe que es imposible, y lo mismo debieron intuir los que le hicieron la autopsia al cadáver en la vida real. Pero pues fue suicidio y fue suicidio.
Quizá los que piden que la literatura se ajuste lo más posible a la realidad, del naturalimo más básico al realismo socialista –este último linda con la literatura fantástica, se diga lo que se diga–, no se dan cuenta de que la realidad es demasiado increíble en ocasiones para meterla dentro de la ficción. Matar a alguien en una novela no es cualquier cosa; no se trata de poner al bueno, al malo, al testigo, jalar el gatillo y listo. Es necesario que sea orgánico, así se trate de la más barata de las novelas baratas. El móvil y la oportunidad, a lo Agatha Christie, no son suficientes. Tampoco –y menos aún– la simple voluntad del autor. La diferencia entre la “gran literatura” y la “pequeña literatura”, en ese aspecto, es que la muerte se produce de cierto modo, de manera usualmente más llana y sin demasiados existencialismos. Las consecuencias son las mismas, así se procesen de diferente manera, o así el objetivo de la obra sea otro (generalmente divertir, que hay maneras y maneras).
Lo que quizá no haya es tantos “filtros” entre la voluntad de matar y el hecho de matar, o no los mismos filtros. El personaje de El túnel tiene que matar, eso lo sabemos desde la primera página; los motivos son más bien difusos, y se van aclarando a lo largo del libro. En una de Hammett el asesino también mata porque tiene que matar, pero sus motivos son más precisos (una traición, un robo, una venganza), y todos tienen consecuencias prácticas. En el primer caso el asesinato es un lujo; en el segundo es un recurso extremo, pero recurso al fin. Y lo interesante es que se parecerá mucho más a “la vida real” lo que se cuente en la segunda novela que lo que se cuente en la primera; basta con ojear un periódico no necesariamente amarillista para darse cuenta de los motivos absurdos por los que la gente se mata, los métodos que rayan con lo barroco, las justificaciones estúpidas para hacer algo estúpido. Castel, el de El túnel, es una excepción. Piensa demasiado. Es “burgués” en su modo de enfocar el asesinato. Incluso Ricardo III –el drama “clase b” del siglo XVII– es una excepción, que por algo aspira al trono de Inglaterra, lo obtiene como lo obtiene y lo pierde como lo pierde.
Puede haber varias conclusiones a lo que se ha dicho.
Una, que la literatura negra debería ser el ideal de los que buscan realismo en los libros. Paradójicamente, está clasificada –entre otras clasificaciones– como “literatura de evasión”. Y sin embargo en pocos géneros, subgéneros o llámele como quiera se puede encontrar de manera más clara la “denuncia social” que para muchos es fundamental en las letras.
Dos, que la “gran literatura” se aleja de “la realidad” y genera excepciones, y son esas excepciones las que la hacen “gran literatura”. Por ejemplo Cien años de soledad, un “retrato fiel” de nuestra América Latina: hizo falta que alguien se sacara de la manga lo del “realismo mágico” para que los demás dijéramos “Ah, mira tú...” y viéramos más una serie de magníficos dislates muy bien contados.
Tres, que la muerte es siempre el eje de la literatura que valga la pena de leerse, sea “pequeña” o “gande”, si algo así existe. La diferencia –y no siempre– puede ser la crudeza con la que se la aborda.
Cuatro, que detrás de cualquier texto literario siempre está una premisa fundamental: todos los que allí aparecen pueden terminar muertos. Quiénes y cómo es parte del encanto de leer.
Cinco, que la ventaja de un libro es que no hay más muertos que los que se producen entre tapa y tapa. En la “vida real” no tenemos tanta suerte.
Seis, que vivimos en un país con un promedio de doce homicidios intencionales por día, algo así como 360 al mes y 4,400 al año. ¿Qué le puede contar a la literatura una realidad tan concreta en materia de métodos, motivos, causas y efectos? (La respuesta es “mucho”, pero prefiero no decirla.) Pensar en unos adolescentes que asesinan a un chofer y a un cobrador por no dar dos dólares o tres de “protección” ya es absurdo. Pensar en otros adolescentes que descabezan a una muchacha de quince años por hablar con gente de la pandilla contraria es para producir un terror casi cósmico. Tirar los cadáveres frescos en la puerta de una delegación policial lleva a que uno se pregunte dónde rayos está viviendo, y por qué. Y, sobre todo, se da cuenta de lo fácil que es matar y morir en la vida real, y lo difícil que resulta en la ficción.
No en toda. (Comienzan los peros.) En general, en lo que se llama “literatura seria” la muerte es una excepción, un punto de quiebre, el lugar al que se evita llegar, al que se quiere llegar o alrededor del cual gira todo el asunto. La muerte es el eje de esa “literatura seria”, pero es más una idea que un hecho: si se muriera todo el mundo a balazos, envenenado o atropellado, como en una buena novela de Chester Himes, no habría espacio para reflexiones, dudas, relaciones significativas entre personajes, etcétera, y se supone que en eso está la gran literatura. (Igual desde la primera línea se puede cometer y confesar un crimen, como en El túnel, de Sabato, pero matar “de verdad” a María Nosequé se va a llevar unas cien páginas más. Igual Shakespeare armaba unas matanza bastante notables, como en Hamlet o Ricardo III, pero lo suyo era la “clase b” de su época, guardando respeto y distancias.)
Gran literatura, pequeña literatura: quizá la idea del tamaño de la literatura tenga que ver con cómo se considere a la muerte.
Si nos ponemos un tanto dramáticos, bien podría hablarse de que hay una idea burguesa de la muerte de la cual se agarra la literatura seria, y tiene que ver –desde luego– con la vida burguesa ideal: el orden, el ahorro, el trabajo, el tiempo bien distribuido, la fortuna bien estratificada, las relaciones personales definidas por ciertos cánones, los propios cánones, etcétera. Dentro del mundo ideal, la muerte es una meta, en la medida en que debe alcanzarse en cierto momento, de cierta manera, en un entorno casi controlado. La muerte llega cuando debe llegar, y la ruptura del orden de la muerte puede ser el tema de una novela: algo se descontroló, algo salió mal, y el tipo se muere de un aneurisma mucho antes de tiempo, o lo pesca un Alzheimer o le atropellan a la esposa o alguien se suicida o un accidente de tráfico que deja huérfano al muchacho que, en el momento de iniciar el relato, ya ha superado al menos económicamente el infortunio. (O no, y allí entra la historia.)
La novela negra, según la definición de Chandler, pertenece al mundo del crimen, justo donde la muerte es algo cotidiano. No es incidental: es necesaria. Es parte de las reglas de la vida. Es el extremo en un mundo donde se vive rebotando de un extremo a otro, esperando que la pistola apunte para otra parte en el momento en que dispare, o estar viendo en dirección contraria del asesinato del cual uno podría ser el testigo. Pocas cosas menos “burguesas” que eso. (Si se piensa bien, se parece mucho a vivir en ciertos vecindarios de Apopa o Zaragoza.)
En la literatura “del crimen” alguien puede morir en cualquier momento –hay convenciones, pero la premisa básica es cierta–, casi por cualquier motivo, cualquiera puede ser el muerto, y los métodos pueden ser simples o lindar con lo barroco. Y, sí, viendo desde la “gran literatura” habrá cosas que suenen absurdas y hasta pueriles, como las maneras de morir.
En Cualquier forma se me ocurrió poner que a un juez lo declararon suicida, y tenía un tiro en la nuca. Lo curioso es que el juez sí existió y sí tenía un tiro en la nuca, y durante un par de días la hipótesis oficial, publicada en todos los diarios, fue la del suicidio. Lo único que hice fue tomar la información de un par de recortes de periódico y ponerla allí. En la novela hasta resulta divertido; en la vida real fue siniestro a secas. O lo del tipo que se mató de dos disparos de revólver en el corazón; alguien que sepa un poquito de armas sabe que es imposible, y lo mismo debieron intuir los que le hicieron la autopsia al cadáver en la vida real. Pero pues fue suicidio y fue suicidio.
Quizá los que piden que la literatura se ajuste lo más posible a la realidad, del naturalimo más básico al realismo socialista –este último linda con la literatura fantástica, se diga lo que se diga–, no se dan cuenta de que la realidad es demasiado increíble en ocasiones para meterla dentro de la ficción. Matar a alguien en una novela no es cualquier cosa; no se trata de poner al bueno, al malo, al testigo, jalar el gatillo y listo. Es necesario que sea orgánico, así se trate de la más barata de las novelas baratas. El móvil y la oportunidad, a lo Agatha Christie, no son suficientes. Tampoco –y menos aún– la simple voluntad del autor. La diferencia entre la “gran literatura” y la “pequeña literatura”, en ese aspecto, es que la muerte se produce de cierto modo, de manera usualmente más llana y sin demasiados existencialismos. Las consecuencias son las mismas, así se procesen de diferente manera, o así el objetivo de la obra sea otro (generalmente divertir, que hay maneras y maneras).
Lo que quizá no haya es tantos “filtros” entre la voluntad de matar y el hecho de matar, o no los mismos filtros. El personaje de El túnel tiene que matar, eso lo sabemos desde la primera página; los motivos son más bien difusos, y se van aclarando a lo largo del libro. En una de Hammett el asesino también mata porque tiene que matar, pero sus motivos son más precisos (una traición, un robo, una venganza), y todos tienen consecuencias prácticas. En el primer caso el asesinato es un lujo; en el segundo es un recurso extremo, pero recurso al fin. Y lo interesante es que se parecerá mucho más a “la vida real” lo que se cuente en la segunda novela que lo que se cuente en la primera; basta con ojear un periódico no necesariamente amarillista para darse cuenta de los motivos absurdos por los que la gente se mata, los métodos que rayan con lo barroco, las justificaciones estúpidas para hacer algo estúpido. Castel, el de El túnel, es una excepción. Piensa demasiado. Es “burgués” en su modo de enfocar el asesinato. Incluso Ricardo III –el drama “clase b” del siglo XVII– es una excepción, que por algo aspira al trono de Inglaterra, lo obtiene como lo obtiene y lo pierde como lo pierde.
Puede haber varias conclusiones a lo que se ha dicho.
Una, que la literatura negra debería ser el ideal de los que buscan realismo en los libros. Paradójicamente, está clasificada –entre otras clasificaciones– como “literatura de evasión”. Y sin embargo en pocos géneros, subgéneros o llámele como quiera se puede encontrar de manera más clara la “denuncia social” que para muchos es fundamental en las letras.
Dos, que la “gran literatura” se aleja de “la realidad” y genera excepciones, y son esas excepciones las que la hacen “gran literatura”. Por ejemplo Cien años de soledad, un “retrato fiel” de nuestra América Latina: hizo falta que alguien se sacara de la manga lo del “realismo mágico” para que los demás dijéramos “Ah, mira tú...” y viéramos más una serie de magníficos dislates muy bien contados.
Tres, que la muerte es siempre el eje de la literatura que valga la pena de leerse, sea “pequeña” o “gande”, si algo así existe. La diferencia –y no siempre– puede ser la crudeza con la que se la aborda.
Cuatro, que detrás de cualquier texto literario siempre está una premisa fundamental: todos los que allí aparecen pueden terminar muertos. Quiénes y cómo es parte del encanto de leer.
Cinco, que la ventaja de un libro es que no hay más muertos que los que se producen entre tapa y tapa. En la “vida real” no tenemos tanta suerte.
Seis, que vivimos en un país con un promedio de doce homicidios intencionales por día, algo así como 360 al mes y 4,400 al año. ¿Qué le puede contar a la literatura una realidad tan concreta en materia de métodos, motivos, causas y efectos? (La respuesta es “mucho”, pero prefiero no decirla.) Pensar en unos adolescentes que asesinan a un chofer y a un cobrador por no dar dos dólares o tres de “protección” ya es absurdo. Pensar en otros adolescentes que descabezan a una muchacha de quince años por hablar con gente de la pandilla contraria es para producir un terror casi cósmico. Tirar los cadáveres frescos en la puerta de una delegación policial lleva a que uno se pregunte dónde rayos está viviendo, y por qué. Y, sobre todo, se da cuenta de lo fácil que es matar y morir en la vida real, y lo difícil que resulta en la ficción.
1 comentario:
Muy de acuerdo con tus conclusiones: eran las mismas (especialmente de la 1 a la 3) las que cruzaban por mi mente mientras leia las primeras lineas del post.
La realidad Centro Americana NO es solo el Realismo Magico: es la Novela negra tambien...y muchos otros estilos literarios menospreciados.
Saludos.
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