26 de marzo de 2009

De traducidos y traducciones

El martes pasado por la noche se realizó en la librería Sophos de Guatemala, con el apoyo de la Alianza Francesa, un foro con escritores centroamericanos traducidos al francés y publicados en Francia, y me tocó estar en una mesa junto con Rodrigo Rey Rosa y Allan Mills. (A la izquierda, Philippe Hunsiker, dueño de Sophos, y Marie-Paule Lara, de la Alianza.)
Me pareció que era un tanto injusto que los traducidos fuéramos las estrellas exclusivas del asunto, y que los traductores no tuvieran voz ni voto en el asunto, así que le pedí a Thierry Davo que me mandara un texto acerca de las traducciones que había hecho de mis libros. Igual suena a ego trip, pero era mejor que hablara él que yo: ¿qué podía decir yo acerca del hecho de estar traducido al francés excepto que me da mucho gusto?
El siguiente es el texto de Thierry, que fue con el que se abrió la plática:
Traducir un texto de Rafael Menjívar Ochoa exige –o ¿permite?– un estado de atención permanente. En una de las tantas charlas que hemos tenido juntos, me confesó que escribe como una abuelita que teje cobijas de ganchito y, por supuesto, el traductor no puede obviar este dato: la traducción ha de ser tan minuciosa como la misma escritura. 
Mi trabajo, si se puede hablar de trabajo, siempre comienza igual: impregnarme del texto, instaurar con él un clima de confianza mutua, dejar que me penetren dos cosas, fundamentalmente: un tono y un ritmo. Sólo entonces puedo comenzar a traducir, cuando siento el texto. Luego hago traquear los nudillos – “saco mentiras” - como haría un pianista antes de emprender una intrepretación. Cuando traduje TRECE, andaba de paseo, condenado a ir de cibercafé en cibercafé, cada noche con teclados diferentes, con un entorno cada vez diferente; indudablemente fue la traducción que me resultó menos natural, por la dificultad para instaurar un clima caluroso e íntimo entre el texto y yo. 
El texto siempre es el que guía la traducción. Yo nada más lo acompaño. Aunque el soporte siempre es la muy gutemberguiana imagen alfabética en pantalla, el texto como obra de lenguaje no escapa a la ley básica del lenguaje, o sea su oralidad. El texto tiene una voz propia, la famosa imagen acústica a la que se refería Saussure, una voz silenciosa que, curiosamente, no es la mía ni la de Rafael Menjívar, ni la de nadie conocido: es la voz del texto, y es la que guía mis pasos al traducir.
La obra de Rafael Menjívar Ochoa es altamente intertextual, en esto sus libros constituyen una obra y no simplemente textos sueltos. Él tiene razón: es una obra tejida. La traducción debe respetar esta dimensión, haciéndose el eco de los ecos internos de la obra, de sus remisiones. También debe respetar, lo cual no es lo más fácil a la hora de traducir, los matices que estructuran el pensamiento del autor y hacen imposible el recurso a sinónimos más o menos parecidos: siempre hay que buscar la palabra, la fórmula exacta, la cual no siempre coincide, en francés, con la armonía deseada o incluso a veces sencillamente no existe. Las 45 ocurrencias de la palabra “motivo” en TRECE, el matiz entre “morir” y “morirse” (los hay que mueren y los hay que se mueren), los diferentes grados en la expresión de la compasión sólo son algunos entre tantos ejemplos. Entonces sí traducir se vuelve un trabajo de verdad.
No sé por qué traduzco. En cambio sé que se trata de una actividad de doble díalogo: diálogo con el texto por una parte, y en segundo lugar diálogo conmigo, un ensimismamiento en el cual me enfrento a mi savoir faire. A este doble diálogo -“horizontal”, digamos - se suman aportaciones exteriores: primero la investigación necesaria para entender la sutileza del texto y tengo que documentarme sobre estrategia del ajedrez, leyes de la óptica para comprender cómo funcionan los espejos de verdad (única manera de entender cómo funcionan los de Menjívar), detalles técnicos sobre armas de fuego, historia de los serial killers. Y en segundo lugar la ayuda que siempre me brinda el autor cada vez que se me presenta una duda. En este sentido es mucho más fácil – y agradable - traducir a Menjívar Ochoa que a Shakespeare u Homero.
Cuando tiene que explicar en qué consiste su trabajo de escritor, Rafael Menjívar Ochoa suele evocar a Miguel Angel, el escultor del Renacimiento. Según él, cualquier estudiante de una escuela de bellas artes sería capaz de esculpir La Piedad. Lo que caracteriza el trabajo de Miguel Angel y lo hace único es el largo pulido final.
Antes de este minucioso trabajo, el texto debe reposar algunos meses, debo olvidarme de él antes de retocarlo, leyéndolo una y otra vez hasta que me quede más o menos perfecto. Entonces lo entrego al editor, Alain Mala, quien se ensañará contra el pobre. El último toque lo daremos juntos, en sesiones de trabajo comida y vino agotadoras pero sabrosas, con no pocas consultas –via Internet- con el autor. Sólo una vez, en 2002, pudimos trabajar los tres juntos, autor-traductor-editor, en la finalización de una traducción. La distancia no permite que este tipo de trabajo, que para nosotros sería lo ideal, ocurriera para todos los libros. Traducir en mi caso, publicar en el caso de Alain siempre es una aventura humana.
Las dos veces en que me tocó leer textos de Rafael Menjívar traducidos al francés por otro, las traducciones no me gustaron. Yo lo habría hecho de otro modo, tal vez no mejor, pero sí diferente. Dos libros de Rafael Menjívar fueron adaptados al teatro: Instrucciones para vivir sin piel y Trece. Las dos veces, al presenciar los espectáculos experimenté la sensación rara de que estos textos que estaba oyendo, yo los había escrito en su versión francesa, y sin embargo la lectura que estaba oyendo me hacía descubrir otras cosas, cosas nuevas. En una de las dos oportunidades filmé el espectáculo y al volver a escucharlo con el libro en mano, me dí cuenta de que en dos o tres oportunidades los actores habían modificado mi traducción. Fue una buena lección: si a un actor el texto no le parecía 10% natural es que en efecto había que corregirlo. La soltura, la fluidez, es tal vez lo más difícil de conseguir. Y sin embargo lo más imprescindible.

Con algunas observaciones extra, Rodrigo y Allan estuvieron de acuerdo con lo planteado en el texto --al menos en lo referente al modo de traducir--, y nos pusimos a hablar acerca de nuestras experiencias como traductores. Rodrigo está trabajando ahora en el epistolario de una poeta guatemalteca que vivió en Madrás (India) y mantuvo correspondencia en francés con varias amigas acerca de sus experiencias como enfermera voluntaria. Incluso leyó la primera de las cartas, bastante impactante, en la que habla del ritual para ocuparse de los muertos, mediante la utilización de buitres. El tono tranquilo y mesurado de las cartas contrasta fuertemente con la brutalidad de las escenas.
Por mi parte hablé de mi experiencia sobre todo en la traducción de Eliot y Edgar Lee Masters --alguien preguntó acerca de la dificultad de traducir poesía--, y dije que la simplicidad del lenguaje de ambos poetas da la impresión de que pueden hacerse versiones casi textuales, cuando en realidad hay una intención poética y unos códigos bastante complejos.
Después hubo una discusión acerca de una traducción que hice de "Berenice", de Edgar Allan Poe. Resulta que, a la hora de cotejar mi versión con las de Julio Gómez de la Serna y Julio Cortázar, en la de este último encontré frases completas que no estaban en el original. Mi teoría es que no tradujo, al menos este texto, directamente de Poe, sino de Baudelaire, quien le echó más crema de la necesaria a los tacos. La extrañeza fue porque, bueno, Cortázar era traductor profesional, manejaba el inglés y el francés, y se supone que es la traducción más fiel que hay de Poe hasta el momento. Pero allí está la excepción, y quedó pendiente el asunto. (La discusión vino porque Allan, precisamente, mencionó ese caso como un ejemplo de algo que había señalado Rodrigo: que la traducción es un sine qua non de nuestra cultura, que ni siquiera se pone en cuestión, excepto de manera retórica, digamos.)
En mi caso, dije, traduzco a maestros para tratar de entender cómo funcionan, aprender recursos y, de ser posible, "ser ellos" durante algunas fracciones de segundo. Rodrigo y Allan reivindicaron --con razón-- la traducción de gente menos famosa como una especie de diálogo entre culturas diferentes, con los traductores como intermediarios. (Digo "con razón" porque gracias a esa actitud Thierry ha traducido varios libros míos y Alain Mala, el director de Cénomane, los ha publicado. Gracias a ambos, como siempre.)

Y una foto de Denise Phé-Funchal, compañera de La Casa y anfitriona. Cocinó unas cosas deliciosas y la plática, larguísima, estuvo deliciosa también.

5 comentarios:

Thierry dijo...

En Francia, una ley reciente permite que las librerías tengan más tiempo (6 meses si no me equivoco)para pagar los libros que reciben. Aunque no soy librero me alegro. Pero mientras tanto ¿quién paga? Los impresores no, cobran el mismo día en que entregan su trabajo. Los vendedores de tinta, tampoco. Los vendedores de papel, tampoco. Entonces ¿quién? Pues los editores. Es evidente que para una gran editorial, propietaria de sus muros (no tiene que conseguir plata cada mes para pagar el alquiler) y con fondos abundantes, no hay ningún problema. Esta nueva ley se parece mucho a un regalo a las multinacionales de la edición. El problema en cambio sí es para una pequeña editorial que va a tener que sobrevivir mientras tanto. Entre el moneto en que pagó la renta, la factura de la luz, y mientras no le llegan los cheques de las librerías. ¿Cuáles son sus recursos? ¿Acudir a un banco? ¿Tomando en cuenta la situación actual? El problema de ser traducido no es que te traduzcan, sino que te publiquen. Y el problema de que te publiquen depende de muchas cosas: la situación económica del momento por supuesto, pero también de factores mucho más difíciles de controlar. Especialmente, que te vendan. Y por esto darte a conocer. Y esto ¿cómo se consigue? Si los críticos literarios son al mismo tiempo autores y por consiguiente prefieren hablar de los libros publicados por sus colegas... sabiendo que así hablarán de ti...

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Ya hiciste que me sintiera culpable...
Oye, ¿le dices a Alain que si me manda unos ejemplares de Un monde...? Así puedo sentir más culpa aún. (¡Me encanta la culpa! Mis antepasados judíos no dejan de ponerme en mi lugar. Sí, tengo antepasados judíos: árabes musulmanes convertidos al judaísmo, que terminaron en El Salvador cuando se les ocurrió convertirse al catolicismo.) Que me los mande a:

La Casa del Escritor
Villa Montserrat,
Av. Salvador Salazar Arrué, s/n,
San Salvador, El Salvador,
Centroamérica.

Si le piden código postal, que ponga 00000. Sí hay, pero nadie lo usa.

Thierry dijo...

Ya que hablas de esto, acabo de enterarme de que cuando los franceses impusieron (¿impusimos?)a los judíos el porte de la estrella amarilla, en los años 40, la estrella no se la daban gratis, se la desquitaban de la libreta (tiempos de escasez, para conseguir algo había que presentar la libreta). Hasta tal punto que existe una carta oficial para decir que si a un judío no le quedaba cupo en la libreta, sin embargo había que darle la estrella. Qué generosidad. Así que no trates de conmoverme con los hijos de Inés descuartizando gatos en el baño (justamente era lo que estaba traduciendo en este momento). He transmitido tu solicitud a Alain. Un abrazo

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Para los que no entiendan, en Los héroes tienen sueño (que Thierry está traductando) hay un capítulo que termina así:


Me había llevado la Parabellum y la limpié por lo menos ocho veces. Inés veía las telenovelas y yo limpiaba la Parabellum. Como una familia común y corriente. Lástima que hubiera dejado a sus hijos; hubieran podido descuartizar un gato en el baño. O colgarse del cuello en el balcón.
Estar muerto, pensaba. Estar muerto no debe ser tan malo. Lo malo es estar muriéndose.
–No dijiste en serio lo de casarnos –preguntó Inés.
–No.
–Qué bueno. Mis hijos son muy sensibles.
Descuartizar un gato en el baño. Cada quién tiene su idea de lo que es ser sensible. La mía es descuartizar un gato en el baño y después ponerse a llorar.

Anónimo dijo...

Emmanuel Pocasangre

me alegra que sus libros sigan siendo publicados en francia, sabe yo tengo una maestra que me imparte filosofia y de hecho ha leido un libro en frences de usted (no me pregunte cómo) pero por mi primo tambien me entere que al parecer en un colegio vio unos niños salir con su libro Trece. (tan pequeños y ya les hablan de muertos, pues esta bien, ya era hora de hacer algo por la infancia no)y hablando en materia de muertos, de lo de su amigo que esta trduciendo las cartas, me recuerda en estos momentos que mi primo ya easta en la morgue con la materia de anatomia, la visita pasada vino con un olor a muerto, fue grato, pero le gusta jugar con ellos, creo que a su muerto le ha llamado prometeo.

pero en fin pronto saldré de vacaciones, llegaré a lacedemonia. saludos a todos