Artículos inconclusos, y uno que no
En mi búsqueda en el disco duro, he hallado algunas notas para artículos que no voy a escribir por algún motivo, entre otros que quizá ya no piense lo mismo, o quizá no lo piense de la misma manera ni con las mismas palabras. Algunas ideas las usé para otros artículos y ensayos; otras se quedaron allí, y ahora las pongo acá. Estos textos fueron no escritos para la revista Tendencias, de muy grata memoria.
Escritores provincianos
El problema no es la existencia o no de una cultura nacional (una literatura nacional, en este caso), sino el considerar que la literatura pueda ser nacional, o continental o local.
El problema es, si lo hay, la autorreferencia; esto es: el establecimiento de parámetros a partir de un universo limitado. Suena pedante y complicado, pero no lo es: la “literatura nacional” parte las más de las veces del supuesto implícito de que fuera de ella no hay mucho que sea digno de tomarse en cuenta; en todo caso, “lo de afuera” es una referencia incidental, no un parámetro importante para la creación de una obra de carácter —usemos esa palabra espantosa— universal.
Uno de los escritores que más influencia han ejercido en El Salvador es Salarrué. En su tiempo, dentro de su corriente, quizá fue uno de los más importantes escritores del continente, junto con Icaza en Ecuador (Huasipungo) y Rojas en México (El diosero).
En Salarrué había, sin duda, la búsqueda de eso que a falta de mejor nombre se conoce como identidad nacional; Cuentos de barro y Cuentos de cipotes quizá sean sus obras más logradas en ese sentido. Sin embargo Salarrué nunca dejó de aparecer —en las pocas enciclopedias en las que apareció— más que como un escritor costumbrista, al que pocos conocen fuera de El Salvador. Un magnífico escritor sin duda, y quizá uno de los pocos que sobrevivieron al costumbrismo, pero el “ismo” fue su etiqueta identificadora.
Mucha de la literatura salvadoreña de las últimas décadas ha girado alrededor de Salarrué, y con razón: el hombre sabía escribir. Sin embargo, como siempre que hay un gran maestro de por medio, de Salarrué se ha tendido a copiar más la forma que el fondo: el lenguaje y hasta la temática de sus principales libros, no su técnica o —en un terreno bastante más resbaloso— su espíritu.
Mucha de la literatura salvadoreña de las décadas pasadas (incluso de la actual) se ha quedado en el lenguaje y en los giros coloquiales: el tema principal de cuentos, poemas y algunas novelas, el personaje central, la trama misma, tiende a ser ni más ni menos que el lenguaje y los giros coloquiales. No son pocas las ocasiones en las que se confía a las palabras tan propias del habla salvadoreña toda la estructura del trabajo literario y la efectividad de los elementos humanos y técnicos que Forster mencionó en aquella serie de conferencias acerca de los aspectos de la novela y de otras letras.
El riesgo es la creación de una literatura provinciana, lo cual no sería tan grave como la convicción de que ser salvadoreño y tener un lenguaje particular da a la producción literaria es garantía de calidad. (¿Quién puede saber, fuera de estas fronteras, por qué alguien extraña algo con un nombre tan críptico como “chilate” o “pupusas con loroco”?)
Elecciones
Las campañas electorales son un muy caro espectáculo que sirven para que la ciudadanía decida quién será su próximo presidente, diputado, alcalde y representantes ante el el Parlecen, un órgano que no termina de mostrar su verdadera función, siempre que ésta no sea la de dar un buen exilio a ciertos políticos.
El centro de las campañas modernas es precisamente cómo hacen los candidatos y partidos para lograr esa decisión de los ciudadanos. El convencimiento generado por las propuestas sería el medio ideal, visto del lado de la ciudadanía; visto desde el ángulo de los candidatos, el asunto tiene más que ver con la mercadotecnia que con la política.
Y a todos les parece muy natural que así sea.
Novedad y letras
La búsqueda de lo nuevo es, idealmente, una de las condiciones de la escritura. De manera soberbia o fatalista, debería existir un punto de partida a la hora de sentarse frente a la hoja en blanco o la pantalla en negro: si uno no se inventa algo nuevo, ¿qué sentido tiene escribir?
"Inventarse algo nuevo" es, claro, una premisa de lo más relativa. En primer lugar, tendrá que ver con los conocimientos previos del que escribe, y quizá --los casos son frecuentes-- "se invente" recursos de algo que alguien enunció y utilizó decenas de años atrás
Bossa nova y blues
Hay ambigüedad en las notas del bossa–nova: cada acorde es un puente, no tiene identidad propia, no tiene un valor definitivo sino como transición. Hay una interminable cadena de cosas intermedias, de acordes que no son mayores ni menores; las notas —la secuencia— no dicen sino que sugieren algo que está a punto de ocurrir pero que nunca ocurrirá.
En el bossa–nova importa el ritmo, que es irregular, y la armonía adquiere un valor percutivo. La ambigüedad, entonces, se convierte en cadencia. Los sonidos no tiene valor en tanto formen una armonía definida, sino en tanto se integren con el ritmo.
También en las voces del bossa–nova hay ambigüedad: Joao Gilberto canta con voz de niño que descubrió la música apenas en los primeros compases de la canción y que intenta con timidez moverse entre el ritmo suave y la armonía ambigua; Astrud Gilberto, con voz grave, le hace dúo y suena tan sólida igualmente ambigua en su forma y consistencia. Los hombres del bossa–nova (Chico Buarque también, y Caetano Veloso) están siempre a punto de llenar la voz de lágrimas; las mujeres del bossa–nova (María Bethania también) están siempre a punto de enojarse y regañar: los papeles que socialmente juegan los sexos no están intercambiados; sólo son ambiguos, aunque no equívocos.
Uno sabe que cuando la canción termine las cosas volverán a su estado anterior, que las secuencias de acordes serán mayores o menores, o séptimas en las transiciones, y sólo algún disminuido que, como excepción a la regla, se erigirá en un punto de emoción en medio de un todo previsible y cómodo; que las voces de los hombres y las mujeres regañarán y llorarán, respectivamente.
Pero en el lapso que ocupó la canción, en lo que duraron sus secuencias tan lógicas mientras se las escuchó y sin embargo tan artificiales cuando se piensa en ellas, el mundo se movió como en un carnaval lento y cadencioso, sin moral dominante, y el diablo en la calle: los papeles se cambiaron, la música fue metáfora de la música, el ritmo lo fue todo y la guitarra, extrañada, se mira a sí misma y no se explica cómo pudo sonar a algo para lo que no fue fabricada bajo las manos violadoras de Jobim, ese espanto de dedos.
Hay ambigüedad también en la armonía del blues, pero su carácter es harto diferente. Mientras que la elaboración excesiva del bossa–nova crea indefinición, la ambigüedad del blues deviene totalidad, contornos precisos.
Sólo hay tres acordes en el blues, y casi siempre en el mismo orden y el mismo número de compases: su pobreza es de los bolsillos, no del espíritu. Los tres acordes son séptimas, es decir puentes hacia alguna parte. Pero la subdominante no se resuelve a su vez en la subdominante (lo que llevaría a un loop incontenible), sino que regresa a la tónica, que de la séptima pasará a la dominante, una perversión armónica si las hay y, como toda perversión, harto atractiva. Y en la dominante la séptima hace que la secuencia —siempre la misma, obsesivamente— cobre nuevamente sentido: el paso a la tónica devuelve la normalidad al blues al menos durante un par de compases.
Las séptimas del blues son sin embargo un puente hacia ninguna parte (en el bossa hay un puente perpetuo hacia la nota siguiente). La séptima es una nota de transición que puede originarse en un acorde mayor o menor, y contiene a ambos. (Las séptimas menores son pequeños juegos de armonía; las mayores engloban también a las notas menores y gracias al blues han adquirido cuerpo y personalidad propios.) El que toca blues se mueve, pues, en dos mundos que podrían ser opuestos si se los viera desde la técnica, pero no desde el lado de las sensaciones: la previsible tristeza de las notas menores, el esperable optimismo de las mayores. Y, a la vez, las séptimas, que son tensión y, en el caso del blues, tensión perpetua.
Las blue notes se originan en el lado menor del espectro, mientras que el acompañamiento juega a los acordes mayores. Salvo por algunas piezas que hacen alarde de maestría técnica —Bruebeck ha jugado a juntar dos mundos que son agua y aceite, con excelentes resultados—, sólo las séptimas pueden contener lo incontenible que hay en dos mundos de sensaciones y sonidos contradictorios y excluyentes. La ambigüedad es en realidad afirmación: es la fusión de elementos incompatibles que se da en notas que pertenecen a la transición, pero no hay transición, sino secuencia.
El bossa–nova es música pura, sonido total —su ambigüedad particular lo hace inaprensible, y hay que aceptarlo como es—; en el blues la música es un pretexto, y la ambigüedad sólo sirve para expresar sentimientos encontrados. En el bossa, el amor es siempre ideal, y de allí la ambigüedad de su ejecución a todos los niveles; en el blues el amor es real, y la realidad provoca ambivalencia.
En el bossa hay susurros; en el blues hay el grito siempre, aunque sólo se oigan susurros. En el bossa hay sensaciones que se transforman en cadencia y se regocijan en el devenir; en el blues hay obsesión, y toda obsesión es cadencia.
Y éste que sí terminé, que se publicó en la columna Clase B, del diario mexicano El financiero, en 1991 o 1992, en estricto WordPerfect 5.1, cuando los módems de 2,400bps y los CPUs a 16MHz eran tan avanzados como los cuatro megas en RAM de mi AT 80286, con su modernísimo disco duro IDE de 40 megas (el equivalente a menos que un CD en mp3):
Cuidado con la máquina
Por allá por 1960, Orson Welles filmó El proceso, una adaptación de la novela de Franz Kafka, con la actuación de Anthony Perkins. El tema: la burocracia condena a muerte a un hombre por un delito del que jamás se habla, y que seguramente ni siquiera cometió.
En la película --Kafka no llegó a saber de esas cosas-- Wells insinúa que la causante de todo ese caos es una inmensa computadora en la que los hombres han descargado todas sus responsabilidades legales, administrativas y hasta amorosas, a la que incluso le confían la decisión sobre quién debe vivir o morir.
No es que la computadora de Wells sea un ente malo: simplemente es una máquina, tan susceptible de errores como los que la programaron. Pero los humanos se dejan llevar por su lógica irreductible –la de la máquina–, y el resultado es, desde luego, el absurdo.
Existían máquinas nefastas en Metrópolis, de Fritz Lang, filmada en la segunda década del siglo. La peor de ellas es un clon de la dulce María, que –horror– incita a los obreros a la lucha de clases. Son las computadoras quienes provocan la casi destrucción de la humanidad en la serie Terminator. Entre ambas películas apareció ese inolvidable y conmovedor psicópata que es Hal 9000, la máquina humana de 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
El colmo de la mitificación de las computadoras fue Virus mortal, en la que un virus computacional provocara las muertes más terribles. ¿Jalado de los cabellos? Sí, pero no: hay gente de soporte técnico que ha recibido llamadas de usuarios que preguntan –avergonzados, eso sí– si un virus computacional puede afectar a los que usen la máquina infectada.
Es indudable que existe una poderosa interactividad entre el usuario y su computadora, es decir entre el usuario y un software y un hardware creados para desarrollar funciones amplias, pero necesariamente limitadas. Una relación, para decirlo pronto, como la que se podría establecerse con una pluma fuente y un papel o con un juego de escuadras o un taller tipográfico.
Es cierto: a través de las computadoras se puede optimizar la destrucción, como ocurrió en Irak a través de Nintendos de miles de millones de dólares; los monstruos del juego eran soldados y niños, 10,000 puntos extra por cada objetivo destruido, sólo 2,000 si se trata de un hospital civil. Pero también con una noble herramienta de trabajo como podría ser un martillo se han perpetrado crímenes espeluznantes.
El problema ya lo habían considerado los profetas que vieron el apocalipsis en esa caja llamada televisión (bueno, algunos): lo que anda mal no es el medio, sino los contenidos. MacLuhan se quitó la pedrada enunciando que el medio es el mensaje: la frase es tan tramposa que, tantos años después, no ha sido refutada de modo convincente, ni siquiera comprendida en toda su extensión.
Kubrick, en la ya citada 2001, da una pista acerca de lo que es una computadora cuando los homínidos descubren, como Caín, los usos de una quijada de animal. En la toma final de la escena, uno de los trogloditas, en un arranque de emoción, arroja un al cielo un hueso, que de pronto se convierte en un transbordador de Pan American que hace un viaje regular a la Luna. El transbordador, como el hueso, son simples extensiones de la mano humana.
También lo es la PC o la Mac que uno tiene sobre su escritorio o sobre el escritorio de la oficina. Y también Hal 9000, con su voz perturbadora, cuando arroja al espacio a los astronautas que se encuentran en hibernación.
Escritores provincianos
El problema no es la existencia o no de una cultura nacional (una literatura nacional, en este caso), sino el considerar que la literatura pueda ser nacional, o continental o local.
El problema es, si lo hay, la autorreferencia; esto es: el establecimiento de parámetros a partir de un universo limitado. Suena pedante y complicado, pero no lo es: la “literatura nacional” parte las más de las veces del supuesto implícito de que fuera de ella no hay mucho que sea digno de tomarse en cuenta; en todo caso, “lo de afuera” es una referencia incidental, no un parámetro importante para la creación de una obra de carácter —usemos esa palabra espantosa— universal.
Uno de los escritores que más influencia han ejercido en El Salvador es Salarrué. En su tiempo, dentro de su corriente, quizá fue uno de los más importantes escritores del continente, junto con Icaza en Ecuador (Huasipungo) y Rojas en México (El diosero).
En Salarrué había, sin duda, la búsqueda de eso que a falta de mejor nombre se conoce como identidad nacional; Cuentos de barro y Cuentos de cipotes quizá sean sus obras más logradas en ese sentido. Sin embargo Salarrué nunca dejó de aparecer —en las pocas enciclopedias en las que apareció— más que como un escritor costumbrista, al que pocos conocen fuera de El Salvador. Un magnífico escritor sin duda, y quizá uno de los pocos que sobrevivieron al costumbrismo, pero el “ismo” fue su etiqueta identificadora.
Mucha de la literatura salvadoreña de las últimas décadas ha girado alrededor de Salarrué, y con razón: el hombre sabía escribir. Sin embargo, como siempre que hay un gran maestro de por medio, de Salarrué se ha tendido a copiar más la forma que el fondo: el lenguaje y hasta la temática de sus principales libros, no su técnica o —en un terreno bastante más resbaloso— su espíritu.
Mucha de la literatura salvadoreña de las décadas pasadas (incluso de la actual) se ha quedado en el lenguaje y en los giros coloquiales: el tema principal de cuentos, poemas y algunas novelas, el personaje central, la trama misma, tiende a ser ni más ni menos que el lenguaje y los giros coloquiales. No son pocas las ocasiones en las que se confía a las palabras tan propias del habla salvadoreña toda la estructura del trabajo literario y la efectividad de los elementos humanos y técnicos que Forster mencionó en aquella serie de conferencias acerca de los aspectos de la novela y de otras letras.
El riesgo es la creación de una literatura provinciana, lo cual no sería tan grave como la convicción de que ser salvadoreño y tener un lenguaje particular da a la producción literaria es garantía de calidad. (¿Quién puede saber, fuera de estas fronteras, por qué alguien extraña algo con un nombre tan críptico como “chilate” o “pupusas con loroco”?)
Elecciones
Las campañas electorales son un muy caro espectáculo que sirven para que la ciudadanía decida quién será su próximo presidente, diputado, alcalde y representantes ante el el Parlecen, un órgano que no termina de mostrar su verdadera función, siempre que ésta no sea la de dar un buen exilio a ciertos políticos.
El centro de las campañas modernas es precisamente cómo hacen los candidatos y partidos para lograr esa decisión de los ciudadanos. El convencimiento generado por las propuestas sería el medio ideal, visto del lado de la ciudadanía; visto desde el ángulo de los candidatos, el asunto tiene más que ver con la mercadotecnia que con la política.
Y a todos les parece muy natural que así sea.
Novedad y letras
La búsqueda de lo nuevo es, idealmente, una de las condiciones de la escritura. De manera soberbia o fatalista, debería existir un punto de partida a la hora de sentarse frente a la hoja en blanco o la pantalla en negro: si uno no se inventa algo nuevo, ¿qué sentido tiene escribir?
"Inventarse algo nuevo" es, claro, una premisa de lo más relativa. En primer lugar, tendrá que ver con los conocimientos previos del que escribe, y quizá --los casos son frecuentes-- "se invente" recursos de algo que alguien enunció y utilizó decenas de años atrás
Bossa nova y blues
Hay ambigüedad en las notas del bossa–nova: cada acorde es un puente, no tiene identidad propia, no tiene un valor definitivo sino como transición. Hay una interminable cadena de cosas intermedias, de acordes que no son mayores ni menores; las notas —la secuencia— no dicen sino que sugieren algo que está a punto de ocurrir pero que nunca ocurrirá.
En el bossa–nova importa el ritmo, que es irregular, y la armonía adquiere un valor percutivo. La ambigüedad, entonces, se convierte en cadencia. Los sonidos no tiene valor en tanto formen una armonía definida, sino en tanto se integren con el ritmo.
También en las voces del bossa–nova hay ambigüedad: Joao Gilberto canta con voz de niño que descubrió la música apenas en los primeros compases de la canción y que intenta con timidez moverse entre el ritmo suave y la armonía ambigua; Astrud Gilberto, con voz grave, le hace dúo y suena tan sólida igualmente ambigua en su forma y consistencia. Los hombres del bossa–nova (Chico Buarque también, y Caetano Veloso) están siempre a punto de llenar la voz de lágrimas; las mujeres del bossa–nova (María Bethania también) están siempre a punto de enojarse y regañar: los papeles que socialmente juegan los sexos no están intercambiados; sólo son ambiguos, aunque no equívocos.
Uno sabe que cuando la canción termine las cosas volverán a su estado anterior, que las secuencias de acordes serán mayores o menores, o séptimas en las transiciones, y sólo algún disminuido que, como excepción a la regla, se erigirá en un punto de emoción en medio de un todo previsible y cómodo; que las voces de los hombres y las mujeres regañarán y llorarán, respectivamente.
Pero en el lapso que ocupó la canción, en lo que duraron sus secuencias tan lógicas mientras se las escuchó y sin embargo tan artificiales cuando se piensa en ellas, el mundo se movió como en un carnaval lento y cadencioso, sin moral dominante, y el diablo en la calle: los papeles se cambiaron, la música fue metáfora de la música, el ritmo lo fue todo y la guitarra, extrañada, se mira a sí misma y no se explica cómo pudo sonar a algo para lo que no fue fabricada bajo las manos violadoras de Jobim, ese espanto de dedos.
Hay ambigüedad también en la armonía del blues, pero su carácter es harto diferente. Mientras que la elaboración excesiva del bossa–nova crea indefinición, la ambigüedad del blues deviene totalidad, contornos precisos.
Sólo hay tres acordes en el blues, y casi siempre en el mismo orden y el mismo número de compases: su pobreza es de los bolsillos, no del espíritu. Los tres acordes son séptimas, es decir puentes hacia alguna parte. Pero la subdominante no se resuelve a su vez en la subdominante (lo que llevaría a un loop incontenible), sino que regresa a la tónica, que de la séptima pasará a la dominante, una perversión armónica si las hay y, como toda perversión, harto atractiva. Y en la dominante la séptima hace que la secuencia —siempre la misma, obsesivamente— cobre nuevamente sentido: el paso a la tónica devuelve la normalidad al blues al menos durante un par de compases.
Las séptimas del blues son sin embargo un puente hacia ninguna parte (en el bossa hay un puente perpetuo hacia la nota siguiente). La séptima es una nota de transición que puede originarse en un acorde mayor o menor, y contiene a ambos. (Las séptimas menores son pequeños juegos de armonía; las mayores engloban también a las notas menores y gracias al blues han adquirido cuerpo y personalidad propios.) El que toca blues se mueve, pues, en dos mundos que podrían ser opuestos si se los viera desde la técnica, pero no desde el lado de las sensaciones: la previsible tristeza de las notas menores, el esperable optimismo de las mayores. Y, a la vez, las séptimas, que son tensión y, en el caso del blues, tensión perpetua.
Las blue notes se originan en el lado menor del espectro, mientras que el acompañamiento juega a los acordes mayores. Salvo por algunas piezas que hacen alarde de maestría técnica —Bruebeck ha jugado a juntar dos mundos que son agua y aceite, con excelentes resultados—, sólo las séptimas pueden contener lo incontenible que hay en dos mundos de sensaciones y sonidos contradictorios y excluyentes. La ambigüedad es en realidad afirmación: es la fusión de elementos incompatibles que se da en notas que pertenecen a la transición, pero no hay transición, sino secuencia.
El bossa–nova es música pura, sonido total —su ambigüedad particular lo hace inaprensible, y hay que aceptarlo como es—; en el blues la música es un pretexto, y la ambigüedad sólo sirve para expresar sentimientos encontrados. En el bossa, el amor es siempre ideal, y de allí la ambigüedad de su ejecución a todos los niveles; en el blues el amor es real, y la realidad provoca ambivalencia.
En el bossa hay susurros; en el blues hay el grito siempre, aunque sólo se oigan susurros. En el bossa hay sensaciones que se transforman en cadencia y se regocijan en el devenir; en el blues hay obsesión, y toda obsesión es cadencia.
Y éste que sí terminé, que se publicó en la columna Clase B, del diario mexicano El financiero, en 1991 o 1992, en estricto WordPerfect 5.1, cuando los módems de 2,400bps y los CPUs a 16MHz eran tan avanzados como los cuatro megas en RAM de mi AT 80286, con su modernísimo disco duro IDE de 40 megas (el equivalente a menos que un CD en mp3):
Cuidado con la máquina
Por allá por 1960, Orson Welles filmó El proceso, una adaptación de la novela de Franz Kafka, con la actuación de Anthony Perkins. El tema: la burocracia condena a muerte a un hombre por un delito del que jamás se habla, y que seguramente ni siquiera cometió.
En la película --Kafka no llegó a saber de esas cosas-- Wells insinúa que la causante de todo ese caos es una inmensa computadora en la que los hombres han descargado todas sus responsabilidades legales, administrativas y hasta amorosas, a la que incluso le confían la decisión sobre quién debe vivir o morir.
No es que la computadora de Wells sea un ente malo: simplemente es una máquina, tan susceptible de errores como los que la programaron. Pero los humanos se dejan llevar por su lógica irreductible –la de la máquina–, y el resultado es, desde luego, el absurdo.
Existían máquinas nefastas en Metrópolis, de Fritz Lang, filmada en la segunda década del siglo. La peor de ellas es un clon de la dulce María, que –horror– incita a los obreros a la lucha de clases. Son las computadoras quienes provocan la casi destrucción de la humanidad en la serie Terminator. Entre ambas películas apareció ese inolvidable y conmovedor psicópata que es Hal 9000, la máquina humana de 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
El colmo de la mitificación de las computadoras fue Virus mortal, en la que un virus computacional provocara las muertes más terribles. ¿Jalado de los cabellos? Sí, pero no: hay gente de soporte técnico que ha recibido llamadas de usuarios que preguntan –avergonzados, eso sí– si un virus computacional puede afectar a los que usen la máquina infectada.
Es indudable que existe una poderosa interactividad entre el usuario y su computadora, es decir entre el usuario y un software y un hardware creados para desarrollar funciones amplias, pero necesariamente limitadas. Una relación, para decirlo pronto, como la que se podría establecerse con una pluma fuente y un papel o con un juego de escuadras o un taller tipográfico.
Es cierto: a través de las computadoras se puede optimizar la destrucción, como ocurrió en Irak a través de Nintendos de miles de millones de dólares; los monstruos del juego eran soldados y niños, 10,000 puntos extra por cada objetivo destruido, sólo 2,000 si se trata de un hospital civil. Pero también con una noble herramienta de trabajo como podría ser un martillo se han perpetrado crímenes espeluznantes.
El problema ya lo habían considerado los profetas que vieron el apocalipsis en esa caja llamada televisión (bueno, algunos): lo que anda mal no es el medio, sino los contenidos. MacLuhan se quitó la pedrada enunciando que el medio es el mensaje: la frase es tan tramposa que, tantos años después, no ha sido refutada de modo convincente, ni siquiera comprendida en toda su extensión.
Kubrick, en la ya citada 2001, da una pista acerca de lo que es una computadora cuando los homínidos descubren, como Caín, los usos de una quijada de animal. En la toma final de la escena, uno de los trogloditas, en un arranque de emoción, arroja un al cielo un hueso, que de pronto se convierte en un transbordador de Pan American que hace un viaje regular a la Luna. El transbordador, como el hueso, son simples extensiones de la mano humana.
También lo es la PC o la Mac que uno tiene sobre su escritorio o sobre el escritorio de la oficina. Y también Hal 9000, con su voz perturbadora, cuando arroja al espacio a los astronautas que se encuentran en hibernación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario