24 de febrero de 2005

Un buen espejo



Pues resulta que Sandro Cohen, además de ser amigo. buen poeta y ex compañero de trabajo y aventuras internéticas, tiene una editorial en México (http://www.edicolibri.com). Me pidió hace unas semanas una novela para su publicación. Le envié como cinco y escogió una policial, que por cuestiones editoriales y comerciales renombró como Un buen espejo. Resistí hasta donde pude, pero Sandro siempre ha tenido una lógica tan implacable y sencilla que no hay modo de decirle que no durante mucho tiempo. (Aún me despierto por las noches pensando: "¿Por qué no le contesté que...?" o "¡Si hubiera aguantado un email más...!")
El proceso de publicación del libro, junto con dos más hasta el momento, le ha llevado como tres semanas, y no pasará del mes, nada mal para un editor independiente. Y hoy me mandó el "borrador" de la portada, a la que sólo le cambiará el micrófono hi-tech por uno de los años sesenta.
Hay un detalle: el libro está acreditado e Rafael Menjívar, sin el Ochoa. En México ése no es un problema; durante años fui uno de los dos Rafael Menjívar en todo el país (el otro era mi hijo, Rafael Eduardo Menjívar Mérida, mejor conocido como Eduardo). Aquí en El Salvador encontré 72 en el registro electoral, y el Ochoa es incluso necesario, gracias entre otras cosas a que mi padre era Rafael Menjívar (Larín) y a que hay uno con el que me confundieron hace poco más de un año, que formó parte de una campaña anticomunista de lo más desagradable, más un par de abogados y un médico de renombre. En Costa Rica mi padre es bastante conocido, y más de una vez llegaron a felicitarlo no sólo por sus libros de ciencias sociales, sino también por sus novelas; algo parecido pasa en Francia, donde era catedrático visitante de La Sorbona. En Centroamérica y Francia, pues, tengo que ser Menjívar Ochoa. En México he publicado sólo como Menjívar, y que me perdone mi madre, pero me encanta esa simplicidad, gracias a la cual alguna vez me pidieron también que autografiara un libro sobre acumulación originaria de capital, después de felicitarme por ser tan joven.
El otro detalle es que siempre peleé para que no pusieran fotos mías en mis libros, y sólo dos veces no he tenido éxito. La primera, con Histoire du Traître de Jamais Plus, en 1988; la segunda, ahora, con Un buen espejo. Y además se lleva toda la contratapa... Pero no me atrevo a discutir con Sandro, o es capaz de convencerme de que le mande una más grande. Por suerte la foto es buena, tomada por mi amigo Víctor Hugo Barrientos para un libro que iba a publicar Editorial Norma, que retiré porque a la editora en Costa Rica se le ocurrió decirme que no me daría un adelanto en efectivo porque publicar con Norma más bien era una oportunidad para mí. Y quizá fuera cierto, pero había que ponerse digno, a falta de una actitud más redituable.
Es mi primer libro para 2005. En marzo aparecerá Ils en Francia, una traducción de Thierry Davo para Terceras personas (UAM, México, 1996), y me han dicho que por mayo aparecerá, también en México, Instrucciones para vivir sin piel, publicado en Francia el octubre pasado. Prometen asimismo un par de reediciones en El Salvador.
Seguiremos informando.

23 de febrero de 2005

Santa María de Iquique y otras circunstancias

En 1969 mi padre se pasó un año sabático en Chile (nueve meses sabáticos, en realidad), del que resultó su libro Reforma agraria en Chile (Editorial Universitaria, San Salvador, 1970). Era su tema en ese entonces (mientras estaba en Chile apareció otro libro, Reforma agraria en Guatemala, Bolivia y Cuba, que aún es parte del programa universitario en El Salvador), y de hecho fue su tema, muy a su pesar, durante lo que le alcanzó la vida. Buscaba trabajo como profesor de teoría del estado --que le apasionaba-- o estudios latinoamericanos o cosas así, y lo contrataban como economista agrícola. En sus últimos años logró investigar y publicar de otros temas, gracias a que era el jefe y decidía qué investigaciones se hacían y quién las hacía.
Cuando regresó de Chile trajo varios discos, escondidos en fundas de Los Huasos Quincheros, los Hermanos Silva y Leonardo Favio, junto con otro en una funda totalmente blanca.
Tenía sólo 10 años, y me prohibieron estrictamente que oyera los discos si no estaba mi padre presente, y era poco el tiempo en que estaba presente (al año siguiente lo elegirían rector de la Universidad de El Salvador y la campaña y los preparativos ya estaban en marcha). El motivo de la restricción era sencillo: bastaba con que algún policía o guardia nacional que pasara frente a la casa escuchara cualquier cosa de la que hubiera en los discos para meternos en serios problemas. O alguno de los policías de civil que nos rodeaban desde que yo tenía memoria: uno que seguía a mi madre a cualquier parte, un automóvil completo lleno de judiciales para mi padre y uno que se la pasaba frente a la casa simulando que no existíamos, más una patrulla con uniformados a media cuadra, más los teléfonos intervenidos y toda la parafernalia de las dictaduras de aquel entonces. (A partir de mis doce años tuve mi propio policía, que me seguía a donde fuera. No iba a muchas partes, así que el tipo se ganaba la vida sin complicaciones.)
Escuché, algún sábado, a bajo volumen, fragmentos de la Cantata de Santa María de Iquique, de Quilapayún. Quizá fue lo que me llevó a empezar con la música un par de años después. No tanto por la temática o la intensidad de la narración y de la interpretación, sino por el sonido como cortado a cuchillo de la quena, el brillo del charango, las disonancias que no se parecían a nada que hubiera oído hasta entonces, la métrica de las letras, harto diferentes de las canciones de protesta que había oído y de la mayor parte de las que oiría después, excluyendo desde luego a Violeta Parra, que aún me encanta y a quien aún admiro.
Junto con el disco, mi padre trajo una quena. No hubo modo de sacarle sonido. Alguna vez me pusieron un charango entre las manos, pero la persona que lo tenía no sabía ni afinarlo. Vi algún bombo de lejos, en Costa Rica, por allí de 1974. Aunque para ese entonces ya tocaba razonablemente la guitarra, no hubo quien me enseñara los respectivos acompañamientos.
Cuando llegamos a México, en 1976, encontré de todo: los instrumentos y gente que los tocara, porque precisamente estaba de moda la música sudamericana y era de buen tono que la gente de izquierda la escuchara todo el tiempo. Me pasé tres años aprendiendo y llegué a manejar razonablemente un par de los intrumentos. Cuando ya los manejaba me di cuenta de que lo que me gustaba era otra cosa, y que más bien quería ser escritor. De algo me sirvió, en todo caso; algunos centavos gané con eso, y me divertí.
Hoy, treinta y cinco años después de la primera vez, unos quince después de escucharla por última, conseguí nuevamente la Cantata (la escucho por segunda vez mientras escribo esto) y la disfruto sin juzgarla; me ha acompañado durante buena parte de mi vida y sería injusto y tonto. Quisiera ponerme inteligente o pedante y decir "Bueno, hay que entender, el tiempo ha pasado, esa época de la música de protesta, claro, Quilapayún sigue siendo un icono, ya superado pero icono al fin", etcétera. No puedo ni quiero. Me doy cuenta de que conozco las letras de memoria, cada inflexión de la voz del narrador, cada vibración de las quenas. Y, con todo lo trágico de la historia que cuenta, me llena de alegría oír el disco y saber que el tiempo no borra todo (y de hecho borra muy poco). Lo oigo a bajo volumen no por añoranza o peligro, sino porque son las tres y tantos de la mañana y la bebé y Krisma están dormidas.
Para cerrar la historia, en aquellos mis diez años, un día saqué de su escondite los discos prohibidos de mi padre, me fui a casa de la abuela (que vivía al lado) y los escuché durante toda una tarde en el aparato de sonido del tío Mauricio, un Fisher de lo mejorcito. Entre los discos estaba la Cantata, que oí completa por primera vez, y algo más, que no recuerdo; creo que eran cosas de Angel Parra y Víctor Jara.
Escuché el disco que venía en la funda en blanco, sin etiquetas por ninguna parte. Era una voz desagradable, leyendo cosas con mucho ritmo pero que no me decían nada. Mi medida de la poesía era el Romancero gitano, de Lorca, que mi padre me leía desde que era bebé, sentado en sus piernas, y algo de Quevedo y Barba Jacob. Lo que me pareció en ese momento fue que el tipo del disco no creía en lo que me estaba diciendo, y nunca soporté a la gente así.
No reuerdo cómo se enteraron de que había escuchado los discos; quizá llegaron antes de tiempo y no hubo modo de ocultarlo. Después de un regaño pavoroso, comenté con mi padre lo del tipo del disco, y dijo que en efecto leía muy mal su poesía, pero que era uno de los genios de la poesía y que seguro se ganaba el Nobel aunque fuera comunista. Cuando en efecto se ganó el Nobel, compró --también clandestinamente-- sus poemas completos, y juro que traté de que me gustaran, al menos de encontrarles alguna gracia. Hasta ahora ha sido imposible. Si la clandestinidad no había logrado que le agarrara aprecio a Neruda, nada lo lograría. Ni lo ha logrado.

Nota bene: Acabo de buscar en Amazon.com la Cantata de Santa María de Iquique. Encuentro que hay dos discos disponibles, y que el precio de un ejemplar "casi nuevo" es de $1,010.84. Sí: mil diez dólares con ochenta y cuatro centavos. El de uno nuevo es de $1,010.85, o sea de un centavo más. Y eso que la izquierda y sus iconos están a la baja. No pagaría tanto por un disco que debería ser para todos, no sólo para el dueño (seguramente snob) de una cantidad que alcanzaría para comprar, digamos, las obras completas de Bach, y algo más.

7 de febrero de 2005

Nerd o no nerd

Después de trece años de andar dando vueltas por Internet y de tener algunos amigos adictos a cosas como Linux, Star Trek y The Hitchiker's Guide to the Galaxy, y de ver que son más o menos como uno ha sido durante su vida (quizá más inclinados a la tecnología y a la ciencia que a la literatura), el término "nerd" ya suena natural, aunque entiende que los nerds son los demás, que uno sólo anda en lo suyo.
Uno, buscando buscando, encuentra una página en la que se puede medir el nivel de nerditud y, a falta de otra cosa que hacer antes de irse a dormir, realiza el test correspondiente. Algunas de las preguntas son un tanto bobas, como "Do you have biohazard or warning signs posted in your room?", y la respuesta es no; esas cosas generalmente no se ponen cuando uno tiene una bebé de 8 meses dentro del cuarto. Hay una cierta simbología, un algo de pudor, cierto sentido de las proporciones y una esposa que lo impiden. Un nerd de verdad no sólo contestaría de manera positiva: es seguro que tendrá los letreros dentro de su cuarto, con o sin esposa y/o bebé.
A otra pregunta ("What is the grossest thing in your room, right now?"), hay una serie de respuestas a escoger: "Nada. Está limpio." "Algunas ropas sucias." (La verdad en el caso de uno; hoy vino la señora que lava y plancha.) "Algo de comida vieja." "Insectos y roedores." "Insectos y roedores muertos." Supongo que algunos de los nerds de verdad, o todos los que quisieran ser nerds, marcarán la última opción, los primeros porque es cierto y los segundos para levantar la puntuación y la autoestima, pobrecitos ambos.
Uno dice: "Bueno, mi puntaje bajará cuando conteste que uso Windows y no Linux o Solaris". Windows es el sistema operativo universalmente despreciado por los nerds (aunque casi todos lo usen y se justifiquen diciendo que es "por cuestiones de trabajo"). Se resigna asimismo a contestar que Mn es la abreviatura para el mendeleevio, porque obviamente el magnesio se llama Ma y el manganeso es Mg, como todo el mundo sabe; la respuesta llega por simple descarte. Incluso uno se porta decente y contesta lo de "¿Qué tan nerd se considera?" con un "slightly nerdy", que suena exagerado y hasta soberbio. Por eso, uno se desconcierta cuando el asunto ese le dice:

21% scored higher (more nerdy), and
79% scored lower (less nerdy).

What does this mean? Your nerdiness is:
Mid-Level Nerd. Wow, it takes a lot of hard nerdy practice to reach this level.


Y resulta que un punto más (un 80) basta para que lo manden a uno a que presente solicitud en el MIT, porque es un nerd de hueso colorado...
Hay de dos: o uno ha vivido en la ignorancia de sí mismo o la máquina de tests miente, porque uno ha contestado la verdad (aun pudiendo truquear y ser declarado nerd de nerds), y la verdad es que más de la mitad de las respuestas deben estar mal en materia de nerditud. Y no. Aquí está la prueba (puede seguir el link para hacer usted mismo el test):

.I am nerdier than 79% of all people. Are you nerdier? Click here to find out!

Uno se pregunta entonces: ¿qué es un nerd? Y busca, desde luego, en un buscador que no sabe si los nerds usen, pero deberían (http://www.ask.com). Ante la pregunta "What is a nerd?", la respuesta llega sin piedad:

Nerd (also nurd). n. (slang) A stupid, foolish, socially inept or unattractive person. A person (usually male) who is single-minded or accomplished in scientific pursuits, but lacks social skills. An unpleasant, unattractive, ineffectual or insignificant person. Also geek, anorak, bufty, train-spotter.

Como cuestión de status quince o veinteañero está bien, pero a la edad de uno (y con una bebé de ocho meses que tarde o temprano se enterará de lo que es su padre) no es agradable que le digan cosas así, aunque algunas sean ciertas. Está bien que en las películas sobre adolescentes y universitarios siempre haya un personaje "chistoso" que use lentes, tenga dientes de conejo y babee textualmente al ver hasta a la menos guapa de la clase, y que se burlen de él porque sabe de todo y lo desprecien porque se saca 10 en los exámenes; está bien que uno tenga problemas para relacionarse con la gente (pero sólo cuando lo intenta), y hasta es soportable lo de "single-minded". Pero poner "desagradable", "nada atractivo" e "insignificante" al mismo nivel que "intelectual" puede ofender... aunque mida claramente el concepto que "los otros" tienen de sí mismos y del conocimiento como algo necesario para que su siguiente celular sea más barato, traiga más lucecitas y muchas más características inútiles. (En el caso de uno, para que se diviertan con la siguiente novela que publique.)
Y los nerds (los de verdad) se sienten gratificados con ese tipo de definiciones. No porque realmente les gusten, sino porque, con todo y lo dolorosas que son, ellos saben que los demás no tienen maldita idea de los placeres únicos e intransferibles del conocimiento (útil o no: es lo de menos), de la belleza de las sutilezas sobre un tema o una frase que a los demás les parece simple redundancia, de la maravilla de saber (o querer saber) el nombre de cada cosa que uno ve en el mundo o imagina en sueños, y averiguar cómo todo (es decir todo) llegó allí, y para qué, y cuándo, y cómo, y desde dónde. Nada más saberlo. No importa el carácter de las respuestas, sino saberlas, y emocionarse con ellas, y nada más. Para un nerd, toda información tiene el mismo valor, de las tradiciones germánicas antiguas a los nombres y apodos de los Hombres X, de la teoría del caos a la poesía de Torcuato Gemini, de la cifra interminable de Pi a la receta secreta del pollo Kentucky.
O eso es lo que a uno le han contado.