25 de febrero de 2011

Los años y los hijos

Hace unos días tuve una sensación extrañísima. Después de conversar con mi hijo Eduardo, quien se encuentra en El Salvador, mi hija Valeria pidió su turno, y pues a darle con la platicada con ella.
Lo exrañísimo es que Eduardo tiene 33 años, y Valeria 6, y ni siquiera eso, ni los temas o la madurez o las cosas obvias en una conversación entre dos adultos o entre un adulto y una niña, sino la sensación de estar hablando con dos hijos, y que las pláticas y --Eduardo o Valeria me perdonen-- tuvieran el mismo valor. ¿Cómo clasificar las cosas del cariño, si una plática lo es?
También me di cuenta de que la edad de mi otra hija, Eunice (23 años) es muy cercana a la diferencia de edades entre Vale y Eduardo, y que la diferencia entre cada uno puede ser inmensa, si uno se pone dramático.
Lo que sé es que mis hijos, en especial los mayores, me han devuelto mucho de lo que les enseñé cuando eran niños, y he tenido la fortuna de que fuera lo mejor. En las últimas semanas, ni más ni menos, Eduardo me ha ayudado a recuperar trozos de memoria que perdí en los peores momentos que me ha tocado pasar. Con Eunice siempre estamos cerca, y Valeria me ha dado fuerzas para seguir vivo (los otros también, pero quiero que ella me recuerde, y que me recerde bien).
¡Ah, los años...!

18 de febrero de 2011

Amigos

A finales de diciembre, y también hace algnos días, me llamó por teléfono Leo Argüello desde Montreal, donde vive. En ambas ocasiones no supe muy bien de qué hablar, y me puse a hablar de todo; eran casi veinticinco años en los cuales sólo nos habíamos comunicado, cuando la tecnología lo permitió, por correo electrónico.
Y no es que no tviéramos nada de qué hablar; si algo hicimos con Leo fue hablar. De teatro (es un excelente actor, de las huestes del mítico Sol del Río 32), de literatura, de música. A él le debo el conocimiento de Stanislawsky, de Bob Marley, Peter Tosh y Jimmy Cliff, de los rincones más oscuros e interesantes del blues. A eso de las tres de la mañana nos vencía el hambre, más que el sueño, y nos íbamos a un changarro que estaba en Viaducto y Tlaalpan, a comprar cigarros y unas inmejorables qesadillas de sesos. Y a seguir conversando hasta el amanecer. Después yo me dormía en el sofá, a la luz de una vela que servía para quitar el olor del hmo del tabaco. A media mañana, medio despiertos, algo de desayunar y un poco más de plática, y a mediodía de regreso a mi casa.
No siempre fue así; a veces nos veíamos en otras partes, pero es lo que recuerdo con más vividez. No siempre había esos desvelos, pero de que los había, los había, como cuando nos reuníamos en casa de Beto Acevedo, el único salvadoreño con el que mantve contacto hasta que salí de México, vaya uno a saber por qué.
Beto también me ha llamado varias veces por teléfono y, como cuando llamó Leo, han sido pequeñas inyecciones de vida. Quizá de eso se trate con los amigos: que con su presencia, aun lejana, lo hacen vivir más a uno.
Cuando estuve en Francia me perdí de conocer, se supone, lo que todo turista (prefiero llamarme visitante) debe conocer. En realidad, aparte de estar en Nôtre Dame, fui para estar el mayor tiempo posible con mis amigos y platicar con ellos. Preferí varias horas de plática con Thierry Davo que los puentes sobre el Sena, unos cafés (jugos en mi caso) con Alain Mala que un cementerio o un pae de catedrales, y pude mezclar el museo de Rodin con la plática cuando Carlos Ábrego y yo visitamos a Elizabeth Burgos.
Cuando me invitaron a la feria del libro de Buenos Aires, suspendí un tratamiento que se suponía urgente (pero ¿qué es una sola semana?) para poder conversar con mi amigo Nicolás Doljanín y saludar a mi maestro de periodismo, Carlos Vanella. Y lo mismo: conocí algunas cosas, cumplí con mis compromisos, compré algunos libros (entre ellos las obras completas de Borges, para los envidiosos), y el resto fue platicar con Nico y platicar y, claro, comer empanadas, asados y esas cosas que hacen los argentinos. (En Francia también sufrí de una sobredosis de comida deliciosa, cabe aclarar.) Creo que cada vez regresé con un poco más de vida, incluso cando estuve en Bolivia conversando con mi amigo René Bascopé. Fue una plática breve; él estaba en una tumba pequeña y modesta en el Cementerio General. Valió la pena el viaje.

3 de febrero de 2011

Un buen novelista

La primera vez que supe de Mauricio Orellana fue en 2000 --creo--, cuando ganó el primer lugar de los juegos florales de San Salvador, en el género de novela, y a mí me tocó ser uno de los jueces que le dieron el premio. Fue por una novela que se llamaba La marea. Me pasé un par de semanas especulando quién de los escritores --o escritoras-- salvadoreños --o salvadoreñas-- conocidos --o etcétera-- la habría escrito, y no me daban las cuentas. Tenía una voz bastante particular y propia, lo que descartaba a un principiante puro y duro, o a uno de los novelistas de a dos por el dólar que se autopublican regularmente. Abrimos la plica y, francamente, ni idea (aunque ya le habían dado un indigno tercer lugar en el mismo certamen).
Yo trabajaba en El diario de hoy y tenía el pretexto para llamarlo para hacer una nota sobre el premio y, de paso, averiguar quién era. Y lo llamé, y me enteré de no mucho más de lo que ya sabía. (La nota se publicó, desde luego en la sección de espectáculos.) Algo me llamó la atención: me dijo que era ingeniero --creo--, que había ahorrado y se estaba dedicando exclusivamente a escribir. No sé si fue esa vez o después, pero le pedí que me mostrara más de su trabajo, y me envió una o dos novelas. De que se la estaba tomando en serio, se la estaba tomando en serio.
Y me fui a visitar a Miguel Huezo Mixco, quien por entonces era director de la DPI, y le dije: "Hay uno nuevo". Le mostré todo mi entusiasmo y le dejé el manuscrito de La marea --creo-- y el teléfono de Mauricio. Mi recomendación para una posible publicación fue Tantra o el pecado al revés, que para entonces ya conocía, una novela extraña y, a su modo, divertida. Me dijo que ya vería, etcétera. Meses me dijo que la DPI publicaría Te recuerdo que moriremos algún día, y en efecto se publicó. Según lo que me había dicho Mauricio, era su primera novela, y se nota. Está técnicamente bien lograda, pero le falta la fluidez de otras que ya tenía en las manos, y que hubieran sido un mucho mejor debut.
Conocí personalmente a Mauricio un par de años después, e incluso dio un taller de cuento en Santa Ana para La Casa del Escritor. En ese tiempo había seguido con su implacable producción, y quizá un poco después escribió otra novela que me pareció bastante buena, y me enteré que se había metido al rollo histórico y se había salido y qué sé yo. Nos encontramos varias veces aquí y allá e intercambiamos algunos correos electrónicos, y siempre me preguntaba qué rayos hacía con todo ese buen material que ha acumulado durante tanto tiempo.
Viendo hacia atrás, supongo que tener paciencia, aunque supongo que a ratos lo habrá mordido la desesperación (a quién no le sucede). Ahora ha empezado a soltar su trabajo, con una publicación en Costa Rica, y al ganar el premio "Mario Monteforte Toledo", en Guatemala (habrá algo más que no recuerde), y ojalá que siga la racha y que las novelas no sólo se publiquen, sino que también se conozcan en El Salvador, porque en serio que, hasta donde puedo decir, están muy buenas. En un país donde la buena narrativa debe buscarse con lupa grande, es algo que se agradece. (Está siempre el problema de que deba publicar en otras partes, pero ¿cómo resolverlo?)
En fin, contento por Mauricio, y por los que (más o menos) hemos seguido su trabajo.

1 de febrero de 2011

La palabra

Uno no ha perdido, alguna vez, la oportunidad de decir alguna como “la palabra es mi arma”, no sin un poco de temor porque más de alguno se ha quedado acribillado por y en su propia declaración de principios o porque alguien puede descubrir la simple y dolorosa verdad: uno escribe porque es lo único que sabe hacer, y haría lo mismo en las mismas circunstancias siquiera por pasar el tiempo, siquiera porque es lo oportuno. ¿Qué más se va a escribir cuando uno está al pie de la horca en un país ocupado por los nazis, y tiene papel y lápiz suficientes, sino el Reportaje al pie de la horca? Pongamos a Julius Fucik, el reportero, en el escenario, con el nombre que sea, y tendremos no a un héroe escribiendo la crónica de su muerte, sino a un hombre haciendo algo natural.
Varia gente a la que respetaba murió así, o sufrió atentados o exilio, de modo que no estoy diciendo que eso es morir por los motivos equivocados. Quizá, en tiempos de crisis (guerra, guerra civil, ocupación militar, etcétera) haya menos persecución contra gente que escribe palabras que, digamos, contadores públicos o biólogos, dados los respectivos y honrosos casos (hay que recordar a don Celestino Castro, biólogo marino, gran militante y eterno preso político). Pero uno va a escribir en papelitos, cuadernos, como antes en roca, cera o piel de animal, “porque así es”, y hacer explícito el acto no es más que... bueno... hacer explícito el acto, como lo hago yo en este momento, no sé bien por qué.
(Escribo en el hospital, y me llevo un par de horas en la madrugada en tan sólo un par de párrafos. Tampoco dije que fuera fácil o no se llevara un montón de energías. Pero allí está.)