28 de febrero de 2007

De cualquier forma, en Suecia

Raúl Figueroa, editor de F&G Editores, me envía una reseña de Cualquier forma de morir escrita por una chilena residente en Estocolmo para una revista sueca en español (¡por suerte!) y para un portal chileno. Me da gusto que vea un "excelente estado" de la narrativa en El Salvador, y me gusta también que conozca a autores como Horacio Castellanos, Róger Lindo, Claudia Hernández y Jacinta Escudos. La reseña está en este link, y aprovecho para reproducir la nota, con todos los agradecimientos pertinentes y hasta los impertinentes.


Cualquier forma de morir
Novela de Rafael Menjívar Ochoa.
Guatemala, F&G Editores, 2006

Por Lilian Fernández Hall

El último trimestre del año 2006 se convirtió en una confirmación del excelente estado de la narrativa actual de El Salvador. En el lapso de tres meses aparecieron, en distintos sellos, tres títulos de sendos escritores salvadoreños. Tres novelas que, con distintos temas, estilos, enfoques y niveles de lenguaje, ilustran el desarrollo y la riqueza de la literatura de los escritores salvadoreños tanto residentes en el país como en el extranjero. Las obras a las que nos referimos son, en orden de aparición: Desmoronamiento de Horacio Castellanos Moya (aparecida en octubre), Cualquier forma de morir de Rafael Menjívar Ochoa (noviembre) y El perro en la niebla de Róger Lindo (diciembre).
Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957), escritor salvadoreño recientemente establecido en la ciudad norteamericana de Pittsburgh -luego de años de residencia en México y en Alemania-, es uno de los más sólidos narradores de su generación. Autor prolífico, confirma en Desmoronamiento su dominio de las técnicas de la narración y su ambición de enriquecer aún más el universo novelístico que ha ido construyendo en sus obras de los últimos años. El perro en la niebla, por su parte, es la primera novela de Róger Lindo (San Salvador, 1955), periodista y poeta residente en Los Angeles. Es una novela ambiciosa, de tono mesurado, que da testimonio de un período de la historia reciente de El Salvador, abarcando desde los inicios de la guerra civil hasta los llamados Acuerdos de Paz de hace un decenio.
Cualquier forma de morir, publicada por la editorial guatemalteca F&G editores en una sobria y cuidada edición, es una novela corta e intensa del escritor Rafael Menjívar Ochoa, y continúa el ciclo de novelas negras iniciadas por el autor con Los años marchitos (1990), Los héroes tienen sueño (1998) y De vez en cuando la muerte (2002).
Rafael Menjívar Ochoa nació en San Salvador (1959) donde residió hasta 1973, cuando se trasladó con su familia a Costa Rica primero, y a México después. Allí vivió hasta su regreso al país en 1999. Es escritor, periodista, traductor y tiene actualmente a su cargo la Casa del Escritor en San Salvador, establecimiento cuyo objetivo es la formación y el impulso de las nuevas generaciones de escritores y artistas del país. La Casa del Escritor, auspiciada por CONACULTURA (Consejo Nacional para la Cultura y el Arte), realiza una labor destacada en la formación profesional de nuevos escritores. La novela Cualquier forma de morir se suma a la ya considerable producción novelística de su autor, que cuenta con varias obras publicadas en el país y en el exterior. Varios de sus textos han sido traducidos al francés, inglés y alemán e incluidos en antologías en Francia, Alemania, Italia y España. Sus obras se han hecho además acreedoras a distintos premios y menciones literarias.
Enraizada como dijimos en la tradición de la novela negra, y especialmente en su variante "hard-boiled", escrita a partir de Dashiell Hammet, Cualquier forma de morir nos introduce en un mundo cerrado, brutal, sin compasión. Aunque nunca se mencione el lugar donde transcurre la acción, la novela está claramente ambientada en México, donde el autor vivió casi veinte años. La galería de personajes es variada y encaja perfectamente en ese sistema de corrupción y criminalidad constituido por las mafias del narcotráfico por un lado, y las fuerzas policiales del país por el otro.
El espacio concreto fundamental donde se desarrolla gran parte de la acción es una cárcel, en la novela denominada el "Reclusorio". El narrador, del cual nunca se sabe el nombre, es un ex integrante de las fuerzas policiales antinarcóticos y ex jefe de escoltas de un tal "Comandante". La casi totalidad de los personajes carecen de nombre propio (con la curiosa excepción de los cabecillas del narcotráfico local, los hermanos Francisco y Santiago Celis), y son denominados en la novela con apodos tales como el "Sapo", el "Cura", el "Ciego", el "Ronco", el "Coronel", etc.; apelativos que revelan alguna característica física, de carácter o de ubicación jerárquica en este mundo estrictamente normado. A pesar de esta aparente despersonalización, los personajes no se transforman nunca en estereotipos. Menjívar Ochoa, en mucho gracias a su excelente manejo del lenguaje, logra plasmar distintas personalidades con una admirable economía de recursos. Esta es una novela corta pero intensa, sólidamente construida y narrada con destreza, elegancia y humor.
Más allá de la anécdota, no del todo simple (a veces es necesaria la relectura para ubicar las distintas piezas del relato), se podría decir que la protagonista omnipresente de la novela es la muerte. O mejor dicho, las distintas formas o maneras de morir. O de evitar la muerte, hasta donde se pueda. Las reflexiones del personaje central o narrador (llamémoslo "N") giran con frecuencia en torno a este tema. Con credibilidad y grandes dosis de humor negro, cinismo e ironía, N encuentra una voz propia que nos hace partícipes de sus conclusiones acerca de las distintas formas de vivir y de morir: sobrevivir a cualquier precio ("me fijé una regla estricta: yo no iba a ser el muerto" p. 69) o morir antes de tiempo, creyendo ser héroe ("cuando un héroe se muere no es un héroe. A lo mejor sea héroe después de muerto, a lo mejor haya sido héroe antes de morirse, pero en ese momento es alguien a quien se lo está llevando la chingada. Nada más, nada menos." p. 81).
Estas diversas maneras de vivir o morir están siempre presentes en el relato. Varios personajes, por ejemplo, pasan a estar "oficialmente" muertos (de acuerdo a partes oficiales o noticias en los periódicos) luego de una riña o una balacera. Esta es una forma de "desaparecer" y evitar represalias o castigos, pero implica a la vez el paso a una tierra de nadie; una manera de no existir, de ser enormemente vulnerable y estar en manos del cabecilla de turno. La otra forma de morir es la absurda denominación de "suicidio" a ciertos asesinatos ordenados por los distintos grupos que se disputan el poder. Durante el transcurso de la novela presenciamos una serie de tales "suicidios": un empresario, tres comandantes narcos, el director de un diario de oposición y hasta un candidato presidencial. Con una buena dosis de humor negro, comenta N: "Todo el mundo se suicidó ese año. Morirse se puso de moda." (p. 49). Pero en medio de tanta muerte, N sobrevive, aunque muy próximo varias veces a trapasar ese límite difuso entre la vida y la muerte. A veces lo llaman víctima, pero la clave de su permanencia en el mundo de los vivos quizás esté en este diálogo:

"-¿Cuál es mi papel? (pregunta N al Coronel)
(...)
-Ser testigo-, dijo, y se mató". (p. 87)

La tensión narrativa de esta novela no decae en ningún momento. Menjivar Ochoa hace gala de una prosa ajustada, sin titubeos, que involucra al lector y no lo suelta. Sus diálogos son seguros y encuentran siempre el registro adecuado. Cualquier forma de morir nos presenta un ambiente machista, brutal y despiadado. Machista porque éste es, sencillamente, un mundo habitado y regido por hombres, donde las mujeres tienen un rol secundario (aunque existan excepciones, como la figura de la abuela). Brutal y despiadado porque no hay tiempo ni posibilidad de evaluar las acciones: quien no mata, muere. Todas las energías están concentradas en sobrevivir. La obra de Rafael Menjívar Ochoa no nos proporciona directamente un panorama alentador. Sin embargo, hay algo que impide que la desesperanza nos gane: la supervivencia en sí es una victoria. Victoria sobre la muerte, en todas sus formas y ropajes. El humor, aunque muy negro, es otro mecanismo transgresor y generador de esperanza. El texto que empezó con un "Pero la luna no grita..." (p. 9) termina con la afirmación: "La luna estaba gritando"(p. 115). El círculo se cierra y la vida, para quienes han logrado conservarla, continúa.
La novelística de Rafael Menjívar Ochoa y de muchos otros autores salvadoreños actuales -a los mencionados anteriormente hay que agregar por lo menos dos nombres de narradoras destacadas: Jacinta Escudos (1961) y Claudia Hernández (1975)-, son prueba de la efervescencia de la literatura centroamericana actual, que nos está brindando nombres muy interesantes y obras de notable calidad.

27 de febrero de 2007

La evolución del libro

Cuando se habla de “la desaparición del libro”, se habla de algo que ocurrió hace largo tiempo; o, desde otro punto de vista, se habla de la lógica evolución de las formas de transmisión del conocimiento, y acaso del conocimiento mismo.
El aún relativo auge de los libros en formato electrónico –desde obras maestras del diseño hasta simples archivos ascii, pasando por las páginas web y la piratería en formato *.rtf– pone a los apocalípticos ante el temor de que ese objeto entrañable ya no se encuentre en las estanterías y que, de hecho, ya no haya estanterías.
Los defensores del libro, en general, no tienen argumentos racionales; hablan de la calidez del libro, de su belleza intrínseca, del contacto físico entre el lector y el texto y, en contraposición, de la frialdad de la pantalla; “no es lo mismo” leer un libro hecho ex profeso que hojas impresas de tamaño carta o letras luminosas en aparatos electrónicos.
Los defensores de la “desaparición” del libro –o de su transformación– tienen en contraste demasiados argumentos racionales. El más importante es que el medio no es el mensaje: si lo que importa es la información –o el placer de la lectura, o pasar el rato–, para ver lo que hay adentro del libro da igual un medio que otro, con la ventaja de que en un diskette, un CD o un aparato electrónico de lectura pueden llevarse decenas o cientos de volúmenes. Dado que el libro no es fundamental como objeto, sostienen, el medio electrónico ofrece una democratización de la información, gracias a su difusión masiva y muchas veces gratuita, lo que es sólo relativo: los que no cuentan con una computadora o con acceso a Internet, como la mayoría de lectores potenciales y reales de países menos desarrollados, quedan fuera de esa democracia. Y, excepto los libros de dominio público, las novedades de cincuenta años a la fecha tienen un precio pagadero con tarjeta de crédito. Los libros en papel tampoco son un alarde de gratuidad: son relativamente pocos quienes pueden pagar sus precios, a menos que se resignen a un rango de temas y autores limitado o a ediciones generalmente malas.
Para ambas opciones –libro en papel, libro electrónico– existen soluciones que ayudan a la tal democratización: las bibliotecas públicas y la piratería, esta última en forma de fotocopias, impresión en chorro de tinta, diskette o ediciones dolorosamente rústicas y a veces ilegales. Lo recurrido de la piratería inclinaría la balanza en favor de la posición “utilitaria”: lo que importa es lo que viene dentro del libro, no el libro en sí. Y, con todo, no se trata de una posición descabellada, porque el libro como lo conocemos en la actualidad no es el objeto digno de culto que alguna vez fue.

GUTTENBERG ES EL CULPABLE
Si lo que se quiere es defender el libro como un objeto con valor intrínseco, hay que remontarse a los que elaboraban los monjes copistas de la Edad Media, con su caligrafía exquisita –la tipografía más delicada es su pálida sombra–, los ex libris y capitulares, a veces tan importantes como el texto mismo, y los meses o años de elaboración que los convertían en piezas únicas en las que literalmente había trozos de vida de los editores.
Cuando apareció Guttenberg con su imprenta de tipos móviles, la iglesia católica puso el grito en el cielo: ésos no eran libros. ¿A quién se le ocurría que pudieran existir cincuenta o veinte o siquiera dos ejemplares iguales de la Biblia o de lo que fuera? La potencial masificación era la muerte del libro como objeto... un argumento similar al que se esgrime en la actualidad contra el libro electrónico.
Claro que eso no era lo que en el fondo preocupaba a los sacerdotes y monjes, copistas o no, ni a algunos aristócratas usufructuarios del saber, sino la eventual masificación del conocimiento, bajo la premisa –aún no enunciada en aquel entonces– de que la información es poder. No es gratuito que la Inquisición surgiera finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, justo cuando se planteó una mayor difusión del conocimiento –gracias, entre otros, a Guttenberg–, y que las quemas de libros y de sus lectores e intérpretes fueran dos de sus actividades más recurridas.
De hecho pasaron siglos antes de que la masificación de los libros fuera una realidad, con relativas excepciones, como los trabajos de Shakespeare, Molière, Rabelais, Cervantes y otros. En el siglo XIX, en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, principalmente, los folletines cumplieron un papel fundamental; Balzac, Poe, Dickens, Dostoyevski, comenzaron a alcanzar públicos mucho más amplios.
Es en realidad en la segunda década del siglo XX que puede comenzar a hablarse de grandes tirajes dirigidos a sectores que tenían poco o ningún acceso a los libros. Por un lado, en los países capitalistas, especialmente Estados Unidos e Inglaterra, se crearon no sólo tirajes, sino también géneros –ciencia ficción, novela policial y negra–, destinados al consumo masivo. Las revoluciones mexicana, soviética, china, y mucho más tarde la cubana y otras, pusieron un nuevo universo en manos de lectores que se crearon y criaron con esquemas de educación socializada. Y aunque a veces los contenidos pudieran ser criticables en términos estéticos o ideológicos, lo cierto es ofrecieron nuevas perspectivas a sectores más amplios.
Como sea, a medida que el libro se masificaba, se alejaba mucho más de aquel objeto inapreciable que alguna vez fue. La siempre relativa democratización de la cultura implicó ediciones más funcionales y menos costosas, aunque se han conservado las ediciones de mayor calidad que, de cualquier manera, sólo en pocos casos pueden tener un valor por su factura casi tanto como por su contenido. Para decirlo nuevamente: lo más importante en el libro moderno sigue siendo lo que transmite, no necesariamente la forma en que lo transmite; es un objeto funcional, no un objeto de valor intrínseco.
Es la emotividad y la sensorialidad el asidero que muchos lectores encuentran para defender su existencia, y por eso los “racionalistas” encuentran indiferente el medio de transmisión, en tanto el mensaje llegue a donde debe llegar.

MÁS QUE UNA ALTERNATIVA
¿Existe una posición intermedia entre los dos puntos de vista? En realidad no importa demasiado. Hasta ahora las ediciones electrónicas sólo han sustituido un objeto por la representación de este objeto. La alternativa del libro es una imagen virtual del libro, lo que no resuelve ningún problema de fondo, porque en el fondo no hay problema alguno: se escoja el libro impreso o el libro virtual, lo único que cambia es el medio de transmisión del mensaje, y por ahora las dos parecen opciones complementarias, no excluyentes.
Lo anterior no es un modo de buscar un justo medio para quedar bien, sino algo más profundo: lo que está en juego no es la forma que adopte el libro, sino la evolución misma de lo que va dentro de él, que encuentra una muy sólida base en los crecientes avances tecnológicos, entre ellos las nuevas posibilidades que plantea el libro electrónico, con sus herramientas nuevas y la lógica propia que éstas conllevan. (Una lógica después de todo humana: son humanos los que han llevado a la tecnología hasta el punto actual, y las herramientas no dejan de ser herramientas, cuyo valor se encuentra en el uso que se les dé. Una máquina, pues, no es una máquina: es la persona que la maneja para que la máquina tenga sentido, y hasta cierto grado para que tenga sentido la persona misma, si Marx tenía algo de razón.)
Uno de los inventos más valiosos que abren perspectivas para nuevas concepciones del libro, no para una simple sustitución, es, además de la computación personal, el disco compacto en todas sus variantes y otras herramientas de almacenamiento masivo; la cantidad de datos que pueden guardarse en un dispositivo electrónico actual supera con mucho lo que cabe en un libro de buen tamaño. Otro son los formatos gráficos –imágenes, video, rendering– y los de audio –voz, música, efectos– que pueden ser creados, manipulados, comprimidos y sincronizados. Otro, los lenguajes de programación relativamente sencillos –HTML, Java, scripts, herramientas visuales–, que invitan a los usuarios expertos sin exigirles grados de tecnificación excesivos. Sin contar, claro está, el texto, el hipertexto y lenguajes asociados, como la tipografía y todo lo que hace un libro o su imagen.
Sin letra no hay literatura; es un asunto de simple etimología. A la literatura se la ha acompañado en ocasiones con ilustraciones que le han dado significados interesantes o que los han modificado, pero en realidad se trata de un “adorno” para las letras, no de partes fundamentales de ésta.
Un libro electrónico, si se ha de ser consecuente, debería contar con toda la compleja gama de posibilidades que ofrece la tecnología. Meter representaciones de libros –letras, ilustraciones– en un CD-ROM es darle vueltas a un asunto ya viejo. Un “libro nuevo”, estaría formado tanto de texto como de movimiento, imagen, sonido: no representaría la vida sólo a través de los signos de la escritura, y no sólo se plantearía con letras la visión personal que el autor tenga del universo, sino con tantos elementos como se desee y la tecnología permita.
Es difícil hablar de algo que no se conoce y que aún no existe, pero el reto es encontrarlo mediante las herramientas que ya se poseen. La fotografía –hija de la tecnología más avanzada de mediados del XIX– no se conformó con representar mecánicamente la realidad, sino que intentó acercarse a la pintura, que a su vez la veía como una hermana bastarda. Y por suerte el acercamiento falló: la fotografía es la fotografía, y ahora convive pacíficamente con su hermana mayor. Luego fue el cine, que se convirtió en un medio con valor estético y documental propio. La historieta, una adaptación del cine al papel con miras a la masificación –el camino contrario del que sigue el libro–, aún funciona bien y ha logrado cumbres notables, como Will Eisner (The Spirit), Frank Miller (Sin City), Hugo Pratt (Corto Maltese), Guido Crepax (Valentina), etcétera.
¿Qué se quiere decir? Que el libro, como todo lo demás, debe evolucionar, y de hecho –aunque lentamente– ha evolucionado, desde las tablillas de arcilla hasta las ediciones virtuales. Pero no sólo se precisa de que su forma cambie del papel a la pantalla; ése es un cambio de forma, y su uso estará en las preferencias de cada quién o en lo que de manera natural vayan marcando los avatares de la cultura.
Una verdadera transformación del libro implicaría una ruptura con la escritura como la conocemos ahora y su conversión en otra cosa, sea ésta la que sea, con la utilización del texto como elemento básico, pero no único, y de los otros recursos como algo más que decoración o apoyo: lo que fue la fotografía en relación con la pintura, el cine con la fotografía, las animaciones computarizadas con el cine.
Habría disciplinas basadas en el libro que sin duda se encontrarían en el paraíso sin mayor esfuerzo, como la historia y las ciencias naturales; la literatura, por su parte, debería transformarse en una disciplina totalmente diferente, quizá al principio en una mixtura de elementos, hasta que tome una personalidad propia –a través de la interactividad con el lector, quizá– y se le llame de otro modo y tenga otras leyes y otras estructuras, y el libro electrónico se llame “libro” sólo por comodidad, analogía o nostalgia.
Hay algo cierto: cuando esa transformación ocurra, el libro podrá convertirse en un objeto con valor propio, como alguna vez lo fueron los libros primorosamente elaborados por pacientes monjes, que no sólo transcribían a Aristóteles sino también dejaban constancia de su interpretación y de su existencia en capitulares y ex libris, que en cada página reinventaban el universo y que, en fin, se divertían horrores en el cumplimiento de su laboriosa pasión.

Publicado en Forja, Costa Rica, 2000.

26 de febrero de 2007

Eleazar Rivera, premio La Garúa

Una vez puede ser suerte; dos, coincidencia. Tres ya es una constante.
Eleazar Rivera ganó ayer el II Premio Internacional La Garúa de Poesía Joven, en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), y es el tercer salvadoreño en un año que obtiene un premio internacional en España. La primera fue Krisma Mancía (nótese que pongo la referencia a Wikipedia) hace exactamente un año, en la primera edición del premio (la noticia está aquí). El segundo fue Jorge Galán, con el prestigioso premio Adonais, y ahora Eleazar Rivera ocupa de nuevo el premio de La Garúa.
Los jurados fueron Pablo García Casado, Krisma Mancía, Diego Vaya (ganador de la versión anterior, en la categoría de autores nacionales), Raúl Quinto, Marta Agudo, Joan de la Vega (ver la ficha correspondiente, allí por la mitad de la lista) y Andrés González Castro, ganador a su vez del premio Miguel Hernández.
Hasta donde sé (Krisma es mi esposa y tengo información privilegiada, je je), fueron 150 los trabajos presentados, la mayor parte procedentes de América Latina. Todos los jurados presentaron entre dos y cinco finalistas para América Latina, y dos de los finalistas de todos los jurados eran salvadoreños. Interesante, porque según los matasellos del correo sólo dos salvadoreños participaron en el concurso. Escogieron a uno y, al abrir la plica, resultó que era Eleazar Rivera, con el poemario Ciudad del contrahombre.
Estoy seguro de que con estos premios, con materiales incluidos en la antología Trilces trópicos y con otras cosas que podrían llegar pronto, la poesía salvadoreña llamará la atención en España. No así en abstracto ("la poesía salvadoreña es buena"), pues ya existen parámetros para saber qué esperar, y son parámetros de buena calidad.
Y eso se debe al trabajo (poético) de muchas personas, de cada una de ellas, que creen en su oficio, y que no le ponen apellido a su creación. Poesía a secas. Trate de lo que trate. Poesía.
Ya veremos qué nos espera para el año que está corriendo.

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Nota bene: A los que digan que un premio (internacional, en este caso) no significa ni mide nada, tendré que decirles que es cierto. Pero ya me he ganado varios, al principio de mi carrera, sin contar con algunos nacionales. Cuando me enseñen los de ellos, con gusto conversamos al respecto.

Los Red Brothers



El sábado pasado nos tocó filmación y, como siempre, se trató de un proceso largo y solemne de preparación, muy cuidadoso de las normas escritas y no escritas del comportamiento en el set. En las fotos, tomadas por Rebeca Torres, aparecen Osmín Magaña (productor, y en este caso actor) y William Alfaro (poeta, cómo no, y actor principal de lo que ya falta poco para terminar) en una prueba de vestuario y en el ritual de entrar en personaje. La camisa roja que tiene puesta Osmín es mía y le queda nadando; la que tiene William es de Krisma, por eso la cintura de avispa y el pecho de físicoculturista.
Ya más o menos en serio, habíamos estado filmando cortos cómicos (las Historias ligeramente estúpidas), en vista de que no pudimos filmar de noche durante varios meses. Primero fueron las lluvias, luego los ventarrones. Cuando todo se veía calmado y el meteorológico juraba que todo estaba bien, zaz, una lluvia súbita o más ventarrones, se iba la luz o qué sé yo. Como tres meses de eso. Y luego juntar a los actores.
Hace dos semanas faltó uno de los actores principales. Carlos Guardado armó en unas horas un guión para otro mediometraje con un solo actor, Diego Hernández, hijo del poeta Osvaldo Hernández. Es un excelente guión, y Diego actúa muy bien. Sólo se ve la sombra del que actúa como su papá, con quien logró una compenetración y un timing excelentes. El que la hace de su papá es... uh... su papá. Su mamá sólo aparece como una voz en off; ya le pedimos a Sandra Aguilar que grabe el diálogo, en el momento adecuado.
Y seguimos en lo que seguimos. Posted by Picasa

23 de febrero de 2007

De científicos y cocineras

La abeja
Mark Twain
Traducción de RMO

Fue Maeterlinck quien me presentó a la abeja. Quiero decir en el sentido anatómico y poético. Yo ya había tenido antes algún comercio con ella; fue cuando era niño. Es curioso que pueda recordar tal trámite después de tanto tiempo; debió ser hace unos sesenta años.
Los científicos especialistas en abejas siempre hablan de “abejas”, no de “abejorros”. Se debe a la importancia de que las abejas sean de ese sexo. En la colmena hay una abeja casada, a la cual se le llama reina. Tiene cincuenta mil hijos, y de éstos unos cien son niños; el resto son niñas. Algunas de las hijas son doncellas jóvenes, otras son doncellas viejas. Todas son vírgenes, y así se quedan.
Cada primavera la reina sale de la colmena, se aleja volando con uno de sus hijos y se casa con él. La luna de miel dura sólo una hora o dos; luego la reina se divorcia de su esposo y regresa a casa, lista para empollar dos millones de huevos. Esto será suficiente para todo el año, pero no más que suficiente, porque todos los días se ahogan cientos de abejas y a cientos más se las comen los pájaros, y la reina se dedica a mantener la población en cierto nivel, digamos en cincuenta mil. Siempre debe tener esa cantidad de hijos a la mano y ser aún más eficiente durante la estación de trabajo —que es el verano— o el invierno podría sorprender a la comunidad sin comida suficiente. Empolla entre dos mil y tres mil huevos al día, según la demanda, y debe ejercer su criterio para no empollar más de los que se necesitan en un jardín pequeño ni menos de los que se necesitan en uno frondoso, o la junta de directores la destronará y elegirá a una reina que tenga más sentido común.
Siempre hay en reserva algunas herederas al trono, listas para tomar su lugar. Listas y muy ansiosas por hacerlo, aunque sea a costas de su propia madre. Estas jóvenes valen por lo que son, y están generosamente alimentadas y atendidas desde su nacimiento. Ninguna otra abeja recibe mejor comida que ellas, ni vive una vida de tan alto nivel, ni tan lujosa. Como consecuencia son más grandes y más altas, de piel más tersa que sus hermanas trabajadoras. Y tienen un aguijón curvo, en forma de cimitarra, mientras que las demás tienen uno recto.
Una abeja común picará a quien se le ponga enfrente, pero la realeza sólo pica a la realeza. Una abeja común, digamos, picará y matará a otra abeja común, pero cuando es necesario matar a la reina se emplean otros métodos. Cuando una reina ha envejecido y haraganea y no produce los huevos suficientes, a una de sus reales hijas se le permite que vaya y la ataque, mientras el resto de las abejas observa que el duelo sea limpio. En un duelo de aguijones curvos. Si una de las luchadoras se siente muy presionada, se rinde y huye, la traen de regreso y debe intentarlo otra vez, y a lo mucho otra más. Sin embargo, si trata de huir una vez más para salvar el pellejo, le aplican la muerte judicial. Sus hijos se apelotonan alrededor de su persona y la aprietan en una masa compacta durante dos o tres días, hasta que muere de hambre o de asfixia. Mientras, la abeja victoriosa recibe honores reales y ejecuta su real función: empollar huevos.
A reserva de la ética del asesinato judicial de la reina, se trata de un asunto de política, que será discutido en el lugar adecuado.
Durante sustancialmente toda su corta vida de cinco o seis años, la reina vive en una oscuridad egipcia y en la absoluta reclusión de los apartamientos reales, sin ver a nadie que no sean sus criados plebeyos, que le dan comida a manos llenas en lugar del amor del que todo corazón está hambriento; que la espían en favor de sus ansiosas herederas y les reportan y exageran sus defectos y deficiencias; que caminan sobre ella adulándola, maquillando su rostro y calumniándola a sus espaldas; que se envilecen ante ella en los días del poder y la abandonan cuando es vieja y débil. Y allí está, sin amigos, sentada en su trono durante la larga noche de su vida, alejada de la simpatía consoladora y la dulce compañía y las amorosas caricias que tanto añora, y todo a causa de las doradas barreras de su pavoroso rango; un miserable exilio dentro de su propio hogar, el objeto funcional de las ceremonias formales y del trabajo en serie, hija alada del sol, nacida para el aire libre y los cielos azules y los campos floridos, condenada por el espléndido accidente de su nacimiento a cambiar su herencia inapreciable por el más oscuro cautiverio; grandeza de oropel y vida sin amor, con la vergüenza y el insulto, al final, de una muerte cruel, condenada, por lo que hay en ella de instinto humano, a que a pesar de todo el trato le parezca justo.
Huber, Lubbock, Maeterlinck —en efecto: las grandes autoridades— están de acuerdo en negar que la abeja sea miembro de la familia humana. No sé por qué lo sostienen, pero creo que es por razones deshonestas. Pues los innumerables hechos que esgrimen para alumbrar sus esmerados y exhaustivos experimentos prueban que, si hay alguien tonto en el mundo, es la abeja. De eso no cabe duda.
Pero así son las cosas de los científicos. Se gastarán treinta años en construir una verdadera montaña de hechos para tratar de probar una cierta teoría; luego estarán felices si logran encontrar que —en vista de que su regla es ignorar los hechos básicos— todo esa acumulación demuestra algo totalmente diferente. Cuando uno les hace notar su descarrío, no contestarán las cartas; cuando uno llame a la puerta para convencerlos, la criada lo insultará a uno y no le permitirá pasar. Los científicos tienen maneras odiosas, excepto cuando uno apoya las teorías que sostienen; si es así, se dejarán quitar hasta la camisa.
Para ser estrictamente justos, concederé que de vez en cuando alguno de ellos contestará una carta, pero evitará el tema cuando lo haga; no hay manera de pescarlos. Cuando descubrí que la abeja era humana, les escribí sobre el asunto a todos los científicos que acabo de mencionar. No he visto nada igual en materia de evasivas que las respuestas que obtuve.
Después de la reina, el siguiente personaje en importancia en la colmena es la virgen. Hay cincuenta o cien mil vírgenes, y son las trabajadoras, las jornaleras. Ningún trabajo se hace, dentro o fuera de la colmena, si no lo hacen ellas. Los machos no trabajan. La reina no trabaja, a menos que empollar huevos sea un trabajo, lo cual no creo. Sólo hay dos millones de ellas, de cualquier modo, y un plazo de cinco meses para cumplir el contrato. La distribución del trabajo en una colmena está tan inteligente y elaboradamente especializado como en la vasta maquinaria o fábrica que son los Estados Unidos de hoy. Una abeja que se ha entrenado para uno de los tantos oficios de un ramo no sabe cómo hacer cualquier otro, y se ofendería si se le pidiera que echara una mano en cualquier cosa que se saliera de su profesión. Es tan humana como una cocinera: si le pide a la cocinera que sirva la mesa, ya verá lo que ocurre. Si quiere, la cocinera tocará el piano, pero hasta allí. Hace tiempo le pedí a una cocinera que cortara leña, y por eso sé de lo que hablo. Incluso las criadas tienen sus límites. Es cierto que son límites vagos, difusos e incluso flexibles, pero allí están. No se trata de conjeturas; es algo absolutamente fundamentado. Y luego está el mayordomo. Vaya y pídale al mayordomo que bañe al perro. Es lo que quiero decir: hay mucho que aprender al respecto, sin necesidad de ir a los libros. Los libros están muy bien, pero no cubren todos los dominios de la cultura estética humana.
El orgullo por el oficio es uno de los huesos más duros de roer en la vida, si no el más duro. Y sin duda se encuentra en la colmena.

22 de febrero de 2007

Locura (a)temporal

Un nuevo crimen. Hace falta legislar.
Mark Twain
Traducción de RMO

Este país, durante los últimos treinta o cuarenta años, ha producido algunos de los más destacados casos de locura de los que exista mención en la historia. Por ejemplo, está el caso Baldwin, en Ohio, ocurrido hace veintidós años. Baldwin, desde su infancia, fue de naturaleza vengativa, maligna y pendenciera. Cierta vez le sacó un ojo a un niño, y nunca se le escuchó una frase de arrepentimiento. Hizo muchas cosas por el estilo. Pero al final hizo algo realmente grave. Una tarde llegó a una casa justo después del crepúsculo, tocó y, cuando el ocupante llegó a la puerta, lo mató de un tiro; trató de escapar, pero fue capturado. Dos días antes había insultado de modo obsceno a un indefenso lisiado, y el hombre contra el que después tomaría una rápida venganza con una bala asesina le había dado un puñetazo. Ése fue el caso Baldwin. El juicio fue largo y emocionante; la comunidad estaba aterrada. La gente decía que este villano rencoroso y de mal corazón ya había provocado demasiado daño, y que ahora debía dar cuentas a la ley. Pero estaban equivocados; Baldwin estaba loco cuando hizo lo que hizo, y nadie se dio cuenta. La argumentación de la defensa demostró que a las diez y cuarto de la mañana del día del asesinato Baldwin se volvió loco, y que estuvo así durante exactamente once horas y cuarto. Esto resolvió el caso cómodamente, y fue absuelto. Sin embargo, si se hubiera escuchado a la irracional y airada comunidad en vez de los argumentos de la defensa, una terrible responsabilidad se le hubiera colgado a una pobre criatura demente a causa de un simple ataque de locura. Baldwin quedó limpio, y hasta sus parientes y amigos fueron santificados ante la comunidad por las injuriosas sospechas y acusaciones en su contra. Al final dijeron “Dejémoslo así por ahora, no hay delito que perseguir”. Los Baldwin eran muy ricos. Después este mismo Baldwin tuvo momentáneos ataques de locura en dos ocasiones, y en ambas mató a personas contra las que guardaba rencor. Y en ambas ocasiones las circunstancias de las muertes estuvieron tan llenas de agravantes, y los asesinatos fueron tan crueles y llenos de alevosía que, si Baldwin no hubiese estado loco, sin lugar a dudas lo hubieran colgado. Como lo estaba, se necesitó de toda influencia política y familiar para que quedara limpio en uno de los casos, y le costó no menos de diez mil dólares salir limpio del otro. Era evidente que a uno de esos hombres había estado tratando de matarlo durante doce años. Al pobre tipo se le ocurrió, por una mala jugada de la fortuna, pasar por un callejón oscuro en el preciso momento en que la locura de Baldwin acababa de aparecer, así que éste le disparó por la espalda con una escopeta cargada con trozos de metal.
Vean el caso de Lynch Hackett, de Pennsylvania. Dos veces, en público, atacó a un carnicero alemán, de nombre Bemis Feldner, con un bastón, y en ambas ocasiones Feldner le dio una paliza a puñetazos. Hackett era un caballero vanidoso, rico y violento, que tenía su sangre y su familia en alta estima y creía que se le debía un respeto reverente a causa de su gran riqueza. Durante dos semanas meditó acerca de la vergüenza sufrida por su estirpe y luego, en un repentino ataque de locura, se armó hasta los dientes, fue hasta la ciudad, esperó un par de horas hasta que vio a Feldner bajando la calle con su esposa del brazo; y después, cuando la pareja pasó ante el umbral en el cual se había ocultado parcialmente, clavó un cuchillo en el cuello de Feldner, matándolo instantáneamente. La viuda abrazó la figura exánime y la depositó en el piso. Ambos chorreaban sangre. Hackett le hizo notar jocosamente que, como la flamante esposa de un carnicero profesional, podría apreciar la limpieza del trabajo, que ahora la dejaba en condiciones de casarse nuevamente, si era su deseo. Este comentario, y otro que hizo a otro amigo en el sentido de que su posición en sociedad convertía el asesinato de un oscuro ciudadano en una simple “excentricidad” y no en un crimen, fueron presentados como muestras de su locura, y así Hackett escapó al castigo. Al principio el jurado difícilmente se inclinaba a aceptar estas pruebas, sobre todo porque el prisionero nunca había estado loco antes del asesinato, y porque bajo el efecto tranquilizante de su carnicería había recuperado de inmediato su buen juicio; pero, cuando la defensa mostró que un primo tercero del padrastro de la esposa de Hackett estaba loco, y no sólo loco sino que también tenía una nariz que era el vivo retrato de la de Hackett, fue claro que la locura era hereditaria en la familia, y que había llegado a Hackett por legítima herencia. Por supuesto que el jurado lo absolvió. Pero fue providencial que la familia de la señora H. estuviera así de enferma, o Hackett sin duda hubiera terminado en la horca.
Como sea, no es posible hacer un recuento de todos los maravillosos casos de locura que han salido a la luz pública en los últimos treinta o cuarenta años. Estuvo el caso Durgin en Nueva Jersey, hace tres años. La sirvienta, Bridget Durgin, al amanecer, penetró en la recámara de su señora y literalmente redujo a pedazos a la dama con un cuchillo. Luego arrastró el cuerpo a mitad del cuarto y lo golpeó y lo machucó con las sillas, y cosas por el estilo. A continuación abrió los colchones de pluma y regó el contenido, mojó todo con petróleo y le prendió fuego al desastre que había hecho. Después tomó en sus manos sanguinolentas al bebé de la mujer asesinada y salió a la nieve, sin zapatos, hacia la casa de un vecino, a un cuarto de milla de allí, y contó una sarta de historias salvajes e incoherentes acerca de unos hombres que llegaron y le prendieron fuego a la casa; y luego lloró de modo lastimero y, sin que pareciera reparar que hubiera algo sugestivo en la sangre de sus manos, su ropa y el bebé, exclamó ¡que temía que aquellos hombres hubieran asesinado a su señora! Más tarde, por su propia confesión durante las declaraciones, se probó que la señora siempre había sido amable con la muchacha, por lo tanto no había deseos de venganza en el asesinato; y también se demostró que la muchacha no se llevó nada de la casa en llamas, ni siquiera sus zapatos, y en consecuencia el robo no fue el motivo. Ahora el lector dirá: “Aquí viene otra vez el viejo alegato de locura.” Pero el lector se decepcionará esta vez. Tal alegato no fue esgrimido en su defensa. El juez la sentenció, nadie persiguió al gobernador con peticiones de perdón, y fue rápidamente colgada.
También está aquel joven de Pennsylvania, cuya curiosa confesión fue publicada hace algunos años. Era sólo una aglomeración de tonterías incoherentes de principio a fin, y también lo fue después su largo discurso en el banquillo. Durante todo un año estuvo obsesionado con el deseo de desfigurar a cierta joven, de modo que nadie se casara con ella. No la amaba, y no quería casarse con ella, pero tampoco quería que nadie más lo hiciera. No salía a ningún lado con ella, y se oponía a que alguien más la acompañara. En cierta ocasión declinó ir con ella a una boda y, cuando ella consiguió otro acompañante, esperó a la pareja cerca del camino, tratando de hacer que se regresaran o de lo contrario mataría al acompañante. Después de pasar noches de insomnio durante todo un año pensando en sus ansias de dominio, al final intentó la ejecución; esto es: trató de desfigurar a la joven. Fue todo un éxito. Fue permanente. Al tratar de dispararle en una mejilla (mientras ella estaba sentada a la mesa con sus padres, hermanos y hermanas) de tal modo que desfiguraría su atractivo, una de las balas se desvió un poco de curso, y cayó muerta. Hasta el último momento de su vida él lamentó la maldita suerte que hizo a la muchacha mover la cara en el momento crítico. Y así murió, aparentemente sospechando que de algún modo fue culpa de ella misma que resultara asesinada. Este idiota fue colgado. Nadie ofreció ningún alegato de demencia.
La locura ciertamente está aumentando en el mundo, y el crimen está esfumándose. Ya no existen los asesinatos, por lo menos ninguno digno de mención. Antes, si uno mataba a un hombre, era posible que estuviera loco; ahora, si uno mata a un hombre y tiene amigos y dinero, eso es evidencia de que uno es un lunático. En estos días, también, si una persona de buena familia y alta posición social roba algo, se le llama cleptomanía, y la mandan a un asilo para lunáticos. Si una persona de alta posición derrocha su fortuna en disipación y cierra su carrera con estricnina o con una bala, lo que había de malo en ella era una “Aberración Temporal”.
¿No se está haciendo demasiado común el alegato de locura? ¿No es demasiado común que el lector espere confiadamente verlo en cada caso criminal que llega a las cortes? ¿Y no es demasiado barato, demasiado común, incluso demasiado trivial, que el lector se ría con burla cuando el periódico lo menciona? ¿Y no es curioso notar cuán frecuentemente el prisionero logra la absolución? En los últimos años no parece posible que un hombre no se comporte, antes de matar a otro, como si no estuviera claramente loco. Si habla acerca de las estrellas, está loco. Si se ve nervioso e incómodo una hora antes del asesinato, está loco. Si llora a causa de una gran aflicción, sus amigos se toman la cabeza, preocupados y alarmados, y temen que “no esté bien”. Si una hora después del asesinato se ve inquieto, preocupado y excitado, está incuestionablemente loco.
Lo que de verdad queremos ahora no son leyes contra el crimen, sino una ley contra la locura. Aquí es donde miente el demonio de la verdad.

20 de febrero de 2007

De cualquier forma, en Nueva York

Hoy me mandó Raúl Figueroa Sarti, director de F&G Editores, un link a una reseña de mi novela Cualquier forma de morir aparecida en Críticas Magazine, de Nueva York. La reseña está aquí.
Seguramente la nota desaparecerá en el próximo número, así que pongo aquí un screenshot de la reseña:



Lástima que pronto, cuando me borren de la Wikipedia, voy a dejar de ser escritor en todas partes; ahora sólo he dejado de serlo en El Salvador, con mi "autoexclusión" del Diccionario de autoras y autores de C.C. Dinarte. Aprovecharé el mes que me queda, en lo que se decide la votación en Wikipedia.

Burócratas de la sinrazón

Los críticos son una fauna particular en el mundo de las artes. Su trabajo no se justifica por sí mismo: está necesariamente subordina¬do a lo que otro tenga a bien crear y poner a disposición del mundo. Llegan sin que los llamen, arquean la ceja y buscan por qué sí y por qué no; hablan de las obsesiones características de un autor sin consultar con éste o con su eventual psicoanalista, de lo que pudo estar mejor pero lástima que haya fallado; al final el nihil obstat, la excomunión o –el peor de los casos– la condes¬cendencia.
La crítica es una negación del arte: trata de explicar y reducir a razones lo que es, si auténtico, resultado de impulsos básicamente irracionales –no ciegos, no llegados en línea directa de ningún infierno– y de un largo y sinuoso proceso de errores y pruebas, trabajo al fin. Un escritor arriesga insomnios y lecturas; trabaja arduo y se muere a cada rato, se ríe; pesca lo que entiende por realidad, lo demuele y de sus restos reconstruye algo nuevo, un monstruo de Frankenstein que sale fuera del laboratorio a hacer de las suyas. Lo único que desea es que el monstruo guste o aterre, que viva el tiempo que el tiempo le conceda.
Los críticos no crean monstruos: los catalogan y dicen si los tornillos del cuello están bien puestos, pero no saben poner tornillos. Tienen razones que la sinrazón no acepta: convierten las obras en el resultado lógico de ciertas vivencias de la infancia, de ciertos patrones religiosos, de las entreguerras. Al final resulta que al autor se le ha inflado en demasía, que sólo era el exponente de una literatura menor, que simplemente estaba sujeto a determinismos que no era capaz de entender, y así qué chiste; sus libros no son para tanto, vistos desde esa perspectiva.
Los críticos de cine (con una o dos excepciones) ocupan un lugar particular en la escala de antipatías de quien esto escribe. Lo que podría ser una disciplina honrosamente subordinada se expresa como oficio de parasitismo: el tiburón se juega el pellejo para conseguir la comida, la rémora sólo se pega y chupa. Si el tiburón muere, si la propia rémora lo debilita y mata, se busca otro y santo remedio.
Paco Stanley, ideólogo de masas si los hay, lo dijo alguna vez: crítico es aquél que conoce todo acerca de las leyes del equilibrio, pero no sabe andar en bicicleta. Y de eso estamos hablando. (1993)

19 de febrero de 2007

De gabardinas y vicios

La literatura, el cine, la historieta, mucho de la televisión, tienen en común la conjunción de dos vicios, según el lado del producto en el que uno se encuentre. Por el lado del que produce (un escritor, digamos), la manía de contar fantasías y ansias, obsesivamente; por el lado del espectador (un lector, digamos), un afán voyeurista no necesariamente patológico, pero sí indispensablemente ávido.
Se trata de una buena simbiosis: el que se abre la gabardina, para mostrar sus vergüenzas y orgullos, y el espectador aparentemente pasivo que mira todo lo que puede, porque aquí no hay nadie que obligue a nadie, antes de que llegue la policía (es decir la crítica, ese mal a veces innecesario).
Un exhibicionista de la vida real necesita violar, en el tiempo necesario para un vistazo, la conciencia y la inconciencia de su espectador, generar miedo o interés, y en todo caso provocar una reacción intensa. El espectador se ofende y se aterra y grita, o acepta lo que se le ofrece de muchos modos posibles, desde la parálisis hasta la seducción que en el fondo el exhibicionista desea y teme más que a nada.
Un acto de exhibicionismo “de verdad” entra en el reino del azar. No hay un guión establecido, y allí está lo que hace de la vida real algo peligroso, apasionante o aburrido: el exhibicionista tiene un plan general, pero ninguna certeza; el espectador actúa según su instinto y sus condicionamientos muy particulares. No hay técnica, sino la práctica de un hecho que vale por sí mismo. Ya vendrán después las autoridades, los padres indignados, los maridos vengadores o los hermanos probables. En el momento de producirse el hecho sólo hay acción; las consecuencias son parte de otra serie de actos.
En el caso de ciertas artes hay un voyeurismo y un exhibicionismo de tipo más profesional. Un escritor ni siquiera se arriesga a salir de casa, no gasta en ropas complicadísimas ni se expone a una gripe genital. Se divierte dosificando la cantidad de piernas y vellosidades que mostrará, incluso con más descaro y premeditación que el de la gabardina. Su objetivo es en efecto provocar reacciones intensas, pero dentro de sus cálculos no entra alejar al lector de la escena del crimen: lo que desea es que se sienta con ganas de ver más y más, sumergirlo en la lógica del no–contacto, hacerlo disfrutar con las convulsiones de la avidez. Por su parte, el espectador puede llamar a su exhibicionista particular (compra un libro) y lo pone a actuar (lee), y así dos almas complementarias ejercen juntas una de las tantas cosas que dos almas pueden ejercer.
Hay un truco que el exhibicionista que vaga por calles solitarias no ha comprendido, y McLuhan sí: el medio es el mensaje. El modo de mostrar una novela es la esencia de la novela; estilo, se llama. El programa de televisión y la película no funcionan de manera muy diferente. Sabemos que en Terminator II triunfará el bien, y si lo que quisiéramos ver fuera eso, mejor nos quedaríamos en casa; el encanto es cómo se las arregla Schwarzenegger para que Sarah Connor y su hijo sigan con vida, y que de este modo John Connor sea el líder de la lucha contra los robots en 2029 y envíe a su padre al pasado para que lo engendre, etcétera.
¿Seducirá Indiana Jones a la enigmática antropóloga alemana y encontrará el Santo Grial? Sin duda. Pero el director –como el exhibicionista– debe convencernos de que vale la pena quedarnos hasta el final.
El proceso implica introducirnos en la vida de otros seres —necesariamente inconformes, o no habría historia— y fisgonear en la recámara, el cuarto de baño, la oficina; en el alma que se abre o cierra al amor, en la necesidad de un beso clandestino... Y el voyeur descubre que hay más de un modo de excitarse y más de un motivo para jadear, siempre y cuando haya una dosificación adecuada y un modo particular de mostrar lo que se muestra.
Ni el exhibicionista ni el vouyeur literarios satisfacen en principio una necesidad onanista (¡Freud nos libre!), sino que buscan la confrontación con “el otro”, ese desconocido que al final de cuentas todos llevamos dentro. La sorpresa de saber que la vida de uno es importante y única, pero tan rodeada de gente que de veras piensa –no sólo yo pienso: la sorpresa del adolescente–, de veras siente –sólo yo deseo: la realidad del psicópata–, que de veras está allí, en el libro, la pantalla o en la puerta de al lado, y a las que las limitaciones de nuestro cuerpo tan humano –discontinuo, diría Bataille– no nos permite acceder.
El problema del exhibicionista amateur es que quiere mostrar todo lo que se pueda al mismo tiempo, pues es probable que no tenga una nueva oportunidad. Un escritor novato cometerá el mismo error, y un lector novato reaccionará con interés o agrado o terror excesivo a cosas que no son para tanto, porque no tendrá demasiados puntos de comparación. Ya irán ambos afinando su parte del acto; ya llegará la policía y cada uno decidirá si denunciar al otro por actuar contra la ley del buen gusto, o si decir aquí no ha pasado nada, señor oficial, e irse de la mano a un lugar mejor, en el que nadie los moleste.

Publicado en El Financiero, de México, no recuerdo en qué año.

17 de febrero de 2007

¡Juntos se transformaban en peligrosos psicópatas!

La espeluznante historia de amor de los asesinos de los corazones solitarios

El amor ha inspirado bellas historias como la de Romeo y Julieta y la de Tristán e Isolda, pero también crímenes como los de Martha Beck y Raymond Fernández, que hicieron de su relación una orgía de sangre.

Rafael Menjívar Ochoa
Publicado en La Extra, México, 1997.


¿Ha visto el lector, en revistas y periódicos, anuncios en los que hombres y mujeres solicitan conocer a personas afines para mantener relaciones de amistad, de amor o simplemente para pasar un buen rato? ¿Se ha visto tentado a responderlos o, más aún, los ha respondido?
¡Cuidado! A lo largo de las décadas, muchos de los más terribles y prolíficos criminales de la historia, como Belle Gunness y Landrú, se han valido de este tipo de anuncios para desvalijar a los imprudentes de su cartera, de su orgullo y hasta de la vida. Y es que siempre han existido corazones solitarios que se anuncian en busca de amistad o de su pareja ideal, y nunca han faltado quienes estén dispuestos a esquilmarlos y a segar sus vidas a fin de evitar complicaciones con la justicia… o por simple placer.
Tal fue el caso de Martha Beck y Raymond Fernández, los más famosos y extraños asesinos de corazones solitarios. Durante décadas, los psicólogos estudiaron sus expedientes a fin de esclarecer la pregunta que podría dar una respuesta definitiva acerca de las motivaciones de los criminales: ¿qué es lo que convierte a un ser humano normal en un asesino despiadado?
Los psicólogos llamaron a este fenómeno follie à deux, es decir “locura entre dos”: Beck y Fernández, por separado, eran personas relativamente normales. Quizá ella sufría por su gordura y fealdad, quizá él no fuera el tipo más honrado del mundo (pendía sobre él la sospecha de un asesinato), pero por separado no hubieran sido capaces de matar con la saña que mostraron hacia sus víctimas. Juntos eran capaces de verdaderas atrocidades.
Éste es su historia de amor y muerte.

EL VIVIDOR Y LAS SEÑORAS
Se dice que Ramón Fernández, español nacido en Hawaii en 1914, sufrió a los 31 años un accidente que cambió radicalmente su vida. Era un hombre trabajador, buen ciudadano; amaba a su esposa, con quien vivía en España, y no había nada que lo diferenciara de una persona común y corriente.
En diciembre de 1945, mientras realizaba un viaje en barco, una escotilla se desprendió y lo golpeó en la cabeza. Estuvo tres meses en el hospital, y al salir se había transformado en otra persona.
Se dice, aunque las versiones son contradictorias, que a raíz del golpe su apetito sexual se volvió más intenso, casi descontrolado, y que adoptó ciertas manías. Por ejemplo, decía que tenía fuertes poderes hipnóticos, mediante los cuales era capaz de controlar a las personas.
Fernández abandonó a su esposa, se mudó a Nueva York, reclamó la ciudadanía estadounidense y cambió su nombre por el de Raymond. Su vida se volvió bastante desordenada, y visitó la cárcel un par de veces. Lo cierto es que, aunque no era particularmente apuesto, tenía muchas amantes, la mayoría de edad madura, con las que no sólo satisfacía sus necesidades físicas, sino también las económicas: descubrió que había una buena cantidad de damas solitarias dispuestas a desprenderse de su dinero a cambio de un poco de amor.
En 1947 se dio cuenta de que los periódicos eran verdaderas minas de oro, y comenzó a responder los anuncios de los clubes de corazones solitarios. Una y otra vez se enredó con mujeres de mediana y avanzada edad; una y otra vez las despojó de tanto dinero como pudo. Cuando la mina estaba agotada, desaparecía de sus vidas.
Ese año conoció a Lucila Thompson, una mujer que vivía de la renta de las habitaciones de su departamento. Raymond tomó una y en poco tiempo estaba involucrado con ella. En el mes de octubre ambos viajaron a España, por supuesto a expensas de Lucila, y se hospedaron ni más ni menos que en la casa de la esposa legítima de Fernández. Lucila Thompson no pudo soportar la idea de compartir a Raymond, y comenzaron las peleas.
Al día siguiente de un pleito especialmente agrio, Lucila Thompson amaneció muerta en una habitación de hotel. Había ingerido una fuerte dosis de digitalina, utilizada para enfermedades cardiacas, que el propio Raymond había adquirido en una farmacia. El médico diagnosticó un infarto provocado por una gastroenteritis y, aunque rodeado de sospechas, Fernández quedó libre de cargos.
Días después, Raymond se presentó en Nueva York con un documento firmado por Lucila Thompson que lo declaraba dueño del departamento de ésta. La madre de Lucila no cuestionó el documento, a pesar de que podía ser falsificado; la única condición para no hacer problemas fue que Fernández la dejara seguir viviendo en el que sería el centro de operaciones de su fructífero negocio.
Fue poco después de tomar posesión del departamento que conoció a Martha Beck, a través del club “Mother Dinene’s Friendly”, uno de los más importantes de la época.

LA ENFERMERA IMPACIENTE
Martha Seabrook siempre aseguró que ella no había colocado el anuncio, sino un amigo suyo, para hacerle una broma pesada.
Martha siempre había sufrido de desajustes en la glándula pituitaria. Nacida en la Florida en 1920, a los nueve años era una mujer físicamente hecha y derecha; su madre debió vigilarla desde esa edad para evitar el acoso de los hombres y, sobre todo, para evitar que ella les correspondiera. Aun así, la vigilancia de su madre al parecer no fue suficiente: se dice que Martha fue violada a los 13 años pors u propio hermano.
A medida que la muchacha crecía, su desajuste se fue convirtiendo en una obesidad incontrolable. Tampoco era una mujer guapa, ni siquiera agradable, y ello le causó problemas no sólo amorosos, sino también a la hora de conseguir empleo; durante un buen tiempo tuvo que dedicarse a lavar cadáveres en una empresa de pompas fúnebres. Tampoco la ayudaba el hecho de que, ignorada por los hombres a causa de su aspecto, se dedicó a buscar parejas eventuales en las paradas de autobuses y, en los momentos de mayor desesperación, recurrió al acoso sexual.
De una de sus aventuras tuvo un hijo, y otro más de Alfred Beck, un chofer de autobús con el que se casó, y que le dio su apellido. El matrimonio duró seis meses. Después de su divorcio, Martha fue nombrada directora de un centro de ayuda a niños minusválidos; de pronto pareció que la vida comenzaba a tratarla bien.
Raymond Fernández viajó a la Florida para conocerla, buscando —como siempre— algo de sexo y todo el dinero que pudiera sacarle. Pero ocurrió algo inesperado, al menos para Raymond: se enamoraron a primera vista. Él no buscaba una relación estable, y menos aún con una mujer pobre.
Fernández se quedó un par de días en la Florida y, con profundo pesar, regresó a Nueva York. Mantuvo con Martha una intensa correspondencia, en la que ella le declaraba su amor de mil maneras. Un mes después, Raymond le envió una carta en la que sorpresivamente le decía que había confundido sus sentimientos, que no sentía amor por ella, sino respeto.
Al recibirla, Martha llevó a sus hijos con una vecina, puso en el correo una nota de despedida para Fernández y trató de suicidarse metiendo la cabeza en el horno mientras dejaba escapar el gas. La vecina sintió el olor y llamó a la policía, que la rescató de la muerte.
Cuando recibió la nota suicida, Raymond la invitó a visitarlo en Nueva York. Ella acudió de inmediato y pasaron juntos un par de semanas en las que conocieron el amor más intenso. Cuando regresó a Florida, Martha descubrió que se había sabido de su affaire con Raymond, de su intento de suicidio, que ya no tenía su trabajo y que no podría conseguir otro gracias al escándalo que se había generado. Desesperada, y aprovechando las circunstancias, tomó a sus hijos y viajó con ellos a Nueva York, en busca de Raymond.

CELOS, DINERO Y MUERTE
Raymond, cuando vio en la puerta de su casa a la mujer con sus hijos, supo que tendría que responder a sus declaraciones de amor. Pero no lo haría sino bajo ciertas condiciones.
Lo primero fue advertirle a Martha que no podía casarse con ella: se dedicaba a esquilmar mujeres solitarias y a veces era necesario que se casara con ellas. (Raymond olvidaba que en España ya tenía una esposa legítima.) Ella no sólo lo aceptó, sino que se ofreció a ayudarlo. Lo segundo fue decirle que no quería nada con sus hijos. Martha ni siquiera vaciló: le habló por teléfono a su madre y los envió de regreso a Florida. Esa sería la última vez que los vería.
Martha también tenía una condición que imponer: que la madre de Lucila Thompson se fuera del departamento. Raymond accedió, y se prepararon para iniciar, juntos, una corta aunque espeluznante carrera criminal.
En realidad, según los planes originales, nadie debía morir. El modus operandi, tal y como estaba planeado, era sencillo: Fernández respondería al anuncio de una mujer solitaria, la seduciría, le sacaría todo el dinero que pudiera y luego él y Martha —que se haría pasar por su hermana— desaparecerían. La operación se realizó varias veces, y consiguieron algo de dinero. Martha moría de celos al ver cómo Raymond seducía a otras, pero debía soportar si quería conservarlo.
Uno de los primeros trabajos importantes que hicieron juntos tuvo como protagonista a Esther Henne, viuda y maestra jubilada. Raymond vio muchas posibilidades en la relación, y se casó con ella en 1948. El matrimonio no duró mucho tiempo: Fernández la presionaba para que le cediera sus pólizas de seguro y le endosara su pensión. Ella comenzó a sospechar cuando los vecinos de Raymond le contaron acerca de su relación con Lucila Thompson y sus sospechas acerca de la muerte de la mujer. Un día la señora Henne. huyó. De todo lo que Raymond la había despojado, sólo logró recuperar su automóvil y trescientos dólares, además de conseguir un discreto divorcio.
Fernández se dio cuenta de su mala fama en el vecindario y decidió que era hora de mudarse. Además, una de las mujeres a las que estafaba había quedado embarazada y le exigía matrimonio, así que vendió el departamento y fue junto con su hermana Martha en busca de otra víctima, Myrtle Young, de Arkansas, con quien se casó en agosto de 1948.
A pesar de que había aceptado las condiciones de Raymond, los celos de Martha ya eran incontrolables. En la mismísima luna de miel hizo una verdadera escena y, por si fuera poco, Raymond no fue capaz de consumar el matrimonio.
Al tercer día, Myrtle Young murió de una sobredosis de barbitúricos. Martha y Raymond la colocaron en un autobús, aún viva, y horas después fallecía de una hemorragia cerebral. El resultado de la operación: cuatro mil dólares en efectivo.
Para la Navidad Martha y Raymond estaban en la miseria; poco les había durado lo que habían obtenido por la casa y lo que le habían estafado a Myrtle Young. Pero ya habían escogido la siguiente víctima, Janet Fay, de 66 años, en cuya casa se persentaron el primero de enero de 1949.
El dos de enero, Raymond le propuso matrimonio; la señora Fay aceptó… y le endosó un cheque por 2,500 dólares, que se unirían a los 3,500 que le daría el día siguiente.
Janet Fay durmió la noche del tres de enero con Martha, a quien interrogó emocionada acerca de la vida de su futuro esposo. Martha estaba celosa, terriblemente celosa, e hizo perder los estribos a Janet. Ésta le aseguró que, así fuera la hermana de Raymond, no viviría con ellos cuando se casaran. Martha tomó un martillo y la asesinó a golpes en la cabeza, con toda la saña acumulada por todas las aventuras de su amado.
Raymond no quería que las cosas terminaran así, pero ya no había marcha atrás. Colocaron el cadáver en un baúl, rentaron una casa en Queens y lo enterraron en el sótano. Para ese entonces ya tenían en las manos una carta de la que sería su siguiente víctima: Delphine Brown, una viuda de cuarenta y un años de Michigan, madre de una niña de dos años.
Esta vez no hubo matrimonio: Raymond y Martha simplemente se mudaron a la casa de Delphine y comenzaron con ella y con su hija una “vida de familia”.
Martha dormía en la habitación de al lado de la nueva pareja. Noche a noche Raymond y Delphine se entregaban al placer de los cuerpos; noche a noche Martha sufría la interminable tortura de los celos.
A finales de febrero, Delphine estaba embarazada. Martha le ofreció unas pastillas para abortar; en realidad se trataba de una fuerte dosis de barbitúricos, similar a la que mató a Myrtle Young. La locura de ambos se desató y esa noche Raymond colocó la funda de una almohada en la cabeza de Delphine y la asesinó con una pistola, mientras Martha se ensañaba con su cadáver. Cuando la orgía hubo terminado, enterraron a la mujer en el sótano.
Estaba el problema de su hija: ¿qué hacer con ella? Durante unos días trataron de calmarla y mantenerla bajo control, pero fue imposible. Desesperada, Martha la ahogó en una tina para lavar ropa y, quizá frustrada por la ausencia de sus propios hijos, profanó su cadáver.
Durante algunos días, Beck y Fernández llevaron una vida tan normal como la que se puede llevar con dos cadáveres enterrados en el sótano, uno de ellos perteneciente a una niña de tan sólo dos años.
Los vecinos de Delphine, al no saber de ella en varios días, y al ver que Martha y Raymond se movían como en su casa, comenzaron a sospechar que algo extraño ocurría. Dos de los vecinos llamaron a la puerta; la pareja les dijo que la señora Brown y su hija se encontraban de viaje. Los asesinos no detectaron ningún peligro, y se fueron ese día al cine (“A ver una película de sexo”, diría después Fernández). Cuando regresaron los esperaba la policía con una orden de cateo. Bastó una inspección superficial para descubrir los cadáveres en el sótano.

HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARÓ
Martha y Raymond confesaron que habían cometido doce crímenes en el poco tiempo que duró su relación, la mayoría de ellos ejecutados por la celosa mujer, con lujo de violencia y sadismo. Sólo pudieron ser comprobados y documentados los de Janet Fay, Delphine Downing y Reinelle Downing, hija de la anterior, y por ellos se les juzgó y condenó. Aun así, se cree que el número de sus asesinatos fue de por lo menos veinte.
En su primera declaración, rendida el mismo día de su arresto, se culparon mutuamente de lo ocurrido. A medida que fue pasando el tiempo, ambos volvieron a la “normalidad”, y estaban aterrados de lo que habían hecho. No comprendían cómo habían llegado a los extremos que llegaron: una cosa es estafar a viudas solitarias y otra asesinarlas con gran sadismo. Sólo de una cosa estaban seguros: estaban profundamente enamorados el uno del otro.
Sus abogados trataron de evitar una condena criminal alegando locura. Los psicólogos encontraron un fenómeno interesante: por separado, Martha y Raymond eran incapaces de matar a una mosca (aunque pendiera sobre él la sospecha de haber asesinado a Lucila Thompson); juntos se convertían en seres desquiciados, sedientos de sangre. Aunque se trataba de un fenómeno interesante, la corte desestimó el alegato y, luego de un sonado juicio que duró cuarenta y cuatro días, ambos fueron condenados a morir en la silla eléctrica.
Martha Beck declaró durante el juicio: “La mía es una historia de amor, pero sólo aquéllos que han sufrido por amor podrán comprenderme.”
La sentencia se cumplió en la prisión de Sing Sing el 8 de marzo de 1951.



Otros asesinos de corazones solitarios
Belle Gunness (Dakota del Sur, 1900-1908, aprox.).— El número de sus víctimas está a discusión: entre 14 y 125. Desapareció durante el incendio de su casa.
Henri Desirèe Landrú (Francia, 1914-1919).— Los más de 280 anuncios que respondió dieron como resultado 267 muertes, que siempre negó, aunque las confesó a su verdugo en el último momento de su vida. Fue juzgado por una docena de crímenes, y condenado a la guillotina por siete de ellos.


Otras parejas de asesinos
Bonnie Parker y Clyde Barrow (Estados Unidos, 1932-1934).— Estos famosos asaltabancos cometieron una serie de sangrientos asesinatos. Murieron en un tiroteo con la policía. En 1967, el director Arthur Penn hizo la película Bonnie & Clyde, basada en sus tropelías.
Charles Starkweather y Caril Ann Fugate (Estados Unidos, 1957-1958).— Charles era un tipo violento que mató a una decena de personas en ataques de ira, protegido por su única amiga, Caril Ann. Fue ejecutado en 1959, y ella condenada a prisión perpetua, aunque salió libre bajo palabra en 1976.


Otros asesinos celosos
Dennis Muldowney, enamorado de su amiga Christina Grandville (condesa polaca que espiaba para Francia e Inglaterra durante la II Guerra Mundial), la asesinó en un ataque de celos en un hotel de Londres, en 1952, cuando se enteró de que ella mantenía una relación amorosa con otro ex agente. Fue condenado a la horca en uno de los juicios más cortos de la historia: tres minutos.
Elizabeth Duncan había decidido que su hijo Frank jamás se casaría. Éste se enamoró de la enfermera, Olga Kupczyk, con quien se casó a escondidas de su madre. Enterada de la boda, la señora Duncan mandó asesinarla, pero fue descubierta. Fue ejecutada en la cámara de gas en agosto de 1962, junto con los autores materiales de crimen.

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La idea era armar un dossier de asesinos seriales, pero sólo alcancé a escribir dos; el periódico desapareció. Espero que no haya sido por estas notas, que debían estar escritas al estilo de las crónicas rojas sensacionalistas. O más o menos.

15 de febrero de 2007

Artículo inconcluso

Éste iba a publicarse en la revista Forja, de Costa Rica, pero nunca lo terminé. Añádasele el final que se desee. La idea general es que la "inspiración" es conocimiento acumulado y procesado anímicamente, que se resuelve en una obra de arte.


La inspiración, o lo que no es
Rafael Menjívar Ochoa

Desde la antigüedad hasta Dadá, el asunto era sencillo: había seres excepcionales que, de tanto en tanto, recibían la visita de fuerzas o influencias extranaturales y, de la nada, hacían aparecer de entre sus manos la magia de la literatura.
Estos seres excepcionales eran tocados por la divinidad y, aun contra su voluntad, escribían obras en los cuales se traslucía algo del mundo y el pensamiento de los dioses y de la historia, orígenes y pasiones de sus creaturas, los humanos.
La escritura como expresión de la voluntad divina tiene una historia que se cuenta en milenios. La Torah —el Antiguo Testamento de los católicos— es una obra en la que los humanos sólo cumplieron el papel de amanuenses de Dios; de allí la obsesiva búsqueda de generaciones de cabalistas de relaciones numerológicas secretas entre las letras, las palabras y el todo con el mundo real y el divino. Mahoma y Swedenborg viajaron al reino de ultratumba, donde les fueron dictados sendos libros sagrados: a Mahoma, el código ético que es la base del Islam y una tentadora descripción del Más Allá; Swedenborg describió un más allá fatalista en el que todos sin excepción tenían el derecho de ser felices, los santos y los malvados. Los antiguos griegos invocaban a las Musas o a los héroes devenidos dioses para que los auxiliaran en su tarea; a otros, Dios los utilizaba para que sus hijos conocieran cómo debían comportarse o lo que les esperaba más allá del último aliento.
Ya muertos los dioses más antiguos, y los más jóvenes puestos en cuestión por el racionalismo, los escritores eran aún considerados por los demás (y en general por sí mismos) como seres fuera de serie, poseedores de dones negados a la mayoría de los mortales, que experimentan procesos incomprensibles para el común de la gente. Y no poco de su obra fue considerado como una verdad tan evidente como la inspiración misma, aunque nadie quisiera explicarla o describirla, porque la creación estaba más allá de los procesos de la razón.
La estructura que Dante imaginó para el territorio existente del otro lado de la vida, por ejemplo, le dio forma a buena parte de la teología del Renacimiento. Apenas unos años antes, en el mismo siglo XIII, se había inventado el Purgatorio como opción a los mortales que salían del feudalismo, acostumbrados —como en la vida real— a que sólo existía la polaridad: ser dueños o esclavos, estúpidamente ricos o abyectamente miserables, volar al Cielo a través del ojo de una aguja o descender por la ancha boca del Infierno. La historia anterior a la caída de los Ángeles y a la entronización definitiva de Dios, por otra parte, se le debe más a Milton que a generaciones de teólogos y, de no ser por su concurso, muchos demonios y pecados permanecerían en el anonimato.
De algún modo, pues, se consideraba que los escritores estaban poseídos del don de ver más allá de la vida, de la muerte y de las gruesas cortinas que separan a los humanos de los dioses. El sólo hecho de que algo estuviera escrito indicaba la concurrencia de fuerzas sobrenaturales: ¿cómo podía ser de otro modo la tortura del infierno (a veces insoportablemente frío como el de Dante, a veces insoportablemente hirviente como el de Milton), la gloria del Cielo, el esperanzado sufrimiento del Purgatorio, si la literatura era el instrumento natural de los dueños de los hombres?
Esta concepción de la literatura y sus creadores no parte del vacío, aunque sí de consideraciones bien terrenales. El analfabetismo casi total en la época en que se consideró a los escritores como seres excepcionales es un elemento que no debería perderse de vista: escribir, en efecto, era algo fuera de lo común, negado a la amplia mayoría de los mortales por una simple cuestión de estructura social. Y tampoco puede dejar de hablarse de cierto oportunismo de la institución católica al aprovechar las visiones de algunos escritores para mantener en el miedo —esa condición indispensable de la opresión— a quienes no sabían leer. Pero se está hablando de inspiración, no de asuntos terrenales como la condición de las mayorías o los mecanismos del poder.
Como respuesta a quienes eran tocados por la gracia divina surgieron, más acá en el tiempo, los que fueron tocados por la gracia infernal. La diferencia de motivaciones —Dios o el Diablo— sólo tiene que ver con el enfoque que se le daba a la causa originaria de la literatura, no con el método, aunque los poetas malditos franceses construyeron sistemas propios de valores, renegaron de las leyes y costumbres establecidas y, de paso, crearon una de las obras paradójicamente más vitales de la literatura.
Lautreámont, en Los cantos de Maldoror, y Baudelaire, en toda su obra, fueron los encargados de dar el viraje hacia otras formas de inspiración, más tortuosas y dolientes, pero a la vez más humanas. Entre las retahílas heréticas de Lautreámont y la grandeza de Satán cantada por Baudelaire, con la disolvente aportación de Rimbaud, la poesía llegó a niveles inconcebibles cuando Dios era quien mandaba en el alma de los artistas de la pluma. Pero el tema de la inspiración no varió mucho en cuanto a su concepción: espantar al burgués era una actitud, no una concepción de fondo.

DADÁ, MOLINER Y EL DRAE
En los primeros años del siglo, Dadá puso las bases para dar al traste con las ideas de los malditos y declaró que todo es arte, siempre que se haga con intención artística, y éste no sólo es el fuero de gente especial. Desde luego que había harta ironía en tal aseveración; Duchamp lo puso de manifiesto con el orinal de R. Mutt (“La fuente”), y Tzara con su fórmula para escribir un poema (aquélla que decía que debían recortarse palabras de un periódico, revolverlas dentro de un sombrero, sacarlas al azar y pegarlas en un papel; lo que saliera sería un poema a imagen y semejanza de su autor).
Lo que en realidad querían decir era que el arte no es cosa del otro mundo, sino de éste, y que sólo hacía falta el estudio, el talento y el trabajo suficiente para obtener obras de calidad; los dioses bien podían seguir en sus intrigas, incestos y bacanales, que ya los humanos se preocuparían por las artes. Dadá no sólo produjo cosas como el orinal de R. Mutt y los manifiestos de Tzara; dieron obras de la talla de Desnudo bajando una escalera y el poema El hombre aproximativo, de los mismos autores, que plantearon nuevos enfoques para la pintura y la literatura.
Breton intentó, casi en vano, regresar a las motivaciones extraterrenas de la creación literaria, y así lo plantea en Los vasos comunicantes. Los terrenos del sueño, el inconsciente y la fantasía eran la alternativa no sólo a la irreverencia de Dadá, sino, sobre todo, a la prepotencia del positivismo, que dio a Zolá buenos motivos para escribir con un estilo que era de lo menos divino del mundo: una prosa a secas que hablaba de gente a secas, de historias a secas y de tramas tan comunes y corrientes como la vida diaria.
Desde luego que hasta aquí, en general, se está hablando de poesía, un género casi con tantas salvedades como autores existen... siempre y cuando tengan algo que decir. Más parecida a la alquimia que a la química, a la astrología que a la astronomía, la poesía evita las definiciones incluso con más insistencia que sus primos hermanos de la prosa, el cuento y la novela. La poesía es por definición un animal escurridizo: es una suerte de metasemántica en la que nada vale por lo que es, sino por lo que debería ser. Y tampoco esta definición vale para nada, si uno se la piensa bien.
Pero ¿qué es la inspiración?
El Diccionario de la Real Academia Española dice que la inspiración es, en primer lugar, la “acción y efecto de inspirar”, es decir “atraer el aire del exterior a los pulmones”. La segunda acepción es “ilustración o movimiento sobrenatural que Dios comunica a la criatura”. El salto conceptual es inmenso, pero interesante. La tercera es a la que deberíamos adherirnos: “Efecto de sentir el escritor, el orador o el artista aquel singular y eficaz estímulo que le hace producir espontánteamente, y como si lo que produce fuera cosa hallada de pronto y no buscada con esfuerzo.” La palabra “inspirar” tiene algunas acepciones que complementan la anterior: “Infundir o hacer nacer en el ánimo o la mente afectos, ideas, designios, etc.”, y también: “Iluminar Dios el entendimiento de uno o excitar y mover su voluntad”.
Lo que se infiere de las acepciones del DRAE es:
1. Dios inspira actos a los humanos y determina su voluntad.
2. La inspiración artística hace producir obras espontáneamente, y producirlas como si no se hubieran buscado con esfuerzo.
3. Uno puede introducir aire en sus pulmones gracias a la inspiración.
María Moliner, siempre más sensata, luego de repetir en irónicas cursivas la acepción del DRAE, dice que la inspiración es el “estado propicio a la creación artística o a cualquier creación del espíritu: ‘Se me ocurrió en un momento de inspiración’.” También es la “cualidad que da valor artístico a una obra: ‘Es una música correcta, pero sin inspiración’.”
Para Moliner, inspirar es “hacer surgir en alguien ideas creadoras: ‘Dice que aquel ambiente le inspira. El asunto para su drama se lo inspiró un suceso real’.”
Dentro de la lógica del lenguaje, “tomar aire” es la acepción que originó las acepciones menos mundanas. La idea de “tomar aire” antes de ponerse a escribir es más cercana a la realidad creativa del escritor (y en general de cualquier científico o pensador) que la influencia divina o la generación espontánea de ideas, temas y estructuras.
¿Qué es entonces la inspiración? Porque eso de “tomar aire” es a la postre igual de ambiguo que seguir los designios divinos o recibir las ideas de la nada.

14 de febrero de 2007

Y además...



X menos X menos X.
(Cupido cortesía de Aniuxa y Sandra, las hormigas caseras.)

Historia municipal de la infamia

Harto ya, he abierto otro blog llamado Historia municipal de la infamia, que inicié con posts publicados hace unos meses por algunos de los trolls personales de mi esposa y míos. (Un troll no necesariamente es anónimo; con que sea troll basta.) Van allá por ahora, para que no se olviden, dos posts que explicarán y refrescarán muchas cosas: "El cuento de la enanita Tun Tun y de lo que quiere y no puede", de Manuel Carcache, y "El amor, los amigos y la democracia!", de Nora Méndez, ambos borrados después de su publicación, pero registrados para la... uh... posteridad.
En los siguientes días seguiré poniendo materiales éditos e inéditos, y discusiones para las que este blog ya no servirá más.
No les deseo que se diviertan, porque no es posible divertirse con cosas así; basta con que no se olvide y que quede constancia. Habrá un link a la derecha, para quien desee acceder al blog.

Varia


Un muy buen y muy querido amigo me escribió hace unos días para decirme que había llegado Terceras personas a la biblioteca central de Montreal, y que lo había pedido. Ayer me envió un mail en el que decía: "¡Ajá, ya está en mis manos!", con la foto que se reproduce arriba. (El libro está reempastado, supongo que por la biblioteca. La edición es muy hermosa, y los materiales excelentes, pero está pensada, me parece, para lectores individuales. Así aguantará más.) Me emocioné, porque es otro modo de estar juntos después de un montón de años de sólo escribirnos. A él le tocó ver cuando empezaba con esto de la escritura (conoció Historia del traidor recién salida de donde salgan las novelas), y sin él Terceras personas no hubiera sido posible. Gracias veintitantos años después, y también a la biblioteca de Montreal. (Tienen en su catálogo Histoire du traître. Ojalá lleven los que faltan.)
Por otro lado, quizá en los próximos días no bloguee demasiado, aunque ponga artículos y posts cortos. Además del business as usual (un taller hoy, otro mañana, dos el viernes, el de video el sábado, más el de poesía del domingo, sin contar con unos proyectos que debo presentar), estoy bastante metido en una narración que fue posible gracias al cuaderno que me regaló Denise Phé Funchal hace unos días. Ya me acabé casi la mitad, así que le pedí que me enviara otro, aprovechando que venía Vanessa Núñez al país, porque seguro que con uno no alcanza. No sólo me lo envió, sino que es igualito al anterior, lo cual le agradezco de corazón; a mi lado autista, cuando escribo, le gusta sentirse en un lugar lo menos cambiante posible, y un cuaderno es un lugar importantísimo.
La nota espantosa: hace unos días Nora Méndez se metió en el blog de El Trompudo y alguien se puso a decirle cosas de verdad terribles, como puede leerse aquí, de la mitad hacia abajo. Lo primero que se le ocurrió, no sé por qué artes, fue creer que los ataques fueron obra de gente de La Casa del Escritor y, por lo que insinúa, míos y/o de Krisma. En su blog, de un modo u otro, habla de conspiraciones contra ella y envidias y odios y no sé qué, y obviamente lo relaciona con lo ocurrido en El Trompudo, y los anónimos los relaciona conmigo y mi esposa. (Si yo fuera un poco más mexicano, diría: "Así tendrá la conciencia." No soy tan mexicano, y no lo digo.) Uno sabe que hay lugares en los que no se debe meter, so riesgo de salir seriamente raspado. Como se verá, me tocó un par de hachazos por comentar un comentario de Nora, pero qué diablos; uno sabe a lo que le tira cuando deja su cuadra o su barrio. En otras palabras, y directamente: No, Nora, no somos nosotros. Busca en otra parte y de gente que sepa de ti más que yo, y que tenga tan poco pudor como ese anónimo muestra en esos comentarios. (¡Mis trolls me han abandonado! ¡Pido justicia!) En mi caso prefiero la indiferencia, pero no me dejas que te ignore. Ya perdóname lo que te haya hecho, porque me haces perder tiempo y energías en idioteces.
Hay algo interesante, con todo y todo: el hecho de que personas con tan diferentes ideas, diferentes costumbres, ideas encontradas y aparentemente excluyentes, con intereses diametralmente opuestos, etcétera, convivan en un mismo espacio y puedan hacer lo suyo sin molestar (o molestando) a los demás. No sé cuántos blogs tenga Blogspot, pero aquí se encuentra de todo, y aquí todos tenemos el mismo apellido. (Feo eso de vivir en vecindad y que le avienten a uno la basura por la ventana sin deberla ni temerla. Feo eso de tener que poner barrotes en las ventanas, también. Tan fáciles que pueden ser las cosas.) Maravilloso el universo --o los universos-- de los blogs.
Mientras escribo esto, escucho un álbum que compré en México en mayo o junio de 2005, y que no había oído aún, no sé por qué. Fue publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana en 2004, y ya German Cáceres me lo había enseñado, una vez que les ayudé a él y a Manuel Carcache a grabar un concierto de lieder. En la portada sólo se lee "Colegio de Compositores Latinoamericanos de Música de Arte". Tiene trece piezas de eso que se da en llamar "música contemporánea", pero que en el folleto se define como "música de arte". Ahora estoy en el disco dos, donde viene una pieza de German que me gusta, "Deploración", escrita a la muerte de su maestro Julián Orbón, ejecutada por la Sinfónica de Venezuela. Vienen cosas también de Juan Trigos, Héctor Quintanar y Manuel de Elías, entre otros. Me llamó la atención una cierta amargura en el "Manifiesto" que se reproduce en el folleto:

Desde siempre, el compositor latinoamericano de música de arte ha tenido que emprender, con enjundia y paciencia a toda prueba, el recorrido de un arduo camino para alcanzar la posibilidad de ejecución y difusión de su obra. Sin embargo, cuando logra realizar este objetivo, su expectativa se ve frustrada las más de las veces por la mediocridad de las ejecuciones y la indiferencia de la escasa crítica. Estos dos factores refuerzan de manera permanente el rechazo apriorístico del público hacia nuestra música de arte y, por ende, su poco criterio para distinguir entre la que tiene calidad y originalidad auténticas y la que sólo las aparenta, apoyada en esta desinformación del público... Etcétera.

Las quejas son similares a las que a veces esgrimen los escritores: no hay editoriales, las ediciones son malas, los lectores no leen "lo mío" por ignorancia, mala información o prejuicios... Me parece que es un modo de declararse derrotados de entrada, y a la vez justificar... bueno... no sé qué. Creo que, si un artista es bueno, tendrá lo que deba tener sin muchos problemas. Por ejemplo German Cáceres, quien empezó su carrera donde otros la culminan, en el Carnegie Hall, a eso de los veintitrés años, ejecutando un concierto para oboe escrito por él mismo. Y desde entonces no ha parado: sus piezas se tocan en muchas partes del mundo, y ha tenido la aceptación que merece, o sea mucha, aunque en El Salvador sea prácticamente desconocido como autor y sólo se sepa de él como director de la Sinfónica Nacional. Hay algo que debe tomarse en cuenta también: la "música de arte" es como cierta poesía, cierta pintura y cierta comida: sólo una pequeña cantidad de gente estará a gusto con ella o le interesará. (Ahora está sonando "Deploración". De verdad es buena.) And that's the way the cookie crumbles, y si no se tiene claro no quedará más que frustrarse.
Y, claro, feliz día del amor y la amistad para todos, y que el recuerdo de Al Capone no caiga sobre nosotros.
(Hoy me levanté muy temprano porque anoche me dormí muy temprano. Me gusta la sensación. Ojalá no acabe acostumbrándome.)

13 de febrero de 2007

Diario de Mariana

El Periódico, de Guatemala, ha publicado una nota acerca del blog de Vanessa Núñez dedicado a las personas con síndrome de Down. La nota puede encontrarse aquí, y el blog aquí. La hija menor de Vanessa, Mariana (¡su otra hija se llama Valeria y es casi de la misma edad que la Vale!), nació con síndrome de Down y desde entonces lleva una hermosa bitácora no sólo acerca de ella, sino de amigos y compañeros y del propio síndrome. Vale la pena leerla.

12 de febrero de 2007

Proletariado y sexualidad

Es paradójico, pero las grandes teorías económicas, sociales y políticas, pese a que han tenido como objetivo el declarado mejoramiento de las condiciones de vida humanas, a la postre ignoran el “factor humano” y se convierten en un fin en sí mismas: a partir de cierto momento, lo importante es la doctrina generada por las teorías. Ya no son un instrumento para la comprensión de la realidad, sino una serie de creencias inamovibles de aplicación limitada.
El caso más gráfico de ese fenómeno es la teoría marxista, que al parecer ya cumplió con el recorrido completo de toda teoría que se precie de serlo, desde su concepción y desarrollo hasta su virtual desaparición.
Concebida originalmente como un modo particular de comprender las relaciones entre los seres humanos, buscaba, mediante la utilización de un método bien definido –y en principio flexible: ¿qué es la dialéctica desde Heráclito, sino movilidad?–, trazar líneas de acción que permitieran la consecución de un objetivo: la implantación de una cierta concepción de justicia.
“Justicia”, para los marxistas originarios, significaba igualdad de condiciones y de oportunidades para todos los seres humanos. Ello llevaba más que implícita la premisa de que existía inequidad en el sistema capitalista, basado en lo que se llamó “explotación del hombre por el hombre”; el sistema derivaba de (y hacia) condiciones sociales, políticas e ideológicas estatuidas por un sector dominante y mantenidas para que tal explotación fuera posible.
El hombre explotador y el hombre explotado, empero, no eran para el marxismo original entes abstractos, sino patrones concretos que se enriquecían económicamente a costa de seres concretos que se encontraban en el extremo contrario de la escala marxista: obreros, costureras, trabajadores de servicios, empleados públicos, etcétera. “Explotación” era un concepto vivo, con nombres y apellidos, y “estado burgués”, “plusvalía” y “socialismo” tenían que ver con las condiciones de vida reales y potenciales de personas de verdad.
Durante su viaje por la teoría y praxis de la lucha de clases, Marx y Engels se toparon con fenómenos que enriquecieron sus trabajos y su visión de la evolución humana en el aspecto social: origen y fetichismo del dinero, la religión como cohesionador social y como instrumento de dominación, las estructuras de la explotación, la comprensión de la interrelación entre las personas y grupos con su entorno –que fue también el gran acierto de Freud– e, incluso, los orígenes del ser humano como tal (El proceso de transformación del mono en hombre). Aunque el corpus generado por Marx y Engels llevó a la creación de una doctrina, con su lenguaje y sus ritos propios, había mucho más que ideología en las intenciones de sus creadores: la definición de las relaciones entre los humanos debía derivar hacia modos viables para hacerlas más justas, siempre que se entienda justo como equitativo.
¿En qué momento se separó la teoría (¡y la práctica!) del entorno social en el cual se aplicaba, es decir de la realidad? Es una pregunta que muchos marxistas se hicieron en cierto momento, la mayoría de ellos a posteriori, cuando ya era imposible siquiera apuntalar la sección europea del mundo socialista. La respuesta parece simple: en el momento en que los adeptos de la teoría olvidaron que se trataba de un método y la convirtieron en una verdad, es decir en un dogma. Esto es: cuando el método ya no implicó un cuestionamiento constante, aunque estaba concebido para funcionar de ese modo, sino una afirmación irrebatible. Para decirlo de nuevo: cuando el medio se convirtió en un fin.

La historia, la histeria
y otros fantasmas europeos

Tomemos el psicoanálisis, más como un ejemplo simple que como la simplificación de un tema complejo.
Freud, por encima de todo, creó un método para la comprensión del ser humano dentro de su entorno (siempre relativo), y aventuró la existencia de una estructura para la psique. Sus interpretaciones personales eran empíricamente correctas: en la sociedad alemana de fines del siglo XIX y principios del XX, la represión sexual era un problema social severo, que tendía a provocar que cierto tipo de dolencias tuvieran manifestaciones sexuales, o una etiología básicamente sexual.
Lo significativo fue que Freud, a pesar de que encontró la sutil relación entre el individuo y su entorno, no pudiera abstraerse de la influencia inmediata de éste a la hora de aplicar su teoría... aunque en lo inmediato estuviera en lo correcto.
Hijo del positivismo científico, el psicoanálisis se convirtió, en los seguidores de Freud, en una escala de valores, dolencias y formas de curación en la cual el método ya no era importante: si se utilizaban los diagnósticos de Freud, todo debía caer en su lugar en el momento adecuado. Cualquier ser humano podía ser “medido” según un esquema formado por etapas (sexuales, claro), en la comparación mecánica con la sintomatología de los casos descritos por el maestro y no mucho más. El método ya no era un medio para la comprensión de la complejidad de la psique, sino el marco decorativo (¿el pretexto?) para la aplicación de recetas. El colmo de esta tendencia fue la teoría de la “caja negra” de Skinner: aunque no se conozca qué hay dentro de la cabeza de un ser cualquiera (humano o no), bajo ciertos estímulos mostrará respuestas totalmente previsibles. Nadie escapa al condicionamiento ni a los determinismos.
No es de extrañar que Levi–Strauss dijera que el psicoanálisis ha sido el sustituto del confesionario en un mundo en que la fe religiosa se encuentra en crisis. El psicoanalista, según esto, cumple los ambiguos papeles de sacerdote y médico, y Freud ha llegado a convertirse en un monigote del que incluso sus seguidores se ríen mientras pasan el platillo de las limosnas.
Si se revisan los trabajos de Freud, se encontrará que nada estaba más lejos de su intención que la creación de una doctrina. A lo largo de los años, fue modificando sus planteamientos originales, haciendo nuevos hallazgos y corrigiéndose a sí mismo. La estructura de la psique que planteó en un principio sufrió severos cambios en su teoría y el análisis de las enfermedades se fue haciendo más sutil.
Hay muchos freudianos, aun así, que toman como válidos los enunciados que Freud presentó posteriormente como falsos o inexactos, siendo que el plantemiento fundamental del psicoanálisis es la movilidad de las teorías para adaptarlas a la época y a la evolución del pensamiento humano.
Freud y Marx, los subversivos, los descubridores del ser humano como un ente netamente social, los que plantearon –cada uno a su modo– métodos que requerían de un movimiento perpetuo para tener sentido, terminaron como iconos inexpugnables en manos de sus hijos. Por eso Pitágoras se negó a escribir: la fórmula “Magíster dixit”, según Borges, no significa el seguimiento acrítico de premisas, sino la aplicación de un método para la interpretación de lo que, a falta de in mejor concepto, se da en llamar “realidad”.

Dejad que las masas vengan a mí
En su “Ciclo de Trántor”, Isaac Asimov hace una especie de parodia de lo que es el método marxista. La psicohistoria, creada por Hari Seldon, es una ciencia exacta mediante la cual se pueden detectar los cambios sociales futuros mediante la aplicación de algunas fórmulas matemáticas de gran complejidad, que sólo algunos elegidos son capaces de comprender. El problema es que el método funciona únicamente para las grandes masas humanas, digamos la población de una galaxia de regular tamaño. El legado de Seldon es una interpretación de los movimientos sociales para los siglos venideros, y funciona en una época de crisis en que la humanidad se sume en el determinismo y la apatía intelectual. Pero hay algo que el psicohistoriador no puede prever, y que da al traste con sus enunciados: la aparición de un mutante que se dedica a modificar las estructuras de poder galácticas.
El marxismo, hasta donde sus seguidores sabían, en su simple enunciación contenía las respuestas a preguntas que en épocas de Marx nadie se había hecho aún: de allí, en parte, su grandeza. Las limitaciones del marxismo tuvieron que ver con los que fueron también sus aciertos: Marx planteó la historia como el devenir de la lucha de clases, es decir como el perpetuo cambio (o la perpetua búsqueda de cambios) en la correlación de las fuerzas sociales.
Los individuos, dentro del oleaje provocado por estas grandes fuerzas y contradicciones, tenían poca o nula injerencia en la historia. Si Hitler no hubiera existido, según la lógica marxista, otro hubiera ocupado su lugar más o menos en el mismo lugar y en el mismo tiempo: los líderes son fortuitos dentro de la corriente de la historia, y Alemania estaba obligada a dar al más audaz de los dictadores de todos los tiempos. Gandhi, en sí mismo, era aleatorio, o Fidel Castro, del mismo modo que el más oscuro de los obreros.
Pero fueron individuos los que hicieron las revoluciones, y sin el sentido de oportunidad de Lenin hubiera sido impensable la historia contemporánea tal y como la conocemos. (Y Lenin también se convirtió en dogma.) En esa falta de interés teórica por el individuo se basó, en buena medida, la falta de interés práctica cuando los marxistas se convirtieron en ideología dominante: la igualdad implicó tabula rasa en todo sentido, no sólo en el social.
¿Cómo no esperar la injusticia cuando se parte de la existencia de una verdad inamovible, no de un cuestionamiento constante? ¿Cómo no esperar que se ignore e incluso se fomente el dolor de los individuos en aras del bienestar social, sin importar que esos individuos conformen ni más ni menos que la sociedad a la que se defiende? Si el marxismo está muerto es sólo porque lo mataron sus hijos. El asesinato ocurrió en el momento en que lo convirtieron en un simple y mecánico acto de fe.

Casa del tiempo, México, 1998