Apuesta ganada
Paso a explicar.
Santiago (aka Carlos Henríquez Consalvi, el director del Museo de la Palabra y la Imagen) me ha pedido un artículo sobre el periódico El independiente y su fundador, Jorge Pinto hijo, ambos fallecidos hace algún tiempo, para la revista Trasmallo, y ayer se inauguraba una exposición con algunas portadas del diario y habría un conversatorio en el cual me pidió que participara. Yo sabía que habría otras personas que hablarían, como Silvia Castellanos (mi mamá en El Salvador), viuda de Ítalo López Vallecillos, el primer editor de El independiente, entre 1955 y 1961, pero hasta allí.
Estaba en la oficina de Santiago terminando de checar algunos datos, salí y al primero que vi, dirigiéndose a mí, fue a Carlos Cañas-Dinarte. ¡Él sería otro de los que hablarían! Me encantó la idea. Desde enero estaba tratando de platicar con él del modo en que fuera (correo electrónico, teléfono, y de preferencia en persona) para aclarar de dónde había sacado la idea de que mi papá tenía un archivo que era el "eje central" de mi libro Tiempos de locura, como publicó aquí. Y por supuesto que se lo iba a preguntar de manera irritante, o no tenía sentido, porque estaba de por medio lo de la apuesta y porque se me pegaba la gana.
-Por fin das la cara --le dije poco más o menos--. ¿De dónde te inventaste que mi papá tenía un archivo?
Su reacción fue levantar el índice, apuntarme como acusándome y empezar a retroceder:
-¡Vos te inventaste que tu papá tenía un archivo! ¡Vos te inventaste que tu papá tenía un archivo! ¡Vos te inventaste que tu papá tenía un archivo!
Me le puse enfrente mientras trataba de preguntarle dónde había dicho yo una cosa así, y temo decir que quedó de espaldas contra una pared. Temo también decir que yo estaba riéndome, y que debí verme amenazante, porque cuando me río así me han dicho que me veo bien feo. Y descubrí algo que no había notado: según yo, Carlos era más o menos de mi estatura (1.76), y sin embargo sus ojos estaban algunos centímetros por debajo de los míos. O por primera vez en la vida me paré derecho (algo que mis abuelas siempre exigieron, pero aún no llego al homo erectus, no digamos al sapiens) o Carlos se ha encogido o en ese momento se paró en un nivel más bajo del piso. Lo que sí sé es que la corrección política indicaba que no debía dirigirle la palabra, o que debía saludarlo frío pero hipócritamente, porque por allí había como treinta personas, pero a mí a veces eso no se me da, y no iba a desperdiciar la ocasión.
Cuando dejó de decirme que yo me había inventado lo que él había escrito, le pregunté:
--¿Por qué no me llamaste por teléfono para preguntarme? Tan fácil como eso.
--Esa no era mi obligación --dijo.
Allí el que se quedó callado y con la boca abierta, sin nada coherente que contestar, fui yo. Si digo que soy historiador (o "investigador histórico", como le gusta autodefinirse) y asevero que un importante investigador (ése sí de verdad) dejó un archivo a su muerte, lo menos que puedo hacer es averiguar con su familia dónde está. Si no habló con mi mamá ni con mis hermanos para saberlo, y si no habló conmigo; si no ha hablado siquiera con un amigo de la familia o con alguien que trabajó con él, es obvio que está jugando a algo de lo que no sabe las reglas. Y ¿cómo explicárselo en medio de una sesión de catarsis, rodeados de gente que hacía como que no se daba cuenta? (Sí, de lo que cuento aquí hay un montón de testigos. Y de otras cosas que no cuento, pero no me molestaría contar.)
El asunto es que aprovechó para alejarse y de paso decirme:
--Además, vos te autoexcluiste del diccionario.
Y allí sí solté la carcajada: ¡había ganado la apuesta!
Cuando Carlos publicó la nota en cuestión, y luego de unas cosas desagradables que me mandó por correo electrónico y otras que difundió de modo poco académico, le dije a mi amigo poeta:
--Seguro me saca del diccionario --es decir del Diccionario de autoras y autores de El Salvador, de la Dirección de Publicaciones e Impresos, que él hizo, y para el cual antes del "incidente" me había pedido algunas actualizaciones.
--No, Rafa --me dijo mi amigo--, él no haría algo así. En eso es bien profesional.
--Ése no es profesional ni nada --le contesté--. Si se inventa cosas sobre temas que no sabe y se declara experto en asuntos de los que no tiene idea, ¿cómo no me va a sacar?
Las cosas que se inventa tienen que ver con algo sencillo: no consulta fuentes primarias. Busca sólo los datos sueltos, los estructura y les da carácter de cosa verdadera. Le encanta la búsqueda de hechos ocultos, de verdades desconocidas y de interpretaciones "audaces", y la historia y la vida no son así, no están hechas sólo de eso. Así, hace algunos meses dijo que a la guerrilla salvadoreña la financiaba principalmente el Consejo de Iglesias de Estados Unidos, pero no buscó números. En el mejor año de colectas, el Consejo no llegó a un millón de dólares, y sólo las Fuerzas Populares de Liberación se gastaban eso en un mes, y sólo en el interior del país. (Tengo mis fuentes primarias, claro.) No sé de dónde saliera el dinero, pero lo de la multiplicación de los peces, de los panes y de los billetes hace un par de milenios que no se dan por milagro.
Y vino el conversatorio, donde pude comprobar algo que alguna gente, incluida varia que estaba presente en el conversatorio, no me creía.
Primero habló un norteamericano, ex corresponsal de UPI, que le dio las portadas de El independiente a Santiago y al Museo. Después me tocó a mí, y luego Silvia Castéllanos contó de algunas anécdotas de Jorge Pinto hijo.
Llegó el turno de Carlos. Santiago, que es un gran tipo y cree (porque así debe ser) en lo que le dicen sus amigos, lo presentó diciendo que tenía varios años estudiando el fenómeno del periodismo en El Salvador. Un experto, pues. Y Carlos contó "una anécdota que le había llegado", pero que sólo había obtenido de una persona, así que estaba buscando confirmación. Era una anécdota un tanto desagradable, y tenía que ver con un enfrentamiento entre Jorge Pinto hijo y Enrique Álvarez Córdova después de un escándalo (ése sí bastante real) armado por el primero, en su periódico, a costas del segundo. Entre otras cosas Álvarez Córdova, según Carlos Cañas, había golpeado a Pinto, y éste había conservado la calma y le había contestado con una frase ingeniosísima. El asunto habría ocurrido en 1955. (Allí fue el primer error: el escándaloocurrió en 1961; en 1955 se fundó El independiente. Igual uno se equivoca cuando habla, así que no me pareció grave.)
Conocí a ambos, y los personajes no me dan para eso. Álvarez era un tipo de una tranquilidad extrema; Pinto era de una tranquilidad siempre a punto de explotar. Si alguien hubiera golpeado a alguien, hubiera sido Pinto; si alguien tenía frases controladas y precisas en momentos de tensión extrema era Álvarez.
Pero eso es lo de menos: según Jorge Pinto, en su autobiografía (El grito del más pequeño), la primera plática que tuvo con Álvarez fue en 1980, un par de meses antes de que asesinaran a éste, y ambos se habían identificado como hijos de las Catorce Familias (lo eran) y como gente independiente que trata de darle un poco de decencia a un país que entraba en una guerra imparable.
Cuando Carlos terminó de contar la anécdota, pedí la palabra y dije el dato. ¡Y resultó que no había leído la autobiografía de Pinto, que es lo primero que uno busca si quiere convertirse en "experto" en El independiente! O quizá no supiera que existía, en cuyo caso sería peor.
Es una edición bastante fea, hecha en México, hay que decirlo, pero no hay que ir hasta allá para hallarla: la compré en la librería de la Universidad Nacional por poco más de cuatro dólares.
Lo más importante no es que Carlos sea alguien poco serio en asuntos de historia, ni que se invente cosas o no use fuentes primarias, sino que gané mi apuesta. Lástima que no hayamos puesto dinero de por medio, porque entre amigos eso no se hace; me queda la satisfacción de que a veces no me equivoco con ciertas personas, y que la vida da buenas oportunidades para demostrar de qué están hechas.
Y es así como dejo de ser autora o autor salvadoreño. Quién lo dijera...
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Para que Carlos vea que no hay rencor, y para agradecerle el rato de diversión que me dio (me hacía falta), y en caso de que no encuentre El grito del más pequeño, le ofrezco una fotocopia, que pagaré con gusto. También algunos documentos con fechas y cosas así, que bien pueden complementar sus anécdotas. (Sí, la historia es mucho más que anécdotas.)