30 de junio de 2005

El festival de teatro y los de siempre

El director salvadoreño Fernando Umaña, fundador de la creciente compañía Artteatro, ha logrado realizar el festival de teatro Creatividad sin fronteras durante doce años consecutivos, un récord de persistencia entre tantos proyectos estratégicos que a veces no llegan al fin de año. Me ha tocado -como nos ha tocado a muchos- verlo en busca de contactos, fondos, pasajes de avión, alojamiento y lo que haga falta para traer a tantos grupos extranjeros como sea posible, porque necesario siempre ha sido; El Salvador no es un país que se haya caracterizado por la pujanza de sus artes escénicas.
Casi siempre se topa con la indiferencia y hasta el sabotaje de otros grupos, directores, actores y artistas pero, cuando el festival se inaugura, todos reclaman que no los haya incluido en el programa, y que él aparezca con una obra -la que sea- que siempre considerarán poco representativa de lo que se hace en El Salvador: en el país hay más cosas, y quién se cree Fernando para decidir qué se presenta y qué no. Y no falta el periódico que amarra espuelas para armar una polémica innecesaria, como se muestra aquí. Ellos venden sus ejemplares, los otros se desahogan y Fernando sigue en lo suyo, aunque el mal trago quién lo quita.
Quien siempre se porta como un caballero, y le queda bien, es Roberto Salomón, que ha realizado la proeza de mantener abierto el Teatro Poma durante más de dos años, con obras montadas por salvadoreños, incluso las que él dirige y produce, siempre dignas de verse. Será porque Roberto sabe lo que es pasar las de Caín -no hay que subestimar las tribulaciones de Caín- para desarrollar un proyecto de largo alcance, y porque ese alcance no es municipal, que por algo le va tan bien en Suiza y otras Europas, como puede uno notar con sólo poner su nombre en Google.
Los teatreros y artistas en general no entienden algo obvio: los festivales no son -o no deberían ser- para que los salvadoreños muestren lo que tienen, sino para ver qué se está haciendo en otras partes, aprender lo que se deba, desechar lo desechable y platicar un rato con gente que tenga otras visiones. Lo que muchos buscan es que, al verlos, los extranjeros descubran lo geniales que son y que los inviten a otros festivales en otras partes, donde saldrán del anonimato y todas esas cosas que les pasaban a gente como Veronica Lake y Rita Hayworth, cuando Hollywood aún no era lo que siempre fue. Y así no funciona el mundo. Y de verdad que urge una escuela seria de teatro, y gente dispuesta a sufrirla.
Lo único que más o menos garantiza obra de calidad es la persistencia en el trabajo, la disciplina en el trabajo y, cómo no, el trabajo. Y pocos -si alguno- se rajan el físico por el teatro en El Salvador como Fernando Umaña, excepto el antecitado Roberto Salomón y su equipo del Teatro Poma. He dicho.

25 de junio de 2005

Terceras personas y un escritor salvadoreño que no existe



Hace unos días apareció un artículo bastante divertido en Francia, que me enviaron Carlos Cañas-Dinarte y Thierry Davo, y que transcribo en parte:

Il n'est pas facile d'écrire dans un pays où la littérature n'existe pas. Au Salvador, un écrivain n'apas d'éditeur. En général, il n'a pas davantage de lecteurs. Il vit sa passion comme une confidence faite à des sourds. Le Salvador a de bons poètes (lire page III); il n'a pas, comme le Nicaragua avec Rubén Darío, de figure littéraire symbolisant le destin et la mémoire de son peuple.
Désormais, il existe un excellent romancier salvadorien : Horacio Castellanos Moya. Bien entendu, il vit à l'étranger. Il n'est pas consensuel et d'ailleurs il n'est pas édité sur place. Un seulroman, le Dégoût, est vendu sur le territoire...

La nota es de Phillippe Lançon, del diario Liberation, y borra en la primera línea a un montón de gente, entre la que me cuento, y entre quienes se cuentan Jacinta Escudos, a cuya página pueden llegar mediante el link que está aquí a la derecha, y a Claudia Hernández y a Manlio Argueta y a Álvaro Menen Desleal y a Carlos Castro y a Mauricio Orellana y a Salarrué...
Un motivo más para que me caigan mal los críticos; al menos deberían enterarse de lo que hablan, pero entonces los mataría el pudor o no podrían escribir y se morirían de hambre. Por ejemplo, de Horacio no sólo El asco se vende por acá, sino también Baile con serpientes y La diáspora (aún quedan bastantes ejemplares en la Dirección de Publicaciones e Impresos), La diabla en el espejo (importada por un par de librerías) y dos libros de relatos publicados por la UCA hace unos 10 años. Los he visto, y hasta vendemos algunos en La Casa del Escritor, así que el señor Lançon no me va a contar. Pero no creo que los lectores franceses se preocupen por averiguar, y leerán al escritor de la guerra que es el único sobreviviente de entre un montón de escritores fantasmas.
Mientras, Alain Mala, mi editor en Francia, me mandó hace un rato la portada y las pruebas de Terceras personas, mi libro favorito entre los que he escrito, publicado en México en 1996 (UAM, colección Molinos de Viento). Es el tercero que se editará allá, en la editorial Cénomane, con el auspicio del Centro Nacional del Libro. Thierry, traductor y gran amigo, me dice que Alain, preocupado, ha mandado cartas a los críticos que han repetido lo que dice Lançon, junto con otras barbaridades, como que "por fin El Salvador tiene un escritor", o sea Horacio, que entre otras cosas es cuate y no es con él la cosa. Y les dice que fui el primer salvadoreño con un libro que se haya publicado en Francia (L'Histoire du Traître de Jamais Plus, Cénomane, 1988), sin contar con cuentos de Álvaro Menen Desleal, mi maestro, que aparecieron por allá en los años sesenta y setenta, más algunos de los ya citados que aparecieron en una antología en 1999. No sé qué tanto les importen a los críticos esos datos, porque la realidad a veces les queda floja. Por mi parte, las ediciones de Cénomane son joyitas de tipografía y materiales, y sólo publicar allí ya justifica mi inexistencia.
Me parece que ese rollo de que El Salvador no tiene literatura, y que apenas hasta ahora hay un escritor, es un asunto de mercadotecnia utilizado por la editorial y por el agente de Horacio, al que los críticos se han sumado bastante acríticamente.
Bien por Horacio que está obteniendo publicidad. Mal por los ignorantes y mentirosos de siempre.

24 de junio de 2005

Por qué no soy maestro

Hace poco fue el Día del Maestro, y de pasada oí en la tele el himno que nos hacían cantar de niños, y que supongo siguen haciendo que los niños actuales canten. Era igual de espantoso que como lo recordaba:

Dulces himnos cantemos de gloria
al maestro abnegado en loor,
y ensalzemos doquier su memoria
entre cantos sublimes de amor.

Noble apóstol que siempre en la lucha
a la ciencia la haces triunfar.
Dando aliento a los niños se escucha
en las aulas su voz resonar.

A tus hijos las más rica prenda
del saber el ejemplo les das.
Para ellos haced que descienda
de los cielos hermosa la paz.

Encuentro que el diario La Hora se lo atribuye a Gabriela Mistral, pero me parece más malo que las cosas malas de doña Gabriela, y no hallo otra referencia en ninguna parte. Es incluso peor que cualquier cosa de Juan José Cañas, a quien entre otras cosas le tocó escribir el Himno Nacional salvadoreño y salutaciones diversas con un verso de lo más torpe. Claro que el hombre era militar, y ya dijo Bernard Shaw que el término "música militar" le parecía un contrasentido; digo yo que la "poesía militar" es otro tanto.
Como anécdota, una vez el ministro de defensa de Honduras se costeó un poemario que distribuyó en cuanta librería se le puso enfrente. Al día siguiente el presidente Oswaldo López Arellano mandó a recogerlo y destruirlo, y la izquierda a difundirlo en fotocopias. Yo era chavo y me tocó ver algunos poemas. Eran maravillosos. Había una especie de haikú que decía más o menos así:

Con mi M-1
me mamo uno.

En fin, si van a cantarme en mi día un himno como el que aparece más arriba, mejor me dedico a otra cosa. Bailarina de can-can, por ejemplo; las letras no serán tan ambiciosas, pero la música resultará más alegre.
(Tener que ser maestro y encima soportar que le canten a uno cosas así, y hasta verse obligado a dar las gracias... Qué horror.)

23 de junio de 2005

El fin del milenio

Publicado en El Diario de Hoy el 2 de enero de 2000. Y, sí, ya sé que el milenio terminó en 31 de diciembre de 2000.

A las dos de la mañana sólo los locos caminan por el centro de la ciudad. Las calles son suyas, al menos durante las primeras horas del nuevo milenio, y pueden pasear a gusto sus miradas intensas, los trozos de piel sucia que los harapos no cubren ni intentan cubrir y sus atados llenos de pertenencias imposibles.
Alguna familia rezagada (padre, madre, tres o cuatro hijos) intenta pasar desapercibida en medio de tanta soledad. Caminan entre las sombras. Ven con miedo en todas direcciones y contienen el aliento cuando pasa un automóvil, pero nadie pretende hacerles daño: los locos se ocupan de sus propios asuntos. Tampoco hay nadie para protegerlos; se pueden recorrer cuadras y cuadras sin toparse con una patrulla.
En la calle Rubén Darío, decenas de mendigos, maleantes y drogadictos duermen en hileras debajo de las cornisas de los almacenes, a unos metros de los alambres donde tienen su hogar las golondrinas. Quizá muchos se preguntaron alguna vez: “¿Llegaré al año 2000? ¿Dónde estaré entonces?” Ya es el 2000 y duermen a la intemperie, como cualquier otra madrugada del milenio pasado.

Las vísperas
Por la tarde, un campesino pedía limosna en el Boulevard de los Héroes. La gente estaba ocupada en prepararse para la cena, y no le daban nada. Cada vez que lo ignoraban, el hombre soltaba una risita irónica.
Un vendedor de sorbetes paseaba su carrito a las seis de la tarde por la colonia Miramonte. No vendía. ¿Quién compra un sorbete de carrito el último día del milenio?, pero seguía intentándolo.
En Mejicanos los vendedores de pólvora dicen que se quedarán toda la noche en espera de clientes; no han logrado deshacerse de sus existencias. En San Antonio Abad, otros vendedores dicen que éste es el último año que se dedican al negocio los cohetes, así de mal ha estado el asunto. En el Parque Centenario las ventas también han estado mal.
Sólo los locos no esperaban nada, excepto -quizá- tener la calle para ellos durante algunas horas.

Otro milenio
A las dos de la mañana se ven de vez en cuando, aquí y allá, montoncitos de papeles rasgados, de los que dejan los cohetes cuando estallan. El centro de la ciudad huele a lo mismo de siempre, pero se han agregado los olores de la pólvora y el papel quemado. Las casas y almacenes se ven más viejos y un poco más abandonados, si eso es posible.
En las colonias aledañas al centro, de vez en cuando, se ven algunos niños que se resisten a dormirse y queman estrellitas al borde de las aceras, bajo la vigilancia de unos padres somnolientos.
Durante todo un año se habló del fin del milenio, se plantearon problemas que surgirían con el cambio de calendario, desde el peligro de que las computadoras enloquecieran hasta el eventual fin del mundo. La esperanza se coló en medio de los temores, y en todas partes se intentó ser feliz.
A las doce de la noche la ciudad se llenó de ruidos violentos. Durante veinticinco minutos -reloj en mano- se escuchó un sonido compacto de cohetes. Las ametralladoras intentaron, tartamudeantes, cumplir con su destino. Escondidas entre el estruendo, las descargas de pistolas que llenaron el aire con pedazos mortales de metal.
Y todo pasó demasiado rápido para una espera tan larga.
Ahora comienza una nueva espera; es el primer día de los próximos cien años, y de los próximos mil.
Cuando se cumpla el plazo, ¿serán otra vez los locos los dueños de las calles? ¿Existirán aún los locos?
Ninguno de nosotros estará aquí para atestiguarlo, y talvez sea mejor.

Un par de artículos


Cantos y pujidos poéticos


La métrica no implica normas artificiales ajenas al habla cotidiana, sino una sistematización de sonoridades naturales de la lengua.
En castellano, las frases pentasílabas, heptasílabas, octosílabas y endecasílabas (cinco, siete, ocho y once sílabas) son frecuentes en el habla. No es gratuito que muchas canciones populares se basen en octosílabos, algunas infantiles en penta y heptasílabos y los sonetos en endecasilabos y alejandrinos (estos últimos formados por dos periodos heptasílabos).
Si todo arte es forma (en escultura y danza es más obvio que en literatura), era inevitable que aparecieran patrones que generaran formas basadas en las sonoridades mencionadas, desde las sencillas, como el romance, hasta la casi imposible sextina.
El verso libre y la métrica no son muy lejanos entre sí; ambos presuponen musicalidad y una “estilización” del habla cotidiana. Para la métrica es menos difícil resolver un problema técnico complejo: el corte de verso (por qué un verso termina en cierto lugar y no en otro); si se respetan algunas reglas, la métrica lo resolverá de antemano.
La discusión acerca de las bondades del verso libre por sobre la métrica, o viceversa, es intrascendente: lo importante es la creación de un objeto poético único. Ningún patrón métrico, o su carencia, dará validez a un poema; es sólo un vehículo para expresar cosas más profundas.
Se puede hacer buena poesía sin conocer de métrica, pero no es sano desechar a priori una herramienta fundamental para encarar el verso libre (la más difícil de las formas); el riesgo es obtener un texto cuyos versos pujan en lugar de cantar.


El tiránico verso libre

¿Por qué los versos de los poemas se cortan de cierta manera, y no de otra? Es una pregunta que pocos poetas se hacen; la mayoría da por sentado que el verso libre ofrece el beneficio de la arbitrariedad, y no es extraño ver textos formados por versos que no fluyen rítmicamente ni tienen un valor especial dentro del poema.
La métrica tradicional trae implícita la extensión de los versos, la sonoridad, y hasta cierto punto indica los modos posibles de acomodar las ideas que desee expresarse.
En el verso libre es necesario encontrar la extensión adecuada de cada verso, de manera que el poema tenga una lógica interna, y que al final sea notoria una estructura, una forma única pero de igual coherencia que, digamos, un soneto o una endecha.
Lo ideal es que cada verso contenga al menos una idea completa, que no dependa de otros versos para cobrar significado. Se espera que el ritmo del verso sea compatible por lo menos con el de los versos aledaños, a modo de lograr sonoridad y musicalidad. En otras palabras, cada verso tendrá un significado único, y este significado, con los valores rítmicos exigidos por la estructura, indicará su extensión. Si no, sólo habrá un texto cortado sin ton ni son.
Miguel Huezo Mixco sugiere que, al escribir, los poemas se lean en voz alta para buscar una rítmica propia, basada en las cualidades del habla del poeta, en su aliento. Pero es necesario recordar que los poemas no fueron escritos para la voz, sino para los ojos, que tienen su propio modo de oír.

Publicados en El diario de hoy
en algún momento de 2003 ó 2004

21 de junio de 2005

De héroes y pujidos

Si los héroes no murieran las cosas serían más fáciles. Pero los héroes deben morir.
Peor aún: si algunos héroes no sobrevivieran, las cosas serían más fáciles: los héroes que sobreviven se convierten en caricaturas de sí mismos, y su heroísmo sólo sirve para hacer comerciales de zapatos o de pasta de dientes, o para oprimir pueblos hasta que aparece otro héroe que los aplasta. Los héroes han cruzado la tenue línea que existe entre el benefactor y el tirano. Y el ciclo recomienza una y otra vez, obsesivamente.
No se puede ser un verdadero héroe sin morir. Y los héroes mueren en nombre de los que no tienen el valor suficiente para ser exageradamente humanos, para vivir atados sólo a sus principios, con un instinto de sobrevivencia animal y a la vez suicida. No importa lo que hagan: salvar a un niño de un incendio, ganar una batalla en una guerra (quizá necesito una guerra) sin más ayuda que la de sus manos ante la furia de los morteros, sin más recursos que sus glándulas sudoríparas. Luego uno podrá leer en el periódico o en los libros de historia que ese hombre, durante unas horas, minutos o días, vivió más de lo que ha vivido una parte inmensa de la humanidad en millones de años, que hizo más de lo que harán jamás cien mil oficinistas o dos mil quinientos soldados o tres mil setecientos guerrilleros. Y, con su acto, el héroe revalida el derecho a la vida de los que no son héroes, reinventa la razón de ser de los pobres diablos. (¿Quién no es un pobre diablo en presencia del héroe que regresa?) Quizá se le olvide, pero el mundo habrá sido nuevo otra vez gracias a él, como si le hubiera echado una inmensa moneda a un teléfono público para seguir hablando durante un año o diez más, una era completa. Y no porque el héroe sea un superhombre, sino porque es humano, patéticamente humano, y porque después de todo fue héroe no a pesar de, sino gracias a su patetismo.
Los verdaderos héroes mueren, y no tienen derecho de morir. Tampoco tienen derecho de vivir, y algunos viven. Debería haber un estado de existencia intermedio en el que se encuentren los héroes y nadie más, una especie de limbo que los mantenga lejos de nuestras manos y, sobre todo, a nosotros lejos de las suyas. Pocas cosas más terribles que el poder de un héroe, sobre todo porque está dispuesto a ejercerlo.

De Trece.


Si naciera otra vez quizá pediría que hubiera un poco menos de calor en el mundo que lo recibe, o nacer en un mes en que se sude menos —octubre, por ejemplo—, o tener una madre de ojos menos pálidos, no tan propensos al llanto.
(Observación: en su ciudad los cuerpos huelen mal en los autobuses, los autobuses hacen que la ciudad huela a diesel y que las personas y los perros y los pájaros se sofoquen cuando llegan a las esquinas.)
Si volviera a nacer sería exactamente la misma persona, pero en ciertos momentos habría algo que lo hiciera huir despavorido de sí mismo y que cambiara su historia sin marcha atrás. Sólo su propia historia, no caigamos en la trampa de la causalidad como dogma, no como mera probabilidad.
O talvez un hecho tan simple como caerse de la bicicleta a los siete años, quebrarse un diente con una piedra oculta en el arroz a los doce, no aprender nunca qué es el control de cambios, cualquier cosa, podría llevarlo, alguna vez, a ser el héroe que jamás quiso —y en realidad no pudo— ser. Y entonces no habría otra cosa que causalidad, y podríamos caer en cualquier trampa y no tendríamos por qué estar aquí ni en otra parte. ¿Quién sabe cómo ocurren realmente las cosas?

De Instrucciones para vivir sin piel


En el fondo todos los héroes son tan pendejos como el resto de la gente, y por eso hay tantos en los panteones y en los libros de texto. Los muertos siempre son los demás. Si alguien le hubiera dicho a la mayoría de los héroes lo que les iba a pasar, seguro deciden morirse de viejos y el mundo tendría menos nombres de los cuales acordarse en la escuela.

De Maneras de morir


También aprendí que los que han sido nuestros héroes (...) son tan humanos que dan ganas de vomitarlos. Pero ése es el valor de los héroes y de los traidores: darnos fuerza para vivir cuando la muerte se vuelve una tentación insoportable

De Réquiem para una señora sin canas


Porque Dios es más que todo lo que fue creado –incluso el mar y lo que lo habita–, es mucho más que esa cantidad infinita de silencio y de incomprensión: es los ojos de los mártires, los pujidos desesperados de las solteronas, las guerras donde los hombres son más profundamente hermanos y se odian y se matan y se dicen héroes o traidores, todo para evitar hacerse la única pregunta que vale la pena hacerse: ¿por qué?

De Breve recuento de todas las cosas

20 de junio de 2005

Saramago y los rollitos de jamón

Un día decidí que quería escribir mi propia versión de El extranjero, del cual me enamoré alrededor de 1980. Todo lo que hice desde entonces, hasta que cerré la etapa en 2000, fue encaminado en esa dirección. Terminó con Trece (Instituto Mexiquense de la Cultura, Toluca, 2003), que fue a lo que finalmente llegué. No tiene nada que ver con Camus excepto para mí, pero creo que es un trabajo digno, que me llevó nueve años de insomnios e ingeniería.
En 1995, gracias a Salvador de la Mora, conocí un par de libros de Saramago: Memorial del convento e Historia del cerco de Lisboa, y poco después compré El evangelio según Jesucristo. Me fascinaron. Y, en vista de que me quedé sin guía, me puse a estudiar sus estructuras de lenguaje. De allí salieron dos novelas: Instrucciones para vivir sin piel (publicada como Instructions pour vivre sans peau por Cénomane, de Le Mans, en 2004) y Breve recuento de todas las cosas (que debe publicarse allí mismo el próximo año). Y, como debe ser, poco se nota la influencia de Saramago, porque tampoco se trata de plagiar y sería una falta de respeto hacia él y hacia mí. Pero allí está, seguro, y hasta podría decirles dónde.
Hace un rato regresé de una cena con Saramago, invitado por Grupo Santillana. De entre los narradores salvadoreños estábamos Manlio Argueta, Claudia Hernández y yo, tres generaciones en tres sillas aledañas, muy cerca de él. Le conté esta historia, le di las gracias y le entregué un ejemplar de Instructions... Fue muy amable al recibir el libro, hojearlo y decir: "Yo debería agradecerle a usted. Imagínese: yo allá en Lanzarote escribiendo mis cosas o haciendo vaya a saber qué, y una persona en otro lado del mundo tomándose la molestia de estudiar mi lenguaje y de trabajar sobre él..."
Conversó acerca de su técnica literaria, pero otros comensales (gente que no ha leído su obra, supongo, o periodistas con ganas de escándalo, o ambas cosas a la vez) comenzaron a preguntarle acerca de su posición hacia Cuba, de lo que escribió acerca de las FARC, de los pleitos entre los Nobel... Respondió con elegancia, pero siempre volvía a su literatura, que es de lo que un escritor quiere hablar. Hasta le hicieron un par de preguntas impertinentes, de las que salió ileso, y de vuelta a la técnica literaria.
Me pareció un tipo sensacional. Es como si alguien llega a casa de uno, invitado por el amigo de un amigo, y empieza a platicar de cosas agradables mientras come rollitos de jamón, y uno lo oye fascinado porque el hombre sabe de lo que sabe, y lo dice de un modo tan casual que hasta parece fácil aunque ni de lejos lo sea. Alguna vez me tocó platicar con Octavio Paz, otro Nobel, antes de que fuera Nobel (sería en 1980), y por suerte sólo duró unos segundos y no se repitió. Qué tipo pedante. Saramago es de otra estirpe, y me dio gusto saber que dediqué varios años a la obra de alguien que es, sobre todo, una buena persona.
Al final se puso a firmar libros y hubo quienes llevaron tres o cuatro para sus parientes y amigos. Nada elegante, aunque él lo fue. Como no me acercaba, me preguntó si quería que me firmara algo, y con un poco de vergüenza saqué mi ejemplar de El cuento de la isla desconocida, que era lo que cabía en el bolsillo sin que se notara, y que sólo sacaría en caso de urgencia extrema. Y allí está el librito en la mesa del comedor, con su firma y una dedicatoria sencilla, curiosamente la misma que uso en casos similares, porque eso de firmar libros me angustia horrores y hay siempre quien insiste en que quiere su ejemplar firmado y a uno sólo se le ocurre poner "Para Fulano, con un abrazo." (No es que yo dedique los libros como él y presuma de eso: es que en literatura hay constantes hasta en las dedicatorias.)
A lo de la sesión de fotos no le entré. Alguna vez me tocó que, por ser de los escritores de la fiesta, todo el mundo quisiera tomarse fotos conmigo y con los otros compañeros, abrazados, sonrientes y pensando "Qué carajos hago aquí". Bien incómodo.
En fin, en La Casa del Escritor, donde me ha tocado ser "el mayor", manejamos una idea: todos somos lo mismo, nada más estamos en diferentes etapas del proceso. Lo creo de corazón, y les da seguridad a los chavos para seguir en el oficio. Hoy el chavo fui yo, y un verdadero maestro me hizo sentir lo mismo. Gracias, gracias, gracias.
(Ah: y platiqué mucho con Claudia Hernández, a quien no veía desde hacía casi un año, aunque a veces nos encontramos en el Messenger.)

18 de junio de 2005

D.O.A.

Acabo de terminar una maravilla del cine negro, D.O.A. (puede encontrarse aquí, totalmente gratis y en varias resoluciones), con Edmond O'Brien, filmada en 1949. La vi allá por 1987, casi por error, y nunca pude encontrarla, hasta hoy. Me hubiera gustado escribir algo así; creo que a cualquiera.
Primera escena: un tipo llega a una delegación de policía en Los Angeles, pide hablar con el encargado de homicidios, entra en su oficina y le dice:
-Vengo a reportar un homicidio.
-¿Cuándo ocurrió?
-Anoche, en San Francisco.
-¿Quién es la víctima?
El tipo hace una pausa dolorosa y contesta:
-Yo.
El encargado de homicidios, en lugar de ponerse a reír o mandarlo al carajo, como correspondería, busca unos papeles y le dice:
-Usted es el señor Bigelow.
Más negro no hay.
Bigelow ha sido envenenado con una "sustancia luminosa", y los médicos le dicen que le queda un día de vida, quizá dos, a lo sumo una semana. En todo caso ya está muerto. Uno de los médicos le dice otra frase de lo más bonita:
-Creo que no ha terminado de entenderme, señor Bigelow. A usted lo asesinaron.
¡Y se pone a contarle cómo es que lo han matado, y él oyendo aterrado cómo le hablan de sí mismo en pasado, y casi en tercera persona!
Después de contarle su historia a los policías se pone de pie, exclama "Paula" (el nombre de su novia) y cae en medio de los que lo han escuchado. Un buen detalle es que no se ve su cadáver, ni lo feo que debe ponerse al morir merced a la "sustancia luminosa".
El diálogo final no tiene desperdicio.
-Tengo que hacer mi reporte -le dice un tipo alto al encargado de homicidios.
-Póngale "Muerto al llegar".
Y se ve cómo en el acta de defunción ponen las letras D.O.A. (Dead On Arrival) con un sello inmenso. Fin. Créditos. El público enloquecido va a la computadora a escribir en su blog antes de irse a dormir.
Para mañana tengo Night of the Living Dead, en su versión de 1968, mucho mejor que la de los ochenta. Sin embargo esta última es divertidísima. Y las secuelas. Ver cómo en la 3 atraen zombies ofreciéndoles cerebros humanos, que les encanta comer, es para desarmarse de la risa. Impresionante la chava que se clava cosas para no comerse a su novio, porque está infectada. Quizá es lo que vale la pena de la película.
No se pierdan La sal de la tierra, si no la han visto.

16 de junio de 2005

El poder de la (mi) máquina

Puesiesque de un día para otro se me arruinó la Pentium III (866 MHz, 256 Mb de RAM, 40 Gb de disco), que en su momento era lo más top que se podía conseguir. Mi objetivo al comprar semejante animal había sid0 procesar sonido (música, grabación de voces, cosas así), además de la consabida escritura, para lo cual bastaría con mi primera 8086 y el WordPerfect 5.1, un procesador de palabras que hasta la fecha me sigue pareciendo una maravilla. Antes de eso tenía una Pentium a 233 MHz, y antes una 486DX2 cuya principal característica era que corría Doom, y antes una notebook Presario 386 a 16 MHz, y antes una 286 a 12 MHz con un hermoso monitor en escala de grises, y antes la ya citada 8086, la primera que tuve, en 1990.
Y compré, en noviembre pasado, una Pentium IV a 2.24 GHz, con 80 gigas de disco y 256 megas de RAM, entre otras maravillas. La quería para hacer unos promocionales para televisión de La Casa del Escritor, que se transmiten por Canal 10. Son cortos de 45 segundos, con efemérides y cosas así, que estaba realizando en la computadora del trabajo con el Vegas Video, una maravilla, y el CoolEdit Pro 2.0. Tenía una buena máquina, teóricamente mejor que la del trabajo, y a darle.
Pero la compu del trabajo es carísima, y la mía costó como 400 dólares, y por algo era. El principal problema era el adaptador gráfico integrado, que es bueno si uno no se mete a exquisiteces. Lo otro era que los 256 megas de RAM apenas alcanzaban; más de la mitad se la lleva el puro sistema operativo.
Mientras, hacía lo que podía: en el monitor las imágenes se veían con los colores de una VGA viejita, pero aprendí a calcular cómo se verían en la televisión una vez renderizado el videoclip y convertido a formato SVCD, que no era lo mejor, pero era algo a lo que podía aspirar con mi simple quemador de compactos. Un quemador de DVD no entraba en el presupuesto. Ni una tarjeta de video decente. Ni más memoria.
Hasta que se quemó el quemador y hubo que comprar otro. Los de DVD habían bajado de precio, y me lancé por un LG, modestamente. Y los videos alcanzaron una calidad bastante seria, porque el formato para DVD tiene como el doble de calidad de SVCD, y mucho más que el VCD.
Me pasé un par de meses dudando, y hace tres días me decidí. Compré una tarjeta Nvidia FX con 256 megas de memoria, de ésas que se usan para jugar los juegos imposibles que se ven hoy en día, y 512 megas extra de RAM. La vida ha sido otra.
Las películas que tenía en formato MPG o AVI antes se veían feísimas en mi compu; ahora se ven como deberían verse, o mejor. Y puedo tener abierta una cantidad de procesos que antes era imposible, porque siempre he tendido a abusar de la paciencia de mis computadoras. (Tenía instalados ya 384 megas de RAM, y la pobre Krisma debía lidiar con 128. Su máquina, una Celeron a 1.8 GHz, tardaba en encenderse cerca de cuatro minutos. Le pasé un chip de 256 megas, me quedé con 128, más los 512, ahora tengo 640. Su compu enciende en poco más de treinta segundos ahora, un poco más lentamente que la mía, ejem.)
Y me entró la sed por las películas. Soy fanático del cine, igual que todos en la familia; tanto así que en un mes nos acabamos las que había en el videoclub de aquí a la vuelta.
Un amigo me avisó que en http://www.archive.org tienen una cantidad espeluznante de películas, cortos y dibujos animados de dominio público, y fui para allá. Y así era, pero la cantidad de gigas de cada película hacía que no valiera la pena bajarlos; tengo una conexión de 256kbps, y eso significa que bajar un par de gigas se llevaría unas cuarenta horas con todo el ancho de banda ocupado, siempre y cuando la red no se atonte. Así que recordé que hace como siete años compré una licencia de un programa llamado GetRight, y lo instalé. Lo que hace el GetRight es, además de bajar archivos, permitir que no se corte la transferencia, o que pueda pausarse. Además, es capaz de bajar cuatro segmentos al mismo tiempo y de buscar la mejor velocidad para las transferencias. Y me puse a bajar películas, pues.
Lo primero fueron unos cortos de Chaplin, entre los que viene El Inmigrante, que me fascina. Fue terrorífico ver cómo el GetRight comenzó a bajarlo a más de medio mega por segundo. En poco más de una hora tenía tres gigas de película en mi compu, armé el DVD, lo quemé y listo, a ponerlo. Se me antojó ver una película de 1960 que se llama Last Woman on Earth y me puse a bajarla. En lo que hacía otras cosas, bajó, armé el DVD en unos minutos y lo quemé. La película es muy buena, de muy bajo presupuesto pero con un guión bien inteligente, según pude ver apenas un par de horas después de comenzado el proceso.
Ya sé que hay redes T1 y T3, y hasta DSL, que pueden bajar cosas en minutos, y hasta las he usado, pero no en mi casa. Con toda esa memoria, todo ese adaptador de video y el quemador de DVDs, más un programa sencillo para armarlos, y desde luego el GetRight, puedo organizar una videoteca decente mientras trabajo, sin que la velocidad de la máquina sea patética. Y ya sé que hay cosas mejores que mi máquina, pero ésta es mía, y me emociona que además pueda escribir este post mientras estoy bajando como 20 capítulos de Betty Boop, a 300 megas por capítulo, y me dispongo a quemar Sangre y arena, con Valentino, y Oliver Twist. También se me antoja El misterio del María Celeste, con Bela Lugosi, y ya le eché el ojo a The WASP Woman, que promete ser un culebrón tipo La mujer del puerto. (Adoro el cine clase B.) El problema (que no lo es) radica en la cantidad de espacio en disco: 80 gigas, a 3 gigas por película, no alcanza para mucho. Pero no me interesa conservar los archivos, así que armo el DVD, lo verifico y borro los MPGs.
Igual he visto buenas ofertas de discos de 250 Gb... Y una pantalla de plasma de 19 pulgadas mucho más adecuada para la NVidia... Y una tarjeta Sound Blaster de las que rompen bocinas... Y otro equipo de sonido, porque éste ya tiene como tres años...
Y que conste que compré la máquina que tengo porque estaba en oferta.

15 de junio de 2005

El Campeón

Reencontré otro cuento mío en una página de Argentina; está allí desde hace algunos ayeres. Hay una foto en la que aparezco en el Gran Cañón, en abril de 1999. Si hay un lugar donde uno puede sentirse pequeño y efímero es ése, aunque Claudia Hernández (magnífica cuentista salvadoreña) insiste en que es la Cordillera de Los Andes. Pero no he llegado hasta allá, así que me quedo con el Cañón como mi lugar favorito para pasear el complejo de inferioridad.
El cuento, en fin, se llama "El Campeón". Tardé en escribirlo unos seis años. Era una especie de ejercicio interminable. Lo encontraba, lo corregía, le añadía algunos párrafos, lo perdía durante algunos meses y así. Al final lo terminé. Le corté casi la mitad y quedó como aparece aquí. Cualquier evocación a Hemingway es vil y nefasta influencia.

14 de junio de 2005

Un mundo en el que el cielo cae y cae

—Nadie toca como Charlie Parker —volví a decirle.
Tiró el sax sobre la cama. Algo sonó a metal roto.
—¿Quién te crees? —me dijo—. Ni siquiera sabes silbar.
Era cierto.
Se sentó junto al sax sin atreverse a tomarlo. Bajo el sax había una botella vacía de cerveza. La agarró como si fuera un escudo o un seguro de vida.
—¿Sabes cuánto ensayo? ¿Sabes cuántas horas ensayo?
—No es eso —le dije.
—No. Ya sé que no es eso.
Miró la botella a contraluz. Se veía sucia, cubierta de grasa y polvo.
—Ya ni siquiera es eso —dijo.
—No quiere decir que toques mal.
—Pero quién sabe cuánto tiempo he estado durmiendo encima de una botella vacía. Eso es, ¿verdad? Y ni siquiera me había dado cuenta. Ni siquiera me acuerdo de cuándo me la tomé. Eso es, ¿verdad?.
—Tampoco —le dije.
—Soplo igual que siempre —dijo—. ¿Cuál es el problema? Si quieres compro otro sax. Dame un adelanto y consigo uno barato.
Abrí la puerta.
—¿Sabes cuánto ensayo? —dijo.
Estaba a punto de llorar.
—Me imagino que todo el día.
—¿Entonces?
—Así las cosas.
¿Qué más podía contestarle?
—¿Quieres oír algo? —dijo agarrando el sax—. Que no te cuenten. Por lo menos óyeme.
Cerró los ojos y se puso la boquilla en la boca. Sopló. Do. Re. Mi.
Fa. Sol.
La.
—Es de Charlie Parker —le dije.
Me estaba fastidiando.
—Estoy fuera de práctica.
Do. Do sostenido. Re. Re sostenido.
Se quitó el sax de la boca. Le faltaba la respiración.
—Ni siquiera sabes silbar —me dijo.
Se puso el sax sobre las rodillas y lo miró. Parecía animal apaleado. Bastaba con soplarlo para que se echara a llorar.
—¿Tienes cien pesos? —me dijo.
Le tiré un billete en la cama.
—¿Cigarros?
Le tiré la cajetilla y la pescó al vuelo. Le dije que se quedara con ella. Quién sabe de dónde sacó una caja de cerillos y encendió un cigarro. No me ofreció.
—¿Sabes a qué edad murió Charlie Parker? —me dijo.
—Todavía puedes lustrar zapatos —le dije—. Joe Louis terminó así. No me acuerdo si lustraba zapatos, pero no le daba vergüenza.
—Todavía puedo —dijo.
Desde la escalera oí que trataba de sacarle notas al sax.

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Escrito entre 1991 y 1992, creo. Tardé meses y meses armándolo y corrigiéndolo y todo eso. Es parte de un volumen de relatos del mismo nombre, aún inédito. El cuento se ha publicado varias veces en varias partes (en una parte diferente cada vez); la primera fue en un suplemento especial de aniversario de la sección cultural de El Financiero, de México, donde era columnista. Según yo, es una micro-micronovela: allí está todo lo de los dos personajes, sólo hace falta reconstruirlo, y para eso está el lector. Igual es sólo un cuentito raro y nada más. En su página personal, Thierry Davo tiene algunos textos míos, un par de los cuales no querría acordarme. Están aquí mero.

Verdades y simulaciones

La verdad es que, sí, uno usa cosas bien íntimas para armar las novelas, pero las disfraza atribuyéndoselas a personajes (o "personas" como sinónimo de "máscaras") ficticios. Y, sí, la verdad es que, como dijo aquél, "Madame Bovary soy yo", y todos los personajes de uno son uno mismo, o no servirían de mucho.
Entonces la invención es una gran cortina de humo para soltar algunas verdades tan inmencionables, tan dolorosas o tan serias que uno no las compartiría con nadie ni aunque le ofrecieran ser el dueño de todas las deudas de Donald Trump. (Claro que todo tiene su precio, y uno estaría dispuesto a negociar.)
Y allí va uno por el mundo, inventándose mamotretos de cien, doscientas o más páginas sólo para dejar caer en un par de párrafos algo que, si no dice, revienta. Y están las trampas: los lectores creerán que uno es el personaje central y en realidad es el tipo que apenas aparece incidentalmente en la página 96, y que uno realmente cree en el discurso que va entre las páginas 82 y 121, cuando apenas se reservó un párrafo en la 229 para decir su verdad más profunda por boca de una mesera que sirve un café y desaparece de escena por siempre jamás.
Y no es que sea tan fácil, nonononó. Por ejemplo, uno no es directamente el avaro prestamista del cuento, sino uno mismo si fuera viejo y si fuera avaro y si fuera prestamista y si hubiera nacido y crecido bajo ciertas circunstancias, y si en vez de hacer la primera comunión lo hubiera atropellado una bicicleta y etéctera etcétera. Y menos es la señora lujuriosa que vive frente al anciano prestamista, o el niño que llora sin lágrimas entre las ramas de un árbol con marcas de golpes en la espalda, ni es la madre del niño que después de tomar el té con sus amigas se desquita con él porque el marido la engaña, y ella a su vez lo engaña con su hermano (de él, porque no se le da el incesto), ni es el marido ni el hermano ni nadie. Pero es todos al mismo tiempo. Y cada uno de ellos, en el fondo, es un trozo de un ego desgarrado (como todos los egos, nomás que uno tiene un poco más de práctica) que trata de ponerse de acuerdo con los demás trozos, y entre invento e invento dice lo que realmente quiere decir, si es que tiene oportunidad, porque a veces no se da y punto. (Quizá por eso tantos textos abortan.)
El problema de los psicoanalistas es que buscan relaciones directas entre lo que se narra y la psique del autor, y tratan de jugar al que todo lo sabe y todo lo ve. Y, como los críticos literarios, pasan por alto algo fundamental: sin la literatura su oficio no existiría; la suya (la de ambos) es una disciplina subordinada y háganle como gusten. Sin Dostoyevski, Poe y Shakespeare, para hablar de tres de los grandes, el doctor Freud no hubiera tenido mucho de dónde rascarle a la psique, y sus hijitos no podrían cobrar barbaridades por hacer preguntas para las que en realidad no tienen respuesta, como no las tienen los escritores y como en el fondo no las tiene nadie.
En fin, con una docena de novelas escritas, me doy cuenta de que aquí y allá hay páginas que dicen cosas muy mías, que nadie sabe ni sabrá que son mías, y que están puestas a la vista como en "La carta robada" precisamente para que nadie sospeche de ellas. No que haya querido suicidarme como el personaje de Trece, porque no soy de ésos, sino que hay algo que hasta la fecha me duele en una escena que estructuralmente sirve para dar un cierto contexto emocional y explicar la relación entre personajes; el resto es invención. Y no me arrebatan las escenas necrófilas de Breve recuento de todas las cosas, que me producen un cierto horror y un mucho de asco, sino algunos detalles que sólo se entenderán como ambientación. Y así.
En Los años marchitos soy el personaje menos agradable (según yo mismo); en De vez en cuando la muerte, uno que me hubiera gustado ser; en Terceras personas no soy ninguno, pero allí, metidas entre tanta cosa, hay cuatro o cinco ideas en las que creo de corazón, pero no me atrevería a decirlas en público, quizá porque son muy ingenuas o (quizá por eso mismo) terriblemente crueles.
Igual es delicioso el proceso de crear mundos y personas que no existían antes, y vivir con ellos mientras dura el proceso de escritura. E igual eso es más importante que decir algo en particular o confesar algo de manera solapada. Algo es seguro: muy pocos sabrán qué parte de Madame Bovary es uno y, contrario a lo que dicen los críticos y psicoanalistas, contrario a lo que se dice en ocasiones a la prensa, uno sabe perfectamente lo que está escribiendo. Las interpretaciones suelen ser proyecciones de los lectores; uno sabe muy bien en lo que anda, y disfruta cuando los demás llegan y dicen: "¿En serio no te habías dado cuenta de que lo que pusiste en el capítulo cuatro significa que...?"
En los últimos días me ha caído la idea de escribir algo basado en hechos reales, que le ocurran a un personaje que sea bastante parecido a mí. No unas memorias, porque eso es para gente con un tipo de vanidad diferente al mío. Cosas mías que le pasen a alguien que fuera yo si hubiera vivido lo que me ha tocado vivir, y que quisiera contar de su vida, como cualquier personaje de ficción. A pesar de que soy básicamente feliz, me doy cuenta de que mi lado sórdido es mucho, de que en todo individuo y en toda familia hay detalles o épocas de verdad espeluznantes, y que ponerlas a la vista tan en crudo puede ser desagradable desde cualquier perspectiva. Y hay otro riesgo: decir la verdad a secas también puede ser aburrido, y quizá de allí la necesidad de inventar para darle algo de interés a las dos o tres frases en las que uno es uno mismo.
Por allí tengo un lindo cuaderno nuevo en el que comenzaré a escribir algunas notas con mi Parker 45. Ya veremos si sale algo interesante o se quedará entre el montón de proyectos que no pudieron ser.

10 de junio de 2005

A todo esto...

Cuando empecé este blog había visto sólo algunos otros, y todos dedicados a cosas específicas, como ciencia, arte y así. Me pareció que armar uno para llevar una especie de diario --o mensuario o semanario-- era divertido, y una posibilidad para escribir cosas que nunca voy a poner en ningún lado, en especial porque para los diarios soy bastante asistemático. (Desordenado, dicen otros.) Después de varios meses, veo que los blogs como éste son legión, y que muchos valen la pena de leerse por el simple hecho de que están allí.
Hay algo de impúdico en enterarse de las cosas ajenas, como lo hay en la literatura, oficio de exhibicionistas y vicio de voyeurs, pero intuyo que existe algo más. Por ejemplo, se logra una comunicación como la que no se da en los foros de discusión (aunque haya blogs que son foros de discusión), se comparte con los amigos temas y hechos e ideas que normalmente no se tocan en el correo electrónico y hasta es relajante poder decir lo que sea por el simple placer. (Los hay que prefieren indignarse, los que buscan notoriedad, los que dan cátedra. Para mí esto es otra cosa.)
Y se me ocurre también, aprovechando que tengo bebé en casa, que los blogs son como los juegos de los niños pequeños, que no interactúan, pero se acompañan. Cada uno está en lo suyo, con sus bloquecitos y carritos, y la amistad es estar juntos divirtiéndose. Eventualmente echarán una ojeada a lo que el otro está haciendo y aprenderán algo nuevo, o se reafirmarán en lo suyo, y de repente entablarán pláticas y, zaz, existe el mundo real, y gente con quien compartir. Ya ni siquiera es trascendente estar de acuerdo, sino compartir espacios.
Y estos blogs son espacios mágicos --como los espacios del juego-- en los que cada quién puede ser lo que es, y ya sabrán los demás si son compatibles con uno, uno con ellos y todos en lo mismo.

Cuando las cosas son lo que son y no pueden ser otra cosa


(c) de Quino, por supuesto.

9 de junio de 2005

Un negro que no es negro

Cuando estaba en el Defe, fui a Planeta a recoger los ejemplares que me correspondían de Los mejores cuentos mexicanos 2004, en el cual los compiladores tuvieron a bien incluirme. Al salir me fui a un centro comercial que no recuerdo cómo se llama, ya cerca de San Angel, para comer una BigMac después de días y días repletos de delicias mexicanas. Por supuesto se imponía una vuelta por el centro comercial, y llegué a un rincón del tercer piso llamado El palacio de la pluma.
La dependienta, muy joven y muy conocedora, me mostró varios modelos, aun bajo mi advertencia de que no iba a comprar nada. Pero ella sabe más que yo del negocio y de sus clientes, e hizo aparecer una Parker 45, el mismo modelo que usaba cuando estaba en la primaria. (Sí, me enseñaron a escribir con pluma fuente. Hasta los 14 o 15 años casi no usé otra cosa.)
Vista desde esta modernidad, la Parker 45 no tiene demasiados atractivos, pero la añoranza pudo más que la conveniencia. Compré la de capuchón de baquelita (¡sí, está hecha de baqueñita!), con un color azul de lo más retro, y tinta negra. Y me he dedicado a ser feliz escribiendo con ella. Ya terminé la novela negra que estaba trabajando y casi cada cosa que escribo la hago con ella.
Un par de días después de escribir con ella me di cuenta de algo: la tinta se oxida. Del negro más o menos intenso, lo escrito pasa a un color café oscuro. La harta humedad salvadoreña debe contribuir a la oxidación. Y me pregunto: ¿este color es lo que quiero? Y me río: antes ese café oscuro era el equivalente al negro. Uno entendía que ése era el negro del mismo modo en que uno concede que las naves espaciales de las películas clase B de los años cincuenta son naves espaciales.
Hubo una época, entre los 16 y los 30 años, en que usé plumas con tinta china, y allí sí no había que fingir nada: lo negro es negro y así se queda. Luego comencé a comprar plumas de gel, porque el negro era aún más negro que el de la tinta china, aunque tuviera la desventaja de que cualquier gota de agua puede armar un buen relajo en un cuaderno. Usé una Mont Blanc Mozart bastante linda, y la tinta seguía siendo lo que era cuando escribía, por supuesto con tinta Mont Blanc. Y ahora con la tinta Parker regreso a ese café que en algún momento fue negro, como el azul retro de la carcaza era un azul de lo más audaz.
Soy adicto a los cuadernos bonitos también. Y me encanta escribir con mi Parker 45 en esos cuadernos, y ver cómo la tinta se destiñe al cabo de unos días. Puedo comprar otra tinta más estable, y quizá lo haga cuando se me acabe la reserva. Pero entonces no tendría sentido tener una pluma que, ante lapiceros desechables mucho más baratos, parece un artefacto desteñido sin el menor atractivo. Y no quiero.
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Si quieren ver la Parker 45, apachurren aquí. Claro que allí viene el modelo con capuchón de metal, que nunca me gustó; se raya con facilidad, y cuando uno escribe no quiere herramientas delicadas. Si una pluma de ésas me duró como cinco años escolares, ésta bien me aguantará un buen par de novelas.

6 de junio de 2005

Caerse, levantarse, etc.

Cuando era bastante joven, gracias a los pies planos y a los tobillos un tanto vacilantes, me tropezaba en la calle y a veces caía; de inmediato rebotaba y me ponía de pie en el mismo movimiento. Generalmente lograba mantener el equilibrio, dar un par de pasos torpes y seguir como si nada. Si caía, me llevaba un par de moretones; si mantenía el equilibrio, seguro quedaba con dolor de músculos en alguna parte durante un par de horas o de días, según.
En el último año me ha tocado caerme tres veces. He aprendido algo: en ciertas circuntsnacias, no vale la pena tratar de no caer; el daño físico es mayor que el moral. Así que hay que saber caer: dejarse llevar, girarse un poco, dejar que la gravedad haga lo suyo. Ya en el suelo, evaluar daños, esperar a que el cuerpo se acostumbre a que ya no va caminando, pararse y seguir. Y, si es necesario o posible, detenerse a limpiarse la tierra o el lodo que se haya pegado.
En las tres últimas caídas no me ha tocado que haya gente cerca. Me gustaría saber qué se siente que alguien llegue y le diga a uno: "¿Se lastimó? ¿Necesita ayuda?" Quizá pueda darme el lujo de decir "No, gracias, estoy bien." Pero en algún momento será necesaria la presencia de testigos...

5 de junio de 2005

Captain Fantastic

En 1975, cuando tenía unos 15 años y vivía en Costa Rica, comencé a trabajar en lo que saliera, porque mi madre andaba en su etapa tacaña (dura hasta la fecha), y lo que salió fue irme a cortar café. Del oficio sabía más o menos lo mismo que de casi todos los oficios, o sea no mucho, y lo que pagaban por canasta era más bien una miseria. Pero quería invitar a mi novia a lugares que no fueran el Parque Central y el Morazán, y de ser posible comprarle un helado.
No sé qué pasó con la novia (o qué no pasó) y me quedé con los ahorros de mis fines de semana como cortador. Ese diciembre (ya tenía 16 años) salimos de Costa Rica hacia México, y en el camino pasé por El Salvador con pocos billetes, pero definitivamente míos. Me los gasté en dos discos: el que ahora se conoce como Dark side of the moon, de Pink Floyd, que en ese momento era "el del prisma" o "el negrito", y Captain Fantastic and the Little Dirt Cowboy, de Elton John. El primero lo he tenido desde entonces, sin falta, en diferentes formatos (acetato, cassette, CD); el segundo lo perdí unos años después en condiciones que otro día contaré, por allá por 1980, y no había vuelto a escucharlo.
Apenas ayer, después de 25 años, conseguí de nuevo el disco completo y, desde luego, lo oí de inmediato. Me sabía todas las canciones, recordaba cada detalle de los arreglos y, sobre todo, me produjo la misma euforia. Delicioso.
Más de uno tendría la tentación de decir "Volví a tener 15 años otra vez" y trabar los ojos y ver hacia el techo en un simulacro de ensoñación, pero la verdad es que sólo fui un fulano de 45 años contento de oír un disco muy querido en cierta época de su vida. O quizá podría decir "Quién tuviera 15 años", pero incluiría momentos miserables que no me encantaría vivir otra vez, y los buenos fueron francamente pocos. Y la verdad, como ya dije, es que acababa de cumplir los 16. A esa edad, después de varios años estudiando música, comencé a trabajar cantando en bares y peñas en la Ciudad de México, y no me iba mal.
Mi padre tenía una beca para sacar su tercer dcctorado y, como toda beca, no era para pasársela con lujos. Mi madre llegó a enojarse seriamente porque en algún momento ganaba más de lo que recibía mi padre, y eso no era justo: ¿cómo con un oficio tan poco serio se podía obtener más dinero que con dos doctorados? Me cortó el magro subsidio semanal, más como castigo que por justicia. Mi padre se enojó y le dijo: "El mundo necesita más músicos que economistas. Dale el dinero" No sé si la premisa fuera cierta, pero se la agradecí. Y no recuerdo si volví a recibir mi cuota semanal. Creo recordar que sí, pero alcanzaba para la mitad de los autobuses que tomaba para ir a la escuela.
Seguí cantando hasta los 18 como única ocupación. A esa edad, en junio de 1978, comencé a trabajar en el periódico El día, tras una temporada moviendo una rueda de la fortuna en un centro comercial, y empecé a ganar sueldos normales, o sea muy malos, en aras de la seguridad material que se necesita cuando uno tiene un hijo recién nacido que come y se viste. Los complementaba cantando un par de noches por semana, y para esas fechas ya escribía compulsivamente, y estudiaba música, y me aventé un par de años haciendo música para teatro y hasta sustituyendo a los actores que faltaban. No tenía demasiado tiempo de oír música. Cuando en Captain Fantastic desapareció, en circunstancias divertidas, no lo noté demasiado. Hasta ayer que lo escuché de nuevo.

3 de junio de 2005

El teléfono robado de Krisma

Hace un par de días le robaron el celular a Krisma. Varias personas la rodearon en el centro de la ciudad, como si fueran peatones apresurados, y uno de ellos le sacó el teléfono de la bolsa. Bastante limpio.
Hoy en la mañana llamaron desde su teléfono a mi celular. Contesté y la persona del otro lado se quedó callada. Colgó. Llamé entonces yo. No contestaron. Volví a llamar. Abrieron la línea, pero no contestaron. Tercera llamada. Abrieron la línea y colgaron. Seguramente el ladrón, pensé, porque llamar a los teléfonos de la agenda es el equivalente tecnológico de volver al lugar del crimen. Llamé desde el teléfono fijo para al menos desahogarme un poco.
Marqué. Descolgaron (o como se diga cuando uno apachurra el botoncito verde). Empecé a decirle al que estuviera al otro lado que era un ladrón (ya lo sabría, pero la redundancia es un recurso útil ante la impotencia), que qué cobarde por no contestar, cosas así, en el tono más dulce que me salió. Y de repente contesta una señora que bien podría ser mi tía y pregunta: "¿Con quién desea hablar?"
Le digo que el teléfono es de mi esposa y que se lo robaron, que ella es cómplice de un delito. Me dice que lo compró "a unas personas", y que pagó 35 dólares por él, más lo que le costó el cargador (unos 5 dólares más). Le digo que no puede ser: el teléfono cuesta 40 dólares (un Siemens azul de lo más simple para las cosas que se ven ahora), y que evidentemente conoce a los ladrones. Dice que no, que el teléfono cuesta 45, y que por eso lo compró, porque le salía barato, y que si le doy lo que pagó con gusto me lo devuelve.
Después de un rato de plática, resulta evidente que:
1. La señora sabía que estaba comprando un teléfono robado.
2. Le tiene sin cuidado que sea robado, y hasta le parece que es mejor.
3. No le costó 35 dólares; lo más probable es que se lo hayan dado a 20 o 25. Pero ve la oportunidad de sacar una ganancia a partir de un delito, y así sumarle al robo algo de extorsión.
4. Conoce a los ladrones. Me dijo que uno de ellos le dijo que ya no le gustaba y que quería comprar otro nuevo, así que se lo vendió "barato". Después me dice que lo compró "en la calle", que quién sabe quién se lo vendió, pero que va a exigir que le devuelvan su dinero. Un costal de contradicciones, la pobre.
5. La señora no considera que el teléfono no sea de ella y sí de la persona a la que se lo robaron, porque lo compró, y peor aún: no puede ser robado, porque lo compró. Y viene el chantaje moral por no entenderla, y casi logra que me sienta mal.
Al final me colgó, y me pareció que se había tardado, porque me puse insolente; así no se trata a alguien de su edad, compre o no compre cosas robadas. Entonces llamé a Telecom y reporté el robo. Me pidieron mi nombre, mi número de identificación y lo desactivaron. Como lo habíamos comprado en paquete, el contrato estaba a mi nombre.
Y viene lo que sigue: ¿qué pasa con el número? ¿Se puede recuperar? No, dice amablemente la señora que me atiende. Es de prepago, y lo único que puede hacerse es suspenderlo. El chip simplemente ya no funciona, ni volverá a funcionar. Hay que comprar otro teléfono, con otro chip, y lo robado, robado está.
Pienso en la señora. Va a tener que pagar 15 dólares por un chip nuevo, a menos que lo compre robado también, y entonces le saldrá como en 5 o 7. Si de verdad lo compró al precio que me dijo, saldrá perdiendo 10, en lugar de ahorrarse 5. Si no, pues el total le costará lo que cuesta normalmente el teléfono nuevo, pero el de Krisma ya tiene más de un año de uso regular.
Y en todo caso que se joda la señora; con lo baratos que son los celulares en El Salvador, bien podía comprarse uno nuevo sin permitir que un ladrón cualquiera se dedique a lo que se dedica gracias a gente como ella, que por ahorrarse 5 dólares le arruina los nervios a los prójimos y lo obliga a darle el número otra vez a tooodo el mundo.
Mi fantasía es que la doña sea la mamá del ladrón. Cuando llegue a casa, el tipo al menos va a recibir un buen regaño, por robarse cosas que se desactivan tan fácilmente. Lo malo es que será necesaria otra víctima para que el fulano compense a su mamá, y quizá hasta busque uno de ésos con palm, grabadora, reproductor de mp3, acceso a internet y cámara fotográfica y de video.
Y queda la moraleja: si compras uno robado, no llames a los números de la agenda. Porque habíamos aceptado el robo con resignación y hasta con alegría, porque no habían asustado a Krisma con un asalto de los que luego se estilan, con gritos y exposición de cuchillos. Pero la señora tuvo a bien llamar y decir que ella no iba a perder un dinero que seguramente no pagó, y que no me importa que haya pagado.
Enough, señora, is enough.

2 de junio de 2005

La señora López y Manolito Gafotas

Hace unos meses, una señora llamada Virginia López-Ballesteros envió una circular por internet ofreciendo sus servicios como agente literaria, para escritores que quisieran ser representados en España y Francia. Estaba apenas abriendo su agencia, y la carta sonaba muy amable y prometedora.
Aun sabiendo lo que pasa en estos casos, porque tengo un par de experiencias tragicómicas al respecto, no resistí la tentación y le escribí. En un par de días me dijo que, merced a la circular, le habían llovido muchísimos manuscritos, que tenía poco tiempo para revisar los míos pero que enviara un par de novelas para más o menos saber de qué se trataba, que me contestaría en tres o cuatro meses. Le interesaba en especial una que ya habían aprobado Norma y Alfaguara (Maneras de morir), pero que retiré cuando las respectivas editoras se pusieron en plan perdonavidas. Eso pasa con los editores respecto de los escritores centroamericanos: si no se ponen perdonavidas sienten que están haciendo algo mal. Y bien, le mandé Maneras de morir y Trece, la primera una novela negra y la segunda un tanto más negra, pero sin el elemento policial, publicada en una linda y pequeña edición en México hace año y medio. Acusó recibo del envío, que hizo la querida Tania desde Barcelona, y listo, a esperar.
La semana pasada, cuando ya (casi) había olvidado el asunto, recibí una carta de la agente:
Estimado Rafael,
Lamento comunicarle que la valoración de sus dos novelas no ha sido todo lo positiva que esperaba. Le ruego no se desanime, no carece usted de talento narrativo, pero no puedo representar unas obras de las que no estoy plenamente convencida.
Agradeciéndole la confianza depositada en nuestra Agencia, le saluda atentamente,
Virginia López-Ballesteros
Bien merecido me lo tuve, por mandarle textos a personas que no conozco y de las que no tengo referencias. Por supuesto que esas cosas no se quedan así (generalmente se hinchan), así que le contesté, entre otras cosas:
Le pedía que me ayudara a manejar cosas que están en marcha, no que aprobara mi obra. Ésa está aprobada desde hace años por gente con credenciales literarias amplias y suficientes. Me parece que usted busca otra cosa, y espero de corazón que la encuentre. Yo, por mi parte, busco algo que usted no ofrece. Mucho he ganado al saberlo, y se lo agradezco.
Me sentí un poco mal, porque le estaba diciendo que de literatura no sabía nada, y lo estaba diciendo a priori; a lo mejor en serio mis textos no son buenos y la señora está haciendo lo que debe hacer, y el que no se da cuenta soy yo, por egoísta y soberbio, como dice el post que está debajo de éste. Así que me puse a buscarla por internet, y encontré la página de su agencia, que puede visitarse aquí.
Me enteré entonces, de entrada, que había nacido en Washington D.C., y que aprendió a escribir en París. Me mató: a mí me tocó nacer en San Salvador (concretamente en la Policlínica Salvadoreña; era cara, pero me imagino que no tanto como una de DC), y aprendí a escribir con la seños Romeri y Chayito en el Colegio Corazón de María, del cual me sacaron en tercer grado para meterme con los jesuitas. En segundo grado me tocó de maestra una viejita psicópata, la niña Mariíta, que se entretenía clavándoles los tacones en las piernas a los niños que se caían al piso durante el recreo.
Donde casi terminó de matar mi ego fue en la parte en la que dice que se licenció de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Yo no me licencié de nada, debo confesarlo, y apenas pude asistir a la carrera abierta de letras en la UNAM, además de algunos semestres en la Escuela Libre de Música (el presupuesto y el tiempo no me daban para más).
Cuando leí que se dedicaba a la traducción literaria, dije: "¡Ah! ¡Por fin un punto de identificación! Quizá aún sea tiempo de caerle bien; me ha tocado traducir algunas cosas de Eliot, Edgar Lee Masters, Virginia Woolf, G.K. Chesterton, qué sé yo, y así le demuestro que no soy tan tontito como decía la niña Mariíta. Le escribo, me disculpo, le pido consejo acerca de cómo mejorar mis libros y listo, a lo mejor me gano una segunda oportunidad." Pero leí un párrafo que me hundió desde entonces en la más profunda de las depresiones y en una irrecuperable caída de la autoestima. Transcribo:
Como lectora de las obras españolas que se recibían en Gallimard, descubrió a Manolito Gafotas y tradujo todos los títulos del personaje de Elvira Lindo, publicados en la colección Folio Junior...
No había punto de identificación. No podía comparar lo que yo había traducido con el descubrimiento y traducción de todos los títulos de Manolito Gafotas. Vaya: ni siquiera me puse a tratar de conseguir su novela, El otro barrio, para ver si alguna de las ocho o diez mías lograba alcanzar aunque fuera el valor de su dedicatoria.
Ya lo decidí: me retiro de la escritura. Sólo voy a permitir, con vergüenza, que se publiquen cinco libros este año, nomás porque ya estaban contratados: Tierces Personnes y Treize en Francia, con el humanitario apoyo del Centro Nacional del Libro; Un buen espejo en México (dos tirajes en un par de meses; acaba de salir el segundo) y ya no me acuerdo dónde van los otros dos ni cuáles son. Por desgracia aún aparecerán algunos más en 2006 y 2007, y espero que el tiempo pase pronto para terminar de una vez con lo que me queda en stock. (Acabo de terminar otra novela policial. Malhaya.)
Ahora que mi carrera literaria ha fracasado sólo me queda un camino: poner una agencia literaria. Espero que mi difunto padre logre comprender, y que mi mamá me llame por teléfono más seguido porque por fin encontré un oficio serio.

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Nota bene: Quien quiera leer las aventuras de Manolito Gafotas traducidas por Virginia López Ballesteros, que recomiendo ampliamente aunque no haya leído, siga este link. Hay también un libro con un título muy sugerente (P.D.: ¡Contéstame, vida!) aquí. Y, desde luego, uns historia de la moda francesa aquí. Sólo por injustificado orgullo, y para que vean que somos compañeros de librería con la señora López, aquí hay también una novela mía, Instrucciones para vivir sin piel, que espero sepan perdonar. Algo debo decir en mi favor: aún no se ha publicado en español, un idioma que sólo aprendí a escribir en San Salvador. (De francés, ni gota.)

Egoísmo de poeta

En un boletín para poetas y escritores centroamericanos que recibo por correo electrónico, encuentro que se ha lanzado una pregunta para los suscriptores. Allí va:

Pregunta única: ¿El egoísmo y la soberbia son innatos en poetas y escritores?

La primera (y única) respuesta que reproduciré es ésta:

Nora Méndez, El Salvador.

Martes, 17 de mayo de 2005

15:50:49

R: Más de alguna vez, un hombre tropieza con estas vocales. Un poeta al fin y al cabo es un hombre equivocado. Con el amor equivocado, con los ojos equivocados, con la palabra equivocada, que al cabo de tanto equivocarse, se ha convertido en oficio. Egoísmo y soberbia, al fin y al cabo, son palabras. Y a los escritores y poetas nos preocupan las palabras. Siempre las palabras.

Y así por el estilo, pero casi todos se reservan el derecho de:
a) Ser soberbios y egoístas.
b) Decirlo de manera que suene poético, según sus estándares.
c) Ponerse en un plan diferente al resto de los mortales, que no pueden ser egoístas y soberbios del modo en que lo son los poetas y escritores, faltaría más. O por lo menos el resto de los mortales no tiene el derecho inmanente de ser soberbio y egoísta; nomás mala gente.
Curioso que gente adulta se ponga a hacerse esas preguntas, y sobre todo a contestarlas.