30 de julio de 2009

La muerte burguesa y las otras muertes

Hace unos días estuve revisando relatos policiales de Raymond Chandler, fragmentos de novelas de Chester Himes y comparando con algunas clásicas del género negro. Sería por el estado de ánimo en que me encontraba ese día, pero me puse a pensar: “Qué fácil se muere y se mata a la gente en los libros clase b”. Eso me llevó a releer dos novelas mías, Los héroes tienen sueño y Cualquier forma de morir, más como ejercicio de autocrítica que como ego trip y, sí, qué fácil se muere y –aparentemente– se mata en la ficción.
No en toda. (Comienzan los peros.) En general, en lo que se llama “literatura seria” la muerte es una excepción, un punto de quiebre, el lugar al que se evita llegar, al que se quiere llegar o alrededor del cual gira todo el asunto. La muerte es el eje de esa “literatura seria”, pero es más una idea que un hecho: si se muriera todo el mundo a balazos, envenenado o atropellado, como en una buena novela de Chester Himes, no habría espacio para reflexiones, dudas, relaciones significativas entre personajes, etcétera, y se supone que en eso está la gran literatura. (Igual desde la primera línea se puede cometer y confesar un crimen, como en El túnel, de Sabato, pero matar “de verdad” a María Nosequé se va a llevar unas cien páginas más. Igual Shakespeare armaba unas matanza bastante notables, como en Hamlet o Ricardo III, pero lo suyo era la “clase b” de su época, guardando respeto y distancias.)
Gran literatura, pequeña literatura: quizá la idea del tamaño de la literatura tenga que ver con cómo se considere a la muerte.
Si nos ponemos un tanto dramáticos, bien podría hablarse de que hay una idea burguesa de la muerte de la cual se agarra la literatura seria, y tiene que ver –desde luego– con la vida burguesa ideal: el orden, el ahorro, el trabajo, el tiempo bien distribuido, la fortuna bien estratificada, las relaciones personales definidas por ciertos cánones, los propios cánones, etcétera. Dentro del mundo ideal, la muerte es una meta, en la medida en que debe alcanzarse en cierto momento, de cierta manera, en un entorno casi controlado. La muerte llega cuando debe llegar, y la ruptura del orden de la muerte puede ser el tema de una novela: algo se descontroló, algo salió mal, y el tipo se muere de un aneurisma mucho antes de tiempo, o lo pesca un Alzheimer o le atropellan a la esposa o alguien se suicida o un accidente de tráfico que deja huérfano al muchacho que, en el momento de iniciar el relato, ya ha superado al menos económicamente el infortunio. (O no, y allí entra la historia.)
La novela negra, según la definición de Chandler, pertenece al mundo del crimen, justo donde la muerte es algo cotidiano. No es incidental: es necesaria. Es parte de las reglas de la vida. Es el extremo en un mundo donde se vive rebotando de un extremo a otro, esperando que la pistola apunte para otra parte en el momento en que dispare, o estar viendo en dirección contraria del asesinato del cual uno podría ser el testigo. Pocas cosas menos “burguesas” que eso. (Si se piensa bien, se parece mucho a vivir en ciertos vecindarios de Apopa o Zaragoza.)
En la literatura “del crimen” alguien puede morir en cualquier momento –hay convenciones, pero la premisa básica es cierta–, casi por cualquier motivo, cualquiera puede ser el muerto, y los métodos pueden ser simples o lindar con lo barroco. Y, sí, viendo desde la “gran literatura” habrá cosas que suenen absurdas y hasta pueriles, como las maneras de morir.
En Cualquier forma se me ocurrió poner que a un juez lo declararon suicida, y tenía un tiro en la nuca. Lo curioso es que el juez sí existió y sí tenía un tiro en la nuca, y durante un par de días la hipótesis oficial, publicada en todos los diarios, fue la del suicidio. Lo único que hice fue tomar la información de un par de recortes de periódico y ponerla allí. En la novela hasta resulta divertido; en la vida real fue siniestro a secas. O lo del tipo que se mató de dos disparos de revólver en el corazón; alguien que sepa un poquito de armas sabe que es imposible, y lo mismo debieron intuir los que le hicieron la autopsia al cadáver en la vida real. Pero pues fue suicidio y fue suicidio.
Quizá los que piden que la literatura se ajuste lo más posible a la realidad, del naturalimo más básico al realismo socialista –este último linda con la literatura fantástica, se diga lo que se diga–, no se dan cuenta de que la realidad es demasiado increíble en ocasiones para meterla dentro de la ficción. Matar a alguien en una novela no es cualquier cosa; no se trata de poner al bueno, al malo, al testigo, jalar el gatillo y listo. Es necesario que sea orgánico, así se trate de la más barata de las novelas baratas. El móvil y la oportunidad, a lo Agatha Christie, no son suficientes. Tampoco –y menos aún– la simple voluntad del autor. La diferencia entre la “gran literatura” y la “pequeña literatura”, en ese aspecto, es que la muerte se produce de cierto modo, de manera usualmente más llana y sin demasiados existencialismos. Las consecuencias son las mismas, así se procesen de diferente manera, o así el objetivo de la obra sea otro (generalmente divertir, que hay maneras y maneras).
Lo que quizá no haya es tantos “filtros” entre la voluntad de matar y el hecho de matar, o no los mismos filtros. El personaje de El túnel tiene que matar, eso lo sabemos desde la primera página; los motivos son más bien difusos, y se van aclarando a lo largo del libro. En una de Hammett el asesino también mata porque tiene que matar, pero sus motivos son más precisos (una traición, un robo, una venganza), y todos tienen consecuencias prácticas. En el primer caso el asesinato es un lujo; en el segundo es un recurso extremo, pero recurso al fin. Y lo interesante es que se parecerá mucho más a “la vida real” lo que se cuente en la segunda novela que lo que se cuente en la primera; basta con ojear un periódico no necesariamente amarillista para darse cuenta de los motivos absurdos por los que la gente se mata, los métodos que rayan con lo barroco, las justificaciones estúpidas para hacer algo estúpido. Castel, el de El túnel, es una excepción. Piensa demasiado. Es “burgués” en su modo de enfocar el asesinato. Incluso Ricardo III –el drama “clase b” del siglo XVII– es una excepción, que por algo aspira al trono de Inglaterra, lo obtiene como lo obtiene y lo pierde como lo pierde.
Puede haber varias conclusiones a lo que se ha dicho.
Una, que la literatura negra debería ser el ideal de los que buscan realismo en los libros. Paradójicamente, está clasificada –entre otras clasificaciones– como “literatura de evasión”. Y sin embargo en pocos géneros, subgéneros o llámele como quiera se puede encontrar de manera más clara la “denuncia social” que para muchos es fundamental en las letras.
Dos, que la “gran literatura” se aleja de “la realidad” y genera excepciones, y son esas excepciones las que la hacen “gran literatura”. Por ejemplo Cien años de soledad, un “retrato fiel” de nuestra América Latina: hizo falta que alguien se sacara de la manga lo del “realismo mágico” para que los demás dijéramos “Ah, mira tú...” y viéramos más una serie de magníficos dislates muy bien contados.
Tres, que la muerte es siempre el eje de la literatura que valga la pena de leerse, sea “pequeña” o “gande”, si algo así existe. La diferencia –y no siempre– puede ser la crudeza con la que se la aborda.
Cuatro, que detrás de cualquier texto literario siempre está una premisa fundamental: todos los que allí aparecen pueden terminar muertos. Quiénes y cómo es parte del encanto de leer.
Cinco, que la ventaja de un libro es que no hay más muertos que los que se producen entre tapa y tapa. En la “vida real” no tenemos tanta suerte.
Seis, que vivimos en un país con un promedio de doce homicidios intencionales por día, algo así como 360 al mes y 4,400 al año. ¿Qué le puede contar a la literatura una realidad tan concreta en materia de métodos, motivos, causas y efectos? (La respuesta es “mucho”, pero prefiero no decirla.) Pensar en unos adolescentes que asesinan a un chofer y a un cobrador por no dar dos dólares o tres de “protección” ya es absurdo. Pensar en otros adolescentes que descabezan a una muchacha de quince años por hablar con gente de la pandilla contraria es para producir un terror casi cósmico. Tirar los cadáveres frescos en la puerta de una delegación policial lleva a que uno se pregunte dónde rayos está viviendo, y por qué. Y, sobre todo, se da cuenta de lo fácil que es matar y morir en la vida real, y lo difícil que resulta en la ficción.

26 de julio de 2009

Alicia

Leo Argüello me manda desde Canadá el link de una extraña versión de Alicia en el país de las maravillas, en nueve partes. Vale la pena verla. Aquí va la primera de la serie:



Para encontrar las otras ocho, puede seguir este link.

22 de julio de 2009

¿Y los misiles?

A todo esto, ¿qué pasó con la investigación que el nuevo gobierno iba a hacer sobre unas denuncias del presidente venezolano, Hugo Chávez, de que habría un atentado en su contra si venía a El Salvador al traspaso de poderes el pasado 1 de junio?
La denuncia fue pública, notoria y puntual: la gente del "contra" cubano Posada Carriles había preparado uno o dos misiles que lanzaría contra el avión de Chávez cuando éste despegara de territorio salvadoreño. Ante la falta de seguridad, Chávez no vino.
Era de esperarse que la inteligencia venezonala pasara la información pertinente a su homóloga salvadoreña, y que algo al menos se pueda informar acerca de algo tan grave. Y es de verdad grave: significa que hay estructuras paramilitares clandestinas, extranjeras y bien armadas asentadas impunemente en El Salvador, y que el gobierno --de Funes o de Saca, es igual-- no pudo, no puede, no ha querido o no sabe cómo desarticular. Algo es muchísimo más que un incidente aislado: pone en cuestión la validez del Estado salvadoreño, su viabilidad, su simple capacidad de ser. Eso es, llanamente, lo que Chávez dijo en su denuncia: el Estado salvadoreño no tiene control de su territorio ni de sí mimo. (Buen mensaje para un presidente que apenas estaba tomando posesión.)
¿Dónde están entonces los misiles? ¿Dónde está la estructura paramilitar manejada desde Estados Unidos por Posada Carriles? ¿Dónde y cómo se perpetraría el atentado contra Chávez? ¿En medio de qué redes nos encontramos metidos sin saberlo? ¿O se trató de una payasada de Chávez? A mí me gustaría que me lo dijeran, para saber bajo qué cielo duermo cada noche.
Me harta Chávez, en serio, con esa su pose de niño caprichoso. Me hartan igual los columnistas que se la pasan hablando de él como si fuera... no sé... el mesías negro de la reelección presidencial continental, el sargento que mueve a discreción a los pequeños soldados rasos que son ciertos presidentes del continente (Evo, Correa, Ortega, etcétera), el antihéroe de la ALBA, el que algún día cumplirá sus baladronadas y nos llenará las calles de soldados venezolanos por un quítame de allí esas pajas, el gerente general de Chávez Airlines, el que por qué no se calla de una vez.
Pero lo de los misiles es serio, y lo digo en serio. ¿Dónde están? ¿Los hubo? ¿No los hubo? ¿Los hay? ¿Puede haberlos? Con que nos digan la verdad acerca de eso nos enteraremos mucho acerca de quién nos ha gobernado y nos gobierna y, sobre todo, acerca de Chávez mismo, de qué podemos esperar de él, de sus detractores y de sus apólogos.

20 de julio de 2009

Poesía y miedo histérico

Últimamente me ha dado varias veces por escribir poemas, y me siento --Krisma dixit-- como "un extranjero en la ciudad prometida". Sé que no es mi ciudad, sé que la poesía no es donde me muevo con mayor comodidad, pero ¿quién dijo que las cosas tenían que ser cómodas para que uno las disfrutara? Hasta la proverbial piedra en el zapato, bien colocada, puede reportar sensaciones interesantes.
Lo que nunca he podido hacer es verso libre según manda... uh... no sé quién mande cómo se escribe el verso libre. Comienzo a escribir y según yo estoy rompiendo la métrica, y a la hora de la revisión resulta que hay por allí regados, disimulados en el corte de verso, un montón de heptas, endecas, eneas y alejandrinos, y opto por lo más sano: dejarlos ser y dedicarme a ver si el poema funciona o no funciona. Si funciona, lo paso del cuaderno a la computadora, lo imprimo y lo trabajo. Si no funciona, pues no funciona y ya; lo mismo que cualquier texto.
Hace unas semanas me puse a jugar con los alejandrinos, que pueden ser muy parecidos a la prosa si se trabajan bien (Neruda no me gusta, aunque es un dios para hacerlos: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche", etcétera), pero pueden ser de un retintín insoportable si no se distribuyen bien los acentos o no se tratan bien los hemistiquios. O de plano no ser alejandrinos, y que me perdone Darío con lo de "La princesa está triste", que puede dividirse en heptasílabos sin que sufra mucho el poema ni uno. (Sí, a mí lado cursi le encanta la "Sonatina".)
Tenía ya tres o cuatro años de no escribir poesía, en fin, y ha sido un placer. Quizá yo mismo me contengo y dejo pasar las oportunidades con eso de que la prosa es lo mío y es de lo que más sé, que en suma no sería más que un pretexto detrás del que se esconde algún miedo histérico no sé si justificado, y no importa. En los talleres me la paso diciendo que uno debe escribir lo que le salga, en el momento en que le salga, y que ya después decidirá si sí o si no o si qué. Y creo que tengo razón: uno no siempre decide --conscientemente al menos-- qué está preparado para escribir en qué momento, ni qué va a salir de eso; quizá el poema no funcione, pero allí habrá una pista para algún cuento, o una frase para una novela, o una idea para cualquier cosa. Y lo que acabo de escribir en las líneas anteriores también es una justificación, si se lo piensa bien: no muy en el fondo está la posibilidad de que uno esté negado para la poesía, y qué oso de andar cortando líneas creyendo que eso es algo que no es.
Fuerza, canejo, fuerza y no llore. Voy a poner aquí mismo uno de los poemas que han salido en las últimas semanas, y uno de los poquísimos que verán publicados alguna vez. Es lo más cercano que tengo al verso libre.

Caigo de un viernes al siguiente.
No despierto. No grito. No me muero.

Rasgo mi voz un domingo por la noche.
No sudo.

Desayuno mi trigo algún jueves y miento
y me cae la semana como culpa en los ojos
y dormito y descanso.

(Talvez ayer sea lunes y mañana
no quiera estar de nuevo en otro miércoles.)

16 de julio de 2009

El sombrero

Lo de Manuel Zelaya era una cuestión de principios que se está convirtiendo en un asunto engorroso de personalidad excesivamente autovalorada.
Vaya: no estuvo nada bien que lo sacaran de la cama, lo pusieran en un avión a Costa Rica y que debiera dar su primera conferencia de prensa en el exilio en traje de dormir. Eso lo puede entender incluso la gente que lo sacó del lecho nupcial y de Honduras. Que pidiera y obtuviera de inmediato la solidaridad de la OEA era más bien obvio: el tema de las barbas en remojo siempre está sobre el tapete si los militares, cuando uno despierta, todavía están allí.
Pero ese sombrero, Dios mío... No el sombrero en sí, sino el modo de usarlo, como si se tratara de una corona o de una parte fundamental de su investidura.
Empezó con la foto que se tomó con el presidente Arias de Costa Rica: Arias muy en su papel, con toda la paciencia y comprensión que puede dar un premio Nobel, y Zelaya con el asunto ese puesto en la cabeza, como si las más elementales normas de buena educación, ya no se diga las del protocolo, no dijeran que debía quitárselo y ponerlo por allí, lejos de las cámaras.
Luego, la compulsividad en los viajes, gracias a lo que se ha llamado Chávez Airlines: de un país viaja a otro, regresa al primero, salta a un tercero y a un cuarto, vuelve al segundo... Me imagino que ya debe tener un tanto harta a la gente de más de un gobierno, la misma que de seguro sigue dándole apoyo porque, en serio, el presidente es él, los otros son golpistas espurios, etcétera, y Micheletti que diga lo que quiera de la institucionalidad y la Constitución y otras entelequias. (No lo son: en eso las han convertido en los últimos días.)
Lo peor es que no se trata de irles a unos o al otro, sino de que todo suena tanto a una farsa tan mal construida, tan para el público de galería de un cine tan barato...
Vaya: que se inventen una carta de renuncia está bien, pero que lancen una orden de captura internacional acusando a Zelaya de traición a la patria es simplemente ridículo. ¿Qué diablos va a hacer Interpol con eso, sino decir que no se va a meter en asuntos políticos, que por algo es una corporación policial? ¿Cómo se mide técnicamente la traición a la patria? Luego, el gobierno de Micheletti asegura que hay una orden de captura contra Zelaya y, cuando éste trata de aterrizar en el aeropuerto de Tegucigalpa, los militares bloquean la pista y se ponen a flanquear el avión con aparatos de combate, en el plan de “Vamos a derribarlo, ¿eh?” ¿No era más fácil dejar que aterrizara y agarrar a Zelaya por traidor a la patria, y asunto arreglado? ¿Qué podían hacer al respecto los presidentes y funcionarios internacionales que se encontraban en El Salvador esperando que pasara lo que pasara? Claro que había una multitud alrededor del aeropuerto de Toncontín, esperando a Zelaya para... bueno... para ponerlo en el lugar que le corresponde, o sea la presidencia, si es que las multitudes sirven para algo así. Pero el ejército ya había dicho: la solución era matar gente que apoyara a Zelaya o echar a éste del país, como si no se pudiera hacer otra cosa en un universo tan complejo. Y mientras Zelaya era ahuyentado con matamoscas voladores, el ejército disparó y mató a un adolescente. Y después lo desmintió, claro, a pesar de que hubo un montón de periodistas extranjeros que lo atestiguaron.
Mientras, Arias logró que se instalara una mesa de negociación entre Zelaya y el gobierno de Micheletti. En ese momento, desde luego, las posiciones de ambos pierden fuerza, pero más aún la de Zelaya: está reconociendo que existe un contrincante al cual debe combatir. Está reconociendo como interlocutores a los que lo corrieron en pijama. ¡Y lo que hace es dar un ultimátum y llamar a la insurrección...! En ese momento, claro, todos los que lo apoyaban tan decididamente y estaban dispuestos a jugarse el pellejo con él simplemente lo llamaron a la moderación: ya hay abiertas instancias de diálogo, hay que hacerlas efectivas, esto puede llevar tiempo y hasta ser irreversible. Como cereza del pastel, Micheletti se declara dispuesto a renunciar si con eso logra la tranquilidad en Honduras, pero que quede claro: Zelaya no regresa como presidente. Si quieren lo amnistían por delitos que evidentemente no ha cometido, pero de que no lo reinstalan, no lo reinstalan.
No sé cuál sea el etcétera de esta historia. No sé sobre qué país esté volando o en qué cama esté durmiendo Zelaya. Sólo puedo pensar en su sombrero y en su aire de cacique destronado que busca que alguien le dé posada mañana, pasado mañana, quién sabe durante cuánto tiempo.
Y, sí, creo que él es el presidente constitucional de Honduras, y que debe ponérsele de nuevo en su lugar; que lo de la “cuarta urna” fue un error político, pero no un delito; que lo que tenga de o con Chávez que con su pan se lo coma junto con los que lo eligieron y lo apoyan; que si se quería reelegir sólo lo sabe él, porque lo que dicen sus detractores no se basa más que en la especulación: ¿quién sabe qué iba a hacer una constituyente que ni siquiera alcanzó a plantearse?
Lo que no soporto es el sombrero y el modo en que le ha dado por levantar la mano ante las cámaras, como Jescucristo desterrado. Y por eso, niños, es que no hay que meterse en pleitos que no son de uno, es decir respetar la autodeterminación y esas cosas: no se sabe en medio de qué ridículos se puede meter uno, y después cómo salir bien parado.
Y el oso de osos: cuando no lo dejaron aterrizar en Honduras y llegó a El Salvador, agradeció a los presidentes que lo acompañaban, al secretario general de la OEA y al presidente de la Asamblea General de la ONU... y se le olvidó mencionar ni más ni menos que al presidente anfitrión, Mauricio Funes. Yo no lo volvería a invitar a mi casa, en serio. Y menos si no se quita el sombrero.

12 de julio de 2009

11 de julio de 2009

Eunice otra vez

Pues sí, llegó ayer viernes de vacaciones (de verano mexicano y de invierno salvadoreño, quién entiende a los países). Trajo cigarros Delicados con filtro, de los que fumaba antes y algunas cosas más, como una jirafa gorda para Valeria y dulces de fresa con chile, sin contar una botellota de tequila y una de Kahlúa que durarán años, seguramente.
Etcétera, pues.

8 de julio de 2009

Casi un año

Hace más de un año --el 27 de junio de 2008, para ser exactos-- vi viva a mi madre por última vez. Sólo pude estar con ella quince minutos; no aguantó más, y quizá ahora quisiera que hubiesen sido quince o diez o tres minutos más para decirle algo, lo que fuera, que le diera otro carácter a nuestra despedida. Pero ¿qué?
Porque fue una despedida de sólo quince minutos, muy poco tiempo si uno piensa en ese periodo que seguiría y que, a falta de mejores palabras, llaman "para siempre".
Hablamos muy poco de muchas cosas. Los dos sabíamos que las posibilidades de vernos otra vez eran casi nulas, pero le dije que iría a verla a Costa Rica a finales de año o principios de éste. Creo que ambos pensamos demasiado en las palabras que debíamos decir para no hacer obvio lo obvio y, según el código familiar --tan inútilmente espartano a veces--, salimos bien librados. Hubiera preferido algo un poco más emocional, pero ¿cómo, a falta de costumbre? En quince minutos no se puede romper lo armado en casi medio siglo.
Lo último fue un abrazo muy cuidadoso (¡estaba tan pequeña y tan delgada y tan anciana a una edad en la que no debía ser para tanto...!), un beso que bien aparentó ser de compromiso y, eso sí, al final una mirada que no dejó lugar a dudas. Pero sólo una mirada, y fue muy rápida; lo que podía seguir de esa mirada era algo para lo que no estábamos preparados.
Un par de días después, cuando yo ya estaba en El Salvador, cayó en coma. Los médicos no le daban más de tres o cuatro días de vida; tuvo daño cerebral, porque tardaron en conectarla a los aparatos y qué sé yo. Ni mis hermanos ni yo estuvimos de acuerdo, pero una vez conectada ya no había modo de sacarla.
Hubo señales, me dijeron, de que a ratos reconocía a gente a su alrededor, o eso parecía. Y no duró tres o cuatro días, sino dos semanas; la señora era dura de roer, con todo y que ya no tenía mucho cuerpo del cual agarrarse. Murió el 12 de julio.
No pude estar en su entierro, y pedí que me mandaran fotos para cumplir al menos simbólicamente el ritual de sepultarla. Unas semanas después fui a su tumba y pude verla otra vez junto a mi padre. (Con él sí pude tener una despedida larga y minuciosa, que aún recuerdo con amor y que agradezco a quien haya que agradecer.) Traté de pensar --como lo intento hoy-- en otra despedida posible con mi madre, y no la encontré, como aún no la encuentro. Quizá ése fue el modo adecuado de decirle adiós. Quizá ninguno de los dos quería despedirse. Quizá a veces no haya que despedirse, excepto para decir "Nos vemos en enero o febrero, que todo vaya bien, prometo traer un buen disco y lo oímos juntos", y ya.
Y ya.
Qué rara se va poniendo la vida. Se llena de aniversarios y, como con ciertas despedidas, uno no sabe qué hacer con ellos. Colocarlos en el calendario no basta. Se vuelven algo orgánico. El cuerpo avisa: "¡Eh, allí viene otro aniversario! ¿Estás preparado?" Y uno nunca está preparado. Lo sé porque ya se acerca también el de mi padre (7 de agosto), y en los últimos nueve años --¡nueve años ya!-- no he podido escaparme de uno solo. Me pescan del lugar que menos espero, en el momento menos propicio --es decir en el momento exacto-- y duele. Tiene que doler. Y a eso, también, le llaman vida, o una de esas cosas de la vida.
Aún no son muchos mis muertos. No sé si en algún momento se conviertan en demasiados. Me imagino que, entre otros motivos, estoy aquí para averiguarlo.

7 de julio de 2009

Noticias de Silvana


Hola a todos!!
Quiero decirles que estoy muy bien y que el campamento es muy interesante, he aprendido muchas cosas nuevas y he hecho nuevos amigos. Jamás lo hubiera pensado pero soy la concertina de la orquesta e igual que allá es bastante presión.
Los extraño pero estoy bien, no se preocupen.
Los quiere:
Silvana.