27 de abril de 2007

Los mejores 39 de menos de 39

Pues resulta que la cuentista salvadoreña Claudia Hernández está en la lista de los mejores 39 narradores latinoamericanos de menos de 39 años, según se cuenta aquí (y en otras partes, claro). Uno de los jurados matizó y dijo que eran "los más representativos". En todo caso, sigue la mata dando. Felicidades a y por Claudia.

Carlos Clará en Barcelona

Además de anunciar para este año la publicación de Eleazar Rivera, ganador del II Premio de Poesía Joven con el poemario Ciudad del contrahombre, la editorial La Garúa, de Barcelona, está anunciando en sus planes para 2007 la publicación del libro Los pasillos imaginarios, de Carlos Clará, como puede leerse aquí. Con esto serían cuatro los salvadoreños que publicarían en España en menos de dos años, si incluimos a Krisma Mancía, ganadora del I Premio de La Garúa (y jurado del II), y a Jorge Galán, ganador del premio Adonais en diciembre pasado.
Me da gusto por Carlos. Hasta donde sé, lleva cerca de diez años preparando su poemario, y los textos que conozco me parecen excelentes. Es una pena que no pueda publicar en la Dirección de Publicaciones e Impresos, por ser el editor (conflicto de intereses, le llaman, y se lo toma en serio), pero me parece bien que el poemario encuentre una buena opción fuera del país.
Creo que lo que está pasando con poetas salvadoreños en el extranjero, especialmente en España, es motivo de orgullo para... bueno, diría para todos, pero sé que no será así... Digamos para quienes sabemos y reconocemos lo que les ha costado lograr una obra de alta calidad. De paso, me parece una necesaria validación de Carlos como poeta; a sus 32 años, creo, es de las personas más maduras y sólidas poéticamente que tenemos, y eso es lo que se va a demostrar.
De la lista de publicaciones también conozco a Alejandro Cordero, que ahora andará en los 24 años. Tiene cosas de verdad muy buenas. Éste sería su segundo libro, después de Habitación del olvido, publicado en Costa Rica, su país de origen. Hace un par de años vino junto con otros compañeros del taller Libertad bajo palabra, dirigido por Adriano Corrales Arias, para un encuentro con talleristas de El Salvador, incluidos los de La Casa del Escritor. Estuvo también en el V Festival Internacional de Poesía, el año pasado, y también en 2000, para una serie de encuentros y recitales en la UES. Otra carrera prometedora.
Por si fuera poco, apareció en el periódico El cultural, según me dicen uno de los más prestigiosos en España en materia literaria, una reseña de la antología Trilces trópicos, también de La Garúa, compilada y editada por Joan de la Vega. Allí, el reseñador dice qué es lo que se está viendo en España de la poesía centroamericana, y en ese caso de la salvadoreña y la nicaragüense:

Francamente, esta antología nos da miedo. Catorce poetas [...] Catorce voces. Catorce mundos. Y una sola literatura: la mejor. Adormecidos como estamos en brazos de una poesía mediática entre el glamour y el desaliño, Trilces trópicos nos llega como una bofetada: nos saca de nuestro sopor. [...] ¿Cansado de exhibiciones de egolatría lírica? ¿Desencantado con la poesía de la era Photoshop? Lea Trilces trópicos: se reconciliará con la vida.

Me siento contento y orgulloso. ¿Y cómo no? Y me da gusto que La Garúa esté apostando fuerte por poetas nacidos de este lado del charco, y en estos lugares que se ven tan pequeños en el mapa. No es gratuito, e insisto: se trata de obras de calidad, que han llevado tiempo y trabajo. Como debe ser, pues.

26 de abril de 2007

Hombres contra la muerte: frases, causas y el año equivocado

Voy a llegar hasta donde llegue, pero no prometo nada.
Las primeras páginas de Hombres contra la muerte, de Miguel Ángel Espino, sorprendentes, con personajes bien armados y situaciones perfectamente definidas. Está contado muy a la mexicana, si eso significa algo, con fuertes ecos de Mariano Azuela y José Rubén Romero, los novelistas de la Revolución.
Desde el principio uno sabe el juego del novelista, y lo acepta o no: el “blanco” va a hablar de “el otro”, al estilo de la novela indigenista o de casi todo el costumbrismo (Salarrué se cuece aparte), nada más que no sólo habrá indios y campesinos, sino también negros, mestizos, outcasts, maestros de escuela rebeldes, citadinos que huyen de lo que huyan, patrones indiferentes y capataces malditos, sin quitar el elemento femenino: pobres mujeres piojosas (así las describe literalmente) o bellas e indiferentes niñas ricas. (El mejor resultado de la fórmula, para mi gusto, ha sido Huasipungo, de Jorge Icaza; el peor y más abyecto, El diosero, de Francisco Rojas.) Y está bien, porque después de todo es una literatura de época, y porque así se cocían algunas habas en esos entonces.
Como siempre, Espino tiene frases esplendorosas. Trenes es un catálogo de ellas, y si las hubiera reservado para hacer poesía, no una novela, estarían entre lo mejor que ha dado el país. En Hombres contra la muerte ya hay narración, acción, no una reunión de frases pirotécnicas sin mayor orden ni objetivo.
Transcribo algunas cosas que me gustaron especialmente:

Juan Sel lo contaba. ¿Quién es Juan Sel? Es un puro encendido en la boca, siete machetazos en el cuerpo y nada en el corazón.

Uno de los personajes de Rulfo dijo algo parecido, años después, al describir a Pedro Páramo: “Es un rencor vivo.”

Si usted no ha visto poco a poco el asombro que va brotando, primero, y después el río de lágrimas, y después el ruego y después la desesperación, y por último las canas y cuando ya no les queda nada por esperar, cuando lo han perdido todo, esa luz de perdón en la boca... entonces le falta que caminar con los pies descalzos sobre guijarros ardientes, mil años, cien mil años, para que sepa lo que se siente cuando hemos matado la única esperanza que hubiéramos querido salvar.
Hay un párrafo que me recuerda el Canto de guerra de las cosas, de Joaquín Pasos, en prosa y en otro contexto, pero en el mismo espíritu, a pesar de que se trata de un alegato temprano en contra del calentamiento global:

Los tres mil millones de hectáreas boscosas que cubren la superficie de la tierra se están incendiando urgidas por el hierro de los taladores. Cada árbol que cae es un poco de oxígeno menos. Pero el fuego pide leña, las llamas se extienden, nadie piensa en sembrar, todos piensan en destruir. Un día el mundo amanecerá despoblado de ramas, morirán los pájaros y desaparecerán las nubes, y el calor de la hoguera comenzará a resquebrajar una vida artificial levantada sobre millones de cadáveres. Los bosques están condenados a la agonía. Ya comenzaron a arder, seguirán ardiendo, hasta que la racha maldita arroje por manos del viento, hacia el espejo azul, hacia el cristal de los mares, el último puñado de escoria, la última alegría de los árboles sacrificados por el odio. En la memoria de los hombres quedará bailando, por los siglos, aquel puñado de cenizas que oyó el milagro de los trinos y presenció el sortilegio de las flores.

Y de pronto, entre tanta disquisición, la novela empieza a dispersarse y a mostrar una estructura cada vez más endeble. Icaza, en Huasipungo, cuenta la historia de “el otro”, “del indio”, de manera cruel, casi como en una autopsia, y de allí su efectividad (en Huairapamushcas, o Los hijos del viento, secuela de la anterior, se puso a dar explicaciones y convirtió un buen tema en un trozo de plomo); Espino se pone, él, escritor, a través de sus personajes, a opinar acerca de lo que pasa en ese mundo que creó, y a apelar a la bondad, la lástima o la conciencia del lector. Hay un par de diálogos que hace emitir a su personaje Ramiro Cañas (es el maestro con conciencia social; para entonces los excelentes personajes se le han empezado a acartonar) que me sacaron algunos bostezos. El primero de ellos me recordó el rollo de su hermano mayor, Alfredo (“Un día, primero Dios, / has de quererme un poquito. / Yo levantaré un ranchito / donde vivamos los dos”):

–No es con sangre, no es con sangre. Con sangre han hecho ellos lo que tienen: una vida que ya no se aguanta, de sucia. Lo que debemos conseguir es que nos dejen ser como somos... Que nos dejen entender la vida a nuestro modo. Un pedacito de tierra, una mujer, un hijo... En América la felicidad es así.

–No han querido entendernos... Ha sido más fácil negarnos, decir que somos razas inútiles, perezosas, débiles. Vienen y nos ponen a trabajar, en tanto que la uncinaria nos extenúa y nos roba las ganas de vivir, nos ponen a trabajar y andamos descalzos, sufriendo el paludismo y el catarro. No nos han entendido nunca...

Si se trata de ponerse así de trágicos, prefiero, digamos, La rebelión de los colgados, de Bruno Traven. Y si dicen que Traven la escribió después de Espino, y que Espino fue precursor de algo, podemos irnos a Fuenteovejuna, del buen Lope, o a Lazarillo de Tormes, del buen Anónimo (¡ese anónimo sí servía para algo!), para ver que nada se ha inventado y que sólo se trata de poner apellido a las cosas, o decir “pero en América...” y de negar que, vamos, lo humano es lo humano, y lo obvio es lo obvio, y la literatura es vieja, ancha y nada ajena. Si quieren hasta nos podemos ir a Calderón con aquello de:

¿Qué delito cometí
contra vosotros naciendo?
Aunque si nací ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

(Cito de memoria, así que perdonarán si hay diferencias de puntuación.) Tan aplicable es al príncipe Segismundo como a un maya metido en medio de una selva insoportable, con o sin conciencia social, de clase o lo que gusten y manden.
No sé. Voy por la página 65 y ya me aburrí. Insisto: voy a seguir hasta donde pueda, pero no prometo mucho. Es descorazonador, sobre todo después de ese excelente principio.
Creo que la persona que escribió la nota de La prensa gráfica acerca de Hombres contra la muerte debería recapacitar en su juicio de que es “la gran novela” de El Salvador. No hay prisa. Que lea un poco más, que compare, y en unos años que vuelva a escribir.
Si me preguntan cuál es “la mejor” novela que ha escrito un salvadoreño, y que esté publicada, diré que Caperucita en la zona roja, de Manlio Argueta. Si se puede hablar de inéditas, No digas amor ni ante un espejo, de Álvaro Menen Desleal. Si me preguntan dónde pongo a mis contemporáneos y a mí mismo (o en vista de que seguro me acusarán de algo), diré que en ninguna parte aún: estamos en proceso de producción y desarrollo, demasiado cercanos aún a nuestros libros y a nuestros temas. Hay novelas excelentes, como El libro de los desvaríos, de Carlos Castro, que habría que reeditar y, como señala Jacinta Escudos, hay varias novelas muy buenas, inéditas, de Mauricio Orellana. Por lo demás habrá que esperar para ver qué pasa y qué nos pasa.
Un dato curioso: se supone que la “edición príncipe” de Hombres contra la muerte es la de 1947, en México, hace sesenta años. Veo la página legal de la edición que tengo, de la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación (San Salvador, 1974), y veo que fue publicada oiginalmente en la Tipografía Nacional de Guatemala en 1942. Pongo la ilustración allí a un ladito para que no quepan dudas. Sin embargo, no se menciona la edición mexicana de 1947, y se pone la de 1974 como segunda.

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Nota bene: Algo malo tiene mi edición. La de la persona que escribió la nota fue publicada en 1986 y "huele a libro viejo [...] huele también a madera. A esa madera de Belice donde los hombres mueren, enferman o se vuelven locos". La mía, de doce años antes, se ve amarillita, pero se conserva en perfecto estado, y no huele más que a papel.
En la primeritita página dice en lapicero negro que perteneció a Idalia Elizabeth Castillo, y hay varias anotaciones muy pequeñitas en lápiz, con referencias a páginas:
46 Ramiro Cañas
74 William Smith
187 Naturaleza participa de los sentimientos del hombre
No hay más anotaciones. Lástima.

25 de abril de 2007

M.A. Espino y la novela

Jacinta Escudos escribió en su blog un post acerca de la novela en El Salvador, con base en una nota publicada hace un par de días en La prensa gráfica, que puede encontrarse aquí. Transcribo la nota:

No es necesario escribir 20 novelas para ser novelista. Con una basta. Eso me lo enseñó hace años Miguel Ángel Espino con “Hombres contra la muerte”.
Mañana la DPI lanza una edición de este libro y me alegra demasiado saber que la gran novela salvadoreña vuelve a estar en los estantes. Mi edición de “Hombres contra la muerte” es de 1986, las páginas están amarillas y huele a libro viejo. Pero me huele también a madera. A esa madera de Belice donde los hombres mueren, enferman o se vuelven locos.
Cuando Espino escribió “Hombres contra la muerte”, el mundo estaba sumido en el inicio de una segunda guerra mundial, seguían los ecos del romanticismo de América inmortal, la gran América de Martí, y este eco del cubano se me vino mientras la leía. Entonces, leyendo, se me vino a la cabeza otra cosa: esta era la mejor novela escrita por un salvadoreño. Y esa idea se me sigue vieniendo. Y quiero confirmarla.
“Hombres contra la muerte” es la mejor novela salvadoreña que he leído, y no lo es por la tesis americanista que dosifica a medida vamos leyendo ni por el contexto por demás colapsado. “Hombres contra la muerte” es la gran novela salvadoreña, la de un país donde casi no se escribe o casi no se publica este género —tengo mis dudas sobre estas tesis—, por su manera de narrar y crear personajes, esa manera tan prosopoética de parir una novela que se inventó Espino. Esa manera tan viva. Que vive la novela misma.
Entiendo que la novela salvadoreña tomó mayor forma y peso como género entre los sesenta, setenta y ochenta. Eso se le debemos a dos boom: el latinoamericano y el de las bombas, nuestra guerra civil. Aquí, entiendo, la novela tiene a Manlio Argueta como patriarca, y luego han venido Horacio Castellanos Moya, Rafael Menjívar Ochoa y Jacinta Escudos.
Pero entiendo también otra cosa: que Miguel Ángel Espino le abrió la puerta al género para que toda esta gente pasara. Miguel Ángel Espino tomó ese largo aliento que se necesita para escribir una novela —como dice Manlio Argueta— y caminó hasta Belice, se enfermó de paludismo, se volvió loco y se hizo árbol con y como los hombres que hizo nacer contra la muerte.
Y a veces eso se nos olvida. Se nos olvida que el género no es muy escrito o no es muy leído —sigo con esa duda— en este país. Y se nos olvida que vivimos pidiendo a nuestros escritores la gran novela salvadoreña, que esperamos algún cataclismo para que nuestros novelistas vivos y los que nacerán la escriban, cuando, en realidad, ya está escrita

Además de los puntos que señala Jacinta, que en lo general comparto, hay otros que me gustaría señalar.
No veo que en El Salvador exista una novelística, ni siquiera una tradición en materia de novela. Si lo forzamos un poco, tampoco veo una literatura nacional, si lo de "nacional" tiene alguna importancia en términos, digamos, literarios; quizá para los académicos, historiadores y críticos (los de verdad, muy pocos, o los de andar por casa, que son demasiados) la tenga en función de una ubicación geográfica más o menos arbitraria o de una --menos arbitraria-- formación social, cultural y hasta política. Lo que hay, y ha habido, es algunos escritores que hacen lo suyo y que han tenido o tienen la importancia que les toque en una cierta línea de tiempo, en medio de algunas decenas de escritores "nacionales", y en medio de miles y miles de escritores a secas, que andan soltando sus obras simultáneamente por esos mundos de Dios o de quien sean los mundos.
Como todo es relativo a un observador, y sin duda a un entorno, habría que ver cuál es el punto de observación y el entorno de quien escribió la nota de LPG, y qué tanto conoce de lo que escriben los compatriotas, de lo que han hecho, o de dónde comienza la novelística y empieza el simple dato y de qué es eso de la literatura.
Por ejemplo, no estoy muy de acuerdo con que una sola novela haga a un novelista, y si hay excepciones es porque deben confirmar la norma. Miguel Ángel Espino, ni más ni menos, publicó dos: Trenes (1940) y Hombres contra la muerte (1947). Hace unos años se decía que "la gran novela" de Espino, la fundacional de nuestra literatura, la inimitable, era Trenes; supongo que sería en 2000, también a sesenta años de su publicación, y la emoción le había ganado (otra vez) a la sensatez.
Si se trata de buscar efemérides y de hablar de cosas fundacionales, se les pasó que Salarrué publicó El Cristo negro en 1926, o sea que el año pasado se les fue la posibilidad de hacer una nota laudatoria muy similar a la que ya transcribí y a las que se publicaron seguramente en el aniversario de Trenes. También que Salarrué publicó cuatro novelas: además de la anterior, El señor de La Burbuja (1927; aún es tiempo de dedicarle su nota), La sed de Sling Bader (1971) y Catleya Luna (1974).
Si se trata de literatura, una vez leí Trenes completa, y varias por pedacitos. La he utilizado como ejemplo de cómo no se hace novela, de por qué la poesía y la narrativa son universos harto diferentes, de cómo no es nada sano ponerse a hacer narrativa con herramientas de la prosa (y las excepciones son bien pocas, como excepciones que son), y viceversa, y de que, en fin, lo que en un género es revelación en el otro es ocultamiento.
Allí viene el otro punto, que tiene que ver con los determinismos. Según la nota, los novelistas salvadoreños somos hijos de Miguel Ángel Espino, concretamente a Hombres contra la muerte, y allí debemos ubicarnos con nuestra respectiva humildad y condenados de antemano a no ser "los mejores" (como si eso fuera importante; ya Jacinta lo dejó en claro).
En mi caso personal, niego esa paternidad con todo conocimiento de causa. Simplemente no he leído Hombres contra la muerte. Allí tengo el libro, esperando el momento en que se me ocurra leerlo, que supongo será hoy mismo, para salir de dudas. Si hay salvadoreños a los que les deba algo en lo que escribo, son Manlio Argueta (Caperucita en la zona roja), Roque Dalton (casi todo lo suyo, y algunas páginas notables de Pobrecito poeta que era yo), Álvaro Menen Desleal (¿y cómo no?) y Hugo Lindo (especialmente Espejos paralelos; la poesía la conocí mucho después). Pero más les debo a otros escritores, como a Sallinger (a quien conocí por Manlio), Borges, García Márquez, Camus, Cortázar, Shakespeare y varias decenas más que a uno del que sólo he leído un libro que me pareció malísimo.
Rulfo sólo escribió una novela, Pedro Páramo, y le bastó para cambiar la idea que teníamos desde Dafnis y Cloe, de Longo, o desde El asno de oro, de Apuleyo, pasando por todo lo demás. Fue una de las excepciones a la regla, al igual que en el cuento: le bastó con El llano en llamas para ser un magnífico cuentista. Pero las cosas no son así para nosotros los mortales: uno se va dando cuenta de que es novelista por allí del tercer o cuarto o quinto libro, cuando empieza a manejar las herramientas con cierta fluidez.
Si les interesan ejemplos, tomemos a Gabriel García Márquez, de quien están celebrándose los ochenta años de vida. Su primera novela, La hojarasca, tiene su encanto... por ejemplo el de ser la primera novela de GGM. Si hubiera dejado sólo ésa, quizá no lo recordaríamos mucho; hay aún torpeza en su ejecución. La segunda, El coronel no tiene quien le escriba, es muy buena, aunque si uno más o menos sabe leer encuentra que está escrita by the book y que más bien es un excelente cuentote. En La mala hora ya tiene afiladas las herramientas del oficio y las usa con fluidez (en lo particular, creo que es una excelente novela negra ubicada en medio de la selva, algo interesante, pues la novela negra es eminentemente urbana). Y viene Cien años de soledad, su primera espectacularidad. Allí vemos al contador de historias que se prefiguraba en sus novelas y cuentos anteriores, y es un libro maravilloso, con una salvedad: a partir de cierto punto --quizá desde la escena de la matanza de los trabajadores de la bananera--, el relato decae seriamente, y sólo logra levantar en las últimas páginas. Es algo que se perdona y hasta se olvida, porque aun lo de menos calidad tiene bastante calidad. Después, una maravilla de la técnica, una novela de una complejidad y una perfección inusual: El otoño del patriarca, su libro más vilipendiado. Si alguien busca al García Márquez maduro, allí está. Lo que pasa es que no tendrá el éxito de Cien años (no es un libro fácil de leer), y quizá pocos críticos o reseñadores quieran tomarse el trabajo de llegar tan lejos y les sale más fácil negarlo. Después del aburridísimo El general en su laberinto, llegó su obra maestra: Crónica de una muerte anunciada, la novela perfecta que a casi cualquier escritor le hubiera gustado firmar... después de escribirla, claro. Lo que sigue a la Crónica es lo que es; me gusta El amor y otros demonios como un buen dulce, y Memorias de mis putas tristes me parece triste, como lo dije aquí, recién inaugurado este blog.
En otras palabras: sí, hace falta más de una novela para ser novelista (Espino escribió dos); no, no veo punto de comparación entre Rulfo y Espino; no, no es Espino "el padre" de la novela salvadoreña, sino Salarrué, si lo que quieren son datos; sí, voy a vencer mi ignorancia y a leer Hombres contra la muerte y la comentaré por aquí en su momento.
Lo que veo en la nota es un entusiasmo municipal sin mucho conocimiento de causa. (Me acaba de decir Salvador Canjura que la nota tampoco viene firmada en la edición impresa.) También veo la mentalidad que mantuvo a la poesía estática y --paradójicamene-- errática durante tantos años: Roque Dalton es el poeta insuperable, lo único que nos queda es escribir como él o perecer. Y no veo que nadie esté autorizado para decir quién es "mejor" o "peor" que quién, o cuál es la trascendencia o no de la obra de un escritor. O sea: qué feo asunto ése de hacerse el taxativo y el muy enterado a costillas de gente a la que de seguro no se ha leído, nomás porque siente un gusto especial por un novelista salvadoreño que publicó dos novelas (no una) hace muchos años, la primera de las cuales fue calificada de lo mismo en la efemérides anterior.
Quizá tiene que ver con el punto de vista del observador: El Salvador está lleno de novelistas de una o dos novelas, como Rodríguez Ruiz, Ambrogi y qué sé yo. Y también está lleno de autores autopublicados con libros ante los que Trenes, en serio, equivale a una de Dostoyevsky. Lo que podría hacer el autor o autora de la nota es leer un poco más, enterarse de lo que hay fuera del país desde hace algunos miles de años y, quizá, dentro de él desde hace menos de un siglo.
Sic transit et coetera.

Un poema número 16

En poesía, como en otras cosas, poca gente está conforme con lo que tiene, y más bien hace lo que hace porque eso le sale. (Habrá casos excepcionales, y más que excepciones serán la norma, pero no hablo de ellos, sino de gente que simplemente trabaja.) Los que hacen poemas muy largos darían cualquier cosa por hacer un haikú, y los que hacen poemas de un par de líneas quisieran echarse La Odisea cada vez que se sientan frente a la máquina o al cuaderno; los que trabajan versos largos buscan las pocas sílabas, y los más concisos suspiran frente a un verso de Eliot o Pasos. Y está bien; mientras buscan cambiar el estilo, lo logren o no, aprenderán muchísimo, y ya los años dirán para qué nacieron y el devenir de la obra los pondrá donde deban estar.
Hace tres años (es decir a sus 16), Nathaly Castillo Menjívar llegó a casa (vivíamos frente a la suya) en un drama terrible: por más que lo intentara, sus poemas no pasaban de los cinco o seis versos. Escribía textos de una página o dos, y después de corregirlos sobrevivía una mínima parte, o salían dos o tres poemas igualmente pequeños. Lo curioso es que todos la envidiábamos verdemente por eso, por su capacidad de concisión, y porque cada poema suyo era un golpe de los que uno tarda un buen rato en recuperarse. Y no es que le salieran muy rápido: esos tres versos le llevaban uno o dos meses de trabajo, lo mismo que a --digamos-- Tere Andrade, quien escribía unos poemas largos y de versos generosos. (Ahora ha cambiado un poco su estilo y hace unos poemas de, digamos, diez o quince versos, e igual se lleva un montón de tiempo.)
No sabía cómo convencerla de que se podía decir muchas cosas en muy poco espacio, y que lo suyo más bien era una virtud, y lo único que se me ocurrió fue agarrar un cuaderno y ponerme a escribir textos pequeños, quince en total. Y más bien fueron catorce, y uno más que era el cierre de la serie. Los poemas aún están inéditos, y no creo que sean tan buenos como los suyos, pero la pusieron de buen humor, y ése era el objetivo. Krisma le mostró sus primeros trabajos, los de antes de La era del llanto, que eran pequeñitos, y también de algo sirvió.
Lo que no recordaba era que había un poema número 16 en el cuaderno, escrito quién sabe cuándo (los otros tienen fecha del 7 de abril de 2004). Hoy, mientras buscaba un cuaderno para escribir unas notas, encontré el que me había servido para los 15 poemas, y me extrañó encontrarlo; lo había olvidado.


Por supuesto que lo corregí, pero había algo que no me gustaba: después de dos versos, se abre un paréntesis, y el poema termina cuando se cierra el paréntesis. O sea: son dos versos de poema y cinco entre paréntesis, como una anotación o explicación o lo que sea. No supe si eso era bueno o malo, pero no vi otro modo de resolverlo que dejarlo como estaba. Pongo a continuación lo que quedó después de corregirlo, siempre sujeto a cambios:

Duerme en el fondo de unos brazos vacíos. No resistas
la gana de estar sola, como se está ante una foto en blanco y negro.
(Los sueños no son nada
más que nostalgia de ese último suspiro que no llega,
que se retrasa y arde. Los sueños, en fin, son el pretexto
para un ronquido hastiado, para cerrar sin culpa los ojos y dejar
que las sábanas mojen tus párpados de nieve.)


(Está medio raro el corte de verso.)

24 de abril de 2007

Intolerancia, el Ishto y otros poemas

Ya está en línea el segundo número de Centroamerica 21, el nuevo periódico salvadoreño digital. Trae materiales bien interesantes, como una entrevista de Teresa Andrade a Alfonso Kijadurías. Creo que refleja muy bien al poeta.
Hay también una nota que me emocionó: la historia de Walter Rojas, "el Ishto" (así le puso un compañero guatemalteco, porque siempre pareció un niño), un muy buen amigo que también estuvo en aquello de las FPL. Vino hace poco a El Salvador desde Australia, donde vive, me llamó a La Casa a eso de la medianoche, le dejó un número de celular al guardia, llamé y... estaba equivocado. No tuve modo de comunicarme con él, y supongo que ya habrá regresado a Australia. Lo vi por última vez hace unos cuatro años, la vez anterior en que vino. Toca el oboe como pocos, y su historia es digna de leerse.
Me parece interesante algo en este número de la revista: la recuperación de historias de la izquierda radical de los años ochenta. No tengo mucha idea de qué vaya el proyecto (Lafitte Fernández y Geovani Galeas me pidieron una columna acerca de lo que quisiera, y eso hago), pero ese lado, al menos en este número, me suena a algo pendiente y que hay que hacer. Curioso que no lo haga la propia izquierda...
A propósito de publicaciones digitales, me conmovió mucho una crónica que hace Rosarlin Hernández en El faro, titulada La lotería de los olvidados.
En fin, mi columna de esta semana va sobre la tolerancia y de cómo puede convertirse muy fácilmente en todo lo contrario. La transcribo, sin detrimento de que se vayan a dar una vuelta a la publicación.

Intolerancia
Rafael Menjívar Ochoa

Se habla de la “tolerancia” como un objetivo personal y social deseable y positivo, cuando es sólo un frágil punto de partida, su carácter es provisional y por sí misma no lleva a ningún lado en el que se quiera estar durante mucho tiempo.
La primera acepción del verbo “tolerar”, en el Diccionario de la Real Academia Española (edición 21, versión electrónica), es “sufrir”, y eso da una medida de lo que se trata. No es aceptar (“aprobar, dar por bueno”) las diferencias entre individuos o grupos, sino de sufrirlas, “llevar[las] con paciencia”, con una sonrisa congelada y la falsa impresión de que todo está bien. El DRAE lo dice en su segunda acepción: “Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”, esto es: soportar lo insoportable, y callarlo.
Se puede tolerar cierto color de piel, status social, ideología religiosa o política, sin considerarlos lícitos (“justo, permitido, según justicia o razón”), con lo que el conflicto permanece latente, siempre a punto de estallar. Detrás del que “tolera” sigue existiendo alguien que sufre, y el sufrimiento sólo puede llevar al hartazgo, la desesperación y la violencia.
El concepto de tolerancia, en el caso de sociedades que salen de un conflicto como el que vivió El Salvador, no es un fin, sino una plataforma mínima que apenas servirá como soporte para lo que deba seguir: la discusión de las diferencias, su aceptación o rechazo dentro de marcos de convivencia política; el reconocer (“examinar con cuidado a una persona o cosa para enterarse de su identidad, naturaleza y circunstancias”) al adversario y fijar mecanismos de confrontación aceptables para la comunidad.
En un sistema político estructurado alrededor de partidos, se presupone que éstos representan al conjunto de la sociedad, o a una mayoría significativa. Sus plataformas deberían ajustarse a necesidades o exigencias de sectores diversos, y tomar en cuenta factores como clases sociales, etnias, sexo (eso que malamente se llama “género”), nacionalismo o globalización, etcétera, resumidos en una ideología.
En la práctica, en El Salvador, los partidos políticos mayoritarios no sólo están conformados con base en las exigencias sociales, y desde allí plantean los espacios de enfrentamiento; la tendencia es crear los motivos de la confrontación, o sostener y reciclar los antiguos, a partir de temas no resueltos, postergados en aras de la “tolerancia”.
Pareciera que las casi permanentes campañas electorales, preelectorales y postelectorales obligan a echar mano de mecanismos inmediatos de confrontación, y el más recurrido es poner en duda la “licitud” del contrincante; parece mucho más fácil y redituable que la generación de pensamiento político, el reconocimiento del adversario y un debate entre organizaciones que se convierta en debate social.
Los partidos mayoritarios juegan, en gran medida, a obtener “el voto del miedo”, “el voto de castigo”: un voto irreflexivo, que explote el lado negativo de la “tolerancia”. Al parecer funciona, pero no necesariamente se refleja en la cotidianeidad; la prueba, simple y empírica, es que los enfrentamientos “intolerantes” se producen en la Asamblea Legislativa y los medios de comunicación, y muy de vez en cuando, bajo directrices partidarias, entre la población y en espacios públicos.
“La gente”, convive mucho más allá de la “tolerancia”, y en términos políticos se ve reducida a escoger entre lo que hay, a votar por lo que los partidos ofrecen o a no votar. Si se examina sin prejuicios, se trata de una votación razonada, en la que el “miedo” o el “castigo” son factores secundarios, y hasta podría entenderse el abstencionismo –que los partidos atribuyen a la apatía– como un modo activo de participar en los espacios políticos permitidos.
Aun así, se corre el riesgo que en sectores significativos de la sociedad la “tolerancia”, a fuerza de esa política de cuerda floja, deje salir su lado oscuro. Lo ideal sería que, a tantos años de terminada la guerra, comience a convertirse en una palabra obsoleta, incluso en una mala palabra.

23 de abril de 2007

En la RDSMSA


Ayer domingo, el taller (o lo que sea; cada vez dudo más de que sea un taller y estoy más seguro de que es algo mejor) de La Casa del Escritor se trasladó a la República Democrática, Soberana y Morena de Santa Ana (RDSMSA) y, aunque no fueron todos los que están, todos los que fueron son (qué frase tan enredada), con el añadido de Valeria, a quien no teníamos con quién dejar. Nos dieron la Casa de la Cultura para nosotros solitos, y nos la pasamos muy bien. Sentados al frente, Ricardo Hernández, Luis Hernández y Santiago Vásquez. De pie, además de Valeria, Krisma Mancía, Herberth Cea, Sandra Aguilar, Nelson Ochoa, Ana Escoto, Mario Zetino y René Figueroa. (Yo soy el que está tomando la foto.)


De pronto, nos dimos cuenta, por una pregunta de Ana, de que no tenemos fotos familiares... La única en la que aparecemos los Krisma, Valeria y yo es una que nos tomaron a los once días de nacida la Vale. Y no por falta de voluntad, sino porque siempre estamos Krisma o yo detrás de la cámara, precisamente. Así que Ana nos tomó un par, sentados en la acera.


Aproveché la ida a la hermana república para visitar a los tíos Neto, Sara y Carmen Menjívar. (No se preocupen: nos fuimos en el carro de Nelson, así que no gastamos gasolina financiada por el estado para recorrer las ocho cuadras de ida y las de regreso desde la Casa de la Cultura.) Los tíos tienen un negocito de renta de sillas, mesas, mantelería, platos y trajes para fiestas. El tío Neto andaba en un rollo de ésos en el norte de la RDSMSA, así que no pude verlo, pero allí estaba la tía Sara. Ella nació exactamente el mismo día que mi padre, el 3 de enero de 1935, de oficio costurera, como buena parte de las mujeres de mi familia de la generación anterior a la mía. (Ahora hay una sobrepoblación de ingenieras civiles, con alguna nutricionista y un par de periodistas.) Es hija del tío Francisco Menjívar, hermano de mi abuelo Alfonso, asesinado a sus 30 años de edad hace un montón de tiempo. El abuelo vivió hasta los 91, y su hermana mayor, la tía Mercedes, murió a los 96.


La menor de los cuatro, la tía Carmen, es la que ha llegado más lejos hasta ahora: tiene 98 años bien cumplidos, y promete llegar a los 99 en agosto. Hace más de un año tuvo un par de ataques y ya no reconoce a nadie, excepto --casi siempre-- a la tía Sara. Estuve platicando un rato con ella, a pesar de que está sorda como puerta desde hace como veinte años. Un detalle curioso: a la tía Carmen le dieron dos meses de vida en 1973, por un cáncer en el útero, que le extirparon. Y como que les falló...


Lo de la longevidad viene de la fundadora de nuestro pedazo de familia, la bisabuela Dionisia Menjívar, que aquí aparece en una foto tomada muy a principios del siglo XX, si no antes. Murió después de los 100 años, en 1972. En la familia hubo algunos buenos ebanistas, y el marco es de alguno de ellos, quizá del tío Jeremías Castro, hermano de mi bisabuelo Jacinto. A la bisabuela le tocó criar a los cuatro hijos lavando y planchando ajeno. Mi padre siempre quiso que le dejara sus planchas; tenía unas maravillosas, como la que servía para los cuellos y la que servía para las solapas. Quién sabe qué se habrán hecho.

19 de abril de 2007

Santa Ana, Centroamérica 21 y estoy sólo un poco muerto

El domingo próximo, el taller de poesía se va a la República Democrática, Soberana y Morena de Santa Ana (RDSMSA). Como ya habíamos quedado, Herberth y Alberto se van con nosotros; nos encontramos a las 10:15 (más o menos) en el puente, o un poco antes. (Digamos frente al motel, pero miren para otra parte.)
René, Hormigas, etcétera, nos vemos por allá. Tenemos la Casa de la Cultura desde las 11 de la mañana hasta como las 5 de la tarde.
Para los ciudadanos santanecos, desde las 11 pueden llegar a la Casa de la Cultura y allí nos encontramos. Nos van a dar el patio y el pasillo, quizá el lugar más cómodo.
Si pueden comunicarse con otros compañeros, háganlo, por favor, que también están invitados y ya veríamos lo del transporte. Por de pronto, la agenda la empezamos con el poemario de Alberto, que está buenísimo. (El poemario. Alberto está muy flaco, la verdad.)
Ya estamos, pues.

* * *
Desde el martes pasado está en la red una nueva revista electrónica salvadoreña, Centroamérica 21, que dirige Lafitte Fernández. El editor es Geovani Galeas, y entre los reporteros hay dos compañeras de La Casa con una obra poética y cuentística excelente: Teresa Andrade y Georgina Vanegas, respectivamente.
Me pidieron que escribiera una columna semanal acerca de lo que quisiera, y para esta semana lo que quise fue hablar acerca de "el medio" artístico. La nota puede encontrarse aquí. Si la cambian de lugar o la quitan la semana que viene, aprovecho y la pongo a continuación. (No se pierdan el artículo de Lafitte. Está bien interesante.)

El medio

Todo país, toda ciudad, todo pueblo, tiene uno, y muchísima gente haría cualquier cosa por pertenecer a él.

Rafael Menjivar [Ochoa, ejem]

Los de dentro le llaman “el medio” con satisfacción. Para “los de fuera”, las emociones van de la furia impotente, para los rechazados, al suspiro de ilusión para los que están a minutos de su primer recital de poesía, su primer cuadro en una exposición más multitudinaria que colectiva, su primera borrachera con “ellos”, los que sí están.
“El medio” es el lugar virtual donde conviven los artistas, o los que se reconocen entre sí como tales. Este reconocimiento no tiene que ver con trayectoria, originalidad o méritos de trabajo, sino con asuntos más complejos: posición ante los problemas de la sociedad y la globalidad (ecología, género, ideología, neoliberalismo), el papel del creador, el modo de vestirse en las inauguraciones...
No todos escriben o pintan, pero hacen como que sí, y los demás fingen que también. Y cuando pintan o escriben lo hacen igual, para que no digan que se creen originales, la peor de las acusaciones.
Sin ellos uno tendría que conformarse con tediosos conciertos de música tonal, exposiciones de cosas al óleo, teatro con olor a polilla. Es decir: “Bach está sobrevalorado. Rembrandt tuvo su oportunidad. Shakespeare era un plagiario. Ahora es nuestro momento.”
Y es su momento, y lo aprovechan en espacios que “el gobierno” no ha copado o censurado. O mejor aún: en espacios del propio “gobierno” y patrocinados por éste. Tendremos recitales de poesía erótica a cargo de señoras que conocieron de eso en alguna ocasión, coreografías contra la matanza de focas en el Cabo Hatteras (no hace falta saber si allí hay focas), exposiciones de arte conceptual (decenas de botellas de agua pintadas de verde colocadas por todas partes) y eventos multidisciplinarios: la señora lee mientras alguien danza lo de las focas al ritmo de un tambor tocado por su ex esposo. A la salida se reparten las botellas.
La prensa reflejará cristianamente los recitales y performances, y los periodistas harán largas crónicas de algo que no entendieron, ni era el caso. Detrás vendrán los críticos, que explicarán lo que quiso decir la señora con lo del útero en llamas y lo que representa para el desarrollo de las artes el tema de la foca (habrá que citar a algún oceanógrafo sueco), la botella de agua y el tamborcito. (“No se arredró ante las exigencias formales y dio rienda suelta a su particular concepto rítmico”.)
Hay algo cierto: los malos artistas no entrarán en “el medio”, y “los otros” no querrán estar allí. (“Los otros” se mencionan sólo de manera despectiva: “vacas sagradas”, “ungidos”, “vendidos”, por usar términos publicables.) Tiene lógica: los primeros no han hecho méritos y los segundos están en eso de trabajar su obra y no se meten en asuntos de verdadera trascendencia, como el décimonoveno homenaje al pintor que murió dos semanas antes, pasear descalzo con una toga por el centro de la ciudad, o leer poemas con enfoque de género afuera de una marisquería.
Rara vez sale de “el medio” algo que tenga interés fuera de él y, ante el sabotaje sistemático de “los otros”, “el gobierno” y “la comercialización” (el establishment ), autopublican sus poemarios, aplauden sus propias coreografías, se regalan cuadros y se tocan tamborcitos los unos a los otros.
Es paradójico que los que están en “el medio” se muevan en los márgenes (su orgullo es esa marginalidad), a menos que uno se dé cuenta de que “medio” no es equivalente a “centro”, sino a “mitad”: lo que hay en el camino entre una cosa que no existe y otra que no se comprende, ni hace falta comprender.
Lo importante es estar allí. Es lo único importante. Lo demás es apenas arte.

* * *
En las últimas semanas, un supuesto anónimo (en realidad ya me dijo su nombre de varios modos y en varias ocasiones, pero no vale la pena mencionarlo; además dejó abierta su dirección IP, y más abierta su calaña moral, bien pequeñita) lanzó una divertida campaña de spam contra mi correo en GMail, de la que estuve a punto de no darme cuenta, porque el filtro contra la basura es muy bueno. (Ya hablaré de eso después. ¡Es de antología!) Lo último fue mandarme una "amenaza de muerte virtual". Me emocioné, porque sólo me habían amenazado de muerte por teléfono y en vivo, pero resulta que a última hora al parecer se arrepintió, porque la amenaza está borrada del servidor. Seguí el link de varios modos, y nada.


Querido pobre diablo (o imbécil, como prefieras): ¿podrías mandarme otra vez la amenaza, sin borrarla, o poniendo bien el link? Gracias. A cambio, prometo dedicar unos minutos a pensar en ti.
(¡Lo que hacen las Helgas Pataki masculinas para llamar la atención...! ¿No sería mejor hablar por teléfono o mandar un email normal o ponerse a oír música contemporánea o algo?)

Algunos sonetos de Quevedo

A uno que mudaba cada día por guardar su mujer

Cuando tu madre te parió cornudo,
fue tu planeta un cuerno de la luna;
de maderas de cuernos fue tu cuna,
y el castillejo un cuerpo muy agudo.

Gastaste en dijes cuernos a menudo;
la leche que mamaste era cabruna;
diote un cuerpo por armas la Fortuna
y un toro en el remate de tu escudo.

Hecho un corral de cuernos te contemplo;
cuernos pisas con pies de cornería;
a la mañana un cuerno te saluda.

Los cornudos en ti tienen un templo.
Pues, cornudo de ti, ¿adónde iría
siguiéndote una estrella tan cornuda?


Otro

Que tiene ojo de culo es evidente,
y manojo de llaves, tu sol rojo,
y que tiene por niña en aquel ojo
atezado mojón duro y caliente.

Tendrá legañas necesariamente
la pestaña erizada como abrojo,
y guiñará, con lo amarillo y flojo,
todas las veces que a pujar se siente.

¿Tendrá mejor metal de voz su pedo
que el de la mal vestida mallorquina?
Ni lo quiero probar ni lo concedo.

Su mierda es mierda, y su orina, orina;
sólo que ésta es verdad, y esa otra, enredo,
y estanme encareciendo la letrina.


A un hombre llamado Diego, que casaron con una mala mujer llamada Juana

A las bodas que hicieron Diego y Juana
dio de su cuerno flores Amaltea,
tocaron la corneta del aldea
y una cuerna almorzaron valenciana.

En cuerno meó el novio, aunque sin gana,
cuando la novia en otro cuerno mea,
y en la cornija de la chimenea
les cantó la corneja de mañana.

El cura, que es Cornejo, escribió el nombre
con tintero de cuerno, y él le ha dado
un cornado, que es todo lo que pudo.

Y es el bueno de Diego tan buen hombre,
que, con tantos agüeros, no ha notado
cómo le casan para ser cornudo.


Extensión y fama del oficio de puta

No te quejes, ¡oh, Nise!, de tu estado
aunque te llamen puta a boca llena,
que puta ha sido mucha gente buena
y millones de putas han reinado.

Dido fue puta de audaz soldado
y Cleopatra a ser puta se condena
y el nombre de Lucrecia, que resuena,
no es tan honesto como se ha pensado;

esa de Rusia emperatriz famosa
que fue de los virotes centinela,
entre más de dos mil murió orgullosa;

y, pues todas lo dan tan sin cautela,
haz tú lo mismo, Nise vergonzosa;
que aquesto de honra y virgo es bagatela.


Soneto

¿Qué captas, noturnal, en tus canciones,
Góngora bobo, con crepusculallas,
si cuando anhelas más garcibolallas
las reptilizas más y subterpones?

Microcosmote Dios de inquiridiones,
y quieres te investiguen por medallas
como priscos, estigmas o antiguallas,
por desitinerar vates tirones.

Tu forasteridad es tan eximia,
que te ha de detractar el que te rumia,
pues ructas viscerable cacoquimia,

farmacofolorando como numia,
si estomacabundancia das tan nimia,
metamorfoseando el arcadumia.

Tomados de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Más sonetos manuscritos de Quevedo pueden encontrarse aquí.

18 de abril de 2007

El currículum

Cuando me pidieron por primera vez que hiciera un currículum vitae, por allí de los 25 años, para un trabajo de periodista, no supe qué poner. O más bien tenía un montón de cosas que poner, pero muy pocas calzaban entre sí, y me parecía que no sería muy bien visto y más bien indicaría desorden.
Estaba, por ejemplo, lo del teatro; cerca de un año y medio metido en eso. Y lo de la música para teatro, las tocadas de todo tipo, en todo tipo de lugares, para todo tipo de cosas; los estudios de guitarra clásica, flauta, percusión, los cursos de canto, los arreglos instrumentales y vocales para quien pagara lo suficiente... Sin contar con el par de años de pintura hasta que tenía como 12 años y no sé qué más. Lo que querían era un periodista, punto. Cuando eso pasó, ni siquiera se había publicado mi primer libro, Historia del traidor de Nunca Jamás, había ganado un par de premios pequeños, y tres o cuatro textos andaban en revistas literarias.
Así que a poner estrictamente lo periodístico.
Recordé el montón de currículums que había visto desde niño, los que llevaba mi padre a casa de gente que buscaba trabajo. Eran impresionantes. Había unos de cuarenta o cincuenta o más páginas a renglón corrido, que no necesariamente eran los mejores. Si habían publicado veinte artículos en un periódico, venía el título de cada uno, con constancia del medio, la fecha, etcétera. Toda una ficha técnica para cada nota, así hubiera tenido media cuartilla. Para ese entonces, además de un par de cientos de editoriales, yo había escrito por allí de 300 artículos, la mayor parte en el periódico El día, algunos en revistas y ninguno en internet, porque no había internet para la gente de a pie. Luego, cada congreso, reunión, seminario, curso, lo que fuera, tenía también un espacio largo, y cada premio o medalla o reconocimiento o diploma de ésos que dan por asistir a lo que sea. Desde entonces ya me daba un poco de vergüenza ajena eso de ver cómo la gente se pasa recopilando datos mínimos para tener un currículum lo más gordo que se pueda y demostrar... no sé qué... Basta con una hojeada para saber que aquello es aire. Así que el currículum que presenté decía más o menos así:

1978. Redactor de la Sección Internacional del periódico El día.
1979-1980. Redactor y articulista de la Sección Internacional del periódico El día. Colaborador de El gallo ilustrado y otras revistas.
1980-1983. Subjefe, editorialista y articulista de la Sección Internacional del periódico El día. Colaborador de... (Aquí venía un par de revistas.)
1983-1984. Jefe, articulista, etcétera, de la Sección Internacional, etcétera.

Media página con buen margen, si tomamos en cuenta los datos personales (nombre, dirección y lo demás).
Me la dieron de subjefe de internacionales del diario El nacional el mismo día en que llevé el currículum, porque ya conocían mi trabajo y en efecto les hacía falta un subjefe. Me dijeron que me presentara a trabajar a la semana siguiente, pero un día antes llamé para dar las gracias y decir que no, que lo lamentaba mucho, que había salido algo más. Entonces apareció otra línea en el currículum:

Instructor de literatura del Programa de Actualización y Capacitación de Maestros de la Secretaría de Educación Pública.

Luego, lo de guionista de historieta. Luego, lo del premio y la publicación del Traidor. Luego comencé con las traducciones (las hacía desde los 19 años, pero no sabía que de eso se podía uno ganar la vida, y bien). Y luego el currículum comenzó a ponerse incontrolable.
La meta siempre fue que no pasara de dos páginas, y casi lo he logrado: no pasa de tres si uso cierto formato y si cada vez voy borrando lo menos importante. Nada de congresos y festivales y encuentros, nada de publicaciones en revistas, nada de mi carera musical, nada de premios pequeños, nada del trabajo que otras personas hacen con lo mío (tesis, artículos, etcétera), con la notable excepción de las traducciones y quienes las realizan; nada de lo que aparezca en páginas web. Y menos aún aquello de "comenzó a escribir a los nueve años y desde muy temprano mostró..."
A la fecha mi currículum literario tiene una página, y el periodístico poco más de una y media. Todavía se les puede cortar más. Si se fusionan, llega a las tres. Si pongo lo que he estudiado, quizá llegue a las cuatro, pero nada de cursos, nada de seminarios, etcétera.
Hace mucho que no me piden un currículum (excepto para algo bien informal, hace como tres semanas). El que tengo en la compu no lo he actualizado desde 2001, cuando me lo pidieron para trabajar en Concultura. Creo que lo voy a actualizar; ya sobran cosas.
Pero eso sí: no se me olvida lo que he hecho, lo que he aprendido y lo que soy. Y lo practico todos los días. (Ya me veo haciéndole caso a un simple papel...)

17 de abril de 2007

Noticias de más allá del mar

En agosto de 2000, cuando murió mi padre, me quedé sin palabras, literalmente. Hablaba poco, escribía nada, pensaba tanto que no recordaba nada, hacía muchas cosas sin mucho sentido. Algo de eso lo puse en un artículo que publiqué por catarsis y con enojo, Algo sobre la muerte de Rafael Menjívar, que está en mi otro blog.
Mi trabajo en ese entonces era traducir Sports Illustrated todas las semanas, lo que me permitía viajar a Costa Rica y estar pendiente de mi padre. También echaba la mano en Vértice con algún artículo. Esa flexibilidad es algo que siempre le agradeceré a Lafitte Fernández, mi jefe en ese tiempo.
Como no había modo de que salieran las palabras, me puse a hacer música con una maravillita llamada Melody Assistant, un programa francés para hacer música, con partitura y todo lo que uno quiera, y durante cuatro meses no supe a qué hora amanecía o si hacía calor, si era de noche o llovía. Trabajaba y me ponía a escribir música; dormía cuando podía y seguía haciendo música. Y la música iba saliendo dolorosa, pero con fluidez.
En diciembre terminé una unidad, digamos un disco, que se llamó Noticias de más allá del mar. Usé de todo: flauta, oboe, corno, fagot, cello, sintetizadores, guitarra eléctrica, efectos de sonido, coros sintetizados, etcétera. Y poesía. En mi universo particular se trató de canto fúnebre, un réquiem, aunque agnus dei ni confutatis nada de eso. Nomás música llena de dolor.
Hasta hace muy poco --digamos un año-- escucharla me seguía llenando de un dolor profundo y seco. Hace unos días, mientras revisaba materiales musicales para que un amigo se llevara a Suecia, encontré el disco, lo puse y ya no sentí "eso". Más bien se me salió una sonrisa y no se me quitó en cuarenta minutos.
Ahora quiero compartirlo con los amigos. Se puede encontrar en mi página en mp3.com. Son las piezas numeradas de 01 a 05. Había una sexta, pero la eliminé; no venía al caso.
Cada pieza tiene su historia --y todas de algún modo cuentan una historia--, de las que sólo hablaré rápidamente.
La primera pieza ("La noche de un día antes") es lo que sentí cuando me avisaron --acababa de llegar de un entierro, por cierto-- que mi padre se moría y tenía que llegar antes de la noche a Costa Rica. Sin boleto y sin nada, en menos de cinco horas estaba allá. En el avión pensé y sentí y recordé de todo, y me di cuenta de que el cuerpo se estaba preparando para un dolor.
La segunda ("Perchance to Dream") fue el tiempo de espera antes de que muriera. Murió al mediodía del lunes 7 de agosto de 2000.
La tercera ("Una tarde cualquiera de 1945") es una historia tierna. En 1943, el abuelo Alfonso se fue para Panamá, como estibador, bajo el régimen de silver roll, por supuesto. Mi padre estaba seguro de que regresaría un día entre las cinco y las seis de la tarde, y durante dos años, a esa hora, lo esperó en una cuesta que daba a no sé qué calle. Mientras, se puso a aprender a tocar una flauta, un pito, y eso hacía mientras esperaba al abuelo. Y el abuelo llegó, en efecto, una tarde de 1945 por esa cuesta, entre cinco y seis de la tarde. Y mi padre dejó la flauta.
La cuarta ("Eclipse") es el entierro.
Y la quinta ("Sirenas") no sé qué hace allí. Creo que la puse porque necesitaba algo relajante después de todo ese montón de emociones.
De no ser por la música, por esa música, quizá hubiera caído en una depresión bien honda. Hay un par de historias anexas que algún día contaré.

16 de abril de 2007

Claudia Hernández en Guatemala

Esta semana se presentará en Guatemala el libro De fronteras, de la cuentista salvadoreña Claudia Hernández. El libro es un hito en las letras nacionales a pesar de que son textos escritos por alguien muy joven (21 a 24 años, en su momento; ahora anda en los 31 y cerca de los 32). Son los cuento elaborados después de que fuera la primera centroamericana en ganar el premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional, a sus veinte años.
La publicación está a cargo de Editorial Piedra Santa, en su colección Mar de Tinta, que ya lleva varios títulos interesantes en su haber, en especial de escritores jóvenes guatemaltecos.
La noticia de la presentación la publica La prensa gráfica aquí, y puede hallarse aquí la página de Piedra Santa dedicada al libro.
Dice Claudia en una entrevista que el libro es una nueva edición --una revisión-- del publicado en 2002 de Mediodía de frontera. Ése fue un título decidido por el editor; De fronteras era el original, que ahora recupera con algunas correcciones a los textos y la incorporación de varios más. No conozco aún la versión definitiva del libro, pero estoy seguro de que será impecable y llena de la inteligencia literaria --y de la otra-- que caracteriza a Claudia.
Me da gusto que cada vez más obras de salvadoreños, y con mayor frecuencia, estén publicándose en el exterior. Sería excesivo decir la "la literatura salvadoreña" es cada vez mejor y más digna de méritos. Creo que aún no tenemos algo que pueda llamarse "literatura salvadoreña", sino a autores individuales, pocos aún, que hacen lo mejor que honestamente pueden, y cada vez lo hacen mejor. Es estimulante que la pequeña explosión literaria en El Salvador esté a cargo de artistas jóvenes, a veces muy jóvenes, que a su vez están creando nuevas concepciones del oficio y de las letras nacionales. (No digo que para muchos, en especial algunos "viejos" sea agradable, y no tiene que serlo. Nuestra literatura --digamos que sí la hay-- está en una crisis, que me parece positiva, y los más jóvenes son su piedra angular, como debe ser.)
La presentación será el jueves próximo durante el XV Congreso Internacional de Literatura Centroamericana, que se realiza en Antigua Guatemala. Aquí hay más información acerca del congreso en La prensa libre, de Guatemala, Felicidades a Claudia y felicidades a todos nosotros.

15 de abril de 2007

Roque Dalton en Canarias

Me llegaron los tres títulos que la editorial Baile del Sol, de Islas Canarias, ha publicado hasta ahora en su Biblioteca Roque Dalton: La ventana en el rostro, Taberna y otros lugares y Un libro rojo para Lenin. El próximo título, según me han dicho, será Las historias prohibidas del Pulgarcito, para el cual me pidieron el prólogo hace algunos meses. Ya lo pondré por acá cuando se haya publicado.
Me llamó la atención dos cosas cuando la gente de Baile del Sol se puso en contacto conmigo: que en Canarias estuvieran interesados en publicar las obras completas de RD y que, a partir de unos artículos míos que leyeron en internet, les interesara que yo escribiera el prólogo. Lo del interés por Roque Dalton me conmovió, lo agradezco y no le busco motivos; el hecho de que exista es más que suficiente. De lo otro, quizá yo mismo me he creído lo que no pocos dicen: que soy un "antorroquiano", que quiero invalidar su obra, etcétera. Creo que los editores entendieron muy bien cuál es y ha sido mi intención: reivindicar al Roque Dalton poeta, que después de todo es el que debería interesarnos --al menos a los escritores--; el conocimiento crítico de su obra y rescatar --porque hay que hacerlo-- lo que es de valor para nuestras letras y su evolución.
Como se ha planteado en los últimos treinta y dos años de manera dominante, incluso entre escritores y --sobre todo-- en académicos, la emocionalidad y la ideología han sido los factores más importantes para juzgar a alguien que no era eso, sino poeta. Lo duro es que el propio Dalton ponía su propia obra más allá de lo literario, con lo literario a veces como pretexto, es decir: su intencion era hacer lo que hizo, poesía de compromiso, poesía social, poesía al servicio de. Y lo logró, y creo que por eso mucho de su obra va perdiendo brillo y validez a medida que pasa el tiempo, y que sólo pensándolo desde el mundo de la ideología o de la emocionalidad ideológica buena parte de sus poemas han traspasado una barrera de hasta 45 años para llegar hasta nosotros. Pero en medio de todo eso hay poemas que son verdaderas joyas, y que --como diría Menen Desleal que dijo Borges de él mismo-- "son flor para los años". Sólo a partir de la desmitificación de Dalton, del reconocimiento de sus aportes a la literatura y de un desbrozamiento cuidadoso podremos salvarlo como poeta, no como mártir, una imagen harto patética si se lo ve desde el lado de un escritor.
Hay dos extremos con los que me topo de manera cotidiana: los jóvenes que adoptan a Roque Dalton como modelo, acríticamente y sin haberlo leído completo y los que simplemente lo rechazan y no quieren saber de él. Los primeros casi siempre se van por el lado fácil: Poemas clandestinos, la primera parte de Taberna y otros lugares, y nada de la segunda, que es donde está la sustancia, así como en poemas sueltos en casi todos sus libros. Los que tienen suerte se van con El mar, su lado más nerudiano y, después de los Clandestinos, no el más afortunado. Los segundos se están perdiendo cosas que son bien importantes si, como dice Mario Zetino que dice Jorge Galán, hay que insertarse en una tradición. Esta tradición podrá ser universal, pero siempre hay que tener claro de dónde se viene, para no perderse.
Como sea, esto es una discusión larga en la que hoy, domingo, después un taller bien interesante, con la revisión colectiva del excelente poemario que ha terminado Alberto Quiñónez, no me quiero meter a fondo, ni siquiera superficialmente. (Ya habrá otras ocasiones.)
Esperaba que los prólogos fueran mucho de lo que ya conocemos: la apología, el rolllo del martirologio como validador de su poesía, la ceguera a todo lo que no sea el papel social de la poesía, etcétera.
La ventana en el rostro está prologado por Mario Benedetti, y es muy cauto en ese sentido. Más bien se dedica a hablar del humor en la obra de Roque Dalton, de cómo no es una "poesía con humor", sino que usa el humor como recurso, y de cómo puede existir un humor serio, o que no necesariamente sirve para reír. Taberna lo prologa Pedro Flores, quien encuentra un ángulo interesante: la parte rebelde de Roque Dalton. Dice por ejemplo:

La alegría, la autocrítica, la falta de "solemnidades convencionales", la capacidad para reírse de sí mismo, son ingredientes que espantan al autoritarismo; también al autoritarismo policial y burocrático en el que pronto degenera el proceso revolucionario cubano y en el que no tenían sitio muchos verdaderos rebeldes.

El más difícil de prologar me parece Un libro rojo para Lenin, que el propio Dalton excluyó de sus obras completas antes de salir por última vez de Cuba, por motivos de obvio panfleto. Juanjo Barral lo soluciona con una nota descriptiva y una ubicación del libro en la obra de Dalton.
La edición de los libros, bastante bien. Buena tipografía, los materiales de la portada y de interiores son de primera... No había visto una edición más cuidada de RD que éstas.
Contento, pues. Hoy fue un buen taller, y pudo llegar una compañera de Santa Ana con la que no habíamos trabajado directamente en varios meses. De hecho hubo invasión santaneca: además de Claudia, Mario Zetino, Santiago Vásquez, Luis Hernández y Ernesto Bautista, quien hace poco ganó el premio Amílcar Colocho, de la Fundación Metáfora. Igual ayer el de video tuvo su gran encanto. Hemos dejado de filmar durante unas semanas para dedicarnos a reflexionar acerca de dónde estamos metidos. Este proceso de reflexión ha adoptado una forma interesante, que pronto daremos a conocer.

14 de abril de 2007

Mata Hari

Mata Hari era en casa, cuando yo era niño, sinónimo de "espionaje", y "espionaje" era sinónimo de algo exótico, emocionante, por lo que podía perderse la vida a cambio de... uh... no sé muy bien qué; lo del patriotismo no se me da.
A mi padre le brillaban los ojos cada vez que la mencionaba, y mi madre no hacía el menor gesto ni el menor comentario, señal de que
a) No era un tema que pudiera tratarse en familia durante mucho tiempo (es decir que mencionarla ya era más que demasiado) ni era adecuado para que un niño oyera de eso o
b) El tema le tenía sin el menor cuidado o
c) Era una de "esas cosas" con las que mi papá se emocionaba cíclicamente, como cuando le agarró, por allí de 1976, por leer todo lo relativo al triángulo de las Bermudas, y mucho antes de eso por coleccionar lentes para sol. (No muy caros; los primeros Ray Ban que usó, y que le encantaban, fueron unos que le presté en alguna ocasión, por allí de 1994; no quiso que se los regalara.)
Intuyo que el motivo de mi madre iba más por c) que por a), con un mucho de b), y que ninguno de los dos habría visto una foto de la Mata Hari de verdad, o él no me hubiera hablado de ella y mi madre hubiese puesto el grito en la estratósfera de haberlo hecho. Ambos tenían --y mi madre aún tiene-- una buena cultura cinematográfica, y un gusto por el cine que me transmitieron. Lo más probable es que mi padre no me hablara de la Mata Hari de verdad, sino de la versión de Greta Garbo, a la que él adoraba y que a mí siempre me cayó tan mal como María Félix, no sé por qué.
Además de lo que seguramente decía la película, mi padre me hablaba de Mata Hari con datos que habría leído en algunas revistas no muy fiables (también me transmitió la adicción a leer cuanta cosa esté impresa, posologías y hojas volantes incluidas) y con algunos otros que habrá exagerado o inventado, porque en algunos temas le daba por fantasear, y era lo emocionante de platicar con él de esos temas: tenía el rigor de un economista (en ocasiones casi un rigor mortis), y no hablaba ni escribía de nada que no tuviera bien comprobado; pero, cuando se ponía como niño y hablaba como niño, los temas daban para lo que fuera, y Mata Hari era uno de esos temas. De agente doble Mata Hari se convirtió en agente triple, y quizá cuádruple, y era una bailarina excepcional, y viajó por todas partes y qué sé yo.
No se perdió tampoco las primeras películas de James Bond. Las de Sean Connery le gustaban, y las vi con él. Dejó de verlas cuando pusieron a Roger Moore; entonces el vicio de James Bond se le transmitió a mi madre, que se derretía por él y no se perdía un capítulo de El Santo. James Bond no era uno de mis personajes favoritos, y más bien los acompañaba por estar con él o porque no me quedaba de otra (con mi madre también tuve que tirarme todas las de Elvis, las de Pili y Mili, las de Marisol, las de Enrique Guzmán, las de María Victoria, Travesuras de Paquita incluidas...); no me parecía, intuitivamente, que un agente secreto pudiera ser tan ostentoso, y me caía mal eso de estar metiéndose en lo que a uno no le importa y robándoles cosas a los demás, así estuviera de por medio la salvación del mundo. Tampoco que gustaba --ni me gusta--, en mucho del género de espionaje y de cierto cine de aventuras, que los malos de la película tengan siempre defectos físicos evidentes o ciertos rasgos raciales exagerados. (Dos excepciones: el Malvado Ming de Flash Gordon me caía muy bien, y uno de mis primeros amores platónicos --además de Elizabeth Montgomery y la primera Emma Peel, es decir Diana Rigg, de Los vengadores-- fue su hija, la Princesa Aura, representada por Priscila Lawson. La otra es el Fu Manchú de Boris Karloff, y también su hija, protagonizada ni más ni menos que por Myrna Loy.)
Un día me puse a leer a John Le Carré --no paré hasta que los leí todos-- y me fascinó. Se hablaba allí de espías de verdad, de gente con poco o ningún glamour, pero que eran los que verdaderamente hacían que se moviera el mundo de la información: choferes, secretarias, la esposa de alguien, el señor que barre, el maestro de escuela... Me puse a leer también acerca del "espionaje real", y algún estudio sobre el tema decía que James Bond no duraría ni quince minutos como espía: era demasiado visible, demasiada parafernalia. El único motivo por el que el MI-6 británico lo usaría sería para quemarlo en la primera cena con alguna espía rusa igualmente quemable o para que lo mataran de inmediato. Me enteré de ciertos espías sorprendentes como Kim Philby, quien trabajó durante casi dos décadas para el MI-5 y el MI-6 y logró buenas posiciones, cuando desde el principio había sido agente soviético. Y acerca de los espías que pasaban información al enemigo para evitar la predominancia nuclear o tecnológica de su superpotencia sobre la superpotencia contraria, a quienes debemos quizá que no tengamos escamas, tres ojos e invierno nuclear. Casi siempre eran nerds, y en muchos casos terminaron ejecutados. (Mi solidaridad con los hermanos caídos en luchas perdidas de antemano.) Y las infamias, como el rollo racista y anticomunista de los esposos Rosenberg, un remake barato del affaire Sacco y Vanzetti, pero en nombre de la seguridad nacional.
Cuando me enteré más de la "verdadera historia" de Mata Hari resultó que no era para tanto. Nada de ser hija y nieta y tataranieta de príncipes orientales, sino holandesa e hija de holandeses. Y nada de ser quíntuple agente que viajaba por todo el mundo consiguiéndose amantes extravagantes y poderosos, sino una cortesana y bailarina que, aparte de un cuerpo bien trabajado, como lo muestran las fotos que se consiguen en internet, no tenía demasiado que ofrecer. Además de trabajar alguna vez para la inteligencia francesa, se puso a espiar para los nazis, la agarraron casi de inmediato y la ejecutaron. Punto final para ella, pero así se abrió una leyenda. (No sé si le hubiera consolado saberlo de antemano.)
Y allí resultó que Le Carré y otros tenían razón: el problema de Mata Hari --como el de James Bond-- era que resultaba demasiado visible, excesivamente visible en su caso (hay quien dice que fue la primera stripper, un dato harto dudoso), y quizá a su fantasía de provenir de sacerdotisas orientales se mezclara con la de ser una espía tipo James Bond, antes de que a Ian Flemming se le ocurriera inventarlo. Todo esto no se lo dije a mi padre, porque el personaje nunca dejó de fascinarle y no dejó de añadirle detalles a su leyenda particular. Tampoco le dije que un día fui a ver la versión de Mata Hari con Sylvia Kristel, una de las películas más aburridas de todas las que he visto, y ya son varias; si como Emmanuelle ya me resultaba plomosa...
Como venganza o burla histórica, en 1970 se transmitió una serie que se llamaba Lancelot Link: Secret Chimp, protagonizada por chimpancés. La novia de Link, también espía, se llamaba Mata Hairy. No la vi mucho tampoco, excepto cuando iba a casa del tío Juan Menjívar expresamente para eso; a él le fascinaba, y durante un tiempo fue nuestro tema de conversación. (Con él vi también buena parte de la saga de Wang Yu y sus películas delirantes de boxeo chino, como El espadachín manco, El regreso del espadachín manco y otros regresos.)
Abajo, la antítesis de la bailarina oriental: Margaretha Geertruida Zelle (el verdadero nombre de Mata Hari) poco antes de ser ejecutada por los franceses en 1917, a los 41 años de su edad.


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Todo lo anterior es porque ayer leí un bonito libro titulado Espionaje, así a secas, con poco texto y muchas ilustraciones, pasta dura y papel couché. Viene de todo: cámaras microscópicas, cómo se guardan los agentes cosas en el tacón de los zapatos, aparatos y técnicas de escucha, codificacion y decodificación de claves, agentes famosos... Pensé que el hecho de que esos agentes secretos sean famosos es la muestra más patente de su fracaso. Sic transit gloria Jamesbondi.

12 de abril de 2007

Un par de lecturas

Logré terminar, en el cuarto o quinto intento en casi diez años, Limpieza de sangre, de Arturo Pérez-Reverte. Lo terminé más por disciplina que por gusto, y desde anteayer trataba de acabar con las últimas cuatro páginas, epílogo incluido. Ya no tuve hígados para lanzarme sobre el "apéndice": varios poemas dedicados al capitán Diego Alatriste escritos por sus amigos de ficción.
Casi la mitad del libro es ambientación y más ambientación: la España de principios del siglo XVII, qué había dónde, a qué olían las cosas y, obsesivamente, el tema de por qué eran capaces los madrileños de batirse a duelo por cualquier tontería. Casi la otra mitad son las reflexiones del personaje narrador, Íñigo Balboa, acerca de la vida, la muerte, la iglesia católica, el capitán Alatriste, el honor, la traición y del poeta Francisco de Quevedo y otros poetas, a los que a lo largo de casi 250 páginas se refiere cada vez prácticamente en los mismos términos. Claro que el personaje narrador, en el momento de vivir lo que narra, tiene 13 años...
El espacio que sobra está dedicado a la novela, y es muy poco. Sin contar con que el personaje de Diego Alatriste, que debería ser fascinante, se queda en agua de borrajas (quiera decir lo que quiera decir), y no hay modo de sentir demasiada simpatía o antipatía por él: sólo aparece o serio y reflexivo o a punto de hacer cosas que no hace, o que hace a medias, aunquie se supone que en sus acciones estará el chiste del asunto.
El primer tomo de las aventuras del Capitán Alatriste ya había sido pesado. Éste fue un poco demasiado. El tercer tomo (El sol de Breda) lo leí casi de urgencia, como conté por aquí; tenía varios meses de no leer una novela en español, y aun así me costó terminarlo. Tengo dos tomos de los tres restantes: El caballero del jubón amarillo y El oro del rey. Voy a ver hasta dónde llego. En serio: aparte de El club Dumas, que es excelente, y un poco La tabla de Flandes, no le encuentro mucha seriedad a lo suyo. El húsar, quizá. Como que no termina de creérselo, pero espera que yo sí, y ése no es el juego. Me da gusto que haya sido un éxito comercial; yo quizá busque otras cosas en un escritor.
Mientras, empecé a leer ayer Historia natural de los ricos, de Richard Conniff. En menos de lo que pensé ya había leído tres capítulos e iba por el cuarto, y hasta ahora voy avanzando en el quinto. Bastante divertido y aleccionador.
Conniff es un periodista científico, colaborador usual de National Geographic y publicaciones por el estilo, y un día se puso a escribir acerca de los ricos más ricos de Estados Unidos y el mundo, en especial los que tienen cotos de caza en Aspen y Mónaco. Lo que hace es una comparación entre el comportamiento de diversas especies animales, el de los seres humanos "ordinarios" a lo largo de dos millones de años y el de la gente que tiene mucho dinero. Para esto último hizo un estudio de campo que no le pide nada a una investigación acerca de los mandriles de cierta región de África. Ya veremos en qué termina.

Estilo, voz y recursos

Por supuesto que vemos American Idol. A veces se nos pasa, porque los jueves hay capítulos de estreno en dos series: House M.D. y CSI, pero en esta temporada estamos seguros de que, si la vida es justa, la ganadora debería ser Melinda Doolittle o Lakisha Jones, con un buen y discreto tercer lugar para Chris Sligh, o menos discreto para Jordin Sparks, un prodigio de diecisiete años.
Estoy dividido en lo del primer lugar. Lakisha Jones tiene un soul magnífico, y no le falta demasiado para ser una buena Gladys Knight, digamos, o para acercársele a Aretha Franklin... cuando era joven. (Aretha es Aretha, y hay que mencionarla con respeto y cautela.) Pero Melinda Doolittle tiene mucho más que eso. Desde que la oí cantar My funny Valentine, una de las baladas de jazz más bellas y endiabladamente difíciles de interpretar, y hacerlo como una profesional, mi corazón se fue por allí, y ya quiero comprar su primer disco. Incluso si no gana, hay una excelente cantante para mucho rato.
Ya dije lo que tenía que decir este año acerca de American Idol, y el pasado, que no dije nada, ni los cuatro anteriores. En realidad no era mi intención dedicarle dos párrafos (y este tercero) al programa, sino a una frase que le dijo anoche Simon Cowell a una de las participantes: que su interpretación había sido "más estilo que calidad".
Me pregunto si algo así es posible: que alguien con un estilo bien marcado --en música, en literatura, en lo demás-- sea capaz de lograr algo de poca calidad, o de menos calidad que estilo. Y allí entraría qué se entiende por estilo (ya hablaremos otro día de etimologías y aplicaciones): la técnica o la originalidad.
La técnica, hasta cierto punto, es algo externo a la "creación en sí". Ese "cierto punto" es, precisamente, cuando el artista logra alcanzar su propia voz --o su equivalente en artes plásticas, actuación, etcétera. Cowell --que me parece un tipo sensato-- hablaba entonces de lo que hablaba: una concursante que aún no se profesionaliza, que aún no logra manejar estándares de calidad, que tiene talento desarrollado hasta cierto punto y que maneja una técnica básica muy buena, pero aún no logra encontrar su propia voz, su propio estilo, y en ésas anda. Y no otra es la función de American Idol: encontrar gente con mucho talento y con técnicas más o menos básicas y que pueda profesionalizarse a través de un proceso acelerado, pero estricto, creo.
La frase de Cowell me llevó inmediatamente a pensar en Neruda: pocos poetas han alcanzado, como él, una voz tan propia, y una técnica tan depurada. Sin embargo, con el debido respeto, me parece un poeta bastante fácil para decir lo que tenga que decir, y no entra en mi Top 100.
Con Jorge Galán, Mario Zetino, Luis Hernández y Santiago Vásquez en especial hemos hablado de ciertos poetas que no son de lo más trascendente en materia poética, pero que tienen una inmensa cantidad de recursos, y Neruda encabeza la lista con harta ventaja. Es un catálogo de recursos poético. Es el gran maestro, digamos, de los alejandrinos en el español. No Rubén Darío, sino Neruda.
En Darío encontramos todavía un manejo un tanto torpe del alejandrino: marca tanto la cesura que a veces da lo mismo que escriba alejandrinos o heptasílabos (recordemos que el alejandrino está formado por dos periodos heptasílabos cesurados), cuando las intenciones de ambos metros son bien diferentes. Tomemos por ejemplo la Sonatina, que me parece una sensacional lección de ritmo:

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro;
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor...

Si lo cambiamos a heptasílabos, no se modifica demasiado el ritmo ni la intención:

La princesa está triste...
¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan
de su boca de fresa,
que ha perdido la risa,
que ha perdido el color.

Etcétera.
En cambio, el "Poema 20" es una verdadera lección de cómo se maneja el alejandrino:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "la noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero talvez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Hay versos terribles: "En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. / La besé tantas veces bajo el cielo infinito", digamos, son de lo más previsible, y por lo tanto de lo más imitado. O imágenes espantosas: "Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos." Los últimos ocho o diez versos son de un baladí subido... ¡Pero qué manera de hacer alejandrinos! Y, desde luego, no hay una voz como la suya. ¿Exceso de estilo y falta de calidad? (Igual habrá a quien le guste Neruda, pero estamos hablando de otra cosa.)
Tenemos, en otra categoría, a Vicente Huidobro (para tomar una contraparte también chilena), digamos el Canto II de Altazor:

Mujer el mundo está amueblado por tus ojos
Se hace más alto el cielo en tu presencia
La tierra se prolonga de rosa en rosa
Y el aire se prolonga de paloma en paloma

Al irte dejas una estrella en tu sitio
Dejas caer tus luces como el barco que pasa
Mientras te sigue mi canto embrujado
Como una serpiente fiel y melancólica
Y tú vuelves la cabeza detrás de algún astro

¿Qué combate se libra en el espacio?
Esas lanzas de luz entre planetas
Reflejo de armaduras despiadadas
¿Qué estrella sanguinaria no quiere ceder el paso?
En dónde estás triste noctámbula
Dadora de infinito
Que pasea en el bosque de los sueños

Heme aquí perdido entre mares desiertos
Solo como la pluma que se cae de un pájaro en la noche
Heme aquí en una torre de frío
Abrigado del recuerdo de tus labios marítimos
Del recuerdo de tus complacencias y de tu cabellera
Luminosa y desatada como los ríos de montaña
¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?

¡Etcétera!
La "voz propia" de Huidobro es poderosísima, pero a la vez sus aportaciones técnicas (el "estilo" externo) son mucho menos tangibles, pero indudables. (Si uno quiere solazarse en el exceso de ambos, basta con leer los Cantos IV y V.) Y quizá es porque "voz propia" y "estilo", para que valgan la pena, deben ser una sola cosa, y sólo se valen para una persona. De Neruda es posible (porque lo ha sido desde hace décadas) imitar el estilo y la voz; de Huidobro uno apenas podrá tomar recursos y tratar de adaptarlos a lo que uno escriba. (En mi caso, ni eso.)
Uno de mis poemas favoritos de todos los tiempos y autores es España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo, que es mucho de lo mismo. Creo que, como el resto del poemario, del mismo nombre (o ése le pusieron: se publicó tras la muerte de Vallejo), trae aparejada una lección: un poema "político" no es necesariamente un panfleto. Un panfleto tiene un objetivo político o ideológico: convencer a alguien de algo. Su alcance es extraliterario. Un poema, en cambio, es un objeto artístico, nada más. Entre lo primero y lo segundo hay más que técnica y voz propia: hay honestidad. Y de eso no se encuentra mucho en la poesía, y nunca se ha encontrado demasiado.
Otro "panfleto que no es panfleto" es El niño yuntero, de Miguel Hernández. Lo demás son ganas de lucirse a costa de "los otros", "ellos", "los objetos" que son tema de mucha y muy mala poesía.

11 de abril de 2007

Texto vs. género

Cuando empecé a escribir quería hacer de todo, es decir cuatro cosas: poesía, cuento, novela y teatro. Con los años descubriría que la vida y el pellejo en general dan --si acaso-- para una sola, y para tratar de entender un poco las demás. Hay excepciones notables, y sin duda no soy una de ellas. También descubriría, con algo de ayuda, que pensar en "cuatro cosas" era ponerse una barrera, que en cierto momento --el del aprendizaje básico-- puede ser importante por simple autodefensa, pero que debe saberse cuándo abrir, traspasar o demoler.
Cuando escribía poesía me apegaba mucho a los cánones: métrica, acentuación, ciertos modos de rimar o de no hacerlo. Gracias a Ricardo Jaimes Freyre y sus Leyes de la versificación castellana descubrí varias cosas: los periodos acentuales o rítmicos (antes de él aún se hablaba de "silabas largas" y "sílabas cortas", que no existen en el español), la compatibilidad entre ciertos metros y, con la práctica, cómo romper con ellos. Traté de entrar en el verso libre (o "métrica libre", como la llama Krisma, con gran acierto) y nunca me sentí muy cómodo. Aún soy bastante cuadrado cuando se trata de hacer poemas, pero los hago porque es un placer, un reto y, en suma, porque se me pega la gana, que es el motivo por el que en definitiva deberían hacerse ciertas cosas.
Mi problema con el teatro era que pensaba en cómo impresionar a un público, no en cómo poner a cierta cantidad de personajes a interactuar y a armar su(s) historia(s). Después de algunos fracasos, logré un par de piezas decentes que por aquí andan (a una de ellas tengo que modificarle el final; la otra ya quedó). No es que eso me haga dramaturgo, ni mucho menos; nada más logré armar un par de piezas divertidas, que no sé si publicaré o se representarán alguna vez. La primera me llevó de 1987 a la fecha; la segunda, de 1998 a 2005, aunque escribí el borrador en sólo tres días. No han sido mi récord de rapidez, pero tampoco de lentitud.
La novela, como buena obra de ingeniería, es asunto de trabajar y trabajar y trabajar, y tarde o temprano saldrá algo. Lo malo fue que no empecé con el pie derecho, ni siquiera con el izquierdo. Desde el principio traté de "romper", "innovar", qué sé yo, y estaba bien para mis diecisiete años, pero no para armar una carrera. Después de la Historia del traidor, tuve que replantearme todo lo que sabía y hacer una modesta novela más o menos lineal, tan by the book como se pudiera, y apenas a mis 30 años salió Los años marchitos, que también tuvo sus tribulaciones y sus asteriscos.
Mi problema siempre fue con los cuentos. ¡Eran malísimos! Todo previsible, los personajes tiesos, diálogos plomosos --a pesar de que en la novela siempre me salieron bien--, etcétera. Todo muy correcto, pero no había nada allí que pudiera decirse original. Mientras, mis primeras novelas --que desaparecieron, AMDG-- tenían un exceso de originalidad, es decir que a veces eran casi ilegibles, y lo del teatro era una serie de pirotecnias que no llegaban a ningún lado. Y, sí, estaba tan confundido que a cada rato decidía dejar de escribir, y seguía haciéndolo "sólo para pasar el rato".
Como a eso de mis 21 o 22 años, cuando ya estaba cocinando El traidor, le planteé el problema a Luis Melgar Brizuela, que vivía a un par de cuadras de mi casa, en Coyoacán. Nos reuníamos una noche a la semana (generalmente los martes) a platicar de literatura hasta bien entrada la madrugada, y a él le debo el conocimiento de Huidobro (en especial de Altazor), de Los Contemporáneos, del Primero sueño (o El sueño) de Sor Juana y de los estructuralistas, entre muchos. Siempre conseguía licores y aguardientes exóticos para él en los lugares a los que iba o que algunos amigos me llevaban para convencerme de que dejara lo abstemio (Luis era apóstol de esa causa, y tampoco lo logró); yo, desde luego, tomaba café, hasta que un comisario de las FPL me quitó el gusto, como he contado aquí, aquí y aquí.
--Tu problema --me dijo Luis, muy estructuralista él-- es que estás pensando en géneros. Tenés que pensar en textos. Un género tenés que seguirlo o que romperlo. Un texto no. Un texto es lo que es, y podés usar recursos de todos los géneros.
Vi la luz, por supuesto, pero estaba demasiado lejos; pasarían dos o tres años para que pudiera empezar a asimilarlo. No conceptualmente, que eso es fácil, sino en la práctica. A finales de 1984 o principios de 1985 empezaría a escribir Terceras personas, y la idea era precisamente hacer textos, que a su vez formaran una unidad. Una pequeña novela fallida se convirtió en el primer "relato", el segundo texto es un cuento con todas las de ley, el tercero no sé qué diablos sea y el cuarto es un falso monólogo teatral. Luego, un montón de microtextos que de algún modo le dan sentido al libro. Apenas en 1995 lograría terminarlo, después de escribir un par de novelas policiales. (Otro que me dio una clave fundamental fue Leo Argüello: me enseñó cómo funcionan los personajes, cómo se arman, y me dio a conocer a Stanislavsky, además de otros autores fundamentales. Gracias, carnal.)
Hay libros con partes que he debido resolver con recursos poéticos, como Instrucciones para vivir sin piel, o con estructuras de cuento, como Trece, (¡Ese libro era un pedacerío! Armarlo como novela es de lo más difícil que me ha pasado.) Mis cuentos, en general, son "micronovelas", aunque un par entran en el "género", como El Cubano, y otros ni se acercan, como Espejos. Están pensados como textos, nada más, y cualquier acercamiento al "género" es coincidencia.
Claro que la diferencia entre un cuento y una novela y un poema y una pieza de teatro siguen existiendo, y hay cosas que distinguen a los géneros. Estructuras, digamos. Escribir un cuento o una novela es harto diferente: se requiere de diferentes lógicas, de diferentes conformaciones mentales (y literarias), de intenciones radicalmente distintas.
La ventaja de pensar en textos es en parte psicológica (no trazarse límites previos), pero también tiene un lado práctico interesante: aprovechar los recursos que se poseen de la mejor manera posible. (Y, si no, aprenderlos.) El plus es que resulta también más divertido.
A la larga, la idea es darle al texto lo que necesita, y tener en la mano lo que sea menester. Mencioné la palabra "intención", que es clave al desarrollar un texto: a veces lo que diferencia una novela de un cuento es la intención del autor, no sólo la extensión o las estructuras; a veces lo que hace un poema, o deja de hacerlo, es lo mismo. Las diferencias pueden ser harto sutiles, pero ciertas.


* * *

Y a propósito de cuentos, "Diario de enero" ha resultado ser uno de los pocos que me han salido como Dios y Cortázar mandan (si es que no son la misma persona cuando se habla de cuentos).


Sí, me puse a corregir aún más el texto (hablo de él aquí), pasé las correcciones, imprimí y, muy satisfecho, me puse a revisarlo con la esperanza de encontrar algunos errores de dedo y listo, después de siete años podía dejar de pensar en él. Y pues no. Sólo en el principio hallé cosas que sobraban, frases imprecisas, la necesidad de cortar párrafos y hasta alguna incómoda repetición de palabras. El resto del texto está por el estilo, así que voy a darle una pasada y lo dejaré unas semanas para, ahora sí --¿cuántas veces lo habré dicho?--, sacar una versión definitiva.
Eso sí: el final nuevo quedó bonito. No, no me decidí por dejarlo "abierto", aunque no deja de ser un final un tanto brusco, como me gustan. Con un poco de cirugía mayor logré darle a la historia el giro que necesitaba, y rematarlo bien. Creo. Espero. Ojalá. Al menos eso me dijo Krisma, quien lo leyó por primera vez y encontró las claves sin que le dijera nada.
Comencé a revisar otro texto que empecé en 2004 (del que conté que no encontraba el final en mis cuadernos, y aún no lo encuentro) y que más o menos terminé en 2006. Creo que esos dos, más un tercero, pueden armar un libro coherente, aunque un tanto excéntrico. Ya consultaré con Thierry, que sabe de eso más que yo.