31 de enero de 2007

El tono y el lead

Hace unos días leía en el blog de Jacnta Escudos el post "Se busca tono", donde habla del problema que enfrenta todo escritor a la hora de entrar en un texto: el modo de escribirlo, el lenguaje, el ambiente, cómo hablan los personajes, todo eso. Y, como bien señala, es un proceso que puede llevarse años, y no siempre es fructífero.
En mi caso, como periodista. lo que busco es el lead, la primera frase, de la que se desprenderá todo lo demás. En esa primera frase no sólo deberá estar el tono de la novela, sino la novela completa. A veces se puede, a veces no, y generalmente uno se conforma con lo que sale.
Con Hugo Martínez Téllez hablamos varias veces, hace muchos años, de cómo es posible reconocer a un escritor que también es periodista (no al revés) por sus entradas. Uno siempre busca "la" frase, para que "lo demás" se desarolle de la mejor manera. Entre los ejemplos de los que siempre hablamos con la gente de La Casa está la entrada de Cien años de soledad, de García Márquez:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Allí está el universo completo de Macondo, las guerras civiles, Melquiades, Remedios la Bella volando colgada de unas sábanas, todo. Lo que abre, con esa frase, es un rango de posibilidades en cuanto a lenguaje, acción, personajes, etcétera. No es un "rango infinito", como diría un crítico emocionado, sino que delimita su marco de acción, nos muestra su camisa de fuerza. (Sí, se trata de escribir con camisa de fuerza. Siempre se trata de eso: de ser libre con camisa de fuerza, como en el jazz, pero por escrito.)
A él se debe otro inicio de maestros, tan de maestros que se atreve a comezarlo con una cacofonía doble sin que uno lo note, o sin que importe, en Crónica de una muerte anunciada:

El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.

Toda la historia está contenida allí, todo lo que va a pasar y lo que ha pasado, todo lo que es posible dentro del universo de ese tecto, y todo lo que no. Allí están el registro de lenguaje, los personajes posibles y, desde luego, el tono.
Conversábamos hace unos días en Guatemala acerca de por qué García Márquez no escribió: "El día en que lo mataron, Santiago Nassar..." Creo que la idea es darle movimiento a la frase: si "lo mataron", sigue un informe judicial, o la simple descripción del asesinato; si "lo iban a matar", aún queda una hora antes de que se perpetre el crimen, y durante esa hora se desarrollará la novela, minuto a minuto, desde todos los ángulos posibles, y el lector está viviéndola. Me parece imposible que García Márquez no lo haya pensando así; a ese hombre no se le va una frase o una conjugación que no quiera que esté allí.
Mi mejor ejemplo de lead para una novela es El extranjero, de Camus:

Mi madre murió hoy. O talvez ayer. No sé.

García Márquez es un --gran-- contador de historias; Camus está planteando un personaje bastante complejo en tres frases muy cortas, y lo hace magníficamente bien. En su entrada es posible ver al personaje, su psicología, su alma, y sin duda marca el tono de lo que ha de seguir. Es decir: toda la novela es consecuencia natural de esa primera frase. (Iba a escribir "casi un apéndice", pero me parece exagerado; allí hablaría el periodista.)
Hay otras frases iniciales muy buenas. La de Pedro Páramo parece torpemente puntuada, y quizá lo esté, pero es sensacional:

Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera.

Busco una traducción de la entrada de La metamorfosis de Kafka y encuentro dos:

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.

Prefiero la de Borges, que cito de memoria:

Cierta mañana, después de una noche de sueño intranquilo, Gregorio Samsa despertó convertido en un enorme insecto.

Las dos primeras son frases comunes, traducidas porque hay que traducirlas (conste que no sé gota de alemán); la tercera es la de un escritor que busca "el tono", y lo logra.
Hay algo claro: encontrar "el tono" de una primera frase ayuda muchísimo, pero sólo será una pista de lo que sigue. En mi caso no puedo comenzar a escribir mientras no tenga esa primera frase (que podrá modificarse después, cuando sepa exactamente de qué trata todo lo demás), sea buena o mala. Después hay que... bueno... escribir la novela, y hacerlo sin que la camisa de fuerza se afloje, o algo falla.
Comentaba ayer aquí que el cuaderno que me regaló Denise Phé Funchal traía la historia que quiero contar desde hace unos años, y que no había salido. En ese cuaderno venía la primera oración, y de ella se han desprendido ya un montón de páginas que antes estaban en blanco, pero que en realidad nunca lo estuvieron: ese cuaderno era para eso desde que alguien cosió con sus páginas de papel de tela. (¡Riquísimas!)
Ayudó mucho, para poder escribir lo que he escrito, el post acerca del tono que publicó Jacinta. Hice conciencia de que, sí, eso es lo que uno busca, además de una primera frase. (Gracias, Jacinta.) Y con el tono de este relato es curioso. Después de buscar diversos lenguajes y "tonos" posibles, encontré que el lenguaje y el tono para ese texto es el que he estado usando en este blog desde hace poco más de dos años. Quizá sea menos "casual", porque no está destinado a quedarse como salió de primera intención, como aquí. Pero, sí, por fin estoy escribiendo como yo mismo. Se siente raro.

30 de enero de 2007

Ahora sí me tocó

Hacía algún tiempo que no hacían una reseña crítica de un libro mío, y me tocó a manos de Margarita Carrera (no la conozco), de Prensa libre, de Guatemala. Se puede encontrar aquí. Es una crítica "con enfoque de género", por lo que leo, y hasta dice que la mía "es una manera de escribir de los machos a lo Marco Antonio Flores".
Quisiera sentirme ofendido, pero Marco Antonio es un maestro en eso de la escritura y, aunque no lo conozco mucho en lo personal, vi que su relación con las compañeras de La Casa fue de lo más correcta; Aniuxa y Vilma podrán dar testimonio. Quizá su imagen de comegente y sus personajes "esperpénticos" --para usar las palabras de Carrera-- nublan un poco el juicio con respecto a él: pocas personas pueden ser objetivas (es decir: ver al Marco Antonio de verdad) cuando se habla de y con él. Espero que no pase lo mismo conmigo, y que las fotos mías que han aparecido en este y otros blogs en los últimos días (en especial la de las flores) sirvan para algo. O que pase, qué diablos; para eso "uno sólo es lo que es y anda siempre con lo puesto". (La frase es de Serrat, claro.)
Agradezco de corazón la reseña. Me parece que ve cosas interesantes y une cabos que no se me había ocurrido unir. La reproduzco:

REVELACIONES
“Cualquier forma de morir”
Por: Margarita Carrera

Nítidamente publicada por F&G Editores, “Cualquier forma de morir”, de Rafael Menjívar Ochoa, no descarta el influjo de “La vida del Buscón llamado don Pablos”, novela picaresca de Quevedo. Porque la obra de Menjívar se adentra en la zona del humor negro que nos lleva a los abismos de la mente masculina misógina.
Sólo que en “Cualquier forma de morir”, la violencia es mayúscula y el ingenio, aún más cruel. Por algo en el epígrafe se cita a Hugo Lindo: “Somos la bestia en su guarida...”. La cárcel es el lugar principal en donde se maquinan asesinatos llamados suicidios de esta novela amarga.
Las mujeres casi no aparecen, y si se las menciona es de manera despectiva: –“Mi hermana era puta, pero sólo yo lo digo–, gritó el Ciego detrás de mí”, cuenta el protagonista que narra en primera persona: “...Estaba acusado de matar a la mujer a cuchilladas y eso no me iba a ayudar. Yo no la había matado, pero allí estaba la confesión, con firma y todo. (Luego, la ironía): Hay gente que se toma en serio las confesiones firmadas”.
“Todo el mundo se suicidó ese año. Morirse se puso de moda. Hay épocas así. No es que la gente hiciera cola para saltar de los edificios, pero la cosecha fue buena... Igual terminé suicidado, pero pudo ser peor.”
Hasta uno que encontraron con un tiro en la nuca, fue considerado suicida. Personaje central es el primo del protagonista: era imbécil, pero imbécil malvado que violaba a sus parientes niños, niñas y adolescentes.
También un enfermo que mataba sin remordimiento. La abuela le perdonaba todo: “Que haya abusado de una legión de primos estaba bien; era parte del folclore familiar...”.
Por fin lo mata el protagonista, cuando ya murió la abuela: “Sin la abuela cerca se hubiera pasado jodiéndole la vida a toda la familia por los siglos de los siglos. Era un problema de salud pública, y a mí me tocó ser el cirujano...”.
Como otras descripciones de los personajes, la del Sapo raya en lo esperpéntico: “Los tatuajes se le movían en los brazos y la espalda como bailarinas de burdel malo”.
La muerte es sin duda la principal fuerza que mueve la novela. Muertes ridículas, como la de la madre del protagonista que, sonriente, “se quedó parada frente al autobús...” Santiago Celis, otro personaje infame: “tenía colmillos afilados, con todo y su sonrisa de vedette sin futuro”. Algo que trae a la mente las descripciones de los personajes de Valle Inclán en “Tirano Banderas”.
Personajes “esperpentos”. Descripciones sagaces. “De todas las formas de morir que existen, la que aplicaba el Sapo era la más decente. Nada de gritos, nada de angustias, nada de nada. Uno hasta podía seguir sonriendo a la hora de llegar con San Pedro o con quien fuera...”.
Muertes van, muertes vienen: suicidios-asesinatos. Tarde o temprano a todos les llega la hora, aunque imaginen la muerte en un futuro inexistente; aunque ésta se encuentre a la vuelta de la esquina.
Por algo en la contraportada se habla de un “violento humor negro”. Es una manera de escribir de los machos a lo Marco Antonio Flores.
Excelente uso del lenguaje. Tremendismo. Salvajes y acertados retratos de los asesinos más depravados. Nada agradable.
“Cualquier forma de morir” fue presentada el 24 en Sophos.
Excelente edición de F&G. 115 páginas.

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¡Paren prensas! ¡Sí conozco a Margarita Carrera! La busqué en Google y aquí encontré su foto. Una persona particularmente inteligente y agradable, con un humor bastante fino y una mirada que lo atraviesa a uno sin que uno se sienta incómodo. Estuvo en la discusión en la Feria del Libro (FILCEN) de agosto del año pasado, en Guatemala, cuando estuve en una mesa en la que me porté especialmente impolítico. Algo se habla aquí. Después del show, tuvimos una plática interesante acerca de si hay o no una literatura centroamericana o una literatura nacional. Creo que me gané el reglazo en la mano, por andar de bocón, pero cómo se le ocurre a la otra señora decirme que soy un escritor neoliberal porque no me molesta que no haya mujeres en una mesa sobre literatura... Lo que pasó fue que las compañeras no habían llegado, y yo qué culpa. (Y yo qué menso, también.)
En fin.

Cuaderno nuevo

Siempre he pensado que cada cuaderno ya trae tiene la historia que uno necesita escribir. Lo difícil es encontrar el cuaderno adecuado.
Desde hace varios años (quizá cinco) he tratado de escribir cierta cosa, y no ha funcionado. Intenté con varios cuadernos y con varias computadoras (no me gusta escribir directamente en la compu, pero en fin), y a las pocas páginas el texto se detiene bruscamente y muere.


Hace unos días Denise me regaló un cuaderno bonito de papel bonito y formato cuadrado, forrado en tela. Ella no sabía --lo sabe apenas ahora-- que no me gustan los cuadernos que no están rayados, como éste, pero está funcionando. He comenzado de nuevo lo que quería escribir y parece que ahora la historia va a llegar a donde debe llegar.
Gracias.

29 de enero de 2007

El imbécil, el cerdo y el error

Uno de mis imbéciles particulares, luego de sesudos análisis psicoanalíticos, filosóficos y literarios que me tienen como tema, y que por supuesto no publiqué en la sección de comentarios, dejó la razón de lado --si a los dislates de un mal escritor pueden llamarse razón-- y se puso a insultarme sin más trámite. Como es previsible, me dijo lo que a él le dolería que le dijeran; "cerdo".
Y es curioso cómo algunos insultos pegan a veces en el blanco: en el horóscopo chino, mi signo es el de cerdo o jabalí. Busco referencias en internet y encuentro que el imbécil que me tocó en suerte cumple a cabalidad su papel de imbécil, pero no el de insultarme; es un signo de lo más bonito, como se señala aquí y aquí, y por pura solidaridad estoy casi dispuesto a dejar de comer carnitas y pupusas de chicharrón; los actos premeditados e innecesarios de canibalismo no me parecen correctos.
Ya entrados en el tema, resulta que por el año en que nací (1959) soy jabalí (o cerdo) de tierra, que en esta página se describe así:

Este es un Jabalí pacífico, sensato y feliz, que puede tener el sentido común suficiente como para beneficiarse a sí mismo. El elemento Tierra le confiere su orientación productiva, y le gustará asumir responsabilidades financieras o actividades afines, y planear para su propio futuro.
Renombrado por su tenacidad y paciencia, se fijará despiadadamente un objetivo hasta que lo consiga. Su fuerza de voluntad le permitirá soportar tensiones y llevar cargas que excederían en mucho la capacidad de otros.
Tan consagrado a su trabajo como a su familia, el Jabalí de Tierra mostrará una diligencia y un impulso difíciles de sobrepasar, pero no será autoritario: se obligará a sí mismo, no a los demás.
Aunque puede ser corpulento dado lo mucho que le gustan la comida y la bebida, tiene la capacidad de no preocuparse demasiado por sus problemas. Sus ambiciones son razonables y no están más allá de su alcance. Por eso encontrará la seguridad y el éxito material que anhela.
Amigo bondadoso y considerado, socio de confianza y patrón benévolo, el Jabalí de Tierra evitará las zonas de conflicto y su rumbo en la vida será el de la tranquilidad y la armonía doméstica.

Curioso que las adulaciones vengan de los que intentan herirlo a uno... Prometo no creerme lo que me diga ese imbécil en especial (y algunos otros en general), así sean lisonjas tan baratas como sus insultos.

* * *

En la página Cuscatlán hay un error serio en la biografía del salvadoreño David Hernández. Dice aquí:

Ha ganado varios certamenes de literatura entre ellos el Premio Nacional Magisterial de Cuento en El Salvador en 1976; Premio Latinoamericano de Novela en 1990 con "Salvamuerte" en Costa Rica; Premio Nacional de Novela El Salvador Alfagura 2004 con "Berlín años guanacos".

Está bien lo de los premios, pero el de 1990 en Costa Rica no se lo ganó él, sino yo, con Los años marchitos, y él quedó como finalista, a menos que haya habidos dos premios latinoamericanos ese año (el Valle Inclán y otro) y que haya presentado la misma novela al mismo tiempo en dos concursos. Lo segundo pudo ser; lo primero, seguro que no. Creo que la gente de la página Cuscatlán deberían verificar con el autor para no cometer esos errores, porque no creo que Hernández sea capaz de adjudicarse algo que no sea suyo.
Según Amazon, Salvamuerte se publicó en San Salvador en 1993, bajo el sello de la UCA; según el Formulario de talentos salvadoreños en el exterior, en la misma editorial, pero en 1992. Y en una entrevista en El faro dice que ganó el certamen de novela de EDUCA en 1989, por lo que resulta raro que haya quedado como finalista en el Valle Inclán-EDUCA de 1990... No sólo es raro eso, sino que no la haya publicado EDUCA: una parte del encanto de ganarse ese premio era que la obra se publicaba con una rapidez a veces pasmosa, y era parte de las bases del premio. (La publicación, no la rapidez pasmosa.) Y ¿quién no quería ganarse el EDUCA? De El Salvador, en narrativa, lo obtuvieron por ejemplo Álvaro Menen Desleal (Revolución en el país que construyó un castillo de hadas) y Manlio Argueta (El valle de las hamacas). A mí me tocó la suerte de ganármelo dos veces, en 1984 y en 1990.
Por si hay dudas, pongo aquí el facsímil del acta del jurado, y le recomiendo a los periodistas que no le adjudiquen a Hernández cosas que no son de él, y a él le pediría que no se las creyera, porque puede equivocarse. Y no sólo a los periodistas salvadoreños, sino también a los alemanes: aquí dice que Salvamuerte ganó el premio centroamericano en 1990. Ya había hablado de ese premio aquí, y había puesto un trozo del acta, pero veamos el facsímil:



No es que los cerdos seamos especialmente sensibles a esas cosas de la vanidad de ganar premios, etcétera; nomás no nos gusta que digan que a otro le pasó lo que le pasó a uno.
A ver... David Hernández nació en 1955, o sea que es del signo de cabra:

La Cabra (u Oveja) es el signo más femenino del zodiaco chino. Es honrada y sincera, de modales retraídos e incluso tímida. Sus tendencias artísticas, su elegancia y capacidad creativa son los aspectos más positivos. Ser pesimista y el no poder manejar sus emociones, es su parte más negativa. Otro de sus defectos es que siempre se le va la mano en los gastos; es posible que un nativo extremo de este signo dilapide el dinero como si no fuera propio.
La Cabra puede ser comprensiva con los demás, no soporta la disciplina ni las criticas. Es de estados de ánimo cambiantes y para nada objetiva. Su aspecto exterior es tranquilo pero interiormente es muy firme y decidida. Entregada a una discusión seguramente nadie sabrá que le molesta pero sí habrá que soportarle su mala cara, que en la mayoría de los casos le da más resultado que cualquier improperio. El nativo de este signo es generoso, tanto con su tiempo como con su dinero.

Es bueno saberlo.

28 de enero de 2007

Imbéciles anónimos

Imbéciles siempre ha habido, con conocimiento --propio-- de causa, y desde siempre han recurrido --y recurrirán-- al anonimato para soltar sus desbarajustes, anhelos personales incumplidos por falta de talento o trabajo, y sus frustraciones. No es internet quien ha inventado a los imbéciles anónimos; simplemente los ha globalizado.
Desde antes de que se abandonara la pluma de ganso, y desde mucho antes de su adopción, andan por allí, pululando y viendo de dónde extraer sangre fresca y de buena cepa para nutrir su imbecilidad, y de cómo destruir el trabajo ajeno, a falta de ingenio para el propio. (De esos imbéciles casi todos tienen obra, y basta con leer un par de párrafos para olvidarla.) Y no son pocos los que sacan también provecho de la obra que dicen despreciar. Si no lograran el tal provecho, con descargar un poco de envidia y una dosis --mortal para otros, para ellos inocua-- de su probrediablismo es recompensa suficiente; hay otros que no tienen límites... siempre y cuando su nombre no se vea manchado por sus pequeñeces y vileza.
Hay uno en especial que debe su fama precisamente a su anonimato y a su bajeza. Nueve años después de la publicación de El ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, uno antes de aparecer El ingenioso caballero, publicó el Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas, que puede hallarse aquí en versión de texto electrónico, y acá en edición facsimilar.
No sólo se adueñó del personaje de Cervantes (lo que ahora llamaríamos un plagio), sino que lo puso a hacer y decir cosas que el verdadero Don Quijote jamás hubiera dicho ni hecho. Del hombre inspirado, alucinado y sabio hizo monigote de cartón piedra, y de su fiel Sancho poco menos que la idea que un imbécil pueda tener de "un hombre simple". Eso ya hubiese sido materia suficiente de desprecio, pero llegó a más: en el prólogo al apócrifo se dedica a insultar al que le da motivo de fama, si fama es la imbecilidad, como en su caso lo ha sido. Dice en el prólogo de su libro:

Se prosigue [la Historia de Don Quijote de la Mancha] con la autoridad que él [Cervantes] la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron (y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una, y hablando tanto de todos hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos), pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte. [...] Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos que, cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos (como él dice) al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos, bajan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura, y plegue a Dios aún deje ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado. Conténtese con su Galatea y Comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas. No nos canse. Santo Tomás en la 2.2.q.36 enseña que la envidia es tristeza del bien y aumento ajeno. Dotrina que la tomó de San Juan Damasceno. A este vicio da por hijos San Gregorio, en el lib. 31, cap. 31 de la exposición moral que hizo a la historia del Santo Job, aludio, susurración, detracción del próximo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dichas, y bien se llama este pecado invidia a non videndo, quia invidus non potest vi dere bona aliorum; efetos todos tan infernales como su causa, y tan contrarios a los de la caridad cristiana de quien dijo San Pablo, I Cor.13. Charitas patiens est, benigna est, non aemulatur, non agit perperam, non inflatur, non est ambitiosa, congaudet veritati, etc. Pero disculpan los hierros de su primera parte en esta materia el haberse escrito entre los de una cárcel. y así no pudo dejar de salir tiznada dellos, ni salir menos que quejosa, murmuradora, impaciente y colérica cual lo están los encarcelados. [Gregorio Mayans y Siscar: Vida de Miguel de Cervantes.]

O sea que no sólo plagia --y mal-- a Cervantes, sino que lo acusa de mediocre por no haber hecho bien el trabajo que está plagiando, lo acusa de ex presidiario (lo fue al ser capturado en batalla, y alguna vez por deudas, si no me equivoco), de viejo, manco y envidioso del propio Avellaneda, que quién sabe quién rayos era. Hasta se permite hacer un juicio literario acerca de su obra, de la cual dice que valen la pena La Galatea (la primera parte al menos) y sus "comedias".
Un par de días ha, en un departamento ubicado en una colonia de Guatemala de cuyo nombre no puedo acordarme, revisábamos con Denise Phé Funchal el prólogo de Cervantes al Ingenioso caballero, y comentábamos acerca de cómo nada ha cambiado desde Cervantes (y quizá desde Longo, el autor de Dafnis y Cloé, de la que puede encontrarse aquí una traducción de Valera; ni que decir que Moisés y Salomón también tendrían a su sombra imbéciles acechantes y a la medida, y hasta el mismísimo Hammurabi). No otra cosa se desprende del citado prólogo, y no otra actitud más sana que la de Cervantes, que ve en Avellaneda a un escritor mediocre amparado en las ya para entonces monacales faldas de Lope de Vega. (Hay quien defiende a Lope, hay quien lo ataca. Lo cierto es que tiene obra buena y suficiente para sostenerse con nombre propio.) Dice Cervantes:

¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y, siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir aflición al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: “¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?”»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también es de loco y de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía: “Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?” Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo, volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: “Este es podenco: ¡guarda!” En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas.

Aprovecha también para avisar que, con la muerte de Quijano en la segunda parte, se evita que alguien más lo tome para hacer imbecilidades, y de algún modo se adelanta a la avalancha de académicos, críticos y advenedizos que medrarían a su costa al decir que "bastan los [testimonios] pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras", es decir: que basta con el texto, que lo que se diga después no pasa de ser cosa innecesaria. (¡Ah, qué terribles las ediciones anotadas de El Quijote!) Sigue diciendo, pues:

Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.

Para terminar, y para que con su pan se lo coman, repito a mis imbéciles particulares, lo que leí en la defensa de un autobús en el Distrito Federal: "Si hablaron de Cristo, ¿qué no dirán de mí, víboras?"
Sea mi desprecio más compasivo para ellos, Dios en la eternidad y yo en lo mío.

27 de enero de 2007

El colmo



Juro que las flores estaban en la mesita de Sophos sin que yo las llamara, que estaba tomándome un frozen de fresa porque no tenían arsénico con aceite de ricino y que no estoy sonriendo: es un rictus contenido de rabia ante los maltratos ancestrales a mi ego herido.
(¿Qué has hecho, Vanessa Núñez? ¿En qué has convertido la imagen de este pobre huérfano? Tu venganza no conoce límites, y tu maldad sólo los que impone una cámara fotográfica.)

La novela de Vanessa y otra entrevista


Como siempre que voy a Guatemala, ayer fue un día bastante productivo, con todo y que --Rivotril mediante-- también descansé y dormí hasta tarde. Trabajamos con Vanessa en su novela, que está quedando bastante bien. En la foto estamos en una sesión de lectura, para ver cómo funciona eso de no dejar cabos sueltos y de que cada elemento que se introduce en la narración no sólo debe tener un sentido, sino múltiples usos y significados.


Me entrevistaron también en Radio Faro Cultural. Los entrevistadores fueron los escritores Walter Morán y Johanna Godoy. Detrás, el señor que maneja los controles, y del que --miserable de mí-- no sé el nombre.
Por la noche, reunión en casa de Denise Phé Funchal: Renato Buezo, Fabiola Flores, Vanessa, Denise (¡también llegó!) y yo. Hubo fotos, pero mi cámara no tenía pilas, y debo esperar que Vanessa me las envíe para ponerlas. (Las de arriba las tomó Denise.) Hubo una lectura del primer capítulo de Crónica de una muerte anunciada y de una sesión de un taller de guiones impartido por García Márquez, para ver cómo se arman situaciones, personajes y qué sé yo. No por trabajo, sino por diversión; de verdad que son bien clavados en eso de la literatura.
Después vimos Memento. ¡Qué maravilla de película!
Vanessa, por cierto, ha puesto algunas infidencias acerca de nuestra plática en su blog, aquí. Ojalá no circulen más esas fotos en las que estoy sonriente o --¡peor!-- riéndome; se va a arruinar una imagen forjada durante muchos años.

26 de enero de 2007

Octubre de 1990



Allí, justamente, estoy escribiendo Los héroes tienen sueño. No, no estoy posando; estaba tan clavado que no me di cuenta de que mi mamá --quien andaba de visita en México-- se puso a tomarme fotos. La máquina es mi primera máquina, una 8086 a la lumínica velocidad de 10MHz en modo turbo, y a 4.77 en modo "normal". Por esos días estaba estrenando un disco duro de 40Mb, que en mi vida pensaba llenar. (Ahora me siento constreñido cuando tengo menos de 20 gigas libres.)
De las tres libreras que de la izquierda de la imagen, las dos primeras tenían puras novelas policiales. En la siguiente, terror y un poco de ciencia ficción. Atrás están los libros de Luz María. Había tres libreras más, a las que les cabía más o menos el doble de los libros que están a la vista, donde estaba el resto de mi biblioteca.
Salí de Mëxico con un par de docenas de libros. Los demás se quedaron en las casas de mis hijos.
(No sé cómo soportaba tanto pelo. Claro que en octubre hace frío...)

25 de enero de 2007

Presentación y programa

Anoche se presentó en la librería Sophos, de Guatemala, la novela Cualquier forma de morir, con la participación de Javier Payeras y, desde luego, Raúl Figueroa, el editor. Se armó una bonita discusión con el público. Después, cena en casa de Raúl. Antes, una entrevista de radio en el programa de Casa Comal, que puede encontrarse aquí. Se me olvidó la cámara fotográfica, así que pongo algunas fotos que tomó Vanessa Núñez.



En el programa de radio.



Inicio de la presentación: Philippe Hunsiker, el dueño de Sophos; Javier Payeras, yo y Raúl Figueroa.


Con la gente de La Casa, parejas y amigos.


Cena en casa de Raúl Figueroa. Un delicioso pollo en salsa verde, cortesía de Victoria, esposa de Raúl (primera a la izquierda), quien vivió en Puebla durante algún tiempo.

23 de enero de 2007

De cualquier forma, la primera frase


La primera frase de Cualquier forma de morir (--"Pero la luna no grita --dijo el Ciego") siempre me resultó incómoda. No tenía nada que ver con nada y era demasiado desquiciada incluso para un tipo aparentemente loco, incestuoso patológico, que está metido en la cárcel. Pero funcionaba, y por eso adapté la historia del Ciego con su hermana (como se puede leer aquí, en el primer capítulo) para que la frase tuviera algún sentido. Según yo se trataba de una frase provisional, y ya en el proceso de corrección aparecería la verdadera. El Ciego iba a ser un personaje secundario que sólo aparecería en el primer capítulo, daría algo de ambiente y a otra cosa. Me pasó algo parecido que con Guadalupe Frejas, el personaje al que maté en el primer párrafo del segundo capítulo de Los años marchitos: se negó a morirse de inmediato, y no se iba a morir sólo porque a mí se me diera la gana. No sólo permaneció vivo (bastante maltrecho, pero vivo), sino que hubo que hacer muchos ajustes para que la última frase cerrara con el asunto de la luna gritando.
La imagen que aparece arriba es un trozo del texto --ya manoseado-- que escribí en 1998, con el cual no suoe qué hacer durante algún tiempo. Uno de los motivos fue esa primera frase. Otro motivo fue que no lograba ver quién era el protagonista principal, si el narrador o el Cura. Si leen la novela se van a dar cuenta de que llegué a un compromiso un tanto perverso. (La ilustración de abajo es la entrada del primer borrador.)


El asunto es de dónde salió la frase de la luna, que traté de cambiar varias veces por otra menos tosca y más "coherente". Y la frase --que en realidad dio pie al resto de la novela-- salió de un soneto de Oswaldo Escobar Velado, "Y apagará mi corazón", que dice en sus cuartetos:

Y apagará mi corazón su queja,
mi lampara de auroras esa llama,
y un fuego fatuo con verdor de grama
dirá que estoy creciendo en La Bermeja.

Este largo vivir nunca se aleja.
Estoy en un recinto que reclama
una rosa, una espada y una dama.
El sol se ve cuadrado tras la reja.

La primera vez que escuché el soneto fue en forma de canción, cantado por Gerardo Guzmán, un loco genial que desapareció del mapa hace muchísimos años. (Lo útimo que supe de él, por allí de 1979, fue que se había ido a Estados Unidos.) La he cantado muchas veces, cambiando el último verso al modo en que lo hacía Gerardo, y que Escobar Velado no hubiera permitido, por simple cuestión de técnica: "El sol se ve cuadrado tras las rejas." La frase, así, evoca directamente una ventanita asfixiante en una cárcel. "La reja" puede ser varias cosas más, pero con "las rejas" no quedan dudas.
Un día pensé en el soneto y en "el sol se ve cuadrado tras las rejas", y después de ver --como siempre-- un sol inmenso y violento, cuadriculado, gritando, pensé: "Pero la luna no grita." Y pensé que cómo pudo ver Escobar Velado al sol "cuadrado" tras la(s) reja(s) sin quedarse ciego.
Pensamiento automático 1: "A lo mejor se quedó ciego y sólo podía ver la luna."
Pensamiento automático 2: "El sol se ve cuadrado tras las rejas, pero la luna no grita, dijo el Ciego."
Pensamiento automático 3: "¿Dónde está mi cuaderno?"
Lo demás fueron sólo seis años de trabajar en la novela.
Todavía en el último borrador, como se puede ver en la ilustración de abajo, traté de cambiar la frase por una un tanto más... no sé qué. Traté de cambiarla. Lo que seguía era la versión definitiva, y no iba a publicar una novela que empezara así. Pero sí, la publiqué, y quizá sea la única frase que nunca cambió en toda la novela.


Viene la parte comercial: Cualquier forma de morir se presenta mañana, miércoles, en la librería Sophos, en Avenida Reforma 13-89, zona 10, en la ciudad de Guatemala. El presentador será Javier Payeras, y por allí andaré junto con Raúl Figueroa, el editor de F&G. La invitación puede verse aquí.

22 de enero de 2007

Mi papá y yo: apostilla y ensayo



Ésta es del 18 de diciembre de 1998, la noche en que salí de México para estar con mi padre, al que vi enfermo desde junio de ese mismo año. Él era mucho más bajo de estatura que yo (en serio que soy el grandote de la familia), así que para que pudiera abrazarme tuve que doblar las rodillas y encogerme y encorvarme y ponerme de ladito y todo. Con estilo, ejem.
Si nos hubiéramos puesto a leer a García Lorca en ese momento, mi padre no me hubiera podido poner en sus rodillas, porque estaba bastante débil y envejecido desde los últimos meses. Según yo, lo que tenía era una depresión del carajo, que cargaba desde 1983, tratada irregularmente, y se le había agravado. Pero había mucho más que eso. Por las noches, cuando lograba dormir dos o tres horas, su respiración era terrible; tenía enfisema desde por allí de los cuarenta años y no dejaba de fumar por lo menos dos cajetillas al día, y en general tres. En una de sus agendas de ese año, en mi última visita a Costa Rica, en septiembre pasado, encontré una nota: cita con un oncólogo en mayo o junio, antes de ir a México a verme. Eso liga muchas cosas: él ya sabía, cuando fue a México, que tenía cáncer, y en esta foto ya se lo estaba comiendo. Lo operaron apenas en agosto de 1999. Tuvieron que quitarle pedazos de todo, desde la próstata hasta el estómago, pasando por la vejiga y no sé qué más. Si no lo operaban, moría en tres meses. Si lo operaban, podía vivir por lo menos un año más. Vivió exactamente un año más.
Eso no lo sabíamos aún, y se suponía que sólo se trataba de un desajuste de la próstata y cálculos en riñones y vejiga. Eso nos dijo. Hasta iba con un urólogo y nos dio su nombre y todo, y llevó las medicinas del tratamiento. Tambié iba con el odontólogo, o sea que entre sus planes parecía no estar la muerte. Estaba esperando un trabajo de la OIT, que consiguió en esos días. Se portaron bien decentes: dejaron de pagarle apenas unas semanas antes de su muerte, con todo y que trabajó sólo algunos meses.
En fin, después de mi llegada platicamos un montón y pareció que la depresión remitía, porque según yo se trataba de una depresión. El motivo declarado para ir a Costa Rica durante una temporada larga era que escribiéramos un libro acerca de historia reciente de El Salvador, que ni siquiera comenzamos. Esperaba que tuviera archivos, y no los tenía, así que debía escribir todo. Se pasó varios meses --como buen académico-- armando el esquema, la bibliografía y las cosas que necesitaría para reconstruir lo que se debiera, pero no pasó de allí. No dejó materiales para el libro; Tiempos de locura, al menos una parte, debió ser resultado de eso, pero no lo fue. Más bien íbamos a trabajar la etapa posterior.
Empecé a trabajar como guionista y a buscar chambas de traducción, y parecía iba bien. Me invitaron a un congreso en Managua en marzo de 1999, el CILCA, y a un encuentro en Arizona para la primera semana de abril. Pensaba estar allá durante quince días, volver a Costa Rica, seguir trabajando, conseguir departamento y un día de tantos, si tenía ganas, darme una vuelta por El Salvador después de 26 años de haber salido y 23 de no poner un pie por aquí.
Quizá en el post anterior no se note directamente, pero la familia siempre estuvo dividida en dos: mi padre y yo, por un lado, y mi madre y mis hermanos, por el otro. Mi padre era la oveja negra de su familia, y yo de la mía. Fui a Nicaragua, seguí trabajando en Costa Rica, y hubo un lío con "la otra parte" de la familia que me llevó a una conclusión: tenía que irme de la casa con urgencia. De regresar, vería cómo irme a otro lado, y armé un plan para hacerlo a mi regreso. Pensaba estar unos tres o cuatro meses más con mis padres, pero no se podía, punto. Se lo comuniqué a mi padre. Le pareció bien, aunque trató de mediar. No había mucho que mediar: la incompatibilidad de caracteres es la incompatibilidad de caracteres. Antes de irme a Estados Unidos esperé lo más que pude para que naciera el hijo de mi hermana, Diego, y fue imposible; era un embarazo de alto riesgo y se lo iban a inducir, pero vino una huelga del seguro social y luego se equivocaron en una fecha y qué sé yo. Debía estar el día 5 en Phoenix para salir a Los Ángeles el 6, regresar el 7 y luego el 8 al congreso de Arizona. Eso lo hice junto con Jacinta Escudos y Miguel Huezo Mixco; estuvimos en CalState y en el Museo de Arte Latino, en un par de pláticas.
Como fuera, me invitaron a quedarme una temporada en Flagstaff, y luego en Sedona, y acepté. Hacía trabajos aquí y allá (traducciones en especial; transcripción de entrevistas en español para lingüistas, y hasta canté rocanrol y blues en bares y hoteles); escribí el primer borrador de Instrucciones para vivir sin piel, Karen Schairer tradujo Los héroes tienen sueño y de pronto apareció una oportunidad bastante buena: trabajar como copy editor en una revista de computación en Nueva York. Mi sueño siempre fue Nueva York, donde tenía un par de parientes y algunos amigos, y dije órale, a ahorrar. Y en ésas me puse.
Estuve llamando a Costa Rica con regularidad, para enterarme de cómo le iba a mi padre. Bien, me decía. Mejorando. Con la OIT había hecho algunos viajes, y en agosto iría a Colombia y Ecuador. Cuando salió lo del chance para irme a Nueva York, con arreglo de papeles y todo, llamé por teléfono para avisar. En esos días iba a hacer de intérprete en un juzgado y a traducir documentos oficiales; en cosa de un mes podía ganar un buen dinero si le metía ganas.
Contestó mi madre. Me dijo que mi padre estaba de viaje. Según yo, debía haber regresado ya de Colombia y Ecuador. Le hice un par de preguntas más o menos banales y supe que mentía. Le pregunté qué pasaba. En ese momento, no antes ni después sino en ese momento, lo estaban operando de cáncer. Pero no debía preocuparme, era algo de rutina. Le dije de mis planes y me contestó que continuara con ellos, que no valía la pena que regresara. Le dije que llamaría al día siguiente.
Contestó mi hermana. Le dije que el proceso que seguía para mis padres iba a ser largo, doloroso y caro, y que necesitarían dinero. Lo único que mi padre tenía, además de su casa en Costa Rica, era la casa de El Salvador, que estaba en medio de un pleito familiar que se había alargado durante más tiempo de lo adecuado. Mi decisión era regresar a El Salvador, recuperar la casa y venderla. Mi hermana, furiosa: yo no podía tomar esas decisiones, eran cosas de familia, y estaba segura de que nadie iba a estar de acuerdo, y mi papá no estaba en condiciones de decidir, que me fuera a Nueva York y que no me metiera en lo que no me importaba. "Soy el hermano mayor --le dije--. Es hora de que asuma el papel de hermano mayor." Le colgué, porque sabía que se iba a poner en lo de los hermanos mayores y la democracia, y no tenía ánimos ni tiempo para discusiones bizantinas con hermanos... uh... menores. Una semana después estaba en El Salvador, en medio de un calor húmedo que me hacía sudar las veintisiete horas del día. Estuve un año y medio sin dejar de sudar un solo minuto, excepto cuando sufría el aire acondicionado. Desde mi llegada llamé varias veces a La prensa gráfica, a varias personas, para conseguir trabajo. No pasé de hablar con secretarias. A las dos semanas me pidieron el currículum en El diario de hoy y a las tres estaba trabajando en Vértice. Curioso, diría un jesuita.
No importa mucho lo que pasó en El Salvador (siete años y medio después es obvio), excepto que por fin recuperé la casa; mi madre la vendería luego de muerto mi padre y, no, no me quedé con nada de lo que sacó.
Llamaba a Costa Rica todas las semanas y viajé varias veces hasta enero. Mi padre parecía recuperarse: subió de peso, mejoró el ánimo --o eso parecía cuando nos veíamos-- y hablamos del libro que escribiríamos. No había avanzado nada, y no era el caso; cuando se recuperara y se vendiera la casa yo podía regresar a Costa Rica durante unas semanas, etcétera.
La última vez que lo vi bien fue en enero de 2000. Hablaba por teléfono y sonaba lúcido. Mi madre y mis hermanos me decían que estaba recuperándose. No, no hacía falta que fuera. Cualquier cosa me avisaban.
Y me avisaron en junio: si no llegaba al día siguiente, quizá no alcanzara vivo a mi padre. Si acaso tenía tres o cuatro días de vida. Estaba en coma desde hacía una semana (sí, había llamado y me habían dicho que estaba en alguna sesión de tratamiento). Se había derrumbado cuando le dijeron que tenía metástasis en la columna. No había nada que hacer.
Arreglé un permiso con EDH, con goce de sueldo y todo (no dejaría de trabajar; traducía Sports Illustrated, y mandaría el material por internet), agarré el primer avión y lo que encontré en la cama de mi padre fue casi un cadáver. No podía haberse puesto así en una semana o dos. Pesaba unos cincuenta kilos (de sus setenta habituales), estaba amarillo y, sí, se estaba muriendo. Me puse a hablarle y me dijeron que ni lo intentara; ya estaban preparando con su hermano Juan lo del entierro y lo demás. Incluso fui a una reunión familiar en la que el tío Juan insistió en que lo enterraran en su tumba, en el cementerio Montesacro, la misma tumba de la que el año pasado exigió que lo sacaran.
Me pasé horas y horas junto a mi padre, platicando con él, sin importarme si me oía o no. Le contaba de mi vida, recordaba cosas que habíamos hecho juntos, le leía poemas, tocaba guitarra y cantaba a su lado. Mi madre era la que estaba más al pendiente de él, pero estaba cansada, y se veía casi tan mal como mi padre. Pero ella y mis hermanos evitaban estar mucho tiempo cerca de él; los afectaba demasiado. Para mí era la última oportunidad, y no pensaba desperdiciarla.
Y ocurrió algo maravilloso. Al segundo día comenzó a mover las manos. Al tercer día abrió los ojos. Al cuarto día habló, me reconoció y me dijo: "¿Qué me pasó?"
Para ese entonces ya recibía morfina, pero en el momento de revivir (¡revivió para mí!) hubo que ponerle dosis masivas, primero 10ml cada ocho horas, luego cada seis, luego cada cuatro. (Ese proceso se llevó un mes.)
Buena parte del tiempo se la pasaba en un estado bien extraño: estaba totalmente lúcido, pero no entendía por qué veía cosas que no estaban allí. Frente a su cama, a los pies, había un cuadro de Bruegel, creo, de una muchacha sirviendo leche en un recipiente. Se desesperó y me dijo que si veía las luces y los brillos. Le dije que no. Llamó a mi madre y ella le siguió la corriente; él se enojó, y trató de agarrarla conmigo, y quería que viera las luces.
--No puedo --le dije--, porque no tengo morfina dentro, y si me pongo morfina voy a ver otras cosas y no nos vamos a entender. ¿Por qué no me cuenta lo que ve?
Empezó a describirme las luces que salían de la cama y subían por el armario, que rodeaban el cuarto, dando vueltas en el aire, muy cerca del techo, y se convertían en la leche que la chava estaba echando en el recipiente. Me puse a su nivel y seguí su dedo y sus instrucciones y, sí, allí estaba todo lo que veía.
--¿L0 ves? --me preguntó.
--No, pero no hace falta.
Le pregunté más acerca de lo que veía en el cuadro y, en serio, pude ver cómo se componía y recomponía. Mi madre entró y preguntó qué estábamos haciendo.
--Viendo el cuadro --le dije.
Se fue aliviada, porque creyó que sólo veíamos el cuadro.
Desde ese cuarto día pasó algo bien intenso. Había despertado a las diez de la noche, creo. Igual pudieron ser las once, pero digamos que fue a las diez. Distribuimos las guardias con mi madre y mis hermanos, y agarré la de todas las noches (de diez a cuatro de la mañana) y una corta al mediodía, de después del almuerzo hasta las tres o cuatro de la tarde. (Después traducía, si eran días de traducción, y siempre salía a la calle por lo menos un par de horas. El desgaste era terrible.) Al quinto día entré a su cuarto antes de las diez. A las diez en punto, mi padre abrió los ojos, se sentó y me dijo: "Hola. ¿Cómo estás?"
Y así todos los días. Pasara lo que pasara durante el día, a las diez en punto abría los ojos, se sentaba como podía (el cáncer era en la columna) y me saludaba.
Con la morfina me veía de diferentes maneras. A veces me reconocía como... uh... como yo. A veces me reconocía como otro hijo que se llamaba Rafael y que hacía lo mismo que yo, pero no era yo, y le platicaba de mí. A veces yo era él, y le hablaba como si estuviera en un espejo. Creo que siempre supo que era yo, nomás que la morfina le ayudaba a verme de diferentes maneras y a hablarme de modos y de asuntos de los que no me hubiera hablado en su sano juicio. Igual necesitaba decírmelos. Y yo aprovechaba sus ratos de lucidez para platicarle cosas también.
Varias tardes lo sacaba a la calle, si estaba fuerte; si no, nos sentábamos frente al jardín, cada uno con un libro; yo fingía que leía y él también. Otras veces agarraba la guitarra y nos poníamos a cantar, y de verdad que la pasábamos bien. Hubo gente de la familia o amigos que llegaron en esos momentos, trataron de aguantar y salieron apresurados del cuarto, llorando. Mi padre me preguntó un par de veces: "¿Qué le pasó? ¿Por qué se fue?"
En la primera semana llegaron la tía Margo --su hermana mayor-- y el tío Jorge --un primo hermano muy querido-- para estar con él por última vez. Ayudó también a que se recuperara un poco. Al quinto día empezó a tomar líquidos, al sexto a comer y al par de semanas ya tenía de nuevo un poco de músculos y le volvió algo de color.
A las tres semanas el médico dijo que había que hacerle radioterapia, al menos para tratar de menguarle el dolor. Se dejó sin protestar, todos los días, a las ocho de la mañana, esperar en el hospital, regresar al mediodía fundido, toda la tarde durmiendo y por la noche despertaba. se sentaba y me decía: "¿Cómo estás?" De las diez de la noche a las cuatro de la madrugada, como en nuestros tiempos en México.
El problema mayor era la afasia que le provocaba la morfina. Quería hablar de literatura, pasaba un carro y empezaba a hablar de carros. Pero en su mente él seguía hablando de literatura. Cantaba un pájaro y seguía en lo mismo, pero hablando de canarios. Y sin embargo no se salía un centímetro de su discurso, pero tomando otros elementos. Nos conocíamos lo suficiente para que él supiera que estaba diciendo aparentes incoherencias, y yo para saber de qué estaba hablando. Era cansadísimo, pero era lo que había. Y, siguiendo mi escuela, traté de sistematizar de algún modo lo que estaba pasando, agarrar técnica, para no cansarme tanto y para que la comunicación fuera mayor. Y como así entiendo las cosas, y como me interesaba platicar con mi papá, escribí un ensayo que me centrara en el rollo que según yo traía mi padre, y sobre todo en lo que me tocaba a mí. Se llama "El objeto y sus palabras" y se puede encontrar aquí. Es de las muy pocas veces en que he utilizado la escatología académica para escribir algo. (Un mensaje perdido para Los De Siempre: soy escritor por decisión, no por carencia. De nada.) Un día estaba escribiendo en uno de los cafés de la Calle de la Amargura, llegó Adriano Corrales, me preguntó qué hacía, leyó un pedazo y me lo pidió, cuando lo terminara, para publicarlo en la revista Fronteras, que dirigía. Se lo di. Hace un par de años apareció también en la Revista de la Universidad de San Carlos, dirigida por Rafael Gutiérrez.
Al cumplir un mes en Costa Rica debí regresar a El Salvador durante un par de semanas. Mi padre, cuando estaba despidiéndose de mí, justo cuando debían prepararlo para su sesión de radioterapia, dijo que bastaba de eso, que ya no quería, que estaba sufriendo demasiado y que lo dejaran en paz. No hubo modo de sacarlo de allí, y no había modo de cambiar mi boleto. Quedaron en que lo convencerían. Me despedí de él.
Quince días después, un domingo, fui al entierro de la mamá de la esposa del tío Manuel Posada. De regreso a casa sonó el teléfono. Era mi madre. Que tenía que ir de inmediato. Mi padre no llegaba al día siguiente. Eran las tres de la tarde; a las ocho de la noche estaba junto a su cama. Estaba inconsciente desde el día anterior, y esa mañana, en el hospital, le habían dado unos minutos de vida. "Se muere en su cama", dijo mi mamá, y lo llevó a casa. Pero no murió en minutos. Siguió respirando, cada vez peor. No tenía músculos ni fuerza suficiente para respirar.
Lo saludé. Empezó a respirar con fuerza y alzó la mano, algo que no hacía desde hacía una semana o así. Alzó la mano hacia donde yo estaba y abrió la boca como si tratara de hablar.
Le tomé la mano y, por primera vez desde que era niño, puse mi cara contra la suya y le dije que descansara, que estaba muy cansado, que merecía descansar, que todo estaba bien, que todos estábamos bien, que no se preocupara. Dejó de agitarse y allí estuve con él hasta que ya no hubo nada más que esa respiración sin sentido.
Mi padre decía que los domingos le pasaban las peores cosas, y que seguro moriría un domingo. No fue así. Murió el lunes a las doce del día, con una sonrisa.

Mi papá y yo


Para cuando nos tomaron esa foto, quizá en 1966, con todo y que era el decano de economía de la UES, mi padre llegaba a casa temprano por la tarde dos o tres veces a la semana, me sentaba en sus rodillas y me leía cosas: un día un fragmento del Quijote, otro uno de Romeo y Julieta y, siempre, algún poema del Romancero gitano, de García Lorca. Los más frecuentes eran el "Romance de la luna luna" y "Romance sonámbulo". Los dos primeros libros me los leyó completos a lo largo de meses, quizá años. A veces era algún cuento, como los de Chema Méndez, que era amigo de la casa, o Salarrué. Creo que era un modo de estar conmigo y a la vez hacer lo que más le gustaba, es decir leer. Y a mí me encantaba estar con mi papá, y la literatura era parte natural de eso. Luego de las sesiones de lectura regresaba a la universidad y podía no verlo sino hasta dos o tres días después, en la siguiente sesión de lectura; siempre tuvo agendas apretadísimas y un poco de tiempo para mí.
Los domingos, generalmente, películas mexicanas, tirados en camiseta en el piso. Mi madre enfurecía cuando veíamos las de Tintán; hasta la fecha las detesta, y en ese entonces verlas sin mi padre significaba castigos severos. (Tintán me sigue pareciendo brillante.) Los sábados por la noche, sin falta, Perdidos en el espacio. A veces me llevaba a la universidad, y ya conté algunas anécdotas, como cuando fui el primer niño en la historia del país en recibir un diploma de doctorado. (Puede encontrarse aquí.) A veces, un martes cualquiera, mi padre decía: "Mañana vamos al mar." Despertábamos a las cinco de la mañana, antes de las seis estábamos en el Autoclub de El Salvador, en El Obispo, a las siete y algo desayunábamos en casa, a las ocho a la universidad o la escuela. Hubo una temporada de tres años, más o menos, en que además nos íbamos a la playa casi todos los fines de semana, a una casa que tenía la abuela Mina en San Diego. Hubo un par de años en que mi apodo fue "el negro Menjívar", así de tostado me puse. Y lo de siempre: mi padre en una hamaca y yo en otra, leyendo. A veces leíamos dentro de la piscina, para indignación de mi madre: "Allí no se lee."
Desde los cinco años o seis empezó a regalarme la enciclopedia Barsa: cada ciertos meses dejaba dos tomos en mi mesa de noche. Al despertar tomaba uno y empezaba a leerlo, lo llevaba a la escuela, para el recreo, y leía todos los artículos durante las semanas o meses siguientes. A los ocho años ya me la había leído completa, y sólo después supe que las enciclopedias no son para eso. Mientras, leía versiones abreviadas de Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo y otros.
A los ocho dejé de leer enciclopedias (al menos durante dos o tres años; a los diez u once me reventé la Temática del tío Mauricio) y me puse a leer libros "de gente grande". Lo primero fueron los cuentos completos de Edgar Allan Poe. Entonces comenzamos una dinámica diferente: nos tirábamos en el piso a leer uno cerca del otro, o nos poníamos en una hamaca, en sentidos contrarios, o nos íbamos al jardín y él se sentaba en una silla y yo recostaba la cabeza contra la panza de mi perro Chéster. Después comentábamos lo que habíamos leído, me explicaba cosas que no había entendido y listo, se iba de regreso a la universidad. Incluso cuando estuvo en la rectoría había espacios para platicar, leer juntos, ir al mar a las cinco de la mañana, ver películas de Tintán o Pedro Infante y, desde que tengo memoria, para ver peleas de lucha libre y de boxeo, en especial las de Alí, que comentábamos desde semanas antes y seguíamos comentando hasta la siguiente.
A casa llegaba gente a cenar, a platicar, a pasarse un rato por las tardes: Raúl Castellanos, Fabio Castillo, Chema Méndez, Edmundo Barbero, Schafick Hándal, Manlio Argueta, Roberto Cea, María Isabel Rodríguez, Mélida Anaya Montes, Roberto Armijo... Si llegaban en mi tiempo (supongo que también le dedicaba ratos a mi hermana Ana, que eran sólo para ella), me quedaba en la sala leyendo o jugando o sentado al lado de mi padre, oyendo de lo que hablaban. Y hablaban de cosas de familia, generalmente, y cuando se metían en política no les parecía que el niño fuera a entender o hablaban "en clave". Así me enteré de un montón de asuntos que sólo mucho después alcancé a entender.
Cuando exiliaron a mi padre me rompieron algo importante, y a los 12 años, casi 13, eso tiene un precio. Me volví violento durante algunos años, una actitud poco recomendable para un nerd. Creí que el karate me iba a tranquilizar, y sólo lo hizo cuando dejé a un imbécil con conmoción cerebral; desde entonces no volví a pelear hasta ya muy entrada la adultez, y más por diversión perversa que por otra cosa.
En Costa Rica, donde caímos después de la toma de la universidad por el ejército, había también exiliados de otros países, en especial de Guatemala y Nicaragua. Y allí me topé con una fauna bastante especial: los juniors de la intelectualidad de izquierda centroamericana. No me refiero a los que hacían lo que tenían que hacer (estudiar, trabajar, ir de paseo con la familia, tener novio o novia), sino los que llevaban el peso de sus padres como Pípila cualquiera arremetiendo contra la Alhóndiga de Granaditas, pero sin tea encendida.
Eran curiosísimos. Siempre traían un libro "de izquierda" bajo el brazo, y hablaban de Marcuse, Fannon, Leary, Marx y Lenin --vía Marta Harnecker-- con una naturalidad que me hacía sentir tontito. (Algo he contado aquí.) A mí seguía gustándome Poe, Shakespeare y García Lorca, y gracias a Ítalo López Vallecillos estaba surtido de lo que se estaba escribiendo en Centroamérica. Daba la vida por un libro de Agatha Christie (llegué a tener una cincuentena; ahora sé que mi hermana Lorena los tiene todos: eso se trae en la sangre, porque mi padre también era fanático), y de repente llegaba algún libro de México o Argentina al pueblito que era San José en ese entonces. Traté con Fannon y no terminé de entender qué quería, lo mismo con Leary y Marcuse. Harnecker me ofendió, francamente, y se lo dije a mi padre. Me dio algunas cosas de Lenin y Engels, y lecciones personales de economía política y esas cosas. Allí cambió algo otra vez: ya no me explicaba lo que leía, sino que me daba clases. ¿De qué otro modo puede llevarse un hijo con su papá?
Los juniors hacían grupo para ir al cine a ver películas suecas, rusas y cubanas. (Una vez, me acuerdo, vimos Lucía literalmente llorando. Antes de la función, para sabotearla, el Movimiento Costa Rica Libre lanzó una bomba lacrimógena. Esa vez no iba con ningún junior, aunque allí estaban, sino con mi madre. Lo que hicimos fue mojar trapos y pañuelos con agua, ponérnoslos en la cara y ver la película con estoicismo. Me aburrió un poco, pero fue emocionante lo del gas.) Lo sensacional era después oír los comentarios, la interpretación de cada hecho banal de la película, de alguna expresión incidental de un actor, y casi de la ubicación del puesto de palomitas. El chiste era ser intelectual, y yo no lo era: me gustaba Hollywood, Augusto Monterroso y me encantaba usar los pantalones del uniforme de mi escuela, así que tenía toneladas de pantalones grises. Nada de boinas, mascadas, cortes de pelos raros, modos de mover las cejas, etcétera. No duré mucho en el medio. (Sí, yo era el menor de la bola, pero no por más de un año o así. Eran catorce y quinceañeros bastante bien dotados.) Eso sí, de música estaban bien provistos, y varios de ellos fueron muy generosos al permitirme copiar cosas de Wakeman, Queen y Jacques Loussier.
Hubo otros motivos para alejarme, aunque mi madre insistía en que debía "cultivar" su amistad. El principal fue que descubrí las novias, las discotecas y todo lo que se sale de la fusión de ambas. Eso me alejó un poco de mi padre, que sin embargo exigió que los miércoles por la noche fueran para nosotros: cine, algún sandwich a la salida, pláticas cuando se pudiera. Y casi no se podía, porque yo andaba con las cosas hormonales y la guitarra clásica y él estaba en la fundación de la Escuela Centroamericana de Sociología.
Otro motivo fueron las drogas. Casi todos se dedicaron a meterse lo que se les atravesaba en el camino, a buscar su yo interior, y yo andaba más bien en el exterior. Igual el alcohol. Vi demasiadas tonterías de borrachos y drogados en la infancia y primera adolescencia para querer ser parte de eso. Podía haber aguantado que se drogaran y se emborracharan, y hasta que hablaran de Angela Davis y Tim Leary en ese estado, pero no que se burlaran de mis pantalones grises ni que se pusieran a andar por la ciudad, llenos de hongos, a cien kilómetros por hora. (Sí, lo hacían.)
Y hubo otro motivo más: todos ellos despreciaban a sus padres, y ahora más bien veo que sentían que les quedaban grandes. Como era la onda de la brecha generacional y la ruptura con "lo viejo", decían que iban a ser diferentes a esos señores solemnes que escribían libros, andaban en congresos, se hacían exiliar y, en fin, que también formaban parte del establishment. No había nada peor que la palabra "establishment", excepto ser parte de él, así que se pusieron a buscar medios alternos para ser "diferentes", y a la vez mejores que sus padres, fuera de las reglas del "establishment".
Unos usaban sandalias de llanta y cuero, hacían artesanías que vendían cerca de la universidad y en las fiestas, cuando ya estaban hasta atrás de lo que se hubieran metido, hablaban de Fannon y Reich y el miedo a la libertad. Estaban en colegios buenos, claro (eso lo envidiaba: me tocó el Liceo de Costa Rica y los peores tres años de mi vida), y hasta sacaban buenas notas, pero su destino era otro: ser artistas. No escritores o músicos o pintores. Artistas. Lo que se había visto hasta ese momento no era suficiente, así que uno improvisaba en una flauta dulce --que no sabía tocar-- mientras otro --que no sabía pintar-- hacía figuras con spray de colores, alguien más --que no sabía bailar-- bailaba y otro --que no escribía ni en defensa propia-- improvisaba un poema sobre Vietnam. ¡Y lo hacían en público! En la calle, en la universidad, en fiestas que se armaban para hacer esos ridículos.
Para ese entonces tenía bastantes problemas en el barrio porque estudiaba guitarra clásica; ya se sabe que los músicos y el apocalipsis. Y empecé a tener diferencias serias con mi padre, en especial porque, bueno, era mi obligación como adolescente tener diferencias con él. Pero no veía que el hombre anduviera mal; nomás no sabía muy bien cómo hacer para mediar entre mis cosas y las presiones de mi madre, y a veces se desesperaba. Lo que sabía era que no podía sentir hacia él todo ese desprecio que expresaban los juniors contra sus padres, que ponerme hasta las chanclas y chocarle el carro no era modo de disentir y que, en fin, era mi papá y lo quería bastante, con todo y lo toscos que llegáramos a ponernos. No podía castigarlo castigándome sólo porque el tipo era buen economista y yo nunca lo sería: ¿qué tengo yo que ver con la economía?
En México platicamos muchísimo en la época en que escribía Acumulación originaria y Formación y lucha del proletariado industrial salvadoreño. Más que preguntarme opinión, pensaba en voz alta y, mientras tanto, me seguía dando lecciones extracurriculares. Me tocó pasarle en limpio los manuscritos, para presentarlos como tesis de maestría y doctorado en la UNAM y luego para publicarlos en EDUCA. Por mi parte escribía mis primeras novelas y cuentos, que desde luego no le enseñé. Lo único que conoció, antes del Traidor, fueron unos cuentos divertidos; verlo reírse fue suficiente recompensa para haberlos escrito.
Me casé y seguimos platicando dos noches a la semana, que fueron sagradas hasta que se trasladó a Francia, a principios de 1980. Llegaba a las 10-11 de la noche y nos la tirábamos hasta las tres o cuatro de la mañana. Una de las noches hablábamos de ciencias sociales y la siguiente de literatura. En una yo preguntaba y él explicaba y recomendaba lecturas; en la otra los papeles se cambiaban. Fue impresionante darme cuenta de que mi padre sabía mucho de literatura, pero también tenía severos vacíos (después de todo era economista) y yo podía llenarlos a medida que llenaba los míos propios, y me obligaba a leer más y a enterarme de cosas nuevas y buenas. Y esas pláticas eran muy similares a las de tantos años atrás, cuando me sentaba en sus rodillas a leerme "Verde que te quiero verde", y a veces sentía que era él quien estaba en las mías, con el mismo sentimiento de maravilla que cuando yo era niño. Ocurrió cuando le di a conocer a Papini, a Borges (¡en serio no lo había leído!), a Camus...
Cuando México se llenó de salvadoreños, y mi casa de muchos de ellos, hubo "compañeros" que me cuestionaban por el simple hecho de ser hijo de mi padre: todo lo que hacía o no hacía tenía que ver con eso. ¿Me ganaba un premio? (Sí, me los empecé a ganar a eso de los 17. No, no voy a hablar de eso, ya dije.) Era porque él había movido palancas. ¿Trabajaba en un periódico? Claro, él había movido palancas, porque periodista yo no podía ser. ¿Que abría un concierto, solo o con mi banda? Y cómo no, siendo hijo de Lito Menjívar ha tenido oportunidad de aprender cosas, y así no se vale; además, seguro hasta allí movió sus palancas. Y lo que ya conté sobre El traidor: muchos de mis amigos de ese entonces decían que la novela la había escrito él, y había hecho que la premiaran, y la había puesto a mi nombre para satisfacer mi pequeño ego. (No, no es pequeño.) Y, bueno, eran las mismas presiones que caían sobre los juniors de los que ya hablé, con una diferencia: varios de ellos terminaron en nada ("artistas", pues), y aun ahora, a sus casi cincuenta años, viven de los subsidios de sus papás, a los que siguen despreciando, y siguen siendo de izquierda y viven al margen del establishment, que ahora se llama globalización y antes neoliberalismo.
El abuelo Alfonso murió a los noventa y dos años, cuando mi padre tenía como sesenta. Llegó a México a verme. Parecía un niño desconsolado al que, precisamente, se le acaba de morir su papá. Y eso es lo que fui hace seis años y medio, cuando mi padre murió: un niño desconsolado, y tardé mucho en recuperarme, y aun lo extraño y --como cualquier niño desconsolado-- no entiendo por qué tenía que morirse. No creo que me hubiera sentido diferente si se hubiera muerto al día siguiente a que tomaran la foto que puse allá arriba.
Uno de mis orgullos cuando regresé a El Salvador fue que muchas personas, más de las que pudiera pensar, cuando nos conocíamos, me preguntaban si "por casualidad" no era pariente del doctor Menjívar, el que había sido rector de la UES. Muy poca gente nos ligaba. Y mayor era mi orgullo al contestar que sí, que era mi padre.
A veces me preguntan si no fue difícil ser hijo de "un gran hombre", "una celebridad", "un académico de peso" o lo que fuera; de tarde en tarde algún imbécil sale con el rollo de que mi padre es el único motivo por el cual he logrado "algo", por puras influencias o por puro nombre (con las decenas de Rafael Menjívar que hay en El Salvador); en ocasiones alguien se extraña de que no haya terminado como terminaron algunos de los juniors. E igual hay muchos "hijos de alguien" que son gente bastante productiva y hacen cosas fundamentales (sé de varios casos), pero a ésos les deben hacer las mismas preguntas que a mí, y quizá contesten lo mismo: mi papá no era una celebridad, un buen o un mal tipo, ni era sus libros, y su nombre, pues sí, su nombre. Era mi papá. Nada más eso. Mi papá. Y daría muchas cosas a cambio de platicar con él sólo durante quince minutos más. Platicar de lo que sea. Con mi papá. Y que nos tomen una foto en la que aparezcamos sonrientes y juntos, así ambos estemos viejos y con canas.

21 de enero de 2007

Mujer en la ventana y otros descuartizamientos

Entre 1979 y 1981 escribí un texto de unas 15 o 20 cuartillas titulado Mujer en la ventana. Todavía estaba aprendiendo a usar las armas básicas del oficio, y ahora sé que estaba destinado a fallar, precisamente porque falló, pero en su momento fue un texto importante y le aposté lo que tenía y un poco más.
El tema era en realidad tres temas:
  1. La búsqueda de un personaje. En el texto, el personaje debe morir, y se le pone en situaciones de las que sin embargo sale bien parado, o que evita, o que sólo lo dejan maltrecho. No porque yo lo decidiera así, sino porque le ponía situaciones y obstáculos y él se las arreglaba para salir bien. En un principio, se trataba de que el personaje debía morir mientras veía un desfile, que le recordaba un desfile de su infancia. (El desfile en el que me basé fue real. Lo vi desde el desaparecido restaurante La Vaca Negra, que estaba en Insurgentes Centro y Antonio Caso, como se menciona en el texto. Iba allí porque era barato, quedaba a media cuadra del periódico El día, donde trabajaba, y vendían unos asquerosos hotdogs de 30 centímetros, casi tan peligrosos como las hamburguesas olímpicas, unas cosas de dos pisos con mucho queso y harto colesterol. Allí nos íbamos a cenar y a platicar a veces con Nicolás Doljanin --mi hermano en muchas cosas-- y René Bascopé, que en paz descansa.) Pero algo ocurrió y el personaje no murió. Entonces pensé: lo voy a poner en ese mismo desfile, pero él ya murió en el pasado. Y pues tampoco. Y así sucesivamente, como seis o siete veces, en diferentes tiempos. Y el tipo seguía viendo el maldito desfile como si nada. Así que puse al personaje narrador a pelearse directamente con el protagonista; el primero le reclamaba al segundo, pero éste simplemente no le oía, porque un personaje de ficción no puede escuchar a su creador o se arruinaría todo, como se ha comprobado a lo largo de cientos de novelas olvidadas. (Algunas habrán sobrevivido para confirmar la regla.)
  2. Una historia de infancia que sólo recuerdo vagamente.
  3. Ligada a la anterior, una historia en la cual el personaje se enamora de una mujer a la que nunca conoce, ni podrá conocer. Es una muchacha que se asoma todas las tardes a una ventana y se queda allí durante un rato. El personaje la espera escondido detrás de un árbol, y se extasía viéndola, y el mundo se le borra y todo lo demás.
Hubo muchos motivos para que el texto no funcionara. El principal es que no logré la tensión suficiente para que al lector pudiera interesarle el pleito entre el autor y el personaje, porque en realidad no es un tema interesante. Algo así como los poetas que escriben sobre la poesía y sobre lo que es ser poeta ("escribir sobre escribir", lo llama el compañero Roger Guzmán): lo único que cambia es lo que sigue después de la fgrase "la poesía es...", "el poema es..." o "el poeta ve a la luna (o las estrellas o un niño descalzo o una mujer golpeada) y..." Es un recurso bien socorrido para ganar juegos florales e impresionar en festivales, pero para los que saben de poesía (o de narrativa, en el caso de mi texto) son triviales, previsibles y generalmente de mal gusto.
Me di cuenta de lo que pasaba desde que tenía el primer borrador, por allí de finales de 1979 o principios de 1980, pero tenía un recurso que no podía fallar: pirotecnia. Una estructura de lenguaje "original", un manejo del tiempo en forma de espiral y otros juegos.
Como no tenía suficientes armas para lograrlo --lo intenté--, en 1980 escribí un libro de cuentos ahora desaparecido, en el cual jugaba con esas cosas y otras. Varias me sirvieron para algunas de las partes de Historia del traidor de Nunca Jamás, como ya conté; otras, en especial el manejo de lenguaje, las usé para Mujer en la ventana.
Terminé el texto a principios o mediados de 1981, cuando estaba también terminando El traidor. A éste le cambié el final y un par de meses después, al revisarlo en frío, me di cuenta de que le faltaba el principio. Es decir: comenzaba en lo que quedó como el capítulo 1 y seguía bien hasta el final, pero al cambiar éste se había reacomodado toda la estructura y la novela cojeaba. Hacía falta una especie de introducción. (Con lo que odio las introducciones. Quizá allí me empezó.) Y pues no se me ocurría qué hacer, porque ya me había acabado todos los recursos que tenía. Dije "El traidor no sirve" y me puse a revisar otros textos, y en eso agarré Mujer en la ventana, y allí estaba lo que necesitaba. No el texto en sí, sino el modo de decir las cosas.
Aquí he puesto algunas líneas que sobreviven de Mujer en la ventana, y que hoy encontré en mi computadora. No sé si tenga el texto completo en alguna parte; creo que lo dejé en México. Aquí está el texto de la "introducción" de Historia del traidor. La lógica de la narración me parece similar; en todo caso, para eso sirvió un texto que me llevó dos años y todo un libro de cuentos al que le invertí... no sé... ocho o nueve meses. No daba para mucho tampoco.
Pero hubo más: en 1985-86 revisé Mujer en la ventana, mientras escribía Terceras personas, y me di cuenta de que la historia de infancia le caía al pelo a "El viejo no durmió esa noche" (la parte de la mamá y el sargento), así que la agarré, la adapté y listo. ("El viejo" era originalmente una pequeña novela policial en la que al final se descubre que el protagonista ha asesinado al anciano de manera horrible, y también a su novia, con todo y que está contado en primera persona. A la hora de desarmar y reconstruir, la sorpresa me pareció trivial y desde el principio se dice que él mató al viejo --o se insunúa--, y antes a la novia en un hotel de paso. Al cambiar el objetivo, cambiaba todo lo demás, y la historia de la mamá y el sargento cayó al pelo.)
Y todavía más. La historia del adolescente que se enamora de una mujer a la que no conoce, que sólo ve desde detrás de un árbol y ella, indiferente, ve desde su ventana hacia cualquier parte, me pareció muy buena y muy tierna, pero con ella sola no podía hacer nada. Le faltaba sustancia y podía quedar como una simple anécdota, una estampa, y en todo caso un texto sin interés. Por allí de 1990, cuando compré mi primera computadora, comencé a pasar a formato digital lo que tuviera escrito y más o menos valiera la pena. Traté de pasar Mujer en la ventana, pero me dieron bostezos y la dejé. (Es el fragmento que he reproducido.) En 1997, cuando estaba armando Trece, vi que me hacían falta algunos trozos para dar el retrato completo del personaje y, voilà, lo que necesitaba era la historia de la mujer en la ventana. Revisé otra vez el texto (cada vez me pareció más débil), rearmé la historia y la puse en la novela como parte de un capítulo. El texto puede encontrarse aquí. (Hubo una novela fallida en 1984-86, Retrato del desconocido y su señora, en la cual también metía la escena. No quedaba mal; lo que no funcionaba era lo demás. También revisé ese texto para Trece y usé algunas escenas para De vez en cuando la muerte: allí también había un personaje que me sirvió para la amante del protagonista, la misma de la que hablé en el post de ayer.)
En suma, Mujer en la ventana funcionó como un donador de órganos o como un carro chocado del que se saca lo que aún funcione, igual que otros textos que no han funcionado. Aún no he usado la escena del desfile, pero a lo mejor un día de éstos.
El recuento de obras --fallidas o no-- que he estado haciendo en las últimas semanas, y que espero no aburran demasiado a los eventuales lectores de este blog, me hacen pensar en todo los procesos complejos que puede haber en la elaboración de una novela. (Quizá pase lo mismo con los libros de cuentos y poemarios; de eso no sé mucho.)
Por ejemplo, El traidor trata acerca de un falso caso de traición, que salió de un par de recortes de periódicos. Pero la chispa fue una página de Caperucita en la zona roja, de Manlio Argueta. Pero también trabajé ciertas estructuras temporales de Los compañeros, de Marco Antonio Flores. Pero también usé varios textos desechados para algunos capítulos. Y así.
Los héroes tienen sueño salió de un capítulo desechado de De vez en cuando la muerte. Pero también es una visión posible del suicidio del comandante Marcial. Pero también se usan los personajes de una novela que escribí alrededor de 1986-87 y que falló. Pero también de allí, de un capítulo desechado de Los héroes, salió un cuento, "El cubano".
Y así sucesivamente. Quizá Trece es la que tenga más pedazos de cosas fallidas que cualquiera de mis novelas, pero a la hora de ponerlas juntas tuvieron por fin sentido. También hay fragmentos desechados de Trece que alguna vez trabajaré; en los nueve años que pasé escribiéndola hubo mucho que no venía al caso y se quedó esperando su oportunidad.
No sé. Es la primera vez que hago un recuento como éste; los últimos treinta años me he pasado recopilando material para poder hacerlo, supongo. (Treinta y un años ahora. Empecé a escribir "en serio" en enero de 1976: fue mi propósito de año nuevo. Sí, en esa época hacía propósitos de año nuevo, y a veces funcionaban. Como ahora.)

20 de enero de 2007

Los impublicables

Tengo un montón de cuadernos y otro montón de archivos electrónicos con textos que nunca voy a publicar, y algunos que nunca voy siquiera a terminar. (Uno de los impublicables, curiosamente, era Espejos, publicado en la revista mexicana Castálida en 2003, en Los mejores cuentos mexicanos en 2004 y en una linda edición en Francia en 2006, en religiosa traducción de Thierry Davo.) No sé otros escritores, pero a mí me funciona mucho menos de la mitad de los textos que comienzo, digamos un generoso treinta por ciento. Con el resto pueden pasar varias cosas:
  • Se quedan guardados durante años hasta que un día los reviso y confirmo que, en fin, no funcionan por más que les haga. Igual sigo revisándolos periódicamente; nunca se sabe.
  • En alguna de esas revisiones encuentro que allí hay algo que puede servir para otro proyecto: un personaje, unas frases, una ambientación, un tema secundario, lo que sea.
  • Veo que algo puede salir de allí, pero no es el momento de trabajarlo, o aún no estoy preparado, y espero lo necesario. (Pasó con unas notas escritas en 1989: se convirtieron en la segunda parte de Breve recuento de todas las cosas.)
  • Los leo, los disfruto y encuentro que están en un registro que no me interesa trabajar: no es mi tema, no es mi estilo, no tengo nada más que decir que esas notas o borradores.
En general pasa que me pongo a buscar un tema y, cuando parece que lo hallé, empiezo a escribirlo. En algún momento llego a un callejón sin salida y lo dejo por la paz. Por ejemplo, me parece que no da para mucho, o hay que ponerse truculento, o los personajes no dan el ancho, me aburren o no están de acuerdo con la situación. También puede ser que me haya metido en un tema que no manejo, o que no quiero manejar, o que tendría que forzar para que funcionara, en cuyo caso los personajes se pondrían a hacer tonterías. Respeto demasiado a los personajes para hacerles eso; serán de ficción, pero lo menos que uno puede hacer es darles una cierta dignidad, incluso a los que nacieron para ser ridículos.
En mi otro blog, aquí, he puesto algunos textos fallidos e impublicables que sin embargo han sido bastante útiles. (Hay otros que no tengo en formato electrónico, y no tengo paciencia por ahora para copiarlos.) Si les interesa abrir una ventana aparte del post en cuestión, a lo mejor pueda hablar no tan en el aire.
Por ejemplo, luego de fallar en una novela policial que había escrito, me puse a escribir inicios de novela negra clásica. Sólo los inicios, montones de primeros párrafos, de los que sobrevivieron cuatro. La idea era encontrar un lenguaje particular, que desde el inicio diera un ambiente especial y delineara a los personajes con un par de brochazos. Del primero de esos textos cortos y del que empieza con "Estaba muerta...", etcétera, salió la primera escena de De vez en cuando la muerte, que en su versión final empieza así:

–Es ella.
–¿Estás seguro? –preguntó el de la voz ronca.
–No –le dije–. Sólo la vi un par de veces, hace años. Pero el lunar es el mismo.
–¿Cuál lunar? –preguntó el de la voz aguda.
Era una pregunta estúpida. A los policías les gusta hacer preguntas estúpidas, y uno tiene que contestarlas. El lunar en la mejilla izquierda de la muchacha saltaba a la vista. Ni el lodo ni las manchas de sangre ni las heridas habían logrado taparlo. Un par de días antes quizá hubiera sido un lunar agradable; la cara era bonita. Ahora, con la muchacha echada sobre la plancha, llena de todo lo que uno puede llenarse cuando lo atropellan bajo la lluvia, resultaba siniestro.
Sacudí la cabeza. Era demasiado guapa para una morgue. No me gustaba verla tan desnuda y tan muerta frente a los policías y al enfermero, o como quiera que se llamen los tipos de bata que atienden en las morgues. Los tres hombres eran siniestros; parecía que a la menor provocación empezarían a dar picotazos. Eran buitres. La expresión de sus ojos era la de los buitres. Pasar tanto tiempo entre cadáveres afecta la mirada de cualquiera.
–Ese lunar –señalé la mejilla de la muchacha.
–Dale vuelta –le dijo el de la voz ronca al enfermero.
El enfermero obedeció. La movió como un carnicero mueve un trozo de vaca. El cuerpo se quebró a la altura de la cintura y sobre las nalgas apareció una masa de carne triturada, músculos y grasa.
No sentí asco. Tampoco miedo, ni lástima ni mareo. No sentí nada. Sólo me volví y vomité. Fue como si alguien me hubiera agarrado el estómago con la mano y lo hubiera apretado.
El policía de la voz ronca se echó hacia atrás. Uno de sus zapatos quedó pringado de los trozos de galleta y del café que me había tomado una hora antes en casa de Cristina, la madre de la muchacha muerta.
–Pendejo –dijo.
Esperé que me golpeara, pero no lo hizo. O sabía controlarse o le encantaba que le echaran porquerías en los zapatos.
–¿Y este lunar? –preguntó el de la voz aguda.
–No sé –dije sin ver el cadáver.
Una mano me agarró del pelo y mi cara bajó casi hasta besar una pierna de la muerta.
–Te hizo una pregunta –dijo el ronco.
Abajo de la nalga derecha había otro lunar, parecido al de la cara. La misma textura, el mismo color. Miré de reojo hacia arriba del cadáver; las nalgas tapaban el destrozo de la cintura.
–Voy a vomitar –dije.
–Ni se te ocurra, cabrón –amenazó el ronco.
Me aguanté.

No sé si es el mejor inicio, pero es lo que salió. (El capítulo continúa.)
El texto que empieza con la frase "-El comandante lo espera..." fue de lo más útil. Originalmente la idea era escribir acerca del asesinato de la comandante Ana María en Managua, la primera semana de 1983. El gobierno mexicano, que había apostado a la revolución sandinista y a la salvadoreña, manda a alguien para que recopile información; su primera entrevista es, desde luego, con el Ministro del Interior. Mientras está en Managua se produce el suicidio del comandante Marcial, el asunto se complica, etcétera. No me gustó el tratamiento; hubiera necesitado demasiada truculencia y, como toda novela que habla de hechos reales y cercanos, de una cierta posición ideológica y hasta moral que no me interesaba adoptar.
Cuando de un capítulo de De vez en cuando la muerte me puse a escribir Los héroes tienen sueño, el personaje de ese borrador me cayó al pelo: él es el narrador de la historia, un narrador anónimo. (Después, en Cualquier forma de morir, uno se entera que le llaman "El Profesor", y que es frío "como una culebra que hubiera estudiado matemáticas".) No sólo eso: Los héroes es, de algún modo, una visión metafórica (y no creo que apegada a la realidad, aunque sí posible) de las pugnas entre Marcial y Ana María. Quizá por eso el borrador salió con tanta rapidez, en sólo cuatro días: todo estaba pensado desde antes, incluidos otros borradores y textos a medias que casi sólo fue cuestión de transcribir y adaptar.
El último de los textos, Epílogo, es uno de los borradores del personaje que más trabajo me dio en De vez en cuando la muerte, Cristina, la mamá de la muchacha que aparece muerta en el fragmento citado allá arriba. Comencé a buscar al personaje desde... híjole... quizá desde 1987. Escribí unas tres o cuatro versiones del romance entre el personaje central (un periodista) y ella, y unas treinta cuartillas se convirtieron en un par de párrafos en un capítulo y en una plática en otro. La segunda novela que escribí, ahora desaparecida, trataba de ella también, pero era un personajes demasiado complejo para mis 18 o 19 años de edad. (Mi primera novela publicada, Historia del traidor de Nunca Jamás, fue la cuarta que escribí.) Lo que necesitaba era pintar a una mujer con principios básicos, pero sin escrúpulos, e hice "Epílogo". Evidentemente no lo iba a publicar; demasiado "clásico", un tanto predecible, muy lineal, sin misterio. Pero el personaje me funcionó, y McCall me cayó bien. A veces lo leo y me divierto; quizá así escribiría si no me hubiera enamorado de la novela negra.
Habrá quien crea que toda historia es contable, y la cuente, y le salga bien. Habrá quiem crea que todo texto iniciado deba terminase, y después publicarse. Habrá quien crea que la frescura y la espontaneidad se logran corrigiendo poco los textos para que las ideas no se alejen de uno temporal o emocionalmente. En verdad los envidio; a mí no me funciona. Por cada texto que logro terminar y publicar, hay tres o cuatro que nunca pasarán de un trozo, un capítulo, un borrador. (He desechado libros completos, terminados y corregisos. Ni modo.) Eso sí, nunca serán trabajo desperdiciado; en todo texto hay algo que vale la pena, si uno sabe verlo, o si tieme la paciencia necesaria para que encaje en un rompecabezas mucho más grande.
O así me ha tocado.