30 de abril de 2009

De la traición y otros odios

De aquí salieron ideas para Trece (lo comencé a escribir en 1989) y para Cualquier forma de morir (lo comencé en 1990). Algunas frases las he usado, adaptadas, en cuentos y novelas. Me encanta el modo crudo de escribir de Chandler, como se notará.

12/III/89
-¿En qué lugar de la miseria comienza la corrupción? ¿En qué lugar de la mediocridad o del genio?
Mendigos que miran a través de la vidriera de un restaurante.
-Un doble: haz tú lo que yo no puedo hacer. "Yo soy el mal; puedes tener la conciencia tranquila, aunque no seas bueno.

* * *

Un periodista busca la huella de un antiguo criminal (¿error judicial?, quizá se comete un crimen con su estilo, pero que por su edad no pudo ejecutar). Encuentra a una hermana en un asilo, la enfermera lo envía a la planta baja, con un antiguo cómplice.

* * *

"Todas las historias se repiten. Quizá estemos viviendo la misma historia."

* * *

--¿Te remueerde la conciencia el que yo exista?
--"El hombre es según su capacidad de odio."
--"¿Cuál es tu capacidad de traición? Mientras más amas, más cerca estás de la traición."
--Un anuncio de cerveza flota en un caño.
--"Apenas sabes vivir. Es algo que se aprende. Mira esos niños: son inmortales. La miseria hace aprender. Tú sólo eres un turista."
--El sentido del ridículo: un borracho que baila con su vaso.
--"No, no me reformé. Fue el miedo, la costumbre de ser un imbécil. Ser un imbécil es fácil; lo difícil es serlo siempre. Yo lo logré.

14/III/89
Chandler, Raymond.
Playback, Edit. Bruguera,
Barcelona, 1986, 4ª edición.
--El sentido común siempre habla con retraso. El sentido común es el fulano que te dice que tendrías que haber revisado los frenos la semana anterior, antes de que abolles el parachoques delantero esta misma semana. El sentido común es el defensa del lunes por la mañana que habría podido ganar el partido si hubiese formado parte del equipo. Pero no juega nunca. Está en las graderías con una botella en el bolsillo. El sentido común es el hombrecillo de traje gris que nunca se equivoca al sumar. Pero casualmente siempre hace cuentas con el dinero de los demás. (108-109)

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Nota 1: Y bien, ya estamos en camino de tener nuestra propia ley fascista elevada a rango constitucional: se aprobó la reforma que prohíbe los matrimonios entre homosexuales de ambos sexos. (O sea: cada uno tiene un solo sexo, pero no se permite que se casen hombres con hombres y mujeres con mujeres. ¿Por qué el lenguaje es tan impreciso cuando uno se mete en estos temas?) Una ley que mutila de sus derechos ciudadanos a un grupo social específico en aras de la ideología, no de la razón o el propio derecho. Habrá que esperar que se cambie el texto del artículo donde declara que todos somos iguales, porque según la propia Constitución ya no lo somos. El FMLN se quedó a medio camino entre ese espíritu fascista y quién sabe qué: según LPG (ver la nota en este link), la reforma no implica que no se reconozcan los derechos de una unión entre homosexuales, lo cual deberá o debería ser regulado en el código civil, en la parte relativa a la familia: ¿de verdad no se dieron cuenta de la tontería que hacían? Mover un pequeño elemento de la Constitución significa ajustar un montón de cosas por todas partes. En todo caso, se sobreentiebde que lo "único" que no se permitirá a homosexuales y lesbianas contituidos en parejas será casarse, si es que la próxima legislatura comete la idiotez de ratificar las reformas. Ni adoptar hijos, lo cual es estúpido: un hombre puede adoptar si se declara soltero, bajo ciertas circunstancias, y una lesbiana puede concebir; la preferencia sexual no tiene que ver con la anatomía. Habrá que agregar un inciso que impida por lo menos a las lesbianas a tener hijos y a los hombres solos a adoptar, y quizá compartir la educación del niñó con alguien más. Y ya veremos qué hacen para ajustar las leyes secundarias al texto constitucional. Ah: ligado a lo anterior por razones más bien oscuras, tendremos también escuchas telefónicas legales. Bravo. Me pregunto qué harán con las ilegales que, desde luego, nunca han existido; lo que pasó en mis teléfonos, en diversas épocas, debió ser una ilusión acústica, o lo digo por pura mala fe.
Nota 2: Compré un teclado flexible, de hule, que se puede doblar casi a placer, no pesa nada y se puede limpiar con un trapito húmedo para que no acumule polvo, cenizas de cigarro y migajas de pan. Estoy escribiendo en él y se siente rarísimo, como si estuviera tipeando encima de la propia mesa. No dejo de sentirme medio bobo ante la falta de sonido mecánico, de piezas móviles, de cosas más concretas. Pero tampoco deja de gustarme. Y es pequeño, justo como prefiero los teclados. Si fuera blanco, estaría perfecto; la vista me falla un poco por la noche y a ratos, por mi particular modo de escribir, con los dedos donde no son, necesito ver el teclado, y lo que veo son casi manchas blancas sobre negro. Ventaja: uno puede teclear lo fuerte que quiera. Otra: uno puede teclear casi tan suavemente como quiera. Ya veremos si me acostumbro. Ahora estoy aprendiendo a no oír clics, clacs, algunos rechinidos, etcétera. El otro teclado, que está relativamente nuevo y bastante sano, quedará en la reserva, donde hay ya un par, entre ellos uno portátil, bastante simpático.

Nota 3: Estoy oyendo a Bela Fleck y los Flecktones. Son divertidos. Y buenísimos, pue.

29 de abril de 2009

Manual deontológico del perfecto asesino profesional (20/II/1989)

1. No mates por placer o por venganza; es estúpido.
2. No mates por lástima; nadie te lo reconocerá y puedes meterte en problemas.
3. No mates si no estás seguro de mantener la cabeza fría; algo saldrá mal.
4. Un disparo es el mejor método. Mientras más complejo sea el trabajo, mientras más elaborado, más posibilidades de dejar pistas.
5. El precio no es proporcional a la complejidad del trabajo o al peligro que se corre, sino a la calidad de la ejecución.
6. Asegúrate de que tu cliente no se arrepentirá a última hora; es engorroso. No te importan sus motivos ni su validez, pero tu propia seguridad está de por medio.
7. No hables con tu víctima, no le des explicaciones. No tiene sentido.
8. Cuando te dispongas a hacer un trabajo, trata de pasar desapercibido, pero no te obsesiones. Nadie se fijará en ti.
9. Cuando una persona normal oye un disparo, no corre de inmediato a la ventana a ver qué ocurrió. Primero duda si realmente oyó un disparo; si cree que fue así, duda sobre si es pertinente salir a la ventana. Si sale a la ventana, duda sobre la dirección de donde vino el disparo, etcétera. Tienes dos posibilidades: retírate de inmediato (un minuto o dos) o espera a que la atención haya decaído y no seas sospechoso por el simple hecho de estar allí; diez minutos después de disparar serás sólo un transeúnte más.
10. No robes, no mientas innecesariamente, no te metas en líos con la mujer de tu prójimo, no envidies, no te enfurezcas de manera notoria. En suma, no te hagas sospechoso.
11. No te ensañes con tu víctima. Eso es de aficionados.
12. Respeta a tus muertos. Gracias a ellos eres lo que eres y, en fin, son seres humanos.
13. Evita los cómplices. Si necesitas a alguien más para un trabajo, no lo aceptes. Si, de hecho, siempre necesitas de alguien mas, consigue trabajo dentro de una organización. Es mejor.

14. No abras cuentas de banco a tu nombre, no uses tarjetas de crédito, no declares impuestos, no caigas en la tentación de tener casas o terrenos. Simplemente no existas. Consulta a tu abogado; él comprenderá.
15. Tu red de contactos debe ser lo suficientemente compleja para que a las autoridades les sea difícil encontrarte, y lo suficientemente simple para no dificultar la consecución de clientes. Los contactos con los bajos fondos están bien, pero tu abogado también puede ayudarte; sabe mucho de la vida.
16. No mates a nadie que haya salido varios días seguidos en el periódico. En todo caso, espera a que los diarios lo ignoren.
17. No aceptes trabajos de alto riesgo con demasiada frecuencia. La policía puede empezar a conocerte.
18. Vive donde vive la gente normal, no seas hosco, pero tampoco des explicaciones. Evita las visitas. Haz tus citas en lugares comunes y frente a mucha gente, si así lo deseas. En realidad no le importas a nadie.
19. Si algo no te gusta, no aceptes el trabajo.
20. No engañes a tus iguales. Puede ser dañino para tu salud.

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Este ejercicio (que en realidad no es una deontología, pero así lo dejo) lo escribí mientras trabajaba la novela De vez en cuando la muerte. De un capítulo malogrado --porque no cabía allí, no porque fuera malo-- comencé a escribir Los héroes tienen sueño, y usé el ejercicio como base para un capítulo, que tampoco funcionó. Lo convertí en el cuento "El cubano", que aparece en el libro (publicado en francés, inédito en español) Un mundo en el que el cielo cae y cae. Hubo algunas ideas que sí se quedaron en Los héroes....
He encontrado cosas interesantes en ese diario de 1989.

26 de abril de 2009

Entrevista con Tula Alvarenga y otros textos

El Suplemento 3000 del CoLatino publicó una entrevista con Tula Alvarenga, la mítica dirigente sindical, esposa de Salvador Cayetano Carpio (Marcial), después de que en la UES les dedicaran la inauguración de una plaza. ¡Y hasta le dedican la portada!
Se puede encontrar, en pdf, en este link.
Junto con la entrevista, se publica la carta de suicidio de Marcial, poemas de Arqueles Morales y de Rafael Mendoza y un texto del poeta y siempre buen amigo Salvador Juárez acerca de la conmemoración del XXVI aniversario de la muerte de Marcial. En la portada, arriba a la derecha, viene una foto de la placa colocada en la plaza y allí está, bien claritos, los nombres de Salvador Cayetano Carpio y Tula Alvarenga. (Por cierto, ella no se llama oficialmente Tula, sino Tulia, según me ha contado. Así consta en su acta de nacimiento.)
Para quien se pregunte de qué clase de izquierda --o de derecha-- soy, está resumido en un par de frases de Tulita:
No podemos confiarnos de quienes nos gobiernan, la experiencia de este pueblo es que aquí nada se ha conseguido sin lucha, nada, ni las conquistas más mínimas. En este país hasta luchar por un chorro de agua ha costado sangre, entonces no podemos hacernos ilusiones, esperemos que el pueblo tenga libertad de organizarse para defender sus propios intereses y siempre con independencia de los partidos políticos.
Ya vamos llegando a algo. (Romper el silencio es "algo". Dejar de olvidar es "algo".)

25 de abril de 2009

"Errores", curas pederastas y leyes fascistas

Ahora resulta que la pederastia perpetrada por curas no es un delito, sino "un error" y que, en lugar de ser reprobable, hace ver "a los sacerdotes más humanos" y eso logra que la feligresía los "aprecie" más...
El disparate fue emitido por el secretario general de la Conferencia Episcopal Mexicana (CEM), Leopoldo González, en declaraciones reproducidas por el diario La Jornada. Inmediatamente después, la oficina de prensa de la CEM aclaró que González "no se supo explicar bien, pues su declaración iba en el sentido de que los sacerdotes también son humanos y por tanto cometen errores".
Me recordó cuando el diputado Merino, en medio de una borrachera, se agarró a balazos con la policía y le atravesó el pecho a una agente, con la que "concilió" por fuera del sistema de justicia, y a su colega Dagoberto Marroquín diciendo que "quién no comete un error", es decir: qué ciudadano no se ha emborrachado alguna vez y se ha agarrado a tiros con la policía, ha herido a una agente y ha salido impune. A cualquiera le pasa, pues.
Las declaraciones de González vinieron al caso por las acusaciones de pederastia y de pertenecer a una red de pornografía infantil que pesan sobre el párroco de Jalapa (Veracruz) Rafael Muñiz López. González añadió que "Para la prensa, la noticia es el mal, no el bien. Ninguno de nosotros puede juzgar a otra persona porque todos merecen respeto".
Añade el diario mexicano: "El titular de la Subprocuraduría de Justicia en Jalapa, Marco Antonio Aguilar Yunes, también se sumó a la defensa del sacerdote y aseguró que en la dependencia no hay indicios ni denuncias contra él que lo involucren en redes de pornografía infantil. 'Esta persona que fue detenida es porque las investigaciones salen del Distrito Federal (…) es considerado sólo como aficionado a estas fotografías', remarcó."
Quizá en la Asamblea Legislativa salvadoreña deberían recogerse los tips que dan González y la jerarquía eclesiástica y civil mexicanas: prohibir, sí, los matrimonios entre homosexuales, pero elevar a rango constitucional, en calidad de "afición", la pederastia si es perpetrada por sacerdotes. Quizá hasta permitir los matrimonios entre personas del mismo sexo, siempre y cuando una de ellas sea cura y la otra un menor de edad. Y ni siquiera matrimonios, sino relaciones "casuales", porque ya se ha visto que los curas no son muy afectos a responsabilizarse de algunos de sus actos, justo como algunos diputados.
La noticia coincidió con la pataleta que hizo la derecha porque no se aprobó la reforma constitucional contra los matrimonios entre homosexuales, que ligaron a la reforma que permitiría las escuchas telefónicas legales (las ilegales han existido siempre; me consta), en una especie de combo perverso. El FMLN, por fin, dio señales de vida cuando dijo que la reforma (la de los matrimonios) "podría" ser discriminatoria, y desde luego que lo es: entra dentro de la gran categoría de las leyes "especiales" que excluyen a grupos ciudadanos, como negros, judíos, indígenas y qué sé yo. Algo sospechosamente muy parecido a una ley fascista, y más bien así debería presentarse, a ver si Rodolfo Parker et al. reaccionan: ¿de verdad no se dan cuenta de que están proponiendo una estupidez? Quién sabe qué traumas de infancia tengan, o qué curas les hayan tocado de confesores, pero esa sumisión a la jerarquía eclesiástica no es sana, y esa obsesión por elevar a rango constitucional las relaciones privadas ya se pasa de lo pertinente. No están metiéndose con cualquier ley secundaria, sino con la Constitución: convertirían en política de Estado algo muy parecido al apartheid sudafricano, por citar un caso extremo. (La diferencia sería de grado; el concepto es el mismo.)
Ya en serio: ¿no se dan cuenta o así los hicieron?

24 de abril de 2009

Casi cuarenta años en fotos

Diciembre de 1959.

Algún momento de 1961, en casa de la abuela Mina. Me peinaban con raya a la izquierda, qué horror.

Otro momento de 1961, con mi mamá, en el Parque Infantil. (De verdad era bonito ese parque...)

1988, en Insurgentes Centro 123. ¡Con las botas puestas, chingao! Y con una sudadera de Mickey Mouse, para no desentonar. ¡Y usaba reloj...!

En 1998, o sea diez años después. Aquí estoy jugando póker con mi hijo Eduardo y con mi padre, con nuestras reglamentarias tortas de jamón y/o salami, en mi departamento de José María Tornel 9, en San Miguel Chapultepec. No, nunca puse cortinas. (Mi padre me enseñó a jugar póker cuando tenía siete años. A los nueve les gané a él y al abuelo Alfonso con un par de cuatros, contra un full y una escalera, respectivamente, o sea que entendí de qué se trataba. A veces mi padre llegaba del trabajo, cuando yo tenía diez a doce años, me daba unas monedas y nos poníamos a jugar póker. Lo interesante era que, después, me dejaba todo lo que hubiéramos jugado, lo suyo y lo mío. El dinero se convertía en libros usados --de preferencia de Agatha Christie, en esa época-- o en historietas. No recuerdo si yo le enseñé a jugar a Eduardo; me da la impresión de que no, y que sólo lo "refiné" en un honorable arte que lleva varias generaciones en la familia, ejem. Esa camisa azul, por cierto, me duró como hasta 2001 o 2002, y para 1998 ya tenía sus días.)

Ese mismo 1998, en el restaurante Boca del Río, en la Ribera de San Cosme. Junto a mi padre está Yuli, la mamá de Eduardo. Me pregunto quién tomaría la foto; hay una chamarra en la silla que está en primer plano, y sería su dueño o dueña. (Esa otra camisa azul también me duró muchísimo tiempo, y se parece a tres que tengo por aquí. Soy bastante autista en materia de ropa. También tenía, para las épocas de frío, un montón de sudaderas grises, como la de dos fotos arriba, y dos de ellas siempre eran de Mickey Mouse. Dejé de usar sudaderas por lo mismo que dejé el pelo largo: el calor de Costa Rica y, luego, de El Salvador.)

22 de abril de 2009

Quién puede casarse con quién

El PDC y la iglesia católica han enloquecido en los días que le quedan a la Asamblea Legislativa y pugnan para que se apruebe una reforma constitucional que impida de plano los matrimonios entre personas del mismo sexo. (Es decir: que las dos personas tengan cada una su sexo, pero que sea igual al de su pareja. Qué complicado es a veces el idioma.) El tema puede parecer de extrema importancia si se lo ve desde el punto de vista de los involucrados --los que se quieren casar y los que no quieren que se casen-- o banal --si se ve desde los temas "urgentes", como las reformas referidas al funcionamiento de la Corte de Cuentas y qué sé yo--, pero el enfoque que se le está dando me parece errado.
Como buen anarquista, creo que los curas no deberían tener vela en ese entierro, y de hecho en ningún entierro, incluido el suyo mismo. Una sociedad de hombres solos, y supuestamente célibes, debería opinar sobre otras cosas, y no sobre la vida marital de la gente: ¿qué saben ellos de eso? Y los que saben, lo saben de manera que va contra sus propias reglas y/o contra las normas legales; desde los que tienen "ahijadas" o "sobrinas" en los pueblos donde son párrocos hasta los acusados formalmente de paidofilia y/o pederastia o escogen los hábitos para huir de la sexualidad o para ejercerla... uh... a contracorriente, o vaya a saber por qué se hacen curas los curas. Igual habrá los que crean en eso, pero me da la impresión de que de sexo, relaciones de pareja, matrimonio y otros intríngulis sólo conocen de oídas, y lo que oyen en el confesionario no es necesariamente lo más importante, aunque sí lo más espectacular. Si se erigen en protectores del celibato, la virginidad, el no uso de condones, el comportamiento sexual de los demás, las preferencias de cada quién, el porqué de todo eso, que no pongan a Jesucristo como escudo, que para mí el hombre algo tenía con Magdalena. Que citen no sólo sus fuentes documentales, sino también su experiencia al respecto, sus cartas credenciales y, si es posible, algunas fotos; yo a un tipo que no ha tenido novia, amante o esposa no le creo, literalmente, ni el Ave María cuando se pone a pontificar sin bases acerca de lo que yo sí conozco.
En segundo lugar, y lo más grave, es que el Estado --lo pondré en mayúsculas por jugar un rato-- salvadoreño tome con especial consideración los dislates eclesiásticos, y en especial los de un partido político que simplemente no debería estar allí, sin contar los del dirigente de ese partido, que bien podría --él sí-- dedicarse a cosas más serias. Y lo mismo: si Rodolfo Parker no sabe lo que es vivir con una pareja homosexual, que se calle; si lo sabe, así sea de oídas, y no le gusta, igual: no se puede ser juez y parte en asuntos tan serios.
En tercer lugar, y allí viene la torpeza, la miopía y la estupidez de la clase política, es que se está tomando a los homosexuales como gente que está al margen de la sociedad por su orientación sexual. Y los homosexuales, según la ley, son tan ciudadanos como los arquitectos, los dirigentes de partidos políticos, los mareros mayores de edad, los conductores de camiones de volteo, las mujeres de entre 27 y 28 años, los oncólogos y los chilenos y javaneses nacionalizados salvadoreños, por sólo citar a algunos. El hecho de vivir con quien sea, y que esa unión sea reconocida por la sociedad --es decir: por el conjunto de todos nosotros, que se supone somos quienes ordenamos qué se hace con la ley--, es o debería ser un derecho ciudadano. Y va más lejos: es, o debería ser, un derecho humano a secas.
Entre otros, se parte del supuesto de que la reproducción de la especie es una parte importante de un matrimonio, y por eso es una aberración que dos hombres o dos mujeres se casen entre sí. En tal caso, hay millones de europeos que deberían ser denunciados y estigmatizados por la iglesia católica, porque por allá a muchísimas parejas simplemente no se les pega la gana tener hijos, y allí tienen su crecimiento poblacional negativo, o casi, para demostrarlo. Luego, se basan en palabras descontextualizadas de Jesucristo, y el hombre vivió hace como dos mil años, en un contexto y una religión harto diferentes. Ya que se actualicen, ¿no? Por eso cada vez se les va más gente para el lado de las iglesias protestantes, de todo tamaño y sabor.
Hay una idea que tengo desde hace años, y es que los homosexuales pueden "casarse" --por la ley civil, claro; no hay otra-- muy fácilmente, pero varios amigos abogados, después del desconcierto inicial, me dicen que no es tan fácil, aunque no me terminan de explicar bien por qué.
El matrimonio es, al final de cuentas un contrato entre dos personas, que afecta a sus eventuales descendientes. Quitemos por ahora a estos últimos de por medio y supongamos que dos hombres o dos mujeres deciden ir con un notario y firmar un contrato entre dos partes, tan simple como la compra de una casa o la conformación de una sociedad. Las cláusulas del contrato serán artículos que vienen en el código civil: fulano y fulano --o fulana y fulana-- se comprometen a... Será aburrido hacer un contrato con tantas páginas, pero no es descabellado si se lo toman en serio. Es más: hasta podría hacerse un machote --perdón por la palabra-- y repartirlo gratis por internet, o los mismos notarios podrían tenerlos listos en su escritorio y cobrar una barbaridad por proporcionarlos.
Es fácil: el código civil contiene una serie de artículos que regulan un objeto llamado "matrimonio". Al firmar un acta de matrimonio, tácitamente se aceptan tales artículos sin necesidad de hacerlos explícitos en el acta. Si yo y mi pareja no queremos casarnos, el código civil también incluye estipulaciones acerca de las parejas de facto, y en especial de su descendencia, y allí es donde la ley no prevé la existencia de parejas homosexuales y no protege explícitamente a nadie.
En el contrato que propongo, las partes hacen explícitas las normas establecidas en el código civil, y eso incluye la repartición de bienes, de lo que ocurrirá si la "sociedad" se disuelve, si uno de ellos --o ellas-- muere, etcétera. En términos prácticos será un contrato matrimonial, pero tiene un problema serio: no existe el reconocimiento de las partes como ciudadanos --o ciudadanas, pues-- con derecho de hacer de su vida un cucurucho, siempre y cuando no violenten los derechos y obligaciones de nadie más, o los suyos mismos.
¿Es posible un matrimonio entre homosexuales en El Salvador? Según yo, sí, y si yo fuera homosexual, quizá lo intentaría, y seguro que se armaba un buen desmadre cuando la prensa se enterara. Pero el asunto es más profundo: es reconocer el carácter humano pleno de una minoría. Y allí que me perdonen Parker y el señor arzobispo: la negación de ese carácter humano es lo que está en juego, y el juego no se diferencia mucho de las leyes "especiales" contra judíos, chinos, negros o salvadoreños que pudieran existir --y han existido, y algunas existen-- en más de un país y en más de una época.
En mi colmena, eso se parece bastante al fascismo. Y que las costumbres --buenas o malas--, la moral, las tradiciones y la mamá de todas ellas hagan y digan lo que quieran, pero allí es donde el FMLN puede demostrar de qué está hecho y para qué sirve en la asamblea legislativa y en el universo.

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Nota bene 1: Se notará que no cité a los curas cuando hablé de quiénes eran ciudadanos. salvadoreños Y es que estoy de acuerdo con Benito Juárez: los curas responden a un gobierno extranjero, a un Estado --otra vez la mayúscula-- con otros valores --en este caso religiosos, y aquí vivimos en una sociedad laica-- y a una potencia evidentemente imperialista y expansionista. Me produce el mismo rechazo oír al arzobispo opinar sobre asuntos locales que el que me produce oír al embajador gringo cuando se pone a meterse en lo que no le importa. De nada.
Nota bene 2: Estoy oyendo a Cat Stevens después de algunos años: Tea for the Tillerman, Buddha and the Chocolate Box y Teaser and the Firecat. Me gusta igual que cuando tenía 13 o 14 años, lo que es la vida, pero en medio hay un montón de lustros de recuerdos y experiencias acumulados. Como me sé las canciones de memoria, ya no pasan por el oído: llegan directo a la glándula de las emociones y, sí, me emocionan. Nada que ver con lo anterior, excepto porque Cat Stevens habla de la esperanza de un mundo mejor. Y, en serio, sin partidos políticos --y con sociedad civil-- y sin iglesias --y con sociedad civil-- el mundo sería un poco mejor.

21 de abril de 2009

La poesía --joven-- de este milenio

Alba de otro milenio es quizá la antología más estigmatizada de la literatura salvadoreña y, sin embargo, tiene una importancia capital a nueve años de su aparición.
Publicada en 2000 por la Dirección de Publicaciones e Impresos, recoge poemas de los que se veían como los escritores jóvenes con mayores posibilidades de tomar la batuta en el siglo XXI de la poesía salvadoreña, o ésa era la apuesta de Ricardo Lindo, el antólogo.
Las críticas más amargas cayeron sobre el libro --en buena medida por quienes no fueron incluidos-- porque "no le atinó" a la mayor parte de las "apuestas: una buena proporción de los poetas incluidos desapareció del mapa de la literatura, otra proporción bastante amplia se estancó en sus propuestas, e incluso involucionó, o se quedó en la repetición de las mismas fórmulas --y hasta de los mismos poemas--, y sólo muy pocos continuaron escribiendo y mejorando la calidad de sus textos. Hubo algunos poetas jóvenes --la antología toma gente de entre 20 y 33 años-- que después hicieron cosas interesantes e incluso importantes, que ya andaban por allí y no están en el libro, como Jorge Galán y Susana Reyes, y tampoco era obligación de Ricardo Lindo incluirlos o suponer que había allí buenos prospectos.
El libro, evidentemente, no es un oráculo, ni puede serlo, y menos para un oficio que requiere de tanta disciplina, de tanta paciencia y de tantos... uh... pantalones como la literatura. Si se mira cualquier época, en cualquier país, se encontrará que de un grupo de escritores que inicia sólo algunos, muy pocos, llegan a alguna parte, digamos al primer libro, muchos menos pasan de allí, y menos aún logran sobrevivir ya no a su tiempo, sino unos cuantos años. Tómese cualquier antología pasada de poetas "reconocidos" en su momento y resultará que los nombres y los textos de buena parte de ellos son desconocidos; sólo queda su presencia, ni más ni menos, en dichas antologías.
Y ésa es la importancia de las antologías en general y de Alba de otro milenio en particular: dan un panorama de una época, de la visión que en esa época se podía tener de la poesía --nacional y joven en este caso--, y tiene el valor de ubicar a la gente en su debido lugar; no en el momento de su aparición, sino con una buena cantidad de años de por medio. Para los que están dando sus primeros pasos, el asunto es todavía más pantanoso: el índice de deserciones es aún mayor, las apuestas aún no están bien establecidas, y se tiene todo en contra. De los treinta antologados por Ricardo Lindo, si acaso quince hicieron de la poesía un oficio, y de éstos muy pocos tienen algo interesante que mostrar "apenas" nueve años después.
No está en cuestión el criterio de Ricardo, que lo tiene, y muy afilado. De hecho no veo nada que esté en cuestión: Alba de otro milenio tiene el gran valor de ser una fotografía de grupo, de un grupo que en su momento parecía coherente y en marcha, listo para enfrentar los años que vinieran. Como toda fotografía de grupo, están los que se quedaron y los que se fueron, los que aparecen de vez en cuando, los que nadie sabe qué se hicieron. Pero --lo más importante-- da una visión de lo que había en ese momento, de cómo pintaba la "futura" poesía nacional y da una medida de calidad, de la visión hacia la poesía, de cómo se interpretaba el oficio y de cómo se ejercía.
Es, en fin, un parámetro con el cual se puede medir la producción poética actual: ¿ha evolucionado la poesía?, ¿ha mejorado su calidad?, ¿quiénes son ahora los que están haciendo cosas, quiénes agarraron la estafeta, quiénes parece que seguirán corriendo o la dejarán tirada? Una antología de poesía joven, hoy, sería harto diferente, aunque incluya las edades --y algunos de los nombres-- de los poetas que aparecen en la de Ricardo Lindo. Y en el momento de aparecer quizá ya sería obsoleta, o tres o nueve años después. Sería otra fotografía de grupo que a alguien podría servirle de parámetro alguna vez, y así sucesivamente.
No voy a dar juicios de valor con respecto a los poetas incluidos en Alba de otro milenio. Me parece, sin embargo, que se ve allí un preludio al auge que entre muchos jóvenes está teniendo la poesía, y sobre todo una poesía de alta calidad y con propuestas inéditas. Creo que es una lectura valiosa para quien ande metido en este asunto de la literatura, y los detractores que se dediquen a cosas más valiosas que hablar mal de los demás sin ofrecer nada a cambio. (Pero ¿qué sería el mundo sin los mediocres? No son la sal de la vida, porque no saben a nada; sólo son, también, parámetros --circunstanciales-- que a veces es divertido consultar, pobrecitos ellos.)

19 de abril de 2009

Entrevista con Rodrigo Rey Rosa

Ésta entrevista con el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa sí se publicó en Vértice, en algún momento de 2000. O de 2001. O por allí; ya quedó demostrado, en los comentarios de la entrevista anterior, que para las fechas de mis publicaciones no tengo mucha memoria.


Algo que todavía está sobre el tapete para muchos críticos y escritores centroamericanos es la casi obligatoriedad de que la literatura sea “socialmente comprometida”.
Creo que en el pasado reciente era lógico y hasta conveniente “comprometerse socialmente”, sobre todo pensando en la supervivencia de los escritores de ficción. Tenía que ver en parte con el instinto de sobrevivencia, en parte con el interés o el parasitismo.
El otro día oí algo que se aplica a Centroamérica: todavía no se sabe lo que los escritores de la Guerra Civil hicieron por España, pero es seguro que España hizo mucho por esos escritores. En Centroamérica ocurrió algo parecido: hay escritores que no tendrían el sentido que tienen sin el conflicto político, y mucha literatura no puede sobrevivir sin él.

¿El compromiso social no da validez estética?
Yo diría que no. A algunos, no, aunque otros han hecho obra muy válida. Creo que sólo el contacto que tiene un escritor, cualquier artista, con su realidad hace inevitable que se “comprometa” estéticamente, que tome partido. Lo que pasa es que, generalmente, “comprometido” quiere decir “de izquierda”, y eso limita la perspectiva. Es una de las fatalidades de haber nacido en estos momentos en Centroamérica.

¿Podría haber escritores “comprometidos” de derecha?
Tendrían un compromiso de otra naturaleza, pero sin duda.

Y sería tan válida su literatura como la “comprometida” de izquierda.
Hay casos como el de Julian Graff, un escritor de derecha del que no se puede discutir la calidad literaria. O Borges. Yo diría que él no estaba “comprometido”, aunque sí sentía simpatía por Estados Unidos e Israel, digamos. Pero de Pinochet se burló cuando le dio la medalla; conociendo el humor de Borges, no tomaría sus declaraciones como favorables a Pinochet, sino como irónicas. Borges no era tonto.

Entonces te parece igualmente válido o inválido el hecho de ser de izquierda o derecha a la hora de escribir.
No. Creo que la izquierda es más lúcida históricamente. Pero Ferdinand Cèline, que era de extrema derecha, o Knut Hamsun, tenían sus agendas políticas, y no les impidió hacer buena literatura.

Hablabas de lo que a veces se llama “literatura con adjetivos”: testimonial, comprometida...
Y femenina, sí. Creo que es el resultado de un afán de clasificación académico o comercial, pero sin duda extraliterario.

¿Y el testimonio como literatura?
El arte es testimonial, da testimonio de la vida del hombre. Sólo en ese nivel creo en el testimonio como literatura.

¿Qué pensarías de la literatura directamente testimonial?
Digamos que la Biblia es un texto directamente testimonial.
La narrativa da para eso. Pero toda la literatura habla del punto de vista del que narra. Hablar de lo testimonial es generalmente hablar de una tragedia reciente, contada por una víctima a un investigador. Yo diría que todo el arte es un testimonio, pero no un testimonio político, no el testimonio de víctimas de un sector o de un estado.

Hay quien te clasifica dentro de lo testimonial.
¿A mí? ¡No!
La literatura para mí es más bien un trabajo de autocrítica, digamos que es lo contrario de lo testimonial.
El testimonio habla de una víctima que se cree víctima, que se considera violentada por un poder. Para mí la literatura es un asunto de autocrítica y de autocensura.

No te consideras entonces un “escritor víctima”.
No. Creo que casi todos los escritores de testimonio de Centroamérica son víctimas. Narran experiencias de las que han sido víctimas, o hablan de otras víctimas.

¿Considerarías una obra literaria, en términos estéticos, el libro de Elizabeth Burgos sobre Rigoberta Menchú?
Yo creo que sí. Es una obra oral, transcrita a un libro, de una manera que quiere ser estéticamente válida. Está bastante cuidado. Sí, tiene las características de una narración literaria. No con grandes pretensiones literarias, pero no lo consideraría lejano al ámbito de la literatura, aunque esté presentado como la transcripción de una narración oral.
Allí el trabajo literario sería de Burgos, diría yo. Desde luego que Menchú es la narradora, pero no lo escribió ella ni pretende haberlo escrito.

Thierry Davo, un académico francés que estudiando la literatura salvadoreña y centroamericana de gente de alrededor de cuarenta años, habla de una “generación impasible”, de una generación que no es generación (escritores dispersos y con poca conexión). Dice que la literatura centroamericana, que antes tenía que ver con los grandes movimientos sociales, se está lanzando a lo individual, a la cosa íntima, más enfocada a la vida misma. Es una obra con mucha violencia, los personajes y los mismos escritores son impasibles ante la muerte, la mutilación y el dolor. ¿Qué piensas al respecto?
Me parece que ese paso hacia una literatura individualista es un progreso. No que sea peor o mejor, sino una reacción, después de haber producido tanta literatura social. Es una evolución natural que se llegue a individualizar. Para la novela es una circunstancia afortunada.

¿Hubo un desencanto hacia los movimientos sociales?
Un cansancio, de seguro. La mayor parte de la producción de literatura centroamericana de los últimos veinte años es de corte “social”, con una preocupación por la lucha de clases, desde el punto de vista marxista. Una resaca de eso, ¿a dónde más puede llevar? No a una literatura intimista, sino individualista. Ya no hay movimientos sociales que justifiquen otro enfoque.

¿Y tu producción en particular?
Más bien he llevado un movimiento contrario. Nunca estuve asociado a ningún grupo revolucionario, y mi obra de juventud es casi autista, más bien onírica, y ha ido moviéndose hacia una visión más social. De escribir sueños he pasado a escribir “entrevistas”. Hay cuentos míos que tienen forma de entrevistas con personajes ficticios. “El cojo bueno” ya se lee como la denuncia de una lacra social. Yo no lo veo así, pero es un tema con el que se puede identificar más gente, que habla de una realidad “objetiva”, así entre comillas.
En la literatura centroamericana existe un progreso. No en el sentido de avance, sino de movimiento, de evolución.

Hablabas en una plática de que tu amistad con Paul Bowles te había obligado a dejar de dudar y a estar seguro de lo que hacías. ¿A qué te referías?
A los veinte años ya no podía cuestionarme si quería escribir o no, publicar o no. Para mí partió el terreno muy claramente y me dio un empujón. Había días que pensaba: “Qué jodida la que me dio este viejo. Me hizo creerme que era escritor.” Pero a medida que iba pasando el tiempo me di cuenta del gran favor que me había hecho.

Los que se quedaron en nuestros países durante las guerras están abstraídos en las literaturas nacionales. Los escritores que han salido están más bien en una frecuencia más universal, que aquí no se acepta fácilmente.
Lo mismo pasa en Guatemala, y en todo el mundo. En Francia hay un tipo de literatura que todavía es costumbrista, una especie de nacionalismo literario bastante ridículo.

¿Ridículo?
No abre vías. Me parece ridículo porque la literatura es la comunicación a través de las fronteras. Y si no está hecha con ironía y contra el nacionalismo, me parece estéticamente condenada al fracaso. Con “ironía” quiero decir “humor”, y eso ya significa una autocrítica, que el nacionalismo no tiene. Un ejemplo: la literatura costumbrista guatemalteca de hoy es ilegible, y es inmejorable por lo mala.

Dices que te ha leído más gente en El Salvador que en Guatemala.
Lo veo por el tipo de preguntas que me hace el público, los periodistas. Como que por lo menos han leído algo. En Guatemala he tenido esa experiencia una o dos veces. Todavía llegan a preguntarme cosas como “¿Cuándo comenzó a escribir?” No he hecho una encuesta; tengo la sensación de que aquí en El Salvador se lee más, y que me han leído más.

¿Cómo se te considera literariamente en Guatemala?
El otro día me contaron que Méndez Díaz, en una conferencia, dijo que lo que hago no es guatemalteco; aprendí a escribir en talleres en Estados Unidos, y por eso no soy escritor guatemalteco. La verdad es que no me importa, pero creo que es más o menos la percepción. No sé qué seré. Escritor marroquí, tal vez. No tengo más que la circunstancia de escribir sobre Guatemala, de escribir en Guatemala y de haber crecido en Guatemala. No tengo afinidad con ningún escritor guatemalteco, excepto con Alfredo Valdés Molina, que nadie lee, pero no tiene el sello maya y no es devoto de Asturias.

Eres uno de los escritores guatemaltecos que han logrado más relevancia internacional. ¿No será por eso que tratan de minimizarte?
No sé, la verdad. No creo que sea tan envidiable haber publicado afuera como para que te destruyan así.

“El cojo bueno” apareció en Alfaguara, y ahora en la Dirección de Publicaciones e Impresos. ¿Qué implica publicar en una editorial o en otra?
Publicar en España tiene la gran ventaja de que realmente te pagan, pero me da gusto publicar aquí. Siento que amplío las posibilidades de lectores, y me da mucho gusto pensar que aquí me leen, por la cercanía. Tengo la impresión que aquí se leen mis cosas más por lo que son; en España no sé ni cómo se me lee, la verdad.

¿Cuál sería el libro ideal que quisieras escribir alguna vez?
Creo que ya lo escribió Bioy Casares.

18 de abril de 2009

La duda es medicinal: Rivera Letelier

A finales de 2001, quizá a principios de 2002, vino a El Salvador el novelista chileno Hernán Rivera Letelier, traído por Planeta y la embajada de Chile. En ese entonces era yo coordinador de letras de Concultura y me encargué de la organización de un par de eventos, una conferencia de prensa y qué sé yo. Le hice también una entrevista a Rivera Letelier y se la pasé a la gente de Vértice, pero no se publicó; el editor era nuevo, tenía otras prioridades y vaya a saber. La pongo por aquí con todo y presentación, porque dice cosas bien interesantes. Hay algunos textos suyos en este link.


Nacido en 1950, Hernán Rivera Letelier publicó en 1994 la novela La Reina Isabel cantaba rancheras. Un año después era uno de los escritores chilenos más reconocidos y vendidos en el exterior, y comenzaba una serie de publicaciones en francés, italiano, turco, griego, alemán y portugués. Hasta ahora ha publicado otras cuatro novelas: Himno del ángel parado en una pata, Fatamorgana de amor con banda de música, Los trenes se van al purgatorio y Santa María de las flores negras, con igual éxito que la primera.
Hasta que lo tocó la notoriedad, Rivera Letelier trabajaba como minero del salitre en el desierto de Atacama, en el norte de Chile, quizá el más árido del mundo. La prensa ha puesto énfasis en este hecho: el minero que de pronto se convierte en escritor y salta a la fama con su primer libro. Pero basta con leer algunas de sus páginas para darse cuenta de que su obra sólo puede ser la de alguien que durante años se ha dedicado a las letras, como en efecto ha ocurrido, y que ser minero es incidental ante una vocación avasalladora.
Hace unas semanas estuvo en El Salvador, con el patrocinio de la Embajada de Chile y CONCULTURA, y todas las preguntas de la prensa y de los que conocían sus libros giraron alrededor de lo mismo: cómo un minero pudo escribir novelas tan buenas e intensas, si la Biblia fue el único libro que había en la casa de su niñez; cuáles eran las fuentes de su inspiración, cómo se inició en el oficio de la escritura, etcétera.
A la hora de hacer la presente entrevista, Rivera Letelier se veía cansado, y mucho de su cansancio quizá se debiera al hecho de contestar las mismas preguntas, más o menos en las mismas palabras. El tema de la plática entonces era obvio: ¿qué piensa un entrevistado tan asiduo acerca de sus entrevistadores?

La notoriedad trae la carga de los periodistas. Imagino que hay preguntas que te hacen constantemente, y que no te gusta contestar.
La pregunta que más hacen es: “¿En qué se inspira para escribir?” Es horrenda. La otra es: “¿Cómo empezó a escribir?” Claro, al principio vale, pero cuando ya has contado cómo comenzaste a escribir en todos los diarios de tu país y de otros países, y llevas ocho años contestándolo, dan ganas de mandar a la mierda a los periodistas que se sientan delante de ti y te sueltan: “Cuénteme, ¿cómo empezó a escribir?” No es que me dé bronca; es que ya la he contestado millones de veces.

Se habla con extrañeza de que un minero del salitre se haya puesto a escribir y tuviera éxito. Más bien se percibe a un escritor que se preparó para escribir durante años, y que se ganaba la vida como minero del salitre.
Ésa es una continuación de la pregunta anterior. La gente dice: “El minero que escribe”, y no ve que se trata de un escritor que fue minero.
Escribo desde 1972; la gente recién comenzó a conocerme en 1995. Ese tiempo fue de trabajo, de adquirir el oficio, de aprender. Siempre fue escribir sin pensar en publicar y convertirme en esto que llaman “un escritor consagrado”. Escribes porque eso es lo tuyo.

Un dato “curioso” que se menciona en tus entrevistas es que el único libro que había en tu casa durante tu niñez era la Biblia, pero se cita como una carencia, no como una ventaja o como una influencia literaria.
Es mi gran influencia. Los críticos aún no la notan. Es una de esas influencias que realmente abren, la influencia que forma la base para lo que uno escribe. Es un poco la teoría del iceberg de Hemingway: la obra es la punta del iceberg, lo que el público puede observar, pero para que exista debe haber una masa enorme debajo del agua, que la sostenga.
Esa masa enorme es lo que no aparece en la obra, y está impregnada de la mejor influencia. Creo que la Biblia está allí. Sin haber leído la Biblia no hubiera podido transformarme en escritor. No leí la Biblia en forma religiosa o dogmática; la leí como el más grande libro de aventuras, de cuentos, de alegorías, de leyendas, de poesía incluso. Por eso me sirvió tanto para la literatura, aunque no para creer en Dios.

Da la impresión de que en tu caso existen dos escritores: uno, el que escribe obras llenas de amor y sordidez; otro, una imagen un tanto simplista de ese escritor.
Hay una imagen armada por las entrevistas, en la que el periodista no se concentra en la obra sino que necesita al escritor como personaje, lo exótico que resulta que un minero del salitre se haya convertido en best-seller. El noventa por ciento de los que me entrevistan le dedican un noventa por ciento de atención al personaje y un diez por ciento a la obra.
Al principio me molestaba más de lo que me molesta hoy, pero llegué a una conclusión: creo en mi obra, porque trabajo mucho, soy muy autocrítico, muy exigente. No me conformo con la primera o segunda o cuarta versión de un capítulo o de un párrafo o de la novela entera. Si es necesario la puedo revisar setenta veces siete, como dice la Biblia.
Lo que el artista quiere es que su obra llegue al mayor público posible, y para eso tengo que justificar la imagen que me han forjado los periodistas, y lo hago. Sé que el lector que llegue a mis libros por lo exótico del personaje no se va a decepcionar, y allí se va a enterar de que los periodistas están fuera de foco. Para llegar a la obra, el personaje escritor funciona. Para algunos escritores, no para todos.

La notoriedad también trae un ritmo de actividades extenuante: viajes, presentaciones, etcétera. ¿Qué relación tiene con la literatura en sí?
Con la literatura en sí, ninguna. Pero con lo que te acabo de decir, del escritor que quiere llegar a más lectores, todo, y hay que hacer este sacrificio inmenso que son estos viajes para promocionar la obra. Claro, se puede decir que lo haces exclusivamente por ventas, y no tienen que creer que uno es sincero cuando dice: “Sí, me importa vender más, pero lo que me importa es que me lean más.” Y a mí lo que me importa es que me lean más, por eso acepto estos viajes en los que se puede llegar a la extenuación. Es sembrar para cosechar más lectores.

¿Por qué es un sacrificio inmenso?
Lo es para algunos escritores, los que estamos convencidos de que lo nuestro es escribir. Sólo eso: escribir.
Vivo en Antofagasta, a mil kilómetros de la capital de Chile. A mi editorial, Planeta, le interesaría mucho que estuviera en Santiago, porque le sale muy caro que cada vez que tengo que ir a Santiago deba pagarme avión, hotel, viáticos. En Antofagasta ni siquiera hago vida social, porque lo mío es escribir. Mis colegas me dicen: “Mira de lo que te pierdes por no estar en Santiago, los grandes conciertos, las grandes exposiciones, Van Gogh, Picasso.” Y yo les digo: “Bueno, mirémoslo por el que para mí es el lado positivo. Mientras tú estás viendo una exposición, yo estoy escribiendo. Mientras tú estás escuchando un gran concierto, yo estoy borrando. Mientras tú estás en un recital de poesía, yo estoy reescribiendo. Y cuando tú estás sentándote a escribir, yo ya me gané el premio.”

Una idea frecuente, incluso entre escritores profesionales, es que la inspiración y el talento son suficientes, y que la técnica puede llegar a matar la obra.
Se me acaba de ocurrir algo, y creo que allí está el meollo. Si a alguien la técnica o el oficio le mata el talento, es porque no tenía mucho talento. Si tienes talento para escribir, ese mismo talento te va a salvar de que la técnica te trague, de que crezca sobre ti como planta carnívora. Si tienes talento, sabes que la técnica te sirve, pero también hasta dónde te sirve. Si la naturaleza, Dios o lo que sea te dio sensibilidad artística, no te sirve absolutamente de nada sin el aporte de la técnica, sin haber aprendido el oficio. Pero tampoco debieras entregarlo todo a la técnica, y eso un escritor de talento lo sabe.
Se me ocurre ahora también que el talento, al final, es esa intuición que te hace ser escritor. Eres escritor porque tienes una intuición especial, y es la que te hace ver que la técnica y el oficio son importantes, y también te ayuda a mantenerlos con la rienda bien firme, para que no se te desboquen.
Es similar a lo que ocurre con los escritores que dicen que hay que escribir como se habla; eso es una barbaridad. Si yo tratara de hablar como escribo me oiría ridículo; si escribiera como hablo, mi escritura sería muy pobre.
En el idioma español, al hablar, usamos entre mil quinientas y dos mil palabras, y hay personas que no usan más de quinientas. El idioma español tiene cerca de ochenta mil palabras, imagínate. Si utilizáramos entre quinientas y dos mil palabras para escribir, nuestra escritura sería muy pobre; habría setenta y ocho mil palabras sin usar. Para decir una cosa con esta pobreza de palabras daríamos vueltas como perro persiguiendo su cola, apenas para graficar lo que queremos decir, sin ver que entre las setenta y ocho mil que no usamos hay una que dice exactamente lo que estamos pensando. Es ridículo que algunos escritores abominen de los diccionarios. Los miran por debajo del ala y dicen que es un cementerio de palabras.
Convengamos en que es un cementerio de palabras. Allí está ese ser mágico que puede darle el “Levántate y anda” a esas palabras. Un escritor que rechaza el diccionario es como un carpintero que sólo tiene un martillo, un serrucho y un par de clavos para hacer un mueble, y que rechaza una caja de herramientas que le servirá para que su mueble le quede mucho mejor.
En lo que hay que tener cuidado, y aquí es donde entra el talento, es en que hay que saber utilizar esa herramienta, porque es un arma de doble filo. Mientras más herramientas tengas, si no las sabes utilizar, más fácil es que se vuelvan en tu contra. Y para saber utilizar esas herramientas hay que estudiar mucho.
Volvemos a lo mismo: la técnica y el oficio se hacen a base de trabajo, nada más. Siempre les digo a los estudiantes, cuando me invitan a las universidades y a los colegios, que primero está el trabajo y después, tal vez, el éxito, y que en la única parte en que “éxito” viene antes de “trabajo” es en el diccionario. En la vida no.

También está la urgencia por publicar.
Es un pecado grave, del que después se arrepienten muchos. Pero están los que sienten urgencia por publicar por ingenuidad y están los otros, los mercaderes de esta cosa del arte. Quieren publicar rápido para vender, para hacerse conocidos como poetas, para que su vecina lo conozca como poeta, para que su amiguita lo conozca como escritor.

Lo de la vecina hasta sería una causa noble...
Bueno, sí. Si se consigue a la vecina está bien, pero va llegar hasta allí, que no aspire a más.
A mi casa llega mucha gente a mostrarme sus poemas, sus cuentos, sus novelas incluso, y les pregunto: “¿Usted quiere escribir o ser escritor?” Parece lo mismo, pero no lo es. El noventa por ciento, lamentablemente, quiere ser escritor. Están encandilados con esa cosa de la fama. Ven a los escritores viajando, qué sé yo, aparecer en la tele, dar entrevistas... Los que toman la literatura como un medio difícilmente van a llegar. En cambio los otros, los que quieren escribir, para los que la literatura es un fin, algún día llegarán. Y si no llegan tampoco les importa mucho: escriben y punto, y lo que les interesa es eso. Escribir ya es un privilegio.

¿Cuál es la pregunta que te hubiera gustado que te hiciera un periodista, y que no te ha hecho?
¿Qué opina de la duda? Me hubiera gustado que me la hicieran, porque pienso mucho en la duda. Dudo mucho. Creo en la duda, y dudo de las cosas en las que creo. Nadie tiene a Dios agarrado por las barbas, y abomino de los que creen tener la verdad en las manos. La duda es medicinal.

17 de abril de 2009

La nalga, ese instrumento crítico

Sólo hay un artículo que se han negado a publicarme en varias revistas y periódicos, en las columnas en las que he tenido, y es éste, escrito en 1990. Originalmente debía publicarse en La Jornada, pero la mención tan directa de las nalgas le produjo... uh... comezón al editor. Luego, en El financiero, el maese Víctor Roura, adalid de la libertad de expresión, me propuso que le cambiara el título, por lo mismo de la nalga; lo hice y a última hora se echó para atrás. Y así en dos o tres lugares más. Lo pongo aquí, donde no me censura nadie. (No, no traté de publicar en El Salvador; cuando llegué ya había perdido toda esperanza. Y sin embargo mi método es válido, y les juro que funciona, al menos para los que aún van al cine.)


“Bogart se ve más sobreactuado que de costumbre, y el melodrama llega a lo diabético en esas escenas de Europa en guerra, escenas metidas con calzador en una película que tampoco venía al caso. En fin, Michael Curtiz insiste en pregonar su mediocridad, Hollywood en patrocinarla y el público en asistir a ese patético intento de liquidar el séptimo arte. Esperamos que este último filme de Curtiz sea, precisamente, el último.”
En mi fantasía masoquista, tal sería el comentario de mi crítico cinematográfico más recurrido si Casablanca se hubiese estrenado anteayer. Yo, por supuesto, al leer la reseña, diría que los críticos no saben de lo que hablan y pensaría en una acre carta a la redacción que no llegaría a enviar, ni siquiera a escribir. Claro que cada vez que alguien hablara de Casablanca recordaría la crítica, proferiría los sarcasmos pertinentes, daría mi propia opinión sobre las bondades del cine clase B, mi interlocutor diría que sí con solemnidad y yo me sentiría de lo más feliz, al menos hasta la próxima.
Ahora bien, a lo mejor usted no se conforma con hacer una rabieta y desea tomar medidas concretas. La solución es sencilla: conviértase en crítico cinematográfico. Convénzase: nada logrará enviando cartas, ocupando embajadas o firmando desplegados: los críticos de cine no cambiarán. Con pocas y muy honrosas excepciones, no son –ni intentan serlo– representantes de esa casta de pobres gentes que creen que uno va al cine a divertirse.
Lo malo, dirá, es que para ejercer El Arduo Oficio de Crítico es necesario haber visto muchísimas películas, leído innumerables libros y asistido a por lo menos todas las muestras y foros. Se equivoca. Lo único que debe hacer para elaborar una crítica cinematográfica razonable es confiar en las reacciones de su cuerpo, que nunca miente. Concretamente, todo es cuestión de entrenar las nalgas, parte especialmente sensible al arte.
Mi medida acerca de lo buena o mala que está una película es la cantidad de dolor glúteo y el momento de la exhibición en que se produce; usted también habrá sentido molestias en la butaca, a cierta hora y en cierta película, pero de seguro lo adjudicó a problemas ajenos al filme. No es así.
Un ejemplo de lo que el dolor significa: al ver Bird comencé a sentirlo a las dos horas con veinte minutos de iniciada la cinta, y eso porque era inevitable merced a la ley de resistencia de materiales; en Rocky IV, a eso de los cuarenta y cinco minutos ya no podía con la butaca. Conclusión: Bird es una película cinco estrellas, Rocky IV es prescindible.
Otro ejemplo: Verano peligroso, con Alejandra Guzmán, la vi dos veces corridas, acogiéndome a las ventajas de la permanencia voluntaria, con un mínimo dolor; Hanna y sus hermanas terminó con mi resistencia a los veinticinco minutos. El método produce sorpresas.
Sin embargo, como ve, parte de premisas naturistas, casi zen, y no conlleva las molestias inherentes al estudio y al largo aprendizaje, con las confusiones que el excesivo bagaje cultural provoca y los resultados a veces lastimosos que vemos en periódicos y revistas. Incluso, si perfecciona su sensibilidad, hasta pueda enviar su reseña a un medio de prensa y ser querido y respetado por nosotros, los sin voz en asuntos de cinematografía.
“El efecto glúteo de la última película de Fulano es reconfortante –podría decir–. Uno siente que la butaca está forrada de plumas legítimas de ganso. Hubo una pequeña molestia en la región derecha durante la escena de... (escoja aquí algo que crea que no le haya gustado, tampoco es cuestión de ser condescendiente), pero resultó ser una falsa alarma. Un filme ortopédico. No se lo pierda.”
Eso sí, sea honesto. Y, sobre todo, sencillo y objetivo. No comience luego con que La mosca VII le produjo picazón en el metatarso o que las vértebras lumbares se le desacomodaron en la última de Valentín Trujillo. Los revisionismos, en cosas que se refieren a partes tan íntimas, dan demasiada pauta a equívocos.

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P. S. sin nada que ver con lo anterior: Yo no lo hubiera corrido por corrupto, porque eso tiene que probarse en un juicio, sino simplemente por malhablado y por p...oco prudente. ¡Qué terrible lenguaje para un alto dirigente partidario! ¡Y qué manera tan boba de caer! Para el que quiera enterarse, aquí está el clásico del año. Y un excelente trabajo periodístico de Rodrigo Baires y Carlos Martínez, tanto que tuvo efecto el mismo día de su publicación. No se pierdan los audios.
(Y luego resulta que el enemigo del pueblo es un escritor de novelas policiales y artículos sobre nalgas...)

16 de abril de 2009

Artículos inconclusos, y uno que no

En mi búsqueda en el disco duro, he hallado algunas notas para artículos que no voy a escribir por algún motivo, entre otros que quizá ya no piense lo mismo, o quizá no lo piense de la misma manera ni con las mismas palabras. Algunas ideas las usé para otros artículos y ensayos; otras se quedaron allí, y ahora las pongo acá. Estos textos fueron no escritos para la revista Tendencias, de muy grata memoria.

Escritores provincianos
El problema no es la existencia o no de una cultura nacional (una literatura nacional, en este caso), sino el considerar que la literatura pueda ser nacional, o continental o local.
El problema es, si lo hay, la autorreferencia; esto es: el establecimiento de parámetros a partir de un universo limitado. Suena pedante y complicado, pero no lo es: la “literatura nacional” parte las más de las veces del supuesto implícito de que fuera de ella no hay mucho que sea digno de tomarse en cuenta; en todo caso, “lo de afuera” es una referencia incidental, no un parámetro importante para la creación de una obra de carácter —usemos esa palabra espantosa— universal.
Uno de los escritores que más influencia han ejercido en El Salvador es Salarrué. En su tiempo, dentro de su corriente, quizá fue uno de los más importantes escritores del continente, junto con Icaza en Ecuador (Huasipungo) y Rojas en México (El diosero).
En Salarrué había, sin duda, la búsqueda de eso que a falta de mejor nombre se conoce como identidad nacional; Cuentos de barro y Cuentos de cipotes quizá sean sus obras más logradas en ese sentido. Sin embargo Salarrué nunca dejó de aparecer —en las pocas enciclopedias en las que apareció— más que como un escritor costumbrista, al que pocos conocen fuera de El Salvador. Un magnífico escritor sin duda, y quizá uno de los pocos que sobrevivieron al costumbrismo, pero el “ismo” fue su etiqueta identificadora.
Mucha de la literatura salvadoreña de las últimas décadas ha girado alrededor de Salarrué, y con razón: el hombre sabía escribir. Sin embargo, como siempre que hay un gran maestro de por medio, de Salarrué se ha tendido a copiar más la forma que el fondo: el lenguaje y hasta la temática de sus principales libros, no su técnica o —en un terreno bastante más resbaloso— su espíritu.
Mucha de la literatura salvadoreña de las décadas pasadas (incluso de la actual) se ha quedado en el lenguaje y en los giros coloquiales: el tema principal de cuentos, poemas y algunas novelas, el personaje central, la trama misma, tiende a ser ni más ni menos que el lenguaje y los giros coloquiales. No son pocas las ocasiones en las que se confía a las palabras tan propias del habla salvadoreña toda la estructura del trabajo literario y la efectividad de los elementos humanos y técnicos que Forster mencionó en aquella serie de conferencias acerca de los aspectos de la novela y de otras letras.
El riesgo es la creación de una literatura provinciana, lo cual no sería tan grave como la convicción de que ser salvadoreño y tener un lenguaje particular da a la producción literaria es garantía de calidad. (¿Quién puede saber, fuera de estas fronteras, por qué alguien extraña algo con un nombre tan críptico como “chilate” o “pupusas con loroco”?)

Elecciones
Las campañas electorales son un muy caro espectáculo que sirven para que la ciudadanía decida quién será su próximo presidente, diputado, alcalde y representantes ante el el Parlecen, un órgano que no termina de mostrar su verdadera función, siempre que ésta no sea la de dar un buen exilio a ciertos políticos.
El centro de las campañas modernas es precisamente cómo hacen los candidatos y partidos para lograr esa decisión de los ciudadanos. El convencimiento generado por las propuestas sería el medio ideal, visto del lado de la ciudadanía; visto desde el ángulo de los candidatos, el asunto tiene más que ver con la mercadotecnia que con la política.
Y a todos les parece muy natural que así sea.

Novedad y letras
La búsqueda de lo nuevo es, idealmente, una de las condiciones de la escritura. De manera soberbia o fatalista, debería existir un punto de partida a la hora de sentarse frente a la hoja en blanco o la pantalla en negro: si uno no se inventa algo nuevo, ¿qué sentido tiene escribir?
"Inventarse algo nuevo" es, claro, una premisa de lo más relativa. En primer lugar, tendrá que ver con los conocimientos previos del que escribe, y quizá --los casos son frecuentes-- "se invente" recursos de algo que alguien enunció y utilizó decenas de años atrás

Bossa nova y blues
Hay ambigüedad en las notas del bossa–nova: cada acorde es un puente, no tiene identidad propia, no tiene un valor definitivo sino como transición. Hay una interminable cadena de cosas intermedias, de acordes que no son mayores ni menores; las notas —la secuencia— no dicen sino que sugieren algo que está a punto de ocurrir pero que nunca ocurrirá.
En el bossa–nova importa el ritmo, que es irregular, y la armonía adquiere un valor percutivo. La ambigüedad, entonces, se convierte en cadencia. Los sonidos no tiene valor en tanto formen una armonía definida, sino en tanto se integren con el ritmo.
También en las voces del bossa–nova hay ambigüedad: Joao Gilberto canta con voz de niño que descubrió la música apenas en los primeros compases de la canción y que intenta con timidez moverse entre el ritmo suave y la armonía ambigua; Astrud Gilberto, con voz grave, le hace dúo y suena tan sólida igualmente ambigua en su forma y consistencia. Los hombres del bossa–nova (Chico Buarque también, y Caetano Veloso) están siempre a punto de llenar la voz de lágrimas; las mujeres del bossa–nova (María Bethania también) están siempre a punto de enojarse y regañar: los papeles que socialmente juegan los sexos no están intercambiados; sólo son ambiguos, aunque no equívocos.
Uno sabe que cuando la canción termine las cosas volverán a su estado anterior, que las secuencias de acordes serán mayores o menores, o séptimas en las transiciones, y sólo algún disminuido que, como excepción a la regla, se erigirá en un punto de emoción en medio de un todo previsible y cómodo; que las voces de los hombres y las mujeres regañarán y llorarán, respectivamente.
Pero en el lapso que ocupó la canción, en lo que duraron sus secuencias tan lógicas mientras se las escuchó y sin embargo tan artificiales cuando se piensa en ellas, el mundo se movió como en un carnaval lento y cadencioso, sin moral dominante, y el diablo en la calle: los papeles se cambiaron, la música fue metáfora de la música, el ritmo lo fue todo y la guitarra, extrañada, se mira a sí misma y no se explica cómo pudo sonar a algo para lo que no fue fabricada bajo las manos violadoras de Jobim, ese espanto de dedos.
Hay ambigüedad también en la armonía del blues, pero su carácter es harto diferente. Mientras que la elaboración excesiva del bossa–nova crea indefinición, la ambigüedad del blues deviene totalidad, contornos precisos.
Sólo hay tres acordes en el blues, y casi siempre en el mismo orden y el mismo número de compases: su pobreza es de los bolsillos, no del espíritu. Los tres acordes son séptimas, es decir puentes hacia alguna parte. Pero la subdominante no se resuelve a su vez en la subdominante (lo que llevaría a un loop incontenible), sino que regresa a la tónica, que de la séptima pasará a la dominante, una perversión armónica si las hay y, como toda perversión, harto atractiva. Y en la dominante la séptima hace que la secuencia —siempre la misma, obsesivamente— cobre nuevamente sentido: el paso a la tónica devuelve la normalidad al blues al menos durante un par de compases.
Las séptimas del blues son sin embargo un puente hacia ninguna parte (en el bossa hay un puente perpetuo hacia la nota siguiente). La séptima es una nota de transición que puede originarse en un acorde mayor o menor, y contiene a ambos. (Las séptimas menores son pequeños juegos de armonía; las mayores engloban también a las notas menores y gracias al blues han adquirido cuerpo y personalidad propios.) El que toca blues se mueve, pues, en dos mundos que podrían ser opuestos si se los viera desde la técnica, pero no desde el lado de las sensaciones: la previsible tristeza de las notas menores, el esperable optimismo de las mayores. Y, a la vez, las séptimas, que son tensión y, en el caso del blues, tensión perpetua.
Las blue notes se originan en el lado menor del espectro, mientras que el acompañamiento juega a los acordes mayores. Salvo por algunas piezas que hacen alarde de maestría técnica —Bruebeck ha jugado a juntar dos mundos que son agua y aceite, con excelentes resultados—, sólo las séptimas pueden contener lo incontenible que hay en dos mundos de sensaciones y sonidos contradictorios y excluyentes. La ambigüedad es en realidad afirmación: es la fusión de elementos incompatibles que se da en notas que pertenecen a la transición, pero no hay transición, sino secuencia.
El bossa–nova es música pura, sonido total —su ambigüedad particular lo hace inaprensible, y hay que aceptarlo como es—; en el blues la música es un pretexto, y la ambigüedad sólo sirve para expresar sentimientos encontrados. En el bossa, el amor es siempre ideal, y de allí la ambigüedad de su ejecución a todos los niveles; en el blues el amor es real, y la realidad provoca ambivalencia.
En el bossa hay susurros; en el blues hay el grito siempre, aunque sólo se oigan susurros. En el bossa hay sensaciones que se transforman en cadencia y se regocijan en el devenir; en el blues hay obsesión, y toda obsesión es cadencia.

Y éste que sí terminé, que se publicó en la columna Clase B, del diario mexicano El financiero, en 1991 o 1992, en estricto WordPerfect 5.1, cuando los módems de 2,400bps y los CPUs a 16MHz eran tan avanzados como los cuatro megas en RAM de mi AT 80286, con su modernísimo disco duro IDE de 40 megas (el equivalente a menos que un CD en mp3):

Cuidado con la máquina
Por allá por 1960, Orson Welles filmó El proceso, una adaptación de la novela de Franz Kafka, con la actuación de Anthony Perkins. El tema: la burocracia condena a muerte a un hombre por un delito del que jamás se habla, y que seguramente ni siquiera cometió.
En la película --Kafka no llegó a saber de esas cosas-- Wells insinúa que la causante de todo ese caos es una inmensa computadora en la que los hombres han descargado todas sus responsabilidades legales, administrativas y hasta amorosas, a la que incluso le confían la decisión sobre quién debe vivir o morir.
No es que la computadora de Wells sea un ente malo: simplemente es una máquina, tan susceptible de errores como los que la programaron. Pero los humanos se dejan llevar por su lógica irreductible –la de la máquina–, y el resultado es, desde luego, el absurdo.
Existían máquinas nefastas en Metrópolis, de Fritz Lang, filmada en la segunda década del siglo. La peor de ellas es un clon de la dulce María, que –horror– incita a los obreros a la lucha de clases. Son las computadoras quienes provocan la casi destrucción de la humanidad en la serie Terminator. Entre ambas películas apareció ese inolvidable y conmovedor psicópata que es Hal 9000, la máquina humana de 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
El colmo de la mitificación de las computadoras fue Virus mortal, en la que un virus computacional provocara las muertes más terribles. ¿Jalado de los cabellos? Sí, pero no: hay gente de soporte técnico que ha recibido llamadas de usuarios que preguntan –avergonzados, eso sí– si un virus computacional puede afectar a los que usen la máquina infectada.
Es indudable que existe una poderosa interactividad entre el usuario y su computadora, es decir entre el usuario y un software y un hardware creados para desarrollar funciones amplias, pero necesariamente limitadas. Una relación, para decirlo pronto, como la que se podría establecerse con una pluma fuente y un papel o con un juego de escuadras o un taller tipográfico.
Es cierto: a través de las computadoras se puede optimizar la destrucción, como ocurrió en Irak a través de Nintendos de miles de millones de dólares; los monstruos del juego eran soldados y niños, 10,000 puntos extra por cada objetivo destruido, sólo 2,000 si se trata de un hospital civil. Pero también con una noble herramienta de trabajo como podría ser un martillo se han perpetrado crímenes espeluznantes.
El problema ya lo habían considerado los profetas que vieron el apocalipsis en esa caja llamada televisión (bueno, algunos): lo que anda mal no es el medio, sino los contenidos. MacLuhan se quitó la pedrada enunciando que el medio es el mensaje: la frase es tan tramposa que, tantos años después, no ha sido refutada de modo convincente, ni siquiera comprendida en toda su extensión.
Kubrick, en la ya citada 2001, da una pista acerca de lo que es una computadora cuando los homínidos descubren, como Caín, los usos de una quijada de animal. En la toma final de la escena, uno de los trogloditas, en un arranque de emoción, arroja un al cielo un hueso, que de pronto se convierte en un transbordador de Pan American que hace un viaje regular a la Luna. El transbordador, como el hueso, son simples extensiones de la mano humana.
También lo es la PC o la Mac que uno tiene sobre su escritorio o sobre el escritorio de la oficina. Y también Hal 9000, con su voz perturbadora, cuando arroja al espacio a los astronautas que se encuentran en hibernación.

15 de abril de 2009

Recital de poesía de jóvenes

Mañana, en el Centro Español (no confundir con el Centro Cultural de España) se realizará un recital poético con varios escritores jóvenes. Entre ellos se encuentra Herberth Cea, compañero de La Casa del Escritor. La dirección --como se ve en la invitación-- es Paseo Escalón y83 avenida norte,

14 de abril de 2009

La literatura light y el apocalipsis

(Artículo publicado en la revista Forja, San José, Costa Rica, en enero o febrero de 1999. No viene al caso en este blog, pero me lo encontré en el disco duro y se me antojó reproducirlo. Además me estoy poniendo light. Mira que hacer un post acerca de las pastillas Altoids... Eso sí: el site de Altoids está buenísimo. Y las Altoids también.)


En realidad el asunto no es nuevo: cada cierto tiempo las trompetas del Apocalipsis soplan sobre la literatura y prometen hacerla víctima de la más terrible de las pestes: el olvido.
Buena parte de la preocupación se centra ahora sobre la llamada “literatura light”, que según muchos está captando a un buen porcentaje de lectores en detrimento de la “literatura seria”. Las previsiones —los temores— son en el sentido de que la primera desplazará paulatinamente a la segunda, y que en unos años sólo podrá encontrarse en las librerías la obra de escritores light, que crearán a su vez lectores light, y buena parte del pensamiento crítico y analítico que genere la literatura será, por lo tanto, de consistencia light.
Un fenómeno así sería un duro golpe para la evolución del pensamiento: el Poder —ese bicho indescriptible pero cierto— se adueñaría con facilidad de los intelectos de personas poco acostumbradas a los rigores de la razón, y no habría sueños lo suficientemente intensos para oponerse a los designios de quienes temen a la imaginación.
Son muchas las cosas que a lo largo de siglos han conspirado contra la literatura: las quemas de libros promovidas por la Inquisición y el oscurantismo nazi, las políticas “proletarias” de Stalin, la paranoia de las dictaduras militares latinoamericanas, la de ciertas izquierdas, ciertas derechas y más de un centro... El cómic, el cine, la televisión fueron vistos, a medida que aparecían, como grandes enemigos de las letras, pues resultaba obvio para sus detractores que no tenían nada que ver con el conocimiento y atraían con sus hechizos a los lectores reales o potenciales.
La literatura parecería que es incapaz de soportar ya no los siglos de terror inquisitorial, sino la simple evolución del mundo y de sus cosas, pero allí sigue, gozando de cabal salud. Curiosamente, no es de los enemigos de los que pueden salir los mayores atentados, sino de los miembros del bando propio, quizá por la tendencia a mantener la pureza de sus manifestaciones.

LA NOVELA, ESA SEÑORA OBESA
Sin ir más lejos, E.M. Forster, en Aspectos de la novela, pone en riesgo la vigencia misma de un género que es quizá el icono más venerado de eso que por comodidad se llama cultura. Para Forster, la novela es “una ficción en prosa de cierta extensión”, y tal extensión debe ser, a su juicio, de por lo menos 50,000 palabras. Si uno se toma en serio las definiciones, buena parte de la literatura está en peligro mortal.
Las conferencias de Aspectos de la novela fueron dictadas en 1927, y precedieron apenas una serie de cambios sociales, económicos y culturales vertiginosos que Forster no pudo prever, ni era su papel. En el género novelístico en particular, de Forster a la fecha surgió una marcada tendencia a la economía de recursos: historias en general más ajustadas a la realidad inmediata de los escritores y lectores; personajes extraídos de la vida cotidiana, tramas en las cuales todos los elementos están a la vista del lector, descripciones escuetas y un cierto desprecio por la retórica.
Este cambio coincidió con (y fue producto de) varios factores importantes: la crisis económica global de 1929, el auge de la industrialización y una vida que se hacía cada vez más rápida y difícil de manejar. Uno de los resultados fueron novelas que ni de cerca alcanzaban las 50,000 palabras, y que sin embargo respondían estructuralmente a las exigencias del género. Buena parte de la producción novelística estaba (y está) formada por obras de 50,000 o más palabras, pero un porcentaje cada vez mayor rompía (y rompe) con la regla, si es que alguna vez se ajustó a ella. De 1927 a la fecha pueden mencionarse El extranjero, 62/Modelo para armar y Pedro Páramo, ejemplos de parquedad y efectividad. Mucho más atrás en el tiempo, basta con recordar Lazarillo de Tormes y las Novelas ejemplares de Cervantes, y en el extremo de la economía se halla la obra de Onetti y las “micronovelas” de Yasunari Kawabata, que en quince o veinte páginas despachan asuntos de veras complejos.
Algo importante ocurrió en los años treinta, que quizá tiene que ver con el tema de este artículo: un incremento en el rango de lectores de novelas y en el de los escritores. Antes, la escritura estaba reservada, con notables excepciones, a personas con una minuciosa formación académica y una preparación técnica fuera de serie, y se requería de lectores harto especializados para disfrutarlas. De pronto, gente común y corriente (como Hemingway y los novelistas negros) incursionó en la literatura, y detrás llegaron los lectores respectivos, que quizá no compartieran las sutilezas de escritores más académicos, pero que deseaban leer. La democracia —ese bicho raro— ponía el fuego de las letras en manos de los mortales.
Es paradójico que la definición de Forster se corresponda particularmente con expresiones literarias que han sido incluso despreciadas por los estudiosos, en especial los llamados best-sellers. El motivo de que libros como los de Morris West, Irving Wallace y cientos más sean tan extensos no tiene que ver con su complejidad —que la tienen—, ni con la búsqueda de la pureza del género, sino en el hecho de que sus compradores esperan muchas letras a cambio de su dinero, y los editores y escritores se las dan para mantenerlos contentos. Una consideración tan pedestre no debería formar parte del proceso de fabricación de sueños, pero los lectores de best-sellers son amplia mayoría desde hace años: si se tratara de democracia, poco tendrían que criticar los lectores, escritores y estudiosos de la “literatura seria” ante tanta realidad.

LA SOPORTABLE LEVEDAD
En su libro póstumo Seis propuestas para el próximo milenio (Siruela, 1998), Italo Calvino habla de la necesidad de un viraje de la literatura hacia un estado de “levedad” que la haga más adecuada a los tiempos que corren. La literatura, según Calvino, debe plantearse como “una necesidad existencial” y, al contrario de Sartre o Kierkegaard, que en su momento asumieron la misma premisa para lograr algo de densidad en las letras, debe buscarse “la levedad como reacción al peso de vivir”.
El propio ensayo de Calvino (una conferencia preparada en 1985) sufre de esa levedad que proclama: a partir de la enumeración de ciertos mitos antiguos y referencias a veces forzadas, llega a la conclusión de que la levedad es deseable para la literatura de fin de milenio. No hay argumentación, sino la gana de que las cosas pasen de cierto modo; el simple planteamiento parece ser motivo suficiente para que las premisas deban convertirse en realidad. Pero no se trata de criticar a Calvino, sino de echar un vistazo a lo que se conoce como literatura light.
Varios autores vienen a la mente cuando se habla de ella: Isabel Allende, Marcela Serrano, Milan Kundera (con la notable excepción de La broma), Angeles Mastretta, Guadalupe Loaeza... Podrían sacarse conclusiones del hecho de que la lista de escritores light esté mayoritariamente formada por plumas femeninas, pero la corrección política indica que no debe hacerse caso de este fenómeno, que por otra parte es casual.
Antes habría que ponerse de acuerdo respecto a lo que define la literatura light, y el asunto es de entrada complejo: los parámetros necesariamente serán subjetivos. Buena parte de los críticos pretenden hacer creer que existen medidas “objetivas”, por lo menos precisas, para juzgar una obra literaria (o musical o pictórica). En realidad, el único método posible para el análisis de una obra artística es el comparativo: mientras más puntos de referencia tenga una persona (en este caso, mientras más libros haya leído), mayores y mejores posibilidades tendrá de acercarse con conocimiento de causa a una obra literaria en particular, y por tanto de juzgarla. Y hasta esto es relativo: para comprender a Borges o a Musil no basta con haber leído a todos los best-sellers, y el hecho de haber leído a Musil o Borges no garantiza que se adquieran los instrumentos necesarios para descifrar siquiera a los best-sellers. Sin contar con que la “densidad” de una obra literaria está determinada por el contexto cultural, varía de época a época y, a veces, de lugar a lugar.
El ejemplo más obvio es El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha: en la actualidad se sabe (se acepta) que es una de las grandes obras de la literatura universal. Sin embargo, en su momento fue severamente atacada por figuras de la talla de Quevedo y Góngora, de quienes podrá decirse lo que se guste, excepto que no supieran su oficio.
El problema que tenían los grandes del Siglo de Oro con El Quijote era que se trataba de una novela para el vulgo, para la masa, esto es: de una novela comprensible para cualquiera que no fuera analfabeto, y que carecía del rigor técnico necesario para llamarse “literatura”. En resumen, El Quijote era una novela light.
La aseveración es risible a estas alturas de la vida, pero Quevedo y sus compañeros tenían razón: El Quijote, visto desde su punto de vista, tiene fuertes carencias técnicas que por otra parte no explican nada, sobre todo si se toma en cuenta que Cervantes fue el creador de lo que ahora entendemos por novela, un género que Dostoyevski —cuyas obras llegaron a aparecer por entregas en “revistas para señoras”— llevó a su forma definitiva.

LA INSOPORTABLE DENSIDAD
En definitiva, ¿qué distingue a la “gran literatura” de la “pequeña literatura”? Se trata de una pregunta sin respuesta aceptable, es decir: no puede darse una respuesta que funcione para todos los casos, ni siquiera para un cómodo porcentaje.
Es obvio para un lector avezado que Cortázar y Borges son grandes escritores, y si fuera necesario podría ponérseles sin problemas el uno al lado del otro, a pesar de que lo que los hace grandes no es lo mismo ni puede juzgarse con las mismas medidas. Vallejo, Neruda y Eliot podrían compartir el mismo altar, si de eso se tratara, y sin embargo no hay modo de encontrar un parentesco entre ellos más allá del hecho de que escriben dentro de una forma literaria particular llamada poesía. La pregunta es: ¿qué los hace grandes o “más grandes” que otros? ¿Qué hace a Quevedo superior a Bécquer, a e.e. cummings análogo a García Lorca (aunque “inferior” a Vallejo), a Virgina Woolf superior que Graham Greene, aunque éste sea un novelista excelente? Las preguntas anteriores parten de apreciaciones personales que sonarán antojadizas o injustas, aunque podrían ser demostradas de un modo u otro; para la demostración, dado el caso, deberían buscarse argumentos basados en preferencias personales, no en parámetros estables.
Desde un plano más o menos elemental, podría aventurarse que lo que hace la densidad es el manejo de la información según un tema determinado. Si se piensa en El péndulo de Focault uno podrá decir que acertó en la primera premisa, pero basta con recordar Los bufones de Dios, de Morris West, y La palabra, de Irving Wallace —dos obras de escritores light, si quiere considerarse así a los best–sellers— para darse cuenta de que el asunto no va por ese lado: pocos manejan mejor la información que los best-sellers, quizá como manera de contrarrestar cierta carencia de eso que podría llamarse “rigor literario”.
Debería entonces pensarse en el modo de procesar la información, es decir: en la profundidad y trascendencia que se le dé al manejo de información dentro de una obra determinada. Encontraríamos entonces que Dos Passos, en Manhattan Transfer, y Musil, en El hombre sin atributos, recurren a collages de información en bruto, que adquieren todo su valor dentro del contexto aunque no por sí mismos, mientras que Michael Crichton, logra profundidades apabullantes en Parque Jurásico, otro best-seller.
Podría pensarse en el manejo del lenguaje, y nos encontraríamos con Roberto Arlt, que es grande a pesar de que su sintaxis y su sentido del idioma son deficientes hasta el dolor, y con B. Traven, que escribe como un principiante, pero cuyo poder de expresión es algo fuera de serie. Si buscamos en el manejo de las estructuras, nos encontraremos con que los cuentos de Borges están mal armados (si los de Cortázar son la medida), sus personajes son acartonados, y sin embargo hay en ellos una magia y una grandeza más allá de las formas.
Con cualquier regla que se mida, tarde o temprano uno se encontrará con que sólo es suficiente para un cierto espectro de escritores, y aun así el asunto sería engorroso: al hablar de Goethe, ¿cómo no caer en la tentación de considerar Fausto como una obra “densa” y Werther como una obra light?
En definitiva, ¿hay una literatura light? Desde el punto de vista de algunos profesionales de las letras, críticos, escritores y un grupo “selecto” de lectores, sí. ¿Qué significa en este caso el término Light? Quizá que las obras no tienen la profundidad, técnica, elaboración y manejo de referentes culturales que las obras densas... que no pueden ser cuantificados, y en esa negativa a cuantificarse está precisamente parte del encanto de la literatura y del arte en general. Desde otro punto de vista —el de la historia de la literatura—, simplemente existen libros y autores; algunos siguen vigentes después de azarosos siglos, la mayoría no.
Si existe la “literatura light”, no es un “peligro” para las letras “serias”, como no lo fue en 1929 el surgimiento de una novela más popular, con Hemingway y los novelistas negros y los magos de la ciencia ficción, ni la novela de aventuras el siglo pasado ni la de caballería antes de Cervantes, así la Inquisición la haya condenado al ostracismo: simplemente ha ido ampliándose el espectro de lectores y, claro está, de escritores. Lo mismo puede decirse de los best-sellers o los cómics: no atrajeron en exclusiva a los lectores de literatura “seria” para dejarlos empantanados en un camino sin retorno, sino que crearon un nuevo público, a la vez que respondieron a las necesidades de los que deseaban leer, pero no encontraban satisfacción —por los motivos que fuera— en lo que existía.
Borges decía que sólo el tiempo es capaz de juzgar qué autor o qué obra valen realmente la pena de sobrevivir. Quevedo y Góngora se equivocaron con Cervantes, pero no podían saberlo. Colette es, a estas alturas, una pieza de museo, aunque también lo son muchísimos que en su tiempo fueron considerados baluartes inamovibles de las letras, como Gautier, Thackeray y el más agrio crítico y plagiario de Cervantes, Avellaneda.
Ernesto Sabato afirmaba alguna vez que un escritor plantea cuál es su relación con el universo y del universo con él. Mientras más rica y compleja sea dicha relación, más compleja y profunda será su obra y —podríamos extrapolar— correrá menos el riesgo de caer en las garras de lo light.
En todo caso, lo importante es leer; ya se ocupará el tiempo de poner cada cosa en su lugar.

13 de abril de 2009

Curiosamente fuertes

Uno de nuestros vicios más recientes (y por lo tanto más incontenibles: nos hemos acabado una cajita en un día) son las pastillas Altoids, de menta y de yerbabuena. Su característica principal es que son --disculpen la palabra, pero no hay otra-- encabronadamente fuertes en relación con otras cosas similares, Mentitas (mr) incluidas.
Otra característica menos obvia, pero bien interesante, es el modo en que se anuncian a sí mismas: "Las originales y celebradas ALTOIDS. Mentas curiosamente fuertes."
El adverbio "curiosamente" --que la hace de adjetivo también-- es... uh... curioso. La mayoría de productos se anuncian como excelentes, deliciosos, grandiosos, únicos, etcétera, no como "curiosos". En este caso, pareciera que los propios fabricantes de las Altoids compartieran la sorpresa del consumidor cuando se pone una pastilla en la lengua, y dijeran: "¡Son fuertísimas! ¿Cómo le hacemos para lograrlo?" Hay un guiño al consumidor, y también sentido del humor, que se agradece en cualquier circunstancia. Y no poco de vanidad: "¡Qué buenos somos que hemos fabricado unas pastillas más fuertes de lo que esperábamos!"
Es interesante también que no haya letreros de Altoids por todas partes: el propio producto es la publicidad. Primero, por la... eh... curiosa caja de metal en la que vienen las pastillas, de las que ya no se hacen, en aras del plástico y las bolsitas de papel metálico. Luego, por el "lema" que rodea el nombre del producto y, si uno se toma la molestia o tiene vista suficiente, porque se declara que las pastillas en cuestión se fabrican ¡desde 1750! No es en vano que uno pague dos dólares con varios centavos por cada cajita: uno está comprando una tradición, está siendo parte de algo que empezó hace doscientos y pico de años. No se trata de que la empresa venda o no sus productos: se trata de que uno tiene el privilegio de comprarlos. Y eso se ve desde que uno está en la caja del súper y nota que, en medio de Snickers y Salvavidas diversos, hay "algo" diferente que vale la pena de comprar, sin necesidad de que le hayan bombardeado a uno el cerebro con publicidad agresiva ni conductismos baratos.
Altoids tiene un sitio en internet que es una delicia. No se lo pierdan. (Y hay muchos más sabores de los que venden en el Selectos... Lo que es el subdesarrollo, chale.)