30 de julio de 2006

Un viejo conocido

En El día ya estábamos acostumbrados a las amenazas de muerte, mucho más a los insultos y otras hierbas. Los que nos dedicaban su tiempo --o su ocio-- anónimo muy amablemente pedían al reportero de guardia de la redacción que los comunicaran a la sección internacional y hasta daban las gracias. Cuando los comunicaban, empezaban los insultos o las amenazas. Aunque no decían su nombre, sí hablaban de los motivos por los que nos iban a matar, y al menos teníamos una idea de a quién echarle la culpa.
Por ejemplo, un par de veces me llamó alguien que me decía que, si seguíamos publicando las mentiras que publicábamos acerca de El Salvador, iban a descuartizar a mi esposa y a mi hijo. La primera vez lo mandé al carajo; la segunda simplemente le colgué. No volvió a llamar.
Es obvio, veintitantos años después, que ninguno de los que amenazaban iba a cumplir las amenazas, pero de todas maneras impresiona, y a veces salía del diario con cierta paranoia. A algunos compañeros argentinos los llamaban por cosas que tenían que ver con su país, e igual les decían que les iban a hacer cosas bien feas a ellos y sus familias. Los que llamaban con acento cubano hablaban con cualquiera que contestara, y eran los que sí provocaban reacciones; llamaban con amenazas de bomba o decían que iban a ametrallar el periódico.
Cuando las amenazas eran de bomba, se llamaba a la policía. No recuerdo que hayan evacuado más de un par de veces; generalmente se trataba de inspeccionar todo y listo, hasta la próxima. La tendencia era ignorarlos, pero la historia es la historia: a principios de los sesenta un militante anticastrista había lanzado una granada de mano a los talleres. Para suerte o desgracia, cayó bajo el carro del subdirector Javier Romero, y lo llenó de agujeritos que terminaban en el techo del taller. Nunca quitaron las esquirlas del techo, como muestra de orgullo por el trabajo cumplido. Lo de la ameaza de ametrallar sólo provocaba que cerráramos las cortinas del frente y la parte de atrás, y un par de agentes se ponía a vigilar, por si las dudas.
Poco antes de la invasión de Israel a Líbano, en 1982, comenzó una andanada constante de insultos y amenazas, al principio anónimas, como casi todas las demás. Fueron las más tupidas. Nos avisaban desde la redacción que llamaban, contestaba el editor en turno (Carlos Vanella o yo) y empezaba la serie más rabiosa y enferma de palabras feas que hubiéramos oído, dichas con acento extranjero. Nos acusaban de ser nazis, seguidores de Hitler, pro terroristas, cómplices de los terroristas palestinos y nos amenazaban con cosas más o menos imprecisas, pero siniestras. Cuando los asesinatos de Sabra y Chatila se puso peor: no entendíamos que la legítima defensa, que eran baluartes terroristas, qué sé yo.
Por esos días también comenzó a llamar el entonces agregado de prensa de la embajada de Israel, David Daddón, con su nombre y apellido, y más o menos nos decía lo mismo que el de los anónimos. No voy a decir que él era quien a veces llamaba anónimamente para decirnos cosas no muy diferentes a las que decía con su nombre y apellido, porque un diplomático no se comporta así; lo que sí sorprendía era la unificación de criterios de los que llamaban con acento extranjero para dar sus puntos de vista acerca de nuestra cobertura informativa respecto de la política de Israel hacia los palestinos y libaneses.
Al anónimo le colgábamos. Cuando llamaba Daddón, generalmente oíamos en silencio lo que tuviera que decir y, cuando exigía que se publicara la versión "real" de los hechos (es decir la de ellos), le decíamos tranquilamente que enviara el boletín correspondiente y con gusto lo incluiríamos en la información. Si no lo publicábamos, nueva andanada. Si lo mezclábamos con la información, igual, porque entonces estábamos descontextualizando. Y, la verdad, no íbamos a publicarlo en nota aparte, en espacio preferencial, con los encabezados que él pedía, porque no estábamos para hacerle publicidad a la embajada de Israel (para eso había un departamento comercial), sino para dar toda la información posible de la manera más correcta posible.
A veces nos decían desde la redacción "Habla su cuate de la embajada de Israel", y pedíamos al reportero de guardia que le dijera que estábamos muy ocupados, que no estábamos para insultos o que no queríamos contestarle, que llamara más tarde o al día siguiente. Y el tipo furioso, y después de alguna de ésas había un par de llamadas anónimas más furibundas que de costumbre. Coincidencia, supongo.
Por allí de mediados de 1983 Carlos Vanella, entonces jefe de internacionales, se hartó y le dijo lo que había querido decirle en los años anteriores: que era un hijo de puta y que se fuera a la mierda, que si quería gritarle, que fuera y lo hiciera frente a frente, y que no iba a publicar una línea más de lo que enviara. La reacción de Carlos, siempre mesurado y de una corrección que amansaba fieras, dejó helada a toda la redacción de internacionales y parte de la de nacionales, porque por primera vez en años se puso a gritar, y a gritar en serio. Claro que estaba a punto de regresar a Argentina después de siete años de exilio en Mëxico, y ya se sabe cómo ponen los viajes a algunas personas. En todo caso le aplaudimos, y él ni siquiera nos vio y se encerró en su trabajo, un poco avergoanzado de haber reaccionado así.
Daddón dejó de llamar unas semanas, o no me di cuenta de que llamara. Se fue Carlos y quedé a cargo de la sección internacional, y allí me tocó a mí soportarlo. Traté de ser cortés y no se pudo. Traté de razonar y no se pudo, en el plan de "señor, ésa es la línea editorial del periódico y, si quisiera, no podría cambiarla". Nada. Me daba un poco de miedo de que se le rompieran las cuerdas vocales o una venita en el cerebro, en serio. Y allí me di cuenta de que no había visto nunca a Daddón para atribuirle venitas en ninguna parte, y no se me antojaba. Al final opté por una política, que fue decirle: "Señor, voy a colgar." Y le colgaba. Si volvía a llamar y oía su voz, colgaba de nuevo. Y así sucesivamente.
Un día me llamó otra persona, Dina Siegel, y se identificó como representante de B'nai B'rith Internacional, la organización sionista mundial. Me temo que después de varios años ya no tenía paciencia para aguantar gente que me hablara de lo bueno que era Israel y de lo terroristas que éramos nosotros, le dije que le iba a colgar y le colgué. No sé si unos minutos después o al día siguiente, pero me avisaron de la puerta que me buscaba una señora Dina y que quería hablar conmigo. Bueno, dije, al menos voy a ver de frente a alguien de los que han estado fregando todo este tiempo. La hice pasar.
Llegó con un estricto y bien cortado traje sastre. Yo vestía muy mal, como acostumbro, y no estaba nada contento. Le di la mano y lo primero que me dijo fue que "eso no podía seguir así". Le dije que, en efecto, no podía, y que para mí el ser judío o sionista o musulmán o ginecólogo no autorizaba a nadie a estar molestando a la gente que hacía su trabajo. Dina entonces lo resolvió del modo en que, descubrí después, resolvía las cosas: me invitó al día siguiente (o al siguiente) a comer un sándwich en Shirley's, un restaurante que estaba a la vuelta del diario, sobre Reforma, a unos pasos del cine París. (¡Una maravilla el cine París! Creo que ya desapareció, o que no es lo que era antes.) Nos despedimos muy formalmente, después de algunas frases de conveniencia, y me puse a trabajar en lo mío.
Conocía, desde luego, acerca de la historia del estado de Israel, de Theodor Herzl, de la "cesión" de Palestina por la Liga de las Naciones para crear el estado judío, del apoyo de los banqueros ingleses y todo lo demás. También había leído sobre la historia de la OLP, de las resoluciones de la ONU que nunca se cumplieron y qué sé yo. Y de las masacres que se estaban realizando en ese momento, quizá tan graves como las de ahora.
La plática con Dina fue agradabilísima, y el sándwich estuvo muy bien. Nos echamos tres o cuatro horas hablando de lo que fuera, y sólo entre tema y tema, como para definir posiciones, hablamos de la línea de El día y del B'nai B'rith, de lo malcriado que era Daddón y de que, bueno, para llevarse mal no era necesario gritarle a la gente. Cuando nos estábamos despidiendo, Dina me dijo algo así como: "Me impresiona que no me hayas dicho que entre tus mejores amigos hay judíos. Es lo que dicen los racistas." La verdad es que no tenía idea de que algo así fuera medida para detectar racistas, ni tampoco que "judío" fuera una raza, y la verdad es que no le pregunto a la gente acerca de su religión. (El extremo fue con mi amigo Sandro Cohen: apenas unos meses después de conocerlo me enteré de que era judío, y tuvo que explicarme que el apellido "Cohen" tiene no sé qué importancia especial dentro del judaísmo. Y después nos pusimos a hablar de teología, claro, que es apasionante, porque Sandro de eso sabe, y a mí me gusta oír.)
Las cosas cambiaron. Al día siguiente, si no esa misma tarde, me llamó Daddón para decirme que Dina le había contado de nuestra plática, y a su muy particular modo se disculpó y dijo que, por su parte, llevaríamos una relación cordial. Estuve de acuerdo y por primera vez, después de hablar con él, colgué con suavidad y una sonrisa.
Igual seguíamos publicando noticias en las que contábamos las cosas feas que hacía Israel, e igual enviaba unas notas que daban miedo por sus acusaciones; al menos sabíamos que no caería sobre nosotros la furia del Mossad. Antes de enviarlas hablaba por teléfono: "Hola, Rafael. Habla David Daddón." "Hola, David. ¿Qué hay de nuevo?" "Mira, con respecto a la noticia tal y tal, te voy a enviar una nota un poco fuerte." "Mándala, por favor. Con gusto publicamos lo que haga falta." "Gracias." Si hacíamos un editorial en el que se hablara de Israel y sus cosas, lo que mandara se publicaba en un espacio equivalente. Bien fácil, bien tranquilo y todos con la adrenalina en su lugar. Igual Dina llamaba de tarde en tarde o llegaba a dejar información, a la que se le daba el tratamiento adecuado, como siempre, y creo que hasta nos fuimos a tomar algún café alguna vez. Agradable platicar con ella, la verdad.
En fin, un día, ya en 1984, David Daddón debía regresar a Israel porque se terminaba su tiempo en México, y Dina me invitó a desayunar con él para que por fin nos conociéramos en persona. Y fui.
Era un tipo muy joven, hasta un tanto tímido, y creo recordar que culto. Hablaba de Israel con un amor que desarmaba, aunque no pude olvidar que ese amor en algunos momentos se llegó a expresar como odio violento a los demás, una de las tantas cosas de la vida que tampoco he llegado a entender. Nos reímos un buen rato y nos despedimos como viejos enemigos. Al poco tiempo también renuncié al periódico El día y me dediqué a hacer guiones de historieta y a dar talleres de literatura en provincia, y no volví a saber de Daddón, y de Dina sólo a través de amigos comunes.
Hace unos días leí en La Jornada de México que David Daddón es ahora el embajador israelí, y que había vuelto a los exabruptos. La nota puede encontrarse aquí, con foto y todo. Y aquí está la pertinente reacción de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Ojalá que Dina esté por allí para que lo ayude a recapacitar. Ese modo de insultar a la gente no es sano.

Gracias también, Jacinta

Jacinta Escudos publica aquí, en su blog, un generoso post acerca de La Casa del Escritor. Gracias, Jacinta.
Hay algo, muy poco, que me gustaría precisar: el estado salvadoreño cuenta con muchísimos espacios para trabajar cosas de cultura (como 170 casas), pero faltan promotores y gente que ocupe esos espacios. Algunos directores o encargados --no todos-- se ponen solemnes o autoritarios con respecto a sus espacios, o prefieren que sean bibliotecas escolares; otros, con mucha buena voluntad, no tienen el entrenamiento necesario para cosas de largo plazo, y se dedican a eventos buenos y necesarios para la comunidad, pero efímeros. Aun así, cuando se trabaja en coordinación con ellos, se logran maravillas. Durante tres tres años, en diversas temporadas, estuvimos trabajando en un archivo de historia social (ya lo pondré en la página de La Casa) y en talleres de acuarela y de métodos de enseñanza con Don Schairer y Karen Schairer, de la Northern Arizona University. Nos movimos a lo largo y ancho de las casas de la cultura, de Ahuachapán a las islas del Golfo de Fonseca, y los directores mostraron una efectividad fuera de serie para organizar lo que hacía falta y para unir gente dentro de sus comunidades.
Creo que el gran problema no son los directores de las casas (de que los hay, los hay), sino que muchos artistas o artistas en formación se resisten a ocupar espacios que son" del gobierno", y con el gobierno no quieren nada, por convicción o porque está bien visto ser contestatarios. (Y ser contestatarios es otra cosa.) Los espacios son del estado, es decir parte de nuestro patrimonio, y por esa confusión están subutilizados. Otros lo que buscan es dinero (en forma de talleres, becas, empleos temporales, etcétera), quizá con razón, y, cuando no lo obtienen, atacan, sabotean o pierden el interés. (Cuando inauguramos La Casa me tocaron algunos, los más rabiosos, porque no los contraté. Aún aparecen de vez en cuando.) Tengo tres años y medio sin presupuesto, aparte de sueldos y mantenimiento (que después de todo es un presupuesto básico), y puedo estar seguro de que el que llega lo hace porque realmente quiere ir, y que lo que busca es precisamente lo que encuentra, y viceversa. Lo malo es que tengo varios años cargando un proyecto bien bonito para una escuela de escritores, que ni siquiera es caro. Pero, si así toca, así toca; el espacio está allí, y es un espacio que mucha gente aprovecha.
Creo que lo más importante de La Casa del Escritor es la voluntad de trabajar y la disciplina de su gente. Me enorgullece mucho, de verdad mucho, ser parte de una comunidad así. No es un grupo, porque los grupos dan pereza y se ponen a hacer lo mismo y así no vale la pena. Sólo somos gente que se reúne a platicar. O a bailar. O a hacer video. O a lo que sea.
Hoy Nelson Ochoa propuso un taller de paracaidismo, para diversificarnos un poco más. Que no cuente conmigo, porque me da terror la altura, pero igual lo armamos, cómo no, siempre y cuando no haya que pagar gasolina. (Pueden saltar del techo de la recámara de Salarrué, y la Puerta del Diablo y el Mirador nos quedan cerca.) Hubo uno de defensa personal para mujeres, los domingos, después del taller literario, y otro de guitarra y solfeo que dio mi hijo durante un año. Nuestra amiga la Usuaria Anónima dio uno de juegos para niños, que por desgracia no duró mucho, por causas ajenas a la voluntad de todos. Y se siguen aceptando propuestas.

27 de julio de 2006

Rafael Menjívar, entomólogo

Me emocionó mucho leer un titular que dice que Rafael Menjívar es entomólogo y estudia el mosquito Aedes, porque a veces hace falta cambiar de actividades y porque los insectos --excepto los zancudos-- me caen esencialmente bien. Pero resulta que es un tocayo que trabaja en la UES. La noticia está aquí.

Sólo la voz

Uno de los primeros proyectos de La Casa del Escritor, cuando de La Casa sólo existía la idea, fue la recopilación de voces de escritores salvadoreños. Le pusimos Sólo la voz por el magnífico poema de Hugo Lindo, del mismo nombre, formado por 47 partes. (Era excesivo, don Hugo. Desmesura, su última obra, es un poema de más de 300 páginas a verso corrido, y es muy bueno. Y quedó inconcluso, que conste.)
Hasta ahora hay más de dos docenas de voces de escritores "consagrados" (no me gusta la palabra, pero la dejo), y otras tantas de escritores jóvenes o menos jóvenes.
La idea ha sido publicar discos con todo lo que hay, pero algo falla cada vez que se ha lanzado el proyecto. ("Dinero" es una palabra que causa resquemores, dudas o imposibilidades.) Ahora, poco a poco, comenzarán a publicarse en colaboración con la revista Cultura de la Dirección de Publicaciones e Impresos. De hecho ya salió el primer disco, en el número 90, de mayo-agosto de 2005, y vale algo así como 5 dls., revista y disco incluidos. El número está dedicado a Hugo Lindo, precisamente. Todavía está a la venta en la DPI, que queda frente a la iglesia del Perpetuo Socorro. Otro disco saldrá en unas semanas, según me dijeron. Ya contaré más tarde de qué y quién(es) es.
Para terminar de mudarnos al nuevo sitio de La Casa del Escritor, coloqué una página con algunas de las voces que hemos recopilado. Hay algunas grabaciones impresionantes, como un poema de Claudia Lars grabado dos o tres semanas antes de su muerte; una de Quino Caso (Joaquín Castro Canizales), recitando algo de memoria con algunos tragos entre pecho y espalda; un fragmento de Vida, pasión y muerte del antihombre, de Pedro Geoffroy, y un poema muy conmovedor leído por Oswaldo Escobar Velado. Hay gente de la Generación Comprometida a la que se conoce muy poco en El Salvador, como Ricardo Bogrand y Mercedes Durand, y otra más conocida (o eso se esperaría) como Roque Dalton, Roberto Armijo e Irma Lanzas. Las grabaciones de Roque Dalton, por cierto, las hizo Pedro Geoffroy cuando aquél sólo tenía 22 años, en 1957.
Las voces, en formato *.mp3 de mediana resolución (96kbps), pueden encontrarse aquí.
Aún falta poner otros proyectos de La Casa, como el Archivo de Historia Social, que nos llevó como tres años, y una revista electrónica de la que sólo hubo dos números. Por ahora diviértanse con lo que tenemos, que no es poco.

26 de julio de 2006

¡Lista!

La página de La Casa del Escritor está lista y más o menos actualizada, en su propio dominio, cedido por ColegioWeb y su director, Salvador de la Mora. (God bless his boots, cómo no.) Voy a poner el enlace en letras grandes, porque vale la pena:


Así que actualicen sus enlaces. De la antigua página, ubicada aquí, sólo queda el índice. Los enlaces llevan a la nueva. También actualicé el link que está en la columna de al lado.
Se aceptan comentarios y todo lo demás, y ya tenemos direcciones de correo institucionales. Por cierto, hay un foro de discusión de La Casa que se encuentra casi inactivo, quizá por falta de gente nueva. Quien quiera pertenecer a él y platicar de cosas interesantes, escriba por favor a
contacto@casadelescritor.org
(Je. Se siente bien poner una dirección así.)
Felicidades para todos.

Gracias, Ixquic*

Nuestra amiga Ixquic* hizo una reseña de una presentación del taller de danza folklórica de La Casa del Escritor, que se puede encontrar aquí. Mil gracias por haber asistido y otras mil por su generosidad.
El taller ya lleva como un año y medio de funcionar, y un poco menos de haberse constituido en el grupo Raíces. Está a cargo de Johanna Marroquín, quien se pasó diez años en el Ballet Folklórico Nacional (y otros tantos en otras partes) y baila por temporadas con Los Historiantes. (Antes lo hacía todos los fines de semana, pero no aguantó. Es más obsesiva del trabajo que yo, y ya es decir. Tiene otros dos talleres a su cargo, uno de adultos mayores y otro de niñas en la zona de Guazapa, donde nació, y con el primero también hace presentaciones frecuentes. Sin contar con el trabajo habitual de La Casa, claro, que siempre existe.)
Creo que el grupo comienza a consolidarse, con todos los altibajos previsibles y hasta necesarios. Hace poco los vi en una presentación para delegados centroamericanos a un congreso y sentí mucho orgullo. No sé cómo transmitírselo a ellos, pero creo que lo saben, o Johanna lo sabe y ya verá cómo los convence de que el señor serio de la barba no es tan serio, pero que habla en serio cuando habla. (O algo así.)
Gracias, Ixquic*.

25 de julio de 2006

El dominio, ejem

No, no me refiero a poder absoluto (o relativo, que puede ser relativamente absoluto), ni al control de la gente, sino a un dominio propio para La Casa del Escritor. A partir de hoy somos http://www.casadelescritor.org, faltaría más. Aún está en construcción, y por cuestiones técnicas (mías) tardará un par de días en estar al aire, pero no podía dejar de decirlo.
El dominio lo debemos a un muy buen amigo, Salvador de la Mora, con quien compartimos más de alguna aventura extrema, si ser nerd (como lo somos, aunque de diferentes especies) es algo extremo. (Me parece que sí, y a Salvador le consta.)
Entre otras cosas, cuando yo era editor ejecutivo (se oye impresionante) de la revista Personal Computing México, que ahora vive el sueño de los bytes perdidos, él tenía una muy buena columna sobre comunicaciones y hacía unos artículos acerca de programación orientada a objetos y programación estructurada que no tenían desperdicio. Él era el gurú de la Gerencia de Informática y Telecomunicaciones de la Comisión Federal de Electricidad, y durante una temporada trabajé allí haciendo manuales del software que desarrollaban, porque los programadores son programadores, y para ellos es obvio que las cosas sirven para lo que sirven, y allí está uno tratando de entender para qué sirve ese botoncito que dice "Borrar todo". Desde luego que buena parte de los servidores a su cargo, si no todos, los cambió de SCO Unix a Linux, y corrían bien y bonito. (Es de la gente que anda metida en eso del software libre, aquí y en otras partes.) Eso ahorró una buena cantidad de miles de dólares, y más aún cuando logró bajar decenas de licencias de Oracle a unas cuantas, gracias a un diseño de acceso a la base de datos de lo más sencillo y con cualquier browser, no con interfaces caras y complicadas.
Fue gracias a Salvador que conocí los libros de José Saramago. Por algún motivo me resistía a leerlos, hasta que un día me llevó a la librería Gandhi, me puso en las manos El evangelio según Jescucristo e Historia del cerco de Lisboa y la vida tuvo otro sentido. Luego compré los demás, y en buena parte de ellos he encontrado cosas serias y sabias. (Escribí algo sobre Saramago aquí, acerca de la vez que vino a El Salvador.) También me dio a conocer libros sensacionales como La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y qué sé yo. Es uno de los amigos que, también, una noche de tantas le salvan la vida a uno, o por lo menos hacen que ese momento no sea tan terrible; fue en su casa, mientras oíamos The yellow shark, de Frank Zappa, y tomábamos unas dosis indecentes de coca de dieta. (Creo que eso es lo que nos une más que cualquier otra cosa: la adicción a la coca de dieta. Además de la teología y de las tortas y tacos exóticos y... uts... la lista es larga.)
Fue con Salvador, en la CFE, que trabajé por primera vez como servidor público. Hablamos largo y tendido sobre el tema, sobre la responsabilidad que implica, sobre lo que uno es cuando anda en ésas. Podría resumirse en una frase: no se trata de un medio de vida, sino un modo de vida. Gracias a sus reflexiones y consejos no me perdí demasiado cuando entré a trabajar en Concultura. El día anterior a que saliera de México nos la pasamos platicando en casa toda la tarde hasta bien entrada la madrugada; necesitaba saber qué rayos haría, porque seguro se me perdería el norte, y lo que me dijo todavía lo aplico y sigue funcionando. Sonará a que es un tipo bastante viejo, barbón y trasnochado, pero no: es de mi edad y se afeita tan bien que da envidia, se levanta a las cinco de la mañana, va al gimnasio a hacer ejercicio y usa traje y corbata. Pero hay que verlo frente a una computadora...
La página y el dominio de La Casa estarán alojados en su host, en ColegioWeb, una empresa que tiene desde hace varios años con servicios bastante interesantes. O sea que dejaremos el servidor en Alemania para caer en uno en México. Más rápido, más efectivo y entre amigos.
Gracias, gracias, gracias.

Día de corrección

Desde las 10 de la mañana del lunes hasta eso de las 2 de la mañana del martes me la pasé revisando Tiempos de locura. El Salvador 1979-1981 para su --espero que muy próxima-- tercera edición, que saldrá en una interesante coedición. (Ya hablaremos de eso en su momento).
Como dije antes, no es que la primera edición estuviera mal, porque allí estaba todo lo necesario para contar la historia; lo que pasó fue que no hubo tiempo para terminar de darle forma al libro, esto es: que quedara bonito. Así de simple. Y se fueron muchos errores (no tantos, pero para un escritor histérico son legión, e insoportables) por la premura de presentarlo el 10 de enero de este año, veinticinco años exactos después de la fallida ofensiva final del recién estrenado FMLN.
Para la segunda edición hubo añadidos interesantes, como el primer diario del sacerdote Ignacio Ellacuría, y detalles acerca de la conjura y la redacción de la proclama del golpe de estado del 15 de octubre de 1979. También algunas entrevistas más, que precisan muchos puntos.
Para la tercera no hay mucho más, la verdad, excepto un poco "color" y la introducción del diario del arzobispo Romero. (Creo que ya hablé de eso también.) Pensaba incluir varias entrevistas más, algunos materiales de época con información "nueva" (generada después de las dos primeras ediciones) y tres o cuatro cosas extra. Decidí que no, o no más que como referencias rápidas. El libro ya tiene la estructura y los elementos que debe tener, y no aguanta más de lo que tiene, so riesgo de convertirse en otra cosa. No sé en qué, y creo que no voy a averiguarlo. Eso sí: inserté, en el último capítulo de la primera parte, trozos de un capítulo completo que eliminé, redactado para la segunda edición. (También hay uno que no se publicó en la primera, que usé parcialmente en la segunda.)
El problema es que tengo pendientes... híjole... como cinco entrevistas con personas involucradas en algunos procesos de 1979 a 1981, y ya no caben, además de un montón de documentación que no he usado. Quizá sería más fácil y sensato escribir otro libro y dejar Tiempos de locura por la paz, de una vez por todas. Después de esta revisión, encuentro que por fin me gusta cómo está, y hasta me enorgullece un poco haberlo escrito. Año y medio para llegar al resultado final, pues. (Y de verdad que no están mal las otras ediciones. Pordiosito. Son cosas de escritor histérico.)
Hay otro libro sobre historia reciente que escribí en 2002 y que ha estado esperando el momento oportuno y el editor adecuado. Es bastante diferente de Tiempos de locura, mucho más limitado en sus alcances temporales, pero de tanta trascendencia en lo político como el tema de éste. El editor ya apareció, y el momento se ve bien, así que es probable que para el próximo año ya esté impreso. No, no voy a hablar de él todavía.
No se me está dando la ficción en los últimos meses, pero estoy disfrutando el "descanso". Lo disfrito haciendo algo de música para los videos y un poco de edición de video, además del trabajo habitual.
Ah: el armado del libro también será diferente. Esto es: traerá nuevas introducciones y un apéndice nuevo, este último de lo más valioso en términos históricos. Lo que ya quiero ver es la portada, pero aún faltan semanas para que esté lista. Ni modo.
Y hoy en la noche tengo una cena que le gané en enero al director de Flacso El Salvador, Carlos Briones. La apuesta (mía) era que la primera edición se vendería en tres semanas; él esperaba que en unos tres meses. Se fue en quince días, y la segunda en menos de tres meses. El montón de trabajo de ambos y de los otros involucrados en el libro de parte de Flacso, Carlos Ramos y Nallely Loya, no había permitido que nos reuniéramos. (Si perdía, tenía que prepararles una cena gourmet, así que en realidad yo no perdía nada). Un buen pretexto para platicar de cosas interesantes, si acaso hiciera falta un pretexto.

22 de julio de 2006

Santa Ana, los cigarros y la tía Carmen

Ayer estuve en Santa Ana para trabajar con Mario Zetino (del taller de La Casa) y tres escritores más; con dos de ellos, de gran talento y buenas letras, ya había visto algunos textos de poesía, y se sumó un narrador.
Llegué a la Casa de la Cultura --donde íbamos a trabajar-- y, como aún no habían llegado, le dije a la señora que estaba de encargada en ese momento que me iba a fumar un cigarro en la puerta, desde luego del lado de afuera. Me dijo que podía fumar allí mismo, pero preferí no llenarle el lugar de humo. Al rato apareció un tipo también de la Casa de la Cultura, cuando ya habían llegado Mario y Luis, y se puso a hablar con una afabilidad que no me gustó. Revisó las instalaciones, cuarto por cuarto, movió algunos objetos aquí y allá y después nos ignoró, lo cual agradecí. Mientras tanto se me ocurrió sacar otro cigarro, también para fumármelo afuera. Apenas me lo había puesto en la boca, me dijo con una sonrisa: "Ah, eso sí que no se puede. Aquí no se puede fumar. Lo lamento mucho." Lo dijo en el plan de "Perdón, pero son cosas que están mucho más allá de mi control, y no por eso dejo de ser una buena persona, pero ya se lo advierto." Con el director de la casa, Wenceslao Menjívar (no, no es mi pariente), quien también coordina las casas de todo el departamento, nunca tuve problemas, ni con la gente con la que he trabajado allí ni con nadie. La sonrisa del fulano era tan amplia que dudé de que lo dijera en serio. "¿De verdad no se puede fumar aquí?" "No, no. Lo siento mucho." "Bueno --le dije--. Me voy a fumar a la puerta", que de todos modos era lo que iba a hacer. "Sí, es lo mejor. Aquí adentro no se permite", y se puso a hablar con la señora --iba para mí, pero lo ignoré-- acerca de los motivos de no fumar en el lugar, de lo que significaba fumar en una Casa de la Cultura y otras cosas que tenían que ver más con la moral pública y con los valores necesarios para que nuestro país progrese que con cualquier otra cosa.
La vez anterior que había estado en la Casa de la Cultura, Wenceslao nos prestó un cuarto con sillas y mesitas, todo bien mono. Esta vez el tipo nos llevó a la parte de atrás, a una especie de antecomedor, junto a una cocina abandonada, donde había sillas amontonadas aquí y allá y un par de mesas circulares, ya deterioradas. Les dije a los chavos que, nada más llegaran los demás, nos íbamos. Y eso hicimos. (Terminamos en una cafetería donde tampoco se fumaba; ése no era el problema.) Y no nos fuimos por lo de fumar dentro o afuera, porque de todas maneras no me gusta molestar a los demás con el humo, sino porque detesto a la gente que necesita enunciar reglas. Tampoco porque nos hayan puesto en el cuarto que no se usa, habiendo bastante espacio y muy agradable, con muebles buenos, sino porque el tipo sonreía de un modo que me crispaba los vellos del buen gusto.
En realidad lo que detesto es a la gente que pone reglas para demostrar poder, o para sentir que trabaja. En La Casa del Escritor jamás se ha enunciado una sola regla; quien llega sabrá cómo comportarse y cómo no. En tres años sólo dos cervezas se han consumido allí, y fueron de dos visitantes salvadoreños que venían de Estados Unidos y España. Y una botella de vino tinto en un almuerzo de Navidad, que se tomaron como entre quince. El resto del tiempo, coca cola de dieta, que yo compro; si alguien quiere con azúcar, va y la compra, y hasta puede traer pan dulce o churritos. En el caso de los cigarros, es claro que quien fume durante el taller se irá a la puerta o al balcón o junto a la ventana, para no molestar a los que no quieran oler, y las barditas son para sentarse, y las sillas también (hay como 25), y las mesas para trabajar, y a quien llega a hacer reuniones se le presta lo que hay, no lo que sobra. Claro que no me iba a poner a decirle al tipo todo eso, porque ni siquiera me preguntó cómo me llamaba ni a qué iba ni nada; lo que vio fue a un señor de bara y lentes redondos (nuevos, eso sí) al que podía mandar. Ya sabrá si quiere tener su casa llena o vacía, con gente que la disfrute o que la sufra.
Como llegué una hora antes, pasé a ver a los tíos santanecos, Neto, Sara y Carmen Menjívar. (Al rato apareció el primo Gerardo.) La tía Carmen es la hermana menor del abuelo Alfonso, y hace cosa de un año tuvo al mismo tiempo un infarto y un derrame cerebral. Y allí andaba, caminando de un lado a otro, muy sana, a los 97 años de su edad. Es la que ha vivido más de sus hermanos. El abuelo murió a los 91 años, la tía Meche a los 96 y el tío Chico a los 30, asesinado por un policía, a finales de los treinta o principios de los cuarenta. La tía Sara es hija del tío Chico. Nació el 3 de enero de 1935, exactamente el mismo día que mi padre, apenas unas horas más tarde. El tío Neto es menor, hijo de la tía Carmen, y tiene un negocio de alquiler de sillas, mesas y vajillas a la vuelta del parque Anita Alvarado.
De inmediato la tía Sara me invitó a comer, y tuve que aceptar, aunque ya había comido algo. Me sirvió un plato de pinol, una sopa de maíz triturado con tomate y carne. Tenía por lo menos 35 años de no probarlo; la última vez que lo comí lo había cocinado la tía Carmen. Pero ahora ella no está para cocinar, a pesar de que tiene la fuerza para eso y para más. Después del derrame se quedó en otro lugar, según me dicen, y en mucho ayuda que desde hace ya varios años sea sorda y muy sorda. La saludé, la abracé, le di un beso, como siempre, y lo aceptó, pero no entendió muy bien por qué lo hacía. El tío Neto le enseñó un ejemplar de Tiempos de locura que le llevé, y le explicó a señas que yo lo había escrito. Ella me felicitó a señas, como a alguien a quien se acaba de conocer y que a uno no le importa mucho, y se fue a servir su pinol y a comérselo junto a mí, pero sin verme, ni a nadie.
Tampoco los reconoce a ellos. Al parecer lo ha tomado como si, en fin, allí le tocara vivir, en esa casa, con un par de extraños, y allí vivirá, con pinol y todo.
Debería estar triste, pero no lo estoy. A la tía le tocó cargar con el ecuidado de un par de generaciones de Menjívares santanecos, y de algún modo está descansando. Me dicen que no sufre. Nada más está consigo misma y, por lo que vi, se la pasa tranquila.

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Estoy preparando la tercera edición de Tiempos de locura, que deberé entregar antes de un mes para su publicación. Con suerte aparecerá entre septiembre y octubre, con algunos datos más y con correcciones para los errores dolorosamente obvios que se me fueron aquí y allá. Entre lo más importante está la incorporación de pasajes del diario del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, de algunos testimonios de época que algunos amigos me facilitaron y de datos que extraje de unos videos también de la época, un par de entrevistas nuevas para aclarar punto y cosas que --para mi orgullo-- se han dado a conocer a partir del libro. Insisto: no es que la primera edición haya quedado mal, porque allí está todo, sino que... bueno... me gusta la idea de que quede lo más bonito posible. De las 470 cuartillas que tenía originalmente, sin apéndices ni nada, ya está llegando a las 700. Y espero que ahora sí sea la última versión; no me puedo pasar el resto de la vida corrigiendo un solo libro.

19 de julio de 2006

Otro poco sobre Tiempos de locura

El pasado domingo, el director de teatro Roberto Salomón recomendó, aquí, Tiempos de locura a los lectores del suplemento dominical de La prensa gráfica. (En la misma sección, ya hace muchos meses, me tocó recomendar la colección Nueva Palabra, de la DPI.) Agradezco de corazón la generosidad de Roberto, aunque lamento que sólo queden algunos ejemplares en librerías. (Bueno, no sólo lo lamento, también me alegra, pero lástima que no haya más.) A partir de esa nota, un comentarista de El diario de hoy, Luis Mario Rodríguez, habló un poco acerca del libro, aquí. Gracias también a él.
Y, aunque no tiene que ver, en este artículo Carlos Balaguer, también de EDH, señala algo interesante: las bodas gay tienen sentido desde el punto de vista legal, pero no desde el punto de vista religioso. La discusión que plantea --si alguien la toma-- es interesante, y habla de la necesaria separación iglesia-estado, que en El Salvador es tan relativa.

Efemérides

El 19 de julio de 1979 empezaron a llegar toneladas de cables a la sección internacional de El Día de México --al igual, supongo, que a varios miles de periódicos más-- para informar que Anastasio Somoza Debayle había caído en Nicaragua. El primer cable, de sólo una línea, había hecho que buena parte de los redactores de internacionales gritáramos al mismo tiempo. Ese grito hizo gritar a los de la sección de al lado, y ésos a los que seguían, y no pasó ni un minuto para que oyéramos las risas y --también-- los gritos de los compañeros de talleres. En menos de una hora el Distrito Federal completo se llenó de gritos, de gente que salía a la calle a celebrar, de carros tocando sus cláxones en el Paseo de la Reforma, de bailes improvisados en las azoteas. La fiesta pura, casi como si México hubiera ganado el Mundial. Y no era para menos: todos los días había campañas de "boteo", y eran millones de pesos los que todo el mundo ponía cada día en los botes, bajo la consigna "Dispara una bala contra Somoza", en las aceras y en los semáforos y en las oficinas públicas y en todos lados. El lema era terriblemente agresivo, pero qué mexicano no quería, en efecto, tirarle una bala a Somoza. Me tocó ver a policías echando monedas, a amas de casa y a barrenderos, a yuppies y a quien fuera. Era un asunto de orgullo nacional, con todo y que no muchos sabían exactamente dónde quedaba Nicaragua.
Desde hacía varios días, en el periódico, montábamos guardia día y noche para esperar el triunfo inminente, con todo y que el periódico era matutino, no lanzaba extras y no servía de nada que estuviéramos allí desde las nueve o diez de la mañana; de todos modos ya teníamos varias planas de reportajes listas para cuando llegara el momento, y sólo sería cosa de montar la información del momento. Era un asunto más bien anímico, como si estar de guardia sirviera de algo para acelerar lo que debía pasar. A la hora de escribir éramos tan profesionales y objetivos como se puede ser, pero el corazón no dejaba de latir.
Había siempre alguien, en la redacción, del Frente Sandinista, un muchacho ansioso que repartía información a los medios y se la pasaba allí todo el tiempo que podía; la condición era que no hablara en horas de trabajo, porque le gustaba platicar --de Nicaragua, claro-- con el que se le pusiera enfrente. Teníamos comunicación directa y constante, vía télex, con una oficina de prensa sandinista en Costa Rica, a su vez conectada por radio con Nicaragua. Nosotros les avisamos que Somoza se había ido (me tocó escribir en el télex; del otro lado había una militante y periodista, a la que nunca conocí, de pseudónimo Yaosca), y casi pudimos oír, también, los gritos y las risas del otro lado de la línea.
Llamé a casa, desde luego, para avisar que "ya". Pedí hablar con mi padre, y le dije algo así como "Feliz aniversario". Él entendió y se rió; ese día se cumplían siete años de la ocupación militar de la Universidad de El Salvador, de la que él era rector en esos momentos. Me parecía que era una cuestión de justicia histórica que Somoza cayera en esa fecha.
Cuando empezaba el exilio en Costa Rica, la abuela Mina había llevado una botella de Beaujolais para que la tomáramos el día en que regresáramos a El Salvador. Como resultaba obvio que no volveríamos pronto (yo lo haría veinte años después; el resto de mi familia sólo vendría durante algunos días, muy de vez en cuando), esa noche abrimos la botella, que siempre andaba cubierta en un trozo de tela gruesa, roja, para protegerla. Nunca he tomado más de un trago de vino muy de vez en cuando, y ese día no pasé de un sorbo pequeño, que me supo bien.
Nunca entendí a los sandinistas, en serio, y varios de los que estaban por allí me caían mal. Desde el primer momento me pareció que hacían cosas que lamentarían, y que después lamentaron. Hubo otras más que también lamentamos los que "disparamos" una bala contra Somoza. Pero en ese momento lo importante era celebrar. Era algo que nadie podía quitarnos.

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Sólo por jugar, busco qué efemérides hay para el 19 de julio, aquí, y encuentro entre otras el fusilamiento de Agustín de Iturbide, en 1824. Gracias a eso --o por culpa de eso, según-- Centroamérica no es parte de México, porque El Salvador andaba en guerra contra la anexión, a pesar de que los otros "partidos" (Guatemala, Honduras y Nicaragua al menos; no sé si Costa Rica estuviera enterada) estaban de acuerdo. Según creo recordar, las tropas de Iturbide estaban a la entrada de la capital, a punto de lanzar la última batalla, en lo que ahora se llama precisamente Mejicanos, cuando llegó la noticia y se paró toda la operación. (Si no es así, aclárenmelo, pero igual es una buena historia alterna.)
Veo también que en 1870 Francia le declaró la guerra a Prusia, lo cual me tiene sin cuidado, y que en 1900 se inauguró el primer tramo del metro de París. El dato divertido es que en 1918 Honduras le declara la guerra a Alemania, para angustia --me imagino-- de Berlín, que estaba a punto de perder la guerra; poco antes Haití había hecho lo mismo. En 1920 Lenin mismo inauguró el II Congreso de la Internacional Comunista, y en 1943 hubo 230 aviones aliados bombardeando las barriadas de Roma. Francia le dio, en 1949, la independencia a Laos, se produjo la aprobación del Opus Dei y --algo importantísimo-- Elvis Presley rompió récord de ventas con "That's All Right, Mama". En 1969, mientras estaba a punto de empezar la Guerra de las 100 Horas entre El Salvador y Honduras (la famosa "Guerra del Fútbol"), el Apolo 11 se ponía en órbita en la Luna; Franco le transmitió el poder de manera provisional al príncipe Juan Carlos en 1974, un montón de países saboteó los juegos olímpicos de Moscú en 1980 (una cochinada de boicot, si me lo preguntan) y en 1997 el Ejército Republicano Irlandés anuncia una tregua incondicional. Hoy, el día de hoy, aún es temprano para que pase algo verdaderamente histórico. Quizá más tarde.

18 de julio de 2006

De las cosas que pasan

Johanna Marroquín es la encargada del taller de danza folklórica de La Casa del Escritor, y desde hace un año realiza un trabajo bastante bueno con jóvenes de la zona de Los Planes, desde Casa de Piedra hasta los cantones cercanos a La Puerta del Diablo y Panchimalco. La mayor parte de los participantes estudia en la escuela Goldtree, y son de origen campesino o suburbano pobre, casi siempre muy pobre.
Los chavos han dedicado por lo menos 12 horas semanales a los ensayos, y tres o cuatro más a presentaciones, además de los estudios; es necesario tener buenas calificaciones para pertenecer al taller. Una disciplina difícil de ver en gente de 12 a 18 años, que son las edades entre las que se mueven. Y siempre están sonrientes, y lo poco de lo que uno se entera de sus vidas familiares llega a ser terrible, de verdad terrible. Además hay cosas que pasan que lo dejan a uno con la sonrisa congelada.
Por ejemplo, uno de los muchachos dejó la escuela, supuestamente para trabajar, y también se retiró del grupo de danza. Un par de meses después apareció asesinado. Creo que le rompieron la cabeza con una piedra. En la zona no hay pandillas, pero en todos lados uno se mete en problemas y hay gente con piedras --o cosas peores--, dispuesta a usarlas.
Otra de las muchachas, a sus 16 años, decidió irse a vivir con su novio, quizá por problemas familiares. La recomendación de Johanna fue que se cuidara, que no se embarazara, que siguiera estudiando y asistiendo al taller. Y así fue... hasta que descubrió que tenía no sé cuántos meses de embarazo. Ahora se está dedicando "al hogar"; lo más probable es que no vuelva a bailar.
Otra tuvo problemas con las maras de Soyapango. Hace unos meses la cabeza de su amiga apareció cortada en una banca del parque Cuscatlán, y empezaron a seguirla a ella. Regresó a vivir a Los Planes, con su familia. No se atrevía a decir nada y estuvo hospitalizada, a sus 16 años, con una úlcera gástrica y serios problemas de colon. Un día llegó a La Casa y reventó conmigo: además de todo lo anterior, tenía que trabajar como recepcionista allá por el Parque Cuscatlán, y cada paso que daba era una angustia espantosa porque la podían agarrar los mareros. Se estaba consumiendo, y lo notaba cada vez que la veía. Le recomendé que hablara con su mamá, y lo hizo. La mandó unos meses fuera de la ciudad, con parientes, mientras se tranquilizaba el asunto. Regresó hace poco, trabajando bien en poesía y danza, y con una sonrisota. De pronto volvió a desaparecer. Está bien, pero ahora es su hermano quien tiene problemas con las maras, y quizá puedan afectarla. Esta semana llegó a La Casa de nuevo; en ésas estamos.
Y hoy pasó algo triste. Una de las muchachas mayores del grupo (la rubia que aparece en el video que está aquí), de 17 o 18 años --no sé si ya graduada de bachiller--, se separó del muchacho con el que vivía, al parecer por problemas con la suegra. Se quedó en la calle, literalmente. La solución inmediata que ha encontrado es trabajar como sirvienta en Soyapango. Deberá vivir en la casa de los patrones de lunes a viernes, y los sábados y domingos podrá salir y, espero, seguir bailando. No sé por cuánto tiempo, pero ésa es su intención. Estamos buscando con Johanna al menos un paliativo, para que siga viviendo en Los Planes y para que trabaje de otra cosa. Es una artista en formación, y hay trabajos que se pegan a los huesos, quizá de manera irreversible. Se mueve con mucha libertad y fuerza en el escenario, es uno de los ejes del grupo y, si deja de ser "eso", algo bueno habrá muerto.
Habrá quien diga que así es la vida, que la selección natural, que la privatización de todo, que por más esfuerzos que se hagan las cosas no van a cambiar. Y está bien que lo digan, porque los hace sentirse seguros de algo, pero no están en mi lugar o el de Johanna o el de los muchachos.
Precisamente se trata de cambiar un poco las cosas, sólo un poco, ayudándole a alguna gente a que siga sus sueños, y que los transmita. En el caso de los chavos de danza, bailan todos los domingos en El Mirador, dos funciones, gratis, como parte de su entrenamiento. Son gente importante para la comunidad, y lo asumen con una alegría y una naturalidad que desarma. Johanna, a su vez, baila con Los Historiantes, y uno de sus objetivos es formar a los chavos para que eventualmente sigan con la tradición. (Es lo que los propios Historiantes le han pedido, y no veo en qué contradiga los lineamientos de La Casa o de Concultura.)
Me voy a la cama. Estoy leyendo La bitácora de Caín, de Ernesto Ayala, que se cambió el nombre a Berne Ayalá. Me pregunto por qué, como de tantas cosas. Ya hablaré del asunto por aquí cuando lo termine, porque vale la pena.

16 de julio de 2006

Lentes y premio de novela



Ayer por fin me dieron mis anteojos nuevos y he redescubierto el simple placer de ver a gusto y, sobre todo, de leer. Un par de meses y medio no parecerán tanto, pero juro que desespera.
No, los lentes no son marca XOX, "Italian Hugs and Kisses", y no sé si me gustaría traer frente a los ojos, durante 16 horas diarias, algo con un lema así; fue la caja que me dieron en la óptica. Supongo que debería molestarme que no se corresponda con la marca de mis aros (Lanvin), pero la cajita está bien, es práctica y fuerte y lo del fanatismo de las marcas no se me da bien.
De todos modos busco el sitio de Lanvin y resulta que es una marca francesa que se encarga de hacer trajes y perfumes, y que ambas cosas están fuera de mi menú habitual. Busco su línea de aros y no la encuentro allí, pero un recorrido por varias tiendas de lentes de internet me dice que el precio anda entre los 150 y los 199 dólares, es decir: sí, me los vendieron a mitad de precio, como me dijeron. No me parece que por un precio así uno pueda presumir que trae puesto algo de una casa de modas francesa, aunque tampoco es cosa de admitir que uno lo compró en rebaja, vanidad obliga.
Los de la óptica me dijeron que los anteojos estarían listos ayer sábado a las 10:30 de la mañana. Llegué un poco antes, porque tenía una reunión con dos miembros del jurado de los Juegos Florales de San Salvador, dedicados a novela; yo sería el tercero. Resultó que no se los habían enviado del taller, a pesar de que estaban listos, y que tendría que esperar al lunes. No sé qué cara de desolación me habrá visto que me dijo que haría todo lo posible y que mandaría por ellos, que regresara un poco más tarde. Regresé después de la reunión y allí estaban, nuevecitos y cómodos. Quedaron tan bien que no me he mareado una sola vez ni he chocado contra nada ni nadie contra lo que no quisiera chocar. (Uno tiene sus mañas.)
En fin, me reuní en el Sanborns de Metro con la escritora Carmen González Huguet y con el catedrático Carlos Paz Manzano, a quien no conocía, y nos pusimos a platicar de un montón de cosas durante un buen rato. Y pasó algo casi tan maravilloso como lo de los lentes: pedí un sándwich de pavo caliente (así se llama), uno de mis favoritos de Sanborns, y me lo comí, porque no era cosa de pedirlo y dejarlo allí abandonado. Precisamente propuse reunirnos en Sanborns porque apenas el martes pasado fui por primera vez, para platicar con otra amiga escritora a quien no le gusta que la mencione en público, y me comí unas enchiladas suizas, que ya extrañaba. En serio, son de lo mejor que tiene Sanborns; allí se inventaron. Cuando la amiga se fue hubo un largo momento de felicidad. No fue porque ella se haya ido, ni mucho menos, sino porque hice lo que hacía en México en ése y otros lugares: estar en paz con mis libros y mi cuaderno sin gente que me interrumpiera a casa rato para preguntarme si iba a pedir algo más o si quería la cuenta o lo que sea, ni música a todo volumen ni nada que interfiriera con el placer de estar calladito y en mis asuntos. ¡Y hasta hay sección de fumar! ¡Y nadie que me esté ofreciendo encenderme el cigarro!
Después de un rato de plática, estuvimos de acuerdo sin la menor discusión en que la novela ganadora era El sueño de Mariana, presentada bajo el pseudónimo de "K". (Ya hablé de esa novela y del concurso aquí.) Es una novela de ciencia ficción ubicada no sólo en el espacio exterior, sino también en El Salvador y sus alrededores, con lenguaje coloquial salvadoreño y todo, y es bien interesante cómo el autor logra ubicar la idiosincrasia nacional de los personajes en un futuro probable y con una tecnología bastante bárbara, y a la vez mostrar cómo nada o muy poco ha cambiado en la gente, que por eso mismo es gente. Es sin duda la novela mejor armada, y con mucho, de todas las que enviaron al concurso. Le avisamos a la encargada de los juegos y le pedí que, por favor, cuando abriera la plica, me dijera el nombre del ganador. Al rato, cuando iba de camino a casa, me llamó para decirme que era Jorge Galán, quien hace un par de años publicó un poemario muy bueno (El día interminable) en la colección Nueva Palabra de la Dirección de Publicaciones e Impresos. Jorge es ganador consuetudinario de juegos florales, y ésta es la segunda vez que los gana en novela.
Conocía un par de novelas suyas, que él mismo me pasó, aún inéditas: la que ganó en los Juegos de 2003 y una muy larga a la que me permitió hacer algunas observaciones el año pasado, que aún tiene en corrección.
Me extrañó y me alegró no haber reconocido su estilo, con todo y que me puse a especular al respecto, porque es inevitable. Ha evolucionado muchísimo, y creo que con El sueño de Mariana ha logrado una novela sólida, inobjetable y absolutamente publicable. Le avisé a Carmen quién era el ganador y, después de reírse, dijo sólo "Mirá, vos..." Uno de los temas de plática con ella, poco antes, había sido los sonetos de Jorge, que son bastante buenos. Maneja las formas métricas como pocos (Carmen es maestra en el tema).
Por la noche Krisma se encontró a Jorge en el Messenger (son compañeros de colección y se intercambian textos, propios y ajenos) y le dijo "Felicidades". Jorge no sabía por qué, me puse a la máquina y le conté. A su muy tímido modo, estaba emocionadísimo. Resultó que de la Casa de la Cultura del Centro no le habían avisado aún; supongo que lo harán el lunes, que es día laboral. Me gustó ser quien le avisara.
A los mal pensados: Sí, Jorge es mi amigo, y he seguido con interés lo que me ha permitido leer de su obra. Pero, así fuera mi mamá --quien por cierto regresó ayer a Costa Rica--, no le daría un premio a nada suyo si no fuera bueno. Y, no, no sabía que era él. Ni idea de que estuviera escribiendo algo de ciencia ficción, a pesar de que hemos hablado muchas veces acerca de autores, novelas y cosas del género. De hecho, por el enfoque de la novela, creí que estaba escrita por una mujer, pero no: el personaje protagónico está tan bien armado que, en efecto, lo que ronda por toda la obra es su voz femenina. O sea que se confirma algo cierto: las posibilidades de que aparezca de repente un novelista del que no se sabe nada, y que le pegue a algo fuerte con su primera novela, son cercanas a cero; es un asunto de tiempo, paciencia y trabajo. Mishima es quizá el último de quien tengo noticia, con Confesiones de una máscara. Fuera de allí, todo es dolor de espalda. (La madrugada a veces duele.) Posted by Picasa

14 de julio de 2006

Maneras de no pensar

En el blog de Jacinta Escudos hay un link hacia una entrevista con Ray Bradbury, y en la entrevista hay una frase que me encantó:

No me gusta la gente que utiliza la política como una herramienta para entender la vida y para hacer juicios a partir de sus ideas preconcebidas. Es una manera de no pensar.

13 de julio de 2006

Cuento de Denise

Hay un cuento bien interesante y bien bonito en La Maleta, el blog de Denise Phé Funchal. Lo pueden encontrar aquí.

¡Insectos!


Algo que me sorprende de El Salvador es la variedad de insectos que hay, de todos los tamaños, colores, sonidos y grados de peligrosidad. Los zancudos, además, no son zancudos, sino kamikazes bien entrenados y dispuestos a vender la vida por una buena --y repetida-- ración de sangre. En el Defe casi podía bostezar mientras agarraba entre los dedos al zancudo de turno; aquí es casi imposible, y además atacan por la espalda. Sin contar con los escarabajos, mariposas, hormigas de todo aspecto, gusanos de lo más barroco y jejenes diversos. (Las arañas no son para tanto. He visto más y más feas en otras partes.)
Hace un rato, mientras se procesaba un DVD de cápsulas culturales, me puse a ver tele y el instinto me hizo agacharme antes de oír el zumbido, que fue el de un avión japonés candidato a Pearl Harbor. A mi lado apareció el insecto de la foto, no otro, al que clasifiqué como parte de la orden de los Qué Carajos Es Eso. Lleva como media hora sin moverse; ni siquiera se mosqueó (valga la metáfora) cuando le solté varios flashazos con la cámara. Ayer, por desgracia, no salieron las fotos de otro insecto que era mitad escarabajo, mitad cucharacha y el resto quién sabe qué, con alas de puntitos y un modo de caminar bastante marero.
No me dan miedo los insectos, pero tampoco me divierte estar descubriendo especies cada vez que giro la cabeza.
Se agradecerán informes.
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12 de julio de 2006

Mi mamá, pues


En el capítulo anterior de este blog se informó que mi mamá vino de Costa Rica la semana pasada. Parte del objetivo era que fuéramos un par de días a la playa; otra parte era platicar después de varios meses de no vernos, algo así como... híjole... un año, o más. (Me dio sed pensar en el tiempo. Voy por un trago de algo y regreso.) (Listo.)
Mi mamá es la señora de la derecha y se llama Elsa Ochoa Molina. A su lado está mi tía Irma, que en realidad no se llama así, sino María Antonia, pero a la abuela Mina no le gustó el nombre y desde que nació la metió en la larga lista de los "socialmente conocidos como..." Su mamá, Dominga Morales, también le decía "Irma" (o Mima o Mimita), y hacía los frijoles refritos más maravillosos desde la fundación de Cartago. (Quizá desde antes, pero mi memoria histórica es corta.) Inventó una receta para la langosta que quiero reproducir cuando pueda comprar unas langostas, y su carne guisada con papas era de lo mejor. Luego aparece, en la foto, la Vale, en su versión 2.1, y Krisma. El que está detrás de la cámara soy yo; perdonarán que no los salude.
Pues resulta que mi mamá se enfermó el domingo por la mañana y tuvieron que meterla en el hospital y ponerle sueros y cosas que le vienen poniendo desde hace un par de años cada vez que se enferma. Se hizo la valiente y quería que nos fuéramos a la playa el lunes, invitados por Silvia Castellanos, viuda del escritor Ítalo López Vallecillos. Silvia es mi mamá honoraria, en especial ahora que su hijo Víctor (físico nuclear estudiado en Alemania, conocido por el alumnado de la UCA por el aterrador apodo de "El Máster") se fue a Costa Rica a dar clases a la UCR. Su otra hija, Lucy, vive en Estados Unidos, e Ítalo hijo en Madrid. Hablé con el tío Mauricio y nos pareció imprudente llevar a la señora a la playa, y también el martes, y por fin mi mamá entró en razón y decidió ponerse a descansar. Ya quedamos en que vendrá el jueves para hacer un stroganoff que le sale de maravilla, y que sólo una vez me he atrevido a cocinar. Me salió bien, quizá demasiado bien, pero el chiste es que lo haga ella, lo que son los sabores y las comidas de infancia. (Debo confesar que lo comí también en dos lugares de la colonia Condesa en mis últimos años en México; fueron momentos de debilidad.) El viernes me toca cocinar a mí. Ya me inventaré algo.
El día de la foto, el sábado pasado, no cocinó nadie. Se le ocurrió traer para el almuerzo un montón de empanadas de leche y de frijoles, chorizos asados y chow mein; creo que allí debí sospechar que andaba mal de salud. (Para los extranjeros: las empanadas salvadoreñas no tienen que ver con las empanadas normales ni con nada que lleve ese nombre. Son tortitas hechas de plátano macho y se las rellena con leche preparada con maicena, canela y azúcar, o con frijoles licuados y bien fritos. Uno de mis vicios son las empanadas con leche y con frijoles, ambos al mismo tiempo. Y si prescindimos del plátano, mejor: la leche revuelta con los frijoles, y listo. Espero que eso no aparezca en mi biografía o que ningún académico se entere, o quedará al descubierto el porqué de algunos de mis personajes.)
Y bien, se va el sábado. Ya estoy preparando los encargos para algunos amigos de por allá. Hasta pensé en ir a dejarla a San José, si estaba demasiado débil después de salir del hospital, pero la señora es más fuerte de lo que debería a sus casi 71 años y me frustró el viaje. Desde hace tres años estoy intentando ir a Costa Rica para estar el 7 de agosto allá, el día del aniversario de la muerte de mi padre, quien ahora (como se dijo en el post anterior) estrena tumba. Lo hice durante los primeros años, pero después no pude, en especial por cuestiones de trabajo. (Fui en noviembre de 2004, pero no vale.) Este año me toca estar en la Feria del Libro de Guatemala del 4 al 6 de agosto, según se dice aquí, y entre el 1 y el 3 estaré con la gente de La Casa en Guatemala, unos narradores bastante notables de los que ya he hablado por aquí: Denise, Renato, Vanessa (por cierto es salvadoreña), Quique y otros.
Hora de dormir. Acabo de armar un DVD con los videos de La Casa para llevarlos a Canal 10. Son ocho de poesía, cuatro de ficción y un pequeño promocional acerca del taller de danza que dirige Johanna Marroquín. En rigor Johanna es mi asistente, pero me da no sé qué ponerla a hacer llamadas telefónicas que puedo hacer yo mismo y a tenerla encerrada en una oficina cuando afuera hay mucha gente que quiere bailar. El promo ya está en la página de La Casa; se puede encontrar aquí. Al igual que los otros videos, es más fácil y rápido bajarlos a la compu que verlos en línea. (Ya Jacinta Escudos me sugirió ponerlos en YouTube; creo que eso haré.)

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Para las víboras y víboros de siempre: Sí, siempre he tenido mamá. Y, como estaba escrito en alguna defensa de algún camión mexicano, "Mi mamacita no tiene la culpa." Cambio y fuera. Posted by Picasa

11 de julio de 2006

Lentes

Hace unos meses los anteojos comenzaron a molestarme, y luego Valeria los agarró, los dejó caer y se rayaron justo en el centro, en el lente izquierdo. No eran unas rayas inmensas, pero sí incómodas. De dos meses para acá, por desidia supongo, he andado con unos que compré en Simán que sirven sólo para leer. Costaron $2.50, así que apenas son una especie de paliativo, y no el mejor ni el más cómodo.
Cuando empecé a usar los multifocales fue feísimo. Pasé un mes con mareos y chocando con cuanta puerta se me pusiera enfrente. Después, la gloria, o casi: lo peor es bajar de los autobuses con multifocales, en especial si debajo de la puerta hay un charco. Pero se vive, y sobre todo no hay que andar sacando los anteojos de $2.5o para ver quién habla al celular, qué número marcó uno, la hora, la cuenta del súper o lo que sea. Puede llegar a ser frustrante, porque está La Paradoja: a más de un metro de distancia veo muy bien, pero las letras y los números que necesito ver son ilegibles a más de unos centímetros, por lo pequeñitos. Gajes de la viejera.
Hoy, por fin, fui a hacerme un nuevo examen de la vista y compré unos aros bonitos, redondos, pequeños, de metal. Los anteriores no tenían aro, y a veces, por las noches, era una tortura: si me ponía a leer en mi sillón favorito, la luz entraba por el borde y creaba un efecto de prisma. Tenía que cambiarme a otro sillón o ponerme la mano derecha como visera y agarrar el libro con la izquierda. (No me quejo de agarrarlo con la izquierda; siempre lo hago. Lo de la derecha sí me molesta: es la mano del cigarro, de la coca-cola y de espantar a los zancudos. Se quita de allí y, zaz, el golpe de luz.) Si me acostaba panza abajo en el piso (mi posición favorita), lo mismo. De día, ningún problema; de noche, a buscar el ángulo y matenerlo, porque unos centímetros y allí estaba el prisma. O sea que había que cambiar a unos con aro o con medio aro.
El examen me dijo por qué me sentía tan incómodo. Tenía en el ojo izquierdo miopía (0.25), en el derecho hipermetropía (0.5), más 0.5 de astigmatismo en ambos y 1.75 de presbicia. Resulta que, por la edad, la miopía tiende a disminuir, y ya no soy miope, y más bien me fui de largo: ahora tengo hipermetropía en el ojo derecho (0.25), y todo lo demás permanece. Es un modo de ratificar el axioma de que los años lo equilibran a uno.
Desde que dejé de usar los multifocales me la pasé mareado durante varias semanas, cuando trataba de leer, de caminar y --claro-- de bajar del autobús. Me ponía a leer y el cerebro me pedía la graduación múltiple, y lo mismo. Me imagino que tendré que pasar de nuevo por el ritual de chocar contra todo y tratar de que no se note que el mundo se mueve para todos lados como en un espejo de feria o de película de Polanski (La danza de los vampiros, digamos.).
Me dicen que con los nuevos materiales la visión periférica mejora, que ya distorsiona mucho menos. Ojalá. Y, no, no me gustan los bifocales. Son peores aún para bajar de los autobuses.

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* Lo anterior es un modo tambié de pedir disculpas a alguna gente de la que no he leído materiales. Llevo dos meses haciendo lo que puedo, y no he podido mucho. (O sí, pero no leer.) Igual yo tengo la culpa, pero no ha habido mala voluntad, sino exceso de trabajo y la natural distracción de alguien con genes de... uh... mi papá y mi mamá, que son igual de distraídos.
* A propósito de mi mamá, vino la semana pasada al país. El viernes estuvimos juntos un buen rato. El domingo tuvimos que vernos en el hospital, porque se puso mala. Nos la pasamos platicando toda la tarde, y hasta sirvió para que viera al tío Mauricio, su hermano, después de... híjole... un buen rato. Ahora está en casa de la tía Irma, en recuperación, y la veré de nuevo el jueves (antes de irme a dar un taller, y espero que cuando regrese) y el viernes (vamos a armar un asado o algo así con mi tío y su esposa), y el sábado se va de regreso a Costa Rica, donde vive.
* Y ya que andamos en la asociación libre de ideas, me contó que cambió a mi padre de tumba. Antes estaba en un nicho que el tío Juan Menjívar (hermano de mi papá) le cedió en su minifundio personal, en el cementerio Montesacro, en San Pedro. Hace unos meses el tío le dijo que quería estar solo con su esposa e hijos (en el momento adecuado y aún indefinido) y que por favor desalojara al muertito, así que ella compró un terreno doble a unos metros de allí y listo. Era lo que había pensado desde el principio, pero el tío insistió en que quería estar junto a su hermano. Qué raro eso de desalojar muertos de los cementerios familiares... Sabía de rupturas por herencias, por casas, por el cariño o el reconocimiento de los papás o por lo que sea, no porque un muerto vaya a incomodar a otro muerto... Para cuando mi tío muera (y más aún su esposa e hijos), de mi padre quedará algo de polvo, y no mucho más. Pero quizá sea polvo enamorado, y por allí debe ir el asunto. Gracias al tío Juan, de todos modos, por darle cinco años y medio de alojamiento; ahora estará en un lugar fijo (en algún momento junto a mi madre) en los cinco mil millones de años que faltan para que el sol estalle y todo quede como al principio.
* Con lo del cementerio y la eternidad se me antojó ver Poltergeist. Le voy a preguntar a Krisma si se le antoja también. Si no, aquí tengo Trono de sangre, de Kurosawa, y Akira, de Otomo, esperando turno.
* ¡Ah! Y me compré un monitor nuevo, un LCD de 17", nada mal. La marca me da desconfianza: "Eternity". El vendedor --que me ha vendido varias cosas de computación que me han salido buenas-- dice que salen bastante decentes, y que sólo la marca (y el precio) lo distingue del Samsung que quería. Ya veremos si dura tanto como promete la marca, o una fracción aceptable. Por ahora sólo falta que me den los lentes (el sábado) para que mis ojos terminen de ser felices.

6 de julio de 2006

Recuerdos y tristezas de la UES

No tengo recuerdos de la primera vez que entré en la Universidad de El Salvador, porque no sé si hubo una primera vez. Siempre estuvo allí; no recuerdo un momento de mi infancia en que no fuera parte de mi vida.
En mi primer recuerdo estructurado de la UES, en algún momento de 1963, muy al principio del año (mi hermana Ana nació el 14 de marzo y mi madre estaba aún embarazada), me llevaron con el sastre para que me hiciera un traje. No entendía por qué, y se pasaron un buen rato explicándome que iba a ir con mi padre a recibir su diploma. La frase es importante: se diga lo que se diga, los niños no tienen mucha imaginación, y son más textuales de lo que uno se atreve a creer.
Llegamos a no-sé-dónde (creo que el adificio que queda frente al tantas veces heroico Hospital Rosales), nos sentamos en un auditorio, en primera fila, y nos pusimos a oír a seis personas que estaban en un escenario y que hablaban y hablaban frente a un micrófono: tres recibirían su diploma de doctorado en economía y tres eran autoridades universitarias. De los primeros conocía a mi papá; de las segundas, a don Napoleón Rodríguez Ruiz, entonces rector de la UES. (Un par de años antes, bajo el gobierno de José María Lemus, el ejército había ocupado la universidad. Cuando don Napoleón salió a ver qué pasaba, un soldado le deshizo la cara de un culatazo. Imagino que ésos son los "valores tradicionales" de los que tanto hablan algunos cuando hacen añoranzas.) En una de ésas, dijeron el nombre de mi padre (que curiosamente es el mío) y me levanté para recibir el diploma junto con él: para eso me habían comprado el traje.
Don Napoleón, muy solemne, me lo entregó. Yo se lo di a mi padre. Aún debe haber algunas fotos en las que estoy recibiendo el diploma (las tenía la abuela Carmen; quizá las conserve la tía Corina). Sé que de algún modo me convencieron de que me regresara a mi asiento y luego mi padre se tomó las fotos dándoles la mano a las autoridades universitarias, que por aquí tengo como legado de la abuela Mina. (Para las malas lenguas: sí, ése es el único modo que he tenido en la vida de recibir algún diploma universitario, y además se trataba de un diploma ajeno. Pero tenía tres años y medio de edad, y eso cuenta. Y he sido el único niño de esa edad que le ha entregado un diploma a un doctor en economía sin siquiera ser rector en funciones. No sé en otros países; en El Salvador, seguro.)
Desde los cinco o seis años de edad, mi padre me llevaba a algunas de sus conferencias, primero en el edificio de Economía, en el centro, y luego en el que se construyó durante su decanato en el actual campus de la UES; quedó inservible en el terremoto de 1986. Mi trabajo era pasar diapositivas con gráficos y esas cosas que les gustan a los economistas. La primera vez nos pasamos toda la tarde ensayando cómo pasarlas y qué señal me haría en el momento adecuado. Aprendí rápido. No recuerdo nada de nada, excepto que estaba concentrado esperando la señal, y en algún momento descubrí que mi padre era bien distraído y que, por su bien, tenía que pasar la diapositiva antes de lo que me decía; la tarde de la conferencia me pasaba revisándolas para ver qué decían y adivinaba según el tema del momento. A mis diez años ya era un experto en la materia, pero entonces se acabaron las conferencias: mi padre se lanzó a buscar la rectoría y estaba más ocupado en otras cosas. Después yo era adolescente, y ya se sabe cómo son los adolescentes con sus papás, y viceversa.
En todos esos años, mi padre me llevaba a la universidad y yo me ponía a caminar aquí y allá y a conocer todo lo conocible, a veces solo, a veces con algunos de mis primos. (Vivíamos a unas cuadras y la cancha de básquet era de lo más apetecible.) Tomaba los cursos de verano que organizaban Mario Moreira (vive en Costa Rica desde su exilio, en 1972) y Héctor Oquelí Colindres (asesinado en Guatemala en 1990) para los hijos de los empleados de la UES.
Cuando mi padre tomó posesión de la rectoría, a finales de 1970, hizo dos cosas que lo llenaban de orgullo y alegría. La primera, un homenaje a Claudia Lars y Salarrué, con la publicación de obras escogidas (para la primera) y narrativa completa (para el segundo). El encargado de armar el paquete fue Ítalo López Vallecillos, quien al poco tiempo se fue para Costa Rica a fundar la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA). Salarrué dijo que sí, que muchas gracias, y al final no llegó al homenaje (así era él), así que todo el homenaje fue para doña Carmen ("¡No me digan Claudia! ¡No mencionen ese nombre!", decía cuando llegaba a casa, no sé por qué.)
La segunda cosa fue que contrató a Camilo Minero, Carlos Cañas y César Sermeño para que dieran talleres de pintura en unos galerones que se construyeron cerca de la antigua biblioteca. Fui desde su inicio hasta el 19 de julio de 1972, tiempo suficiente para enterarme de que, si tenía algún talento para algo, no iba por ese lado. (Los años lo han confirmado.)
Con toda la política de popularización que se armó en el corto tiempo en que mi padre fue rector, y que se había iniciado desde la rectoría de Fabio Castillo Figueroa (el sucesor de don Napoleón, el señor que me dio el diploma), se armó una reacción bien violenta de alguna gente de la UES. La Facultad de Medicina, hasta poco antes el bastión de la gente con dinero, pidió su destitución a finales de 1971 y convocó a la Asamblea General Universitaria para que lo corriera. Con su especial sentido del humor, y con 36 años de edad, mi padre podía darse el lujo de ser irreverente, y lo fue, y no sólo desarmó las acusaciones, sino que también forzó la salida de las autoridades de Medicina mediante el voto de la misma Asamblea que debía correrlo. A la salida de la reunión, mientras conversaba con unos amigos, ya de mañana, un tipo le lanzó una cuchillada a la espalda. La herida, justo en el omóplato, no fue grave; estaba furioso porque le habían arruinado una camisa nueva que sólo se había puesto esa vez. O eso dijo para no preocuparnos.
En esos días comenzó a hablar de que el ejército estaba preparando la ocupación de la UES. Su obsesión a partir de entonces fue publicar el tomo II de la narrativa de Salarrué, las obras escogidas de Francisco Gavidia y de Alberto Masferrer y terminar un documento con la planificación para los siguientes cinco años. (En las fotos de los periódicos de la época en que se hablaba de que se había encontrado propaganda subversiva mostraban esos libros, todos los anteriores. El de Gavidia, el de Masferrer y el tomo II de Salarrué no llegaron a circular, y quemaron el de planeación.)
El día anterior a la ocupación de la UES me dijo que lo esperara por la noche, no recuerdo para qué. Me acosté en una hamaca que colgaba en una terracita en la casa y me puse a leer. Me quedé dormido y de repente, por allí de las diez de la noche, me despertó y me puso un libro en el pecho. "Ahora sí ya pueden hacer lo que quieran. Ya terminamos esto", me dijo, y allí estaba el libro sobre planeación. Me fui a acostar y juro que me pasé meses tratando de entender por qué ese libro era tan importante para él.
Al siguiente día, tras regresar del colegio y de almorzar en casa de la abuela, oí ruidos en la calle y salí a ver junto. Varias tanquetas y camiones llenos de soldados iban pasando por el Bolerama Jardín y subían por la calle que lleva a la calle San Antonio Abad, donde ahora está el Ministerio de Hacienda y entonces sólo había un montón de magníficos terrenos baldíos donde me iba a caminar con mi perro. (Como buen nerd, no tenía muchos amigos, la verdad.) Apenas habían pasado los vehículos, uno de los trabajadores de la rectoría llegó chirriando llantas en un pick-up de la UES y me gritó que se estaban tomando la universidad y que habían capturado a mi padre junto con el secretario general, Miguel Sáenz Varela, y el fiscal, Luis Arévalo. (Los fundamentos "legales" de la Asamblea Legislativa los pueden encontrar aquí. Terribles y vergonzosos. En 2000 tuve oportunidad de hacer un bonito desplante en la Asamblea, como he contado en este blog. Puede encontrarse aquí.)
No lo sabía entonces, pero uno de los motivos para la ocupación militar fue que estaba apareciendo la guerrilla. Desde un par de años antes operaban las Fuerzas Populares de Liberación, el año anterior un grupo conocido como "El Grupo" había secuestrado y asesinado al empresario Ernesto Regalado Dueñas (por cierto amigo de infancia de mi padre; ya hablaré de eso alguna vez, y algo se cuenta en Tiempos de locura) y ese año se fundó el Ejército Revolucionario del Pueblo. Un año antes habían sido las manifestaciones de maestros de 1971, que el ejército vio a posteriori como parte de una conjura, y los estudiantes se estaban poniendo indóciles, como era su papel. (Unos meses antes, estudiantes de izquierda radical ocuparon la rectoría, que estaba en el sótano de Medicina. Tenían una ametralladora y armas cortas. Exigían que mi padre entrara a "dialogar" con ellos, solo. Se negó, por supuesto; el de rehén no le parecía un buen oficio, y menos después de la cuchillada que le habían dado. El problema se resolvió de manera divertida: algunos estudiantes colocaron sobre la rectoría aparatos que acababan de llegar a la facultad, que emitían unas vibraciones e infrasonidos terribles, y los dejaron encendidos durante toda una noche. A la mañana siguiente los estudiantes tiraron las armas por las ventanas y salieron bastante calmados. O atontados.)
No me acerqué a la UES desde la ocupación; debieron pasar 27 años, hasta el día siguiente de mi regreso a El Salvador, es decir el 23 de agosto de 1999. Lo único que pude sentir fue tristeza.
En 1972, como siempre, el presupuesto de la UES no alcanzaba, pero mi padre dedicaba buena parte de él a mantener el campus bonito: contrató no sé cuántos jardineros y compró no sé qué cantidad espantosa de plantas, en especial rosales, y buen pasto. Su idea era que los estudiantes debían estar en un lugar agradable si querían aprender bien. Además había gente que vivía allí (los becarios del interior del país), y era justo que vivieran en un medio sano y lo menos cercano a la pobreza de la que provenían. (Él también venía del mismo lugar.) Lo que faltaba se solucionaba con donaciones de los propios académicos y autoridades y trabajo voluntario. (También estuve en las jornadas de trabajo voluntario, y eran divertidísimas.)
Y encontré todo sucio, destruido, quizá con excepción de la zona de la concha acústica, donde todo crecía como se le daba la gana.
En los meses siguientes me di cuenta de cosas peores: muchos estudiantes que querían realmente aprender para hacer algo con sus vidas y pocos maestros y autoridades a los que les importara, o que siquiera estuvieran preparados para lo que enseñaban. Las clases nocturnas prácticamente suspendidas, porque algunos maestros (que habían llegado a serlo gracias a que estudiaron por la noche, después del trabajo; también fue el caso de mi padre) decidieron que eso afectaba sus derechos o algo así. En algún momento se me ocurrió preguntar a algunos académicos y autoridades por qué no recurrían al trabajo voluntario, y se rieron como uno se ríe de un chiste estúpido, pero bien contado. En vista de que un par de libros míos se usaban en el programa del Departamento de Letras, y a petición de algunos estudiantes, ofrecí dar un taller, sin cobrar un centavo, que complementara los estudios. Tenía de entrada unos 40 alumnos. Los académicos (incluidos dos o tres amigos) se opusieron: alguien sin un título (ya quedamos en que el de mi papá no vale) no estaba preparado para dar clases en la UES.
Al menos una vez por semana iba a darme una vuelta por allí, para tratar de entender, a platicar con gente y a tratar de pensar en algo, lo que fuera, que pudiera sacar a alguien de ese ambiente de... uh... no sé de qué. Tontamente, porque yo no era nadie para eso, y porque lo único que tenía eran recuerdos. De infancia y de las escenas que veía en la televisión desde México: el ejército ocupando la UES, la guerrilla ocupando la UES, las clases suspendidas en la UES durante meses y años, las balaceras... Un poco de lo que hace la tristeza, pues.
Cuando llegó la doctora María Isabel Rodríguez a la rectoría tuve algo de esperanza. Seguí de cerca la campaña, estuve en el recuento de votos, aprovechando que trabajaba como periodista, en su proclamación y en su toma de posesión. Algo empezaría a cambiar.
Y sí. Una de sus grandes apuestas fueron los nosecuántos juegos centroamericanos, que dejarían a la UES con nueva infraestructura, que no había sido renovada desde hacía 30 años. Con todo y las grillas baratas de algunos académicos, comenzó la reactivación de algunas cosas que se habían olvidado (dar clases como debe ser, por ejemplo, y recopilar y hacer investigaciones, una práctica aún poco usual entre gente que debería hacer eso). Y los problemas, como el reciente rechazo de un préstamo del BID bajo el "temor" de que fuera a servir para privatizar la universidad. Una estupidez, pero así las cosas.
Y estaba la famosa Brigada Revolucionaria de Estudiantes Salbadoreños (BRES), que luego adoptó el nombre de Roque Dalton, al igual que una pinacoteca, un teatro y cuanta cosa quiera llevar un sello de izquierda sin demasiada imaginación. Para no hablar mucho de ellos, aquí hay una entrevista con su máximo dirigente, un joven universitario, representativo de la mayoría, de 40 años de edad.
El 19 de julio pasado se organizó en la UES un acto para recordar la ocupación de la UES y, de paso, hacerle un homenaje a mi padre. Se tuvo que suspender porque a esa hora los de la BRES, armados con fusiles de poliuretano, se pusieron a hacer movimientos militares y a gritar consignas en la entrada del campus, bien encapuchados. Para finalizar, rompieron los fusiles en plan burlón y "desaparecieron".
Hoy, al parecer, cambiaron los rifles de poliuretano por M-16 de verdad, según se vio en la televisión. La noticia viene aquí y aquí. Ah, la tristeza...

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Hoy murió Gizmo, nuestra gata, de quién ya había hablado aquí. No sabemos los detalles, y no creo que queramos saberlos. La encontramos tirada en la puerta de casa, con sangre en la boca y cosas rotas. Krisma lo acarició en los últimos segundos. Valeria no entendió nada; estaba contenta de verla tan cerca y tan al nivel del suelo. Krisma la llevó a dormir lo más tranquilamente que se pudo.
En fin, la gata está ahora enterrada en una jardinera, junto a la puerta del jardín. Vivió cuatro años y medio, es decir cuatro años y medio más de lo que le correspondía. Y se lo agradecemos.

5 de julio de 2006

Las historias calientes de Juanita

Hace unos días encontré, aquí, que en 2004 existió un programa nacional llamado Las historias calientes de Juanita. Mi primera reacción fue fruncir la nariz y pasar a otra cosa, porque el título no da para mucho, pero me disgustó el aire de "todo tiempo pasado fue mejor" de la nota de EDH y me puse a buscar más información.
Hallé, en uno de esos feos sitios que se dedican a la piratería, los 44 capítulos que compusieron el programa, y que el autor y actor de la serie, Salvador Alas, se negó a calificar de radionovela. (Entiendo que antes hizo otra "radionovela", A las bichas con pisto les gustan los bichos calle, de la que tenía noticia pero que no he escuchado.) Si a los lectores les interesa escuchar el programa, los archivos de Juanita se pueden encontrar aquí, en formato mp3, y que San Francis Drake nos ampare, Azureus mediante.
Lo que oí en un principio fue la representación de varios estereotipos molestos que ya había oído antes, y que no fallan si uno quiere audiencia fácil: el homosexual enclosetado que se hace pasar por macho, la muchacha ninfómana (Juanita, claro) que "quiere" a toda hora y con quien se le atraviese en el camino, el papá macho y medio tonto y el muchacho inocente y tranquilo, novio de la muchacha, que sirve para enfatizar todo lo raro que pasa a su alrededor.
Mi primera reacción fue recordar al gran Guillermo Hernández, alias "Albertico Limonta", y su radionovela Limpiaos Tutuy, que no llegó a concluir debido a su suicidio. (La novela no se llamaba así --Limpiaos era el personaje central--, pero es el modo en que se recuerda. Se agradecerá el dato.) Y me di cuenta de que Albertico usaba la misma fórmula, y que no sus referencias sexuales no eran muy diferentes ni menos toscas que las de Alas, nada más que yo tenía 12 años cuando la oía y me parecía genial. Y me vi ante la alternativa: decir que todo tiempo pasado no sólo no fue mejor, sino también que la vulgaridad (usado en el sentido de "barato", no en su acepción moral) se reproduce a lo largo de los años, o jugar al juego y ponerme a oír la serie. Como lo primero me cae mal cuando viene de otras personas, y en vista de que me gusta el juego, me pasé varias horas de cuatro días oyendo los 44 capítulos mientras trabajaba en lo que tenía que trabajar.
La conclusión es que, con todo y todo, el armado de los personajes es, en general, magistral. El papá de Juanita, Don Abimelec, un ex oficial de la Guardia Nacional que terminó de terrateniente después de la guerra, es más que notable, y su esposa (no recuerdo si se dice el nombre) es casi tan buena como él. Ella siempre habla a gritos y desde lejos, se supone que desde la cocina, y básicamante desde allí mantiene funcionando una casa de locos. Los personajes secundarios son excelentes: "El Chapudo", un ex escuadronero y ex patrullero, fiel a Abimelec; el médico brujo (crea todo un lenguaje sólo para él, o algo que simula un lenguaje), el Inspector Salivas, el chofer de la ambulancia, Mamá Dora... Si Albertico tenía una gran capacidad para crear voces, Alas y la gente que hizo Juanita son muy buenos para la creación de personajes. Juanita y su novio funcionan bien, pero no son mis favoritos; el hermano homosexual de Juanita me dio un poco de roña, con todo y que tenía muy buenas puntadas y, dentro del estereotipo, estaba también armado de manera impecable.
Es evidente que Juanita tenía como objetivo que la gente de la cabina se divirtiera, y así fue. No hay un guión, y podrá ser loable la capacidad de improvisación, pero es también una pena: el talento de los narradores da para mucho más. Sobran las referencias sexuales groseras (en el sentido de "bastas") y las bromas fáciles, pero en medio de todo eso hay mucha inteligencia. Estoy seguro de que, con un buen guión, Alas podría hacer maravillas y no quedarse en una referencia perdida en alguna nota de periódico. (No, no conozco a Alas. No, no sé más de su trabajo. Sólo estoy hablando de esa serie en particular. No, sobre gustos no hay nada escrito.)

1 de julio de 2006

Una confesión bien delicada

Ayer, cuando me enteré de que el partido de Alemania contra Argentina había sido a las 10:30 de la mañana, y no a la una de la tarde, me dije: "Ah, qué lástima. Me lo perdí." El mundo no se cayó (vaya: ni siquiera se fracturó un poquito) y puse el de Italia contra... uh... ¿Croacia? Antes vine a la compu a ver quién había ganado, y resultó que Alemania, 4-2, y me dio gusto. Igual me hubiera dado gusto que ganara Argentina. En este momento hay otro partido y no sé cuál es (¿Brasil contra alguien?) y la Vale está viendo caricaturas sin que su psique de dos años sufra por mis alaridos y la expulsión sumaria de la sala.
El colmo fue el sábado pasado. Me llevé a La Casa la tele de la abuela (no, no se la robé para ver los partidos; murió hace dos años... la abuela, porque la tele está bien) y me puse a ver el de México-Argentina en lo que llegaba la gente del taller de periodismo cultural. (Los periodistas siempre llegan tarde; es sinequanon al oficio.) Rebeca Torrres andaba por allí y, sí, se puso a ver el partido con harta emoción, como corresponde. Llegaron los del taller, y con el rabillo del ojo estábamos en el partido... y de repente resultó que Rebeca ya no estaba, que había ganado Argentina, no nos dimos a qué hora había terminado el partido y la tele seguía encendida.
En serio que lo intenté, y en otros mundiales me había dado resultado, en especial en los de 1970, 1974, 1982, 1986, 1994 y 1998. (Contra los otros no tengo nada, sólo que no tuve la oportunidad de ver casi cada partido, y en 1966 no teníamos tele.) Pero en éste descubrí que el fútbol me tiene sin cuidado. No es que tanga nada contra él. Nada más me resulta indiferente quién gane y quién pierda (igual me daría gusto que ganara Brasil, Alemania o Costa Rica, al que eliminaron en la primera ronda, según entiendo).
¿Será que no me gusta la cerveza? ¿Será que estoy a dieta de churritos, chicharrones en bolsa y cacahuates diversos? ¿Será que no tengo camisetas con los colores de mis equipos favoritos, ni equipos favoritos, y no estoy dispuesto a agarrarme a trompadas con nadie que use camisetas de otros colores? No sé, pero no dejo de sentir cierto complejo de culpa.
Quizá dentro de cuatro años. Mientras, voy a ver en internet quién está jugando. A veer... Nadie. Ya terminó el partido. Portugal eliminó a Inglaterra. Obvio; si le ganó a México.... Sigue Francia contra Brasil, a la una, justo a la hora del taller de periodismo. Mientras no pase lo que pasó cuando Zagalo era técnico... Esa final fue malísima, la de... uh... 1998, creo. ¿A quién se le ocurre que Francia pueda ser campeón del mundo?
Ultimo intento: ¡A-le-mania! ¡A-le-mania! ¡A-le-mania!
Nada contra Brasil, pero gritar "Bra-sil, Bra-sil, Bra-sil" hace que me duelan los músculos de la lengua. Esa terminación en "il" es incomodísima para cualquier aparato fonético.

Recuentos de La Casa II

Por supuesto que en las reuniones de las que se habla en el post anterior (que fueron quizá cinco) se hablaba más de política que de literatura, de lo que "un poeta debe" y del "deber moral del escritor" y de que uno "no puede ignorar". Lo de siempre. Allí agarré un poco de alergia a frases del estilo "Como dice Roque...", "Como diría Roque...", "El ejemplo de Roque...", "Las ideas de Roque...", "La muerte de Roque..." Y no es que tenga nada contra Roque Dalton, como luego dicen por allí, al contrario: fue uno de los escritores que más me influyó cuando era joven... y del que más me costó quitarme los vicios. Por ejemplo el ingenio. Me costó descubrir que la literatura puede ser ingeniosa, pero el ingenio no necesariamente --y más bien en casos excepcionales-- es literatura. O la estructura fácil y repetitiva de muchos poemas de El turno del ofendido y otros: una muy buena frase para abrir, cualquier cosa a la mitad y un final magistral. Lo que uno recuerda es la primera y las últimas líneas, y dice: "¡Guau! ¡Qué poema!" En realidad lo que estaba allí era un poema desarticulado con tres versos muy buenos. O los rollos inacabables de Pobrecito poeta que era yo, con frases y pasajes magníficos, pero también mucho rollo sin estructura ni propósito. (Están, claro, "Los extranjeros", "Esbozo de adiós" y varios más; ése es el Roque Dalton al que disfruto.) Entre los escritores salvadoreños, a quien le debo la poca articulación que logré fue a Manlio Argueta, concretamente en Caperucita en la zona roja; con el "modo" en que está escrita una página de ese libro armé mi primera novela publicada, después de haber desechado otras tres y un par de poemarios que eran demasiado... uh... roquianos. (Para los-de-siempre: tomar influencia, ideas o ejemplo de alguien no significa plagio. No, nunca he plagiado a nadie. Sí, Caperucita me sigue pareciendo una muy buena novela, y en El Salvador y Centroamérica me parece una de las fundacionales, con Los compañeros, de Marco Antonio Flores, y varias de Joaquín Gutiérrez..)
Una tarde, antes de la reunión en la que Castrorrivas llevó la batuta, William Alfaro y Osvaldo Hernández pidieron la palabra (y más bien diría que interrumpieron al que hablaba, con justa razón) para decir, con su característica diplomacia:
--¿Y si en vez de hablar de política mejor hablan de literatura y nos dicen cómo se escribe? Los viejos siempre hablan la misma paja, pero no hablan de literatura. ¿Es porque no quieren o es porque no saben?
La verdad es que estaba esperando ese momento, y les dije:
--¿Se lanzan a asistir a talleres de literatura?
Dijeron que sí y ellos, junto con Carlos Clará, Krisma Mancía, Yuleana Juárez (ambas se dedicaban al teatro en ese momento) y otros que no recuerdo fueron los primeros talleristas, en el de métrica y rima. Carlos, Osvaldo y William estuvieron también en el de edición (y hasta un par de lectores de este blog).
El año de 2002, pues, estuvo lleno de talleres (el último terminó en diciembre, una semana antes de navidad) y allí se armó "el taller" de La Casa, que en realidad no es un taller, o no lo que se supone que es un taller, sino un grupo de gente platicando de literatura.
Asistí en México a algunos talleres, a no más de dos sesiones de cada uno, y siempre salía hastiado. Había varias mecánicas:
1. Ejercicios, ejercicios y más ejercicios, y a los dos años le daban a uno un papel en el que quizá debía decir que uno era experto en ejercicios, no poeta o cuentista o lo que fuera. El ejercicio clásico: "Haga un texto en el que haya una mujer, un vestido rojo, un tintero, una pistola y una vaca." Y allí va uno. Al final de la sesión se leía, se hacían algunas observaciones, y a la siguiente otro ejercicio. Y así, ad nauseam. Hace unos meses algunos de los escritores de La Casa (Roger Guzmán, Alberto Quiñónez y Harbert Cea, concretamente, aunque había más) se quejaron de que en otros talleres se hacían ejercicios creativos y que por qué nosotros nunca los habíamos hecho. (Sí, los hicimos una vez, ante el mismo reclamo, por allí de octubre de 2002, pero ellos no sabían.) Les dije que sacaran papel y pluma y les di los elementos para que hicieran textos. Los hicieron. Los comentamos. En general eran muy buenos textos porque, como notarán en los links, tienen con qué defenderse. Preguntaron: "¿Y ahora qué?" "Nada --les dije--. Eso es todo." Se veían un poco desilusionados, así que les eché el rollo que debía echarles: cuando uno escribe, lo que hace es ligar elementos disímiles y construir cosas con ellos. Uno de los encantos de la literatura es encontrar esos elementos y crear las relaciones, y en ese proceso es donde se encuentra al menos una parte de la creatividad y de la originalidad, y eso es lo que lleva tanto tiempo cuando uno escribe: crear las relaciones adecuadas y armar lo que se desprende de ellas. Si alguien le da a uno los elementos, no desata un proceso creativo, sino que lo imita, y necesariamente lo reduce. Eso está bien para gente que va al taller entre la clase de Tai Chi y la preparación de la cena, como un modo de aprender algo en su tiempo libre, pero no para gente que quiere dedicar su vida a escribir. La buena noticia es todos los textos van a ser interesantes; la mala es que todos van a tratar más o menos de lo mismo, y qué pereza armar una antología de textos cortos que traten de mujeres, pistolas, tinteros, vacas y vestidos rojos. "Ah", dijeron, y allí empezó y terminó lo de los ejercicios.
2. Un grupo de jóvenes fascinados por El Escritor que tenían delante (¡un escritor de verdad!), que les transmitiría todos sus trucos, técnicas y conocimientos. Y El Escritor encantado, cómo no, porque no hay tema más interesante e importante que uno mismo. Resultado: un montón de gente que escribía igualito a lo peorcito de El Escritor, con todos los vicios y pocas de sus virtudes, si las tenía. Recién llegado a México, aún había varias toneladas de cuentistas que escribían al estilo de Julio Torri, y se estaba creado una generación completa de imitadores de los poemínimos de Efraín Huerta; éste daba, por cuenta del Instituto Nacional de Bellas Artes, el taller más famoso de poesía del país. No había revista o suplemento que no estuviera lleno de poemínimos, todos copias al carbón de los que aparecían en la página de al lado. El colmo de esta lógica fue la "influencia" de Ernesto Cardenal en los talleres de poesía de Nicaragua. Soldados, agentes de la seguridad del estado, estudiantes de todos los niveles, milicianos, amas de casa, oficinistas, lo que fuera, escribían poemas por toneladas, y casi cada gremio o sector tenía su propia revista, y había antologías y todo. No creo que muchos hayan sobrevivido, y --ya en plan venenoso-- me pregunto, en medio de toda esa marea de poemas igualitos a los de Cardenal, cuántos de Cardenal sobrevivirán.
3. Los "talleres muégano" (en El Salvador el equivalente sería "los talleres alboroto", aunque el símil no es exacto). Están formados por escritores jóvenes que, buscando huir de los riesgos de los talleres anteriores, y estando firmemente en contra de la verticalidad evidente de "los viejos", las "vacas sagradas" y "los figurones", se reúnen consigo mismos y se ponen a crecer juntos literaria y excluyentemente. Empiezan bien, sacan a relucir su talento, creatividad, todo. A los meses comienzan las peleas para ver quién manda o quién influye más. En general se resuelve en la negociación y en la estandarización de los trabajos: si alguien se sale de la línea o destaca, debe arrepentirse o irse. (Por desgracia pocos se van.) Un año después son (todos, no cada uno) las más y mejores promesas jóvenes de la literatura nacional. Dos años después son pedantes, nada más. Eso sí, todos se visten y hablan igual, y miran feo a los otros "talleres muégano" que, desde luego, ni de cerca son tan buenos como ellos. Cinco años después no hay quien los quiera publicar, porque de verdad se han vuelto malos, y se autopublican (uno por uno o en antologías, pero siempre de acuerdo) y se lanzan contra el mundo que no está preparado para sus conceptos. (Siempre hay por lo menos un concepto que los guía, que sólo difiere en el orden de las palabras del concepto del grupo de al lado.) A los ocho o diez años se detestan entre sí, pero, como en los peores matrimonios, no saben qué hacer cuando están solos y siguen juntos "por los hijos" más que por el amor, a si mismos o a la poesía.
4. Las clases de técnica que no llevan a nada más que a saber de técnica, con trabajos aburridos pero bien medidos.
Entonces había que considerar cómo sería el mentado taller de La Casa, para no tener a un montón de gente escribiendo como el encargado (o sea yo), haciendo ejercicios hasta que les reventaran las orejas o fascinándose consigo mismos. Y la solución fue sencilla: considerar el oficio literario como un oficio medieval. Aprendiz, oficial, maestro, ni más ni menos. El aprendiz aprende, el oficial reproduce lo que ha aprendido y cada quién escoge un maestro al cual seguir. En mi caso, en poesía, Eliot. Krisma se lanzó sobre García Lorca. Yuleana sobre Ionesco. Herberth Cea, Huidobro. Nada de escritores municipales: sólo los que hubieran pasado la prueba del tiempo y del espacio. Alberto y Nathaly, a San Juan de la Cruz. Vilma Osorio, a Emily Dickinson. Tere Andrade, Vallejo. Y así sucesivamente.
Mi papel sería el de conductor, pero sólo bajo un presupuesto: todos los que estuviéramos allí seríamos lo mismo (escritores), en diferentes etapas de un proceso común. Y las apuestas serían individuales. Cada quién en su rollo y estilo, y los demás tratando de entender el rollo y el estilo de los demás y tratando de aportar a él. Nada de "yo haría tal cosa" o "si haces tal cosa va a quedar mejor", sino "dentro de esa lógica, quizá funcione esto o lo otro", o "el corte de verso no funciona" o "el ritmo del tercer y el cuarto verso no son compatibles"; ya el criticado sabría si aplicar o no lo que le dijeran. Es su apuesta, es su trabajo, es su responsabilidad. Si se hace una comparación entre la gente de La Casa, se notará que no hay dos escritores que escriban igual o utilicen los mismos recursos, y son un montón de gente. Y eso, el hecho de que se trate de ideas y aplicaciones diferentes, me parece, evita competencias, envidias, rivalidades y todo lo demás.
Algo fundamental es que lo más importante en el proceso no es escribir bien, sino:
1. Aprender a leer los materiales propios como si fueran ajenos. Para ello hace falta antes aprender cosas técnicas básicas: corte de verso, adjetivación, creación de imágenes, manejo de ritmo, etcétera. Nada complicado, pero es como la armonía en la música: uno puede aprenderlo en una hora, pero se pasará el resto de la vida lidiando con ello. Luego, entender que, cuando se critica el trabajo ajeno, uno lo hace para entender el propio.
2. Aprender a corregir. El proceso de escritura de un texto es apenas el inicio de un proceso. El punto de partida es obvio: allí no hay genios, sino gente que trabaja para lograr un objetivo, cada quién a su ritmo. El talento natural (si existe; a veces no es así, y eso no le impide a nadie ser escritor) sirve si acaso para agarrar impulso. Luego, todo texto debe encontrar su verdadera forma, y eso lleva tiempo. El texto final aparece cuando uno dice: "No puedo más. Es todo lo que puedo dar en este momento."
El objetivo del taller, según se planteó desde el principio, es la elaboración de una "unidad", esto es: un poemario, una novela, un libro de cuentos, una pieza teatral... No una "unidad" cualquiera, sino una con la calidad suficiente para pasar la prueba de un consejo editorial. (Ya llevamos una decena de libros así; un par ya se publicó, hay otros a punto de.) Después, el escritor deja de ser parte del taller. No es que ya no pueda llegar o que no tenga derecho a estar en las sesiones o participar, sino que su trabajo ya no pasa por el filtro de los "aprendices": su relación de trabajo, en el ámbito de La Casa (fuera de ella cada quién hace lo que le parezca) es con los que a su vez han terminado sus "unidades" y conmigo. Y puede trabajar, bajo ciertos lineamientos, con los novatos.
El objetivo no es sólo crear una jerarquía, sino también evitar que influyan en los más nuevos (que no necesariamente son los más jóvenes en edad), generalmente de manera involuntaria. A la hora de estar lidiando con sus trabajos, algunos recurren a "recursos probados" y, zaz, empiezan a usar mecánicas o soluciones que a los "mayores" les funcionaron. Y no va por allí el asunto.
Y para todos los talleristas está estrictamente prohibido leer mis textos. Algunos lo ha hecho, en contra de mi voluntad; varios sólo conocen lo que está en mi otro blog, y ha sido más que demasiado. Cuando terminan su unidad, que lean lo que quieran.
Hay gente que ha llegado a La Casa a buscar "el secreto" para escribir como algunos de los que están allí. Se van decepcionados: no hay secreto. Todo está a la vista y es tan simple como lo que aquí se cuenta. Es trabajo, nada más. Y amor a lo que se hace; si no, ¿para qué tomarse tanto trabajo? Porque los papás tienen toda la razón cuando le dicen a uno que de esto no se va a ganar la vida. Pero esto es lo que somos, y negarlo u ocultarlo sólo provocará tristeza y frustración.
Y en La Casa hay de todo: estudiantes de economía, de medicina, de derecho, de comunicaciones, de bachillerato, profesores, un par de ingenieros civiles, de sistemas, eléctricos, un agrónomo, una socióloga, comerciantes... Y a eso se dedican, y pagan para hacer lo que no pueden dejar de hacer aunque lo intenten, que es escribir.

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No, no es la última entrega de la serie. Faltan un montón de cosas, además de las que ya estoy omitiendo. No estamos ni siquiera cerca de los talleres de danza y video, pero prometo ser breve.