10 de marzo de 2005

De los artículos y otras quimeras del yo

Publicado en El Sur de Acapulco en 1993

Todo el mundo quiere publicar artículos, de eso no hay duda. La pregunta --y con no poco de autocrítica-- es para qué.
Uno tiende a pensar que tiene cosas que decir que a nadie se le habían ocurrido antes, que es capaz de revelar pensamientos reservados sólo a unos cuantos y desgranar interpretaciones que cambiarán el rumbo del país, o por lo menos de las ideas.
Y sin embargo uno sabe que no ocurrirá nada terrible si no escribe, si alguien lee o no lo que a uno se le ocurre frente a la Proverbial Hoja en Blanco después de quince minutos o dos semanas ante la máquina --la desesperación es necesaria.
Hay ideas que rondan durante meses y años y que no se atreven a tomar forma de letras; y, cuando por fin se concretan en un artículo y uno apuesta la vida a su ingenio, en el fondo está claro que nada ocurrirá, excepto que algún amigo le dirá días después: “Oye, estuvo bueno tu artículo. No terminé de leerlo, pero el principio estuvo excelente.”
Si lo que se dice en los párrafos de arriba es cierto, no hay nada que justifique este artículo ni muchos de los que lo acompañan, en éste y otros lugares, de éste y de otros autores; el derecho de escribir, en tanto deban tratarse temas novedosos o enfoques singulares, se reduciría a las revistas de cancerología, enciclopedias y algún anuario de estudios marxistas que se sobreviva a sí mismo.
En realidad lo que a uno le preocupa es qué sería, si no publicaran, de los que arriesgan el ego, y quizá algo más, en columnas semanales o mensuales, que escriben su propio nombre, al inicio de la nota, con respeto temeroso; que revisan obsesivamente sus artículos aunque saben que las erratas y gazapos son esenciales a la escritura.
Y aquí está uno, dándole al teclado.
Uno sabe que no tiene ideas suficientes, o no es capaz de procesarlas a la velocidad suficiente, como para decir cosas sensatas todos los días, ni siquiera cada semana, y envidia hasta la abyección a los que sí pueden. Aun así escribe sólo por el simple hecho de que escribir es divertido, e imagina que leer lo que a uno le divierte puede ser igual de divertido para los demás, y que a veces no saldrán cosas que hagan sonreír, pero le hace la lucha.
Un momento, dice uno mismo: eso es salirse por la tangente. Uno habla de la importancia que pueda tener un artículo, no de la cantidad de sonrisas, escalofríos o franco terror que es capaz de producir --hay modos tortuosos de divertirse.
Y uno, que no tiene deseos de entrar en una desgastante autopolémica, pone punto final.

5 de marzo de 2005

Instrucciones por fin

Hace un par de días llegaron, por fin, 20 ejemplares de Instructions pour vivre sans peau, a.k.a. Instrucciones para vivir sin piel, publicado en octubre pasado en Le Mans por la editorial Cénomane, como se hizo constar en este blog en su momento.
La traduccion es de Thierry Davo, buen amigo si los hay. Ahora está revisando la traducción de Terceras personas (se llamará Ils), que deberá aparecer en menos de un mes. Sus preguntas tan minuciosas acerca del texto me hacen ver cosas que no había visto antes, o que eran tan obvias que no había pensado en ellas, y por lo tanto no las tenía claras. Por ejemplo, me dice que en la editorial tienen una polémica acerca de quién es la persona a la que el personaje del relato "Un cabello oscuro en la solapa" le envía unas cartas absolutamente psicóticas. Y no tengo idea. Sé que es mujer, intuyo que está divorciada de un esposo abusador o detestado en su familia, que tiene dos hijos y muchos conocidos y experiencias en común con el personaje central. Se me ocurre, después 20 años de haber empezado el libro y 10 de haberlo terminado (se publicó en México en 1996), que puede ser una prima con la que tuvo algo amoroso en la adolescencia. Igual son sospechas injustificadas de mi parte.
E.M. Foster dice, en Aspectos de la novela, que la diferencia entre una persona y un personaje de ficción es que la primera tiene una vida secreta, y la vida del segundo está al descubierto, o puede estarlo. Krisma, terriblemente perspicaz, como poeta que es, contradice: "Los personajes también tienen secretos."
Y es cierto. En enero comencé una novela policial. Hace un par de semanas terminé el primer capítulo. Los personajes están allí, y se mueven y caminan y hablan y piensan, pero todavía no sé quiénes son. Es decir: sé quiénes son, pero no cómo han llegado hasta allí. Necesito saber más de su vida para armar la historia. En ésas ando.

3 de marzo de 2005

Volver a los 17

Entre 1976 y 1977, cuando yo tenía 17 años y él entre 41 y 42 (nací en agosto y él en enero; cambiaba de edad con la entrada del año), mi padre escribió el libro Acumulación originaria y desarrollo del capitalismo en El Salvador (publicado por Editorial Universitaria Centroamericana en 1979). Después de una investigación desesperada (no había muchos datos y tenía que escarbar en pies de página y hasta en los colofones), se la pasó un año entero tipeando borrador tras borrador, y de esos días, como de buena parte de mis días, recuerdo el sonido de la vieja Olympia de baquelita en las madrugadas, a una envidiable velocidad de 100-110 palabras por minuto. Antes de la Olympia era una Remington de metal, y su velocidad al escribir no era menor. De esa máquina heredó los dedos pesados, que hacían sonar un profundo "bum" cada vez que ponía la tecla de las mayúsculas. (Cuando cambió a una computadora, en 1989, sus dedos volaban sobre el teclado, y logró un tacto mucho más ligero. Un día hicimos una medición: 130 palabras por minuto, más del doble de lo que yo he logrado en mis momentos de hiperkinesis.)
Cuando terminó el libro, que debía ser su tesis de maestría (estaba sacando su segundo doctorado, si descontamos el honoris causa que le dieron en Colombia en 1971), se dedicó a hacer trámites en la UNAM y me pidió que le ayudara a pasar el libro en limpio. Lo hice, por supuesto, a mis 35 o 40 palabras por minuto de esa época.
Ya con el libro en limpio, se dio cuenta de que "algo" fallaba en la estructura: estaba trabajando con pocos datos, a veces inciertos (la bronca de ser pionero), y muchos los había inferido mediante triangulaciones. Había puntos oscuros que le quitaban fuerza al libro, y decidió reestructurarlo en forma de ensayos independientes. Tachó como loco y después le ayudé a pasar en limpio el resultado. No recuerdo mucho de ese proceso; por esos días debí cumplir 18 años y nació mi hijo Eduardo. (Él a su vez recuerda las madrugadas en las que, entre sueños, oía mi Olivetti sonar y sonar y sonar y sonar.)
Ahora, 28 años después, me dicen que quieren publicar el libro de nuevo, y por primera vez en El Salvador. Acepto, desde luego. Hay que transcribir el texto y la opción lógica es escanearlo y pasarlo por el Omni Page. Pero resulta que la edición está hecha en linotipo, en papel rústico y ya bien amarillo. El Omni Page no reconoce ni siquiera la mitad de las letras, ya no se diga las palabras. Para más etcétera, tengo el ejemplar de trabajo de mi padre y está lleno de subrayados, notas al margen, rayitas aquí y flechitas allá. Y ni hablar de los cuadros, que para un economista son más un modo de vida que un recurso.
Así que me he puesto a tipear de nuevo el libro, y lo disfruto y lo sufro como cuando tenía 17 años. Falta quizá el frío de la Ciudad de México, y falta mi padre acercándose emocionado al ver el avance de su libro y preguntándeme: "¿Cómo vas, chato?"

De punches y escritores

Aldebarán, viejo amigo de este blog, ha escrito un artículo sobre cangrejos y artistas salvadoreños. Lo pueden encontrar aquí mismo. Gracias, Aldebarán.