27 de diciembre de 2010

Sebastián

Una noche cualquiera, a eso de las ocho, oí que llegaba una de las vecinas de al lado; aquí se oye todo. Un par de minutos después salió diciendo varias veces: “¡Sebastian! ¡A comer!”.
El tal Sebastian no contestaba, y la señora recorrió el pasaje un par de veces, como buscándolo.
Mi primera y mal pensada impresión fue que Sebastian era un niño al que la señora había dejado en la calle mientras ella se encontraba en el trabajo. Pero el tono inicial fue cambiando, y pensé entonces que llamaría a uno de los tantos perros que pululan en los pasajes aledaños. Pero un perro respondería de inmediato --está en su naturaleza--, y del bendito Sebastian, ni señas.
De repente, se oyó un “Miau” en tono de barítono, y la señora empezó a mimarlo como si fuera el hijo de su hijo preferido. El gato se acercó a la velocidad a la que se dio la maldita gana, y después se metió a la casa a comer.
Nos quedó la curiosidad de conocer a Sebastian; con unos maullidos de ese calibre debía ser de un tamaño para dar miedo. Y pocos días después tuvimos la oportunidad de conocerlo mientras trataba de meterse a casa. El animal, en efecto, era grandote, manchado de blanco y negro, y venía detrás de Sombra, nuestra gata, con la obvia intención de engrosar la insoportable fila de gatitos con la que nos ha regalado en los últimos años.
Creímos que en la nueva casa sería casi imposible que un gato entrara o Sombra saliera para tener romances periódicos; el único contacto con el exterior es un árbol de naranjo, no muy frondoso por cierto. Además está Natasha, que con tres o cuatro ladridos lo hizo huir cuando apenas iba a medio árbol. Asunto arreglado, dijimos inocentemente. Porque Sebastian no puede entrar, de eso no hay duda, pero Sombra aprendió cómo salir.
Cuando conocimos a Sebastian, Sombra tenía una camada de una gatita que regalamos unos días después. Ahora, un par de meses más tarde, ya estamos pensando qué diablos hacer con los --por lo menos-- cuatro gatos que se adivinan en la barriga de Sombra.
Y Sebastian, todas las noches, esperando su comida.

30 de octubre de 2010

Otra primera vez

(Foto cortesía de Manuel Tiberio Bermúdez)


Hace un par de meses me llamó Paulina Aguilar para invitarme para que estuviera en la inauguración del IX Festival Internacional de Poesía. Antes de terminar de pensar la lista completa de pretextos para no ir --algo así como treinta segundos--, le dije que sí, porque con Paulina me es imposible negarme.
Los motivos los dijo ella misma en la inauguración. Durante mucho tiempo (esto no lo dijo), gente que --entiendo-- trabajaba con o para la Fundación los acusaba de no ser poetas y de no saber de poesía, pero en términos un tanto más rudos. Así que me pidieron un taller para apreciar mejor los textos que les llegaban y escoger a los poetas participantes. Incluso llegaron a escribir algunos poemas y a jugar con la métrica para que vieran qué se sentía.
Tres años estuvimos en ésas, quizá un poco más, y hubo que cerrar el taller cuando empezó la campaña para alcalde, que ganó. Paulina iba de concejal, y en ésas está.
En uno de los festivales, después de darse cuenta de que nadie les hacía caso a los compañeros de La Casa del Escritor, metió a diez de un solo golpe, y fueron un éxito. (Entre cierta poetada municipal se armó un pequeño revuelo. Ni modo) En otro festival necesitaba que le ayudaran a andar trayendo y llevando a los poetas extranjeros, y tres compañeros se ofrecieron con mucho gusto. Etcétera. ¿Cómo decirle que no iba a ir a la inauguración?
El problema era que por primera vez me presentaría en público después de las cinco operaciones que me hicieron hace un año, y todavía no estaba recuperado. (Ya casi. Ya casi.) Estaba aterrorizado. La idea de un montón de gente viéndome y oyéndome, de dar un mal paso y caerme, de los espacios abiertos, de lo que fuera, me daba simple y puro miedo. Pero había que ir. (La vez anterior hubiera sido en el Centro Cultural de España, en un conversatorio, el 9 de septiembre de 2009, y me había invitado Susana Reyes. Otra por la que hubiera ido así me estuviera muriendo. Y, sí, me estaba muriendo. No pude cumplir: ese día y a esa hora me internaron en el Hospital Médico Quirúrgico, y salí tres meses más tarde.)
Nick Mahomar me puso en un lugar bastante cómodo, en una silla especial, para que aguantara mejor. El escenario imitaba un café de poetas, y yo sería el primero en leer. Los discursos y presentaciones se hicieron con el telón cerrado. Yo leí y releí en voz baja mi poema --un fragmento de la serie Paisajes de agua--, más para pensar en otra cosa que porque no me lo supiera, y en una de ésas oí que empezaba la función.
Y empezó. Me cayó el cenital encima, y todo lo que pude ver fue una pared absolutamente negra a mi alrededor. Nada. La nada. Sólo nada.
La primera reacción fue pedir que me pusieran más luz, alguna luz. A cambio, le dije “Buenas noches” a la noche total. La segunda fue quedarme paralizado; a cambio empecé a leer el texto. (Mi comercio con pánico escénico es larguísimo; si no me rendí a los dieciséis años, no me iba a rendir entonces.)
Y allí, solo como estaba en medio de tanta gente, el texto tuvo un sentido que no le había visto. En una de ésas se me salió una sonrisa. De repente estuve a punto de soltar un par de lágrimas. La garganta se me cerró. Estuve en otra parte.
Mi lado paranoico se puso en alerta, porque no soy así ni fabricándome otra vez. Mi otro lado le dijo “Cállate”, y lo disfruté.
Aplaudieron y yo estuve a punto de tirar una vela encendida (la torpeza viene con el paquete). Se encendieron las demás luces. Todo volvió a la normalidad. Oí al resto de los de poetas, y cuando empezó a tocar el grupo de música que habían llevado le pedí a Nick bajarme del escenario; ya dolía.
Salí discretamente y ya afuera me fui sobre la mesa de cocacolas. Pronto llegaron Krisma, Sandra y Tere a ver si todo estaba bien.
Todo estaba bien. Estaba contento. Así nomás: contento. Me dolía todo y la reacción inmediata fue irme a casa pero ¿para qué? Un momento más.
Conversé con algunos amigos, con algunos de los poetas invitados, con compañeros de oficio y de trabajo y el dolor no fue tan importante. Había hecho algo que creí que no haría de nuevo.
De regreso a casa platicamos un buen rato con Krisma. Y otro rato. Creo que le gustó verme así, y a mí sentirme así.
La fecha era importante también: 4 de octubre. Ese día mi madre hubiera cumplido 75 años. Había que celebrar. Estar un poco más vivo no era un mal modo.

24 de octubre de 2010

¡Valentino sings! (o algo así)

Krisma y Valeria estaban viendo en Youtube unos videos con música de Ástor Piazzolla. Llegué y, después de un rato, me puse metiche y reaccionario y pedí "Barrio", con Gardel. De allí nos pasamos a "El día que me quieras" (el plagio más plagio que he visto en mi vida; pregúntenle a Amado Nervo). A un ladito había un link a un video de Rodolfo Valentino bailando tango en la argentinísima película Los cuatro jinetes del Apocalipsis (acompañado con "La Cumprasita") ¡y otro en el que canta! (Viene el puro audio, desde luego.)
Aquí está el link de las canciones, una en inglés y otra --¿lo diré?-- en español.
(Había que querer a ese hombre para ser capaz de prestarle un micrófono.)

23 de octubre de 2010

451

Hay un error importante en Farenheit 451 que uno pasa por alto porque el libro es buenísimo: la dictadura ha prohibido la Biblia, como lo demuestra que al final haya gente que está aprendiendo o ha aprendido de memoria algunos evangelios para preservarlos.
Si a alguien se le ocurriera un despropósito así, se armaría una guerra religiosa que no habría ejército capaz de ganar. Y si a la distopía de Bradbury se le ocurre moverse un poco hacia el cercano y medio oriente, mejor ni hablar.
Orwell, en 1984, va un poco más a fondo, pero es menos pretencioso: en ese mundo está prohibido pensar (por uno mismo, se entiende), pero sólo para la gente del Partido; los demás (“el prole”, como le llaman), mientras cumplan con su cuota de trabajo, pueden hacer lo que quieran y vivir su vida gris y sin perspectivas. El personaje, Winston Smith, es castigado ya no por tener libros, sino un simple cuaderno en el que escribe cosas. Cosas, nada más, aunque poco a poco se va poniendo más subversivo empujado por alguien que es agente del propio Partido. Bien perverso el asunto. (También está prohibido el sexo por diversión y sonreír y otros etcéteras.)
En la película Equilibrium, con Christian Bale (¡ese tipo la ha hecho de todo, y bien!), la sociedad que se plantea es más interesante incluso que la de Bradbury: ¡está prohibido sentir! Ya no sólo se prohíben los libros, sino también los adornos, las fotografías, los perfumes, cualquier cosa que pueda generar emociones. Claro que esto es reforzado por químicos que se reparten a la población, y un sistema de vigilancia bien al estilo fascista del que no escapan padres, vecinos ni esposas. Hay una resistencia, claro está, pero también una policía que sería infalible si uno de ellos no empezara a sentir, etcétera.
La destrucción de los libros, en todo caso --o su ausencia-- tienen un papel importante en estas tres distopías. Bradbury se atreve a poner muchos títulos y son libros básicos y más que básicos de la literatura universal. Lo terrible de Farenheit 451 es que los bomberos destruyen las cimas del intelecto humano, que hay todo un aparato dedicado a eso y que no hay nadie que pueda detenerlo, excepto una tímida y, a fin de cuentas, resignada resistencia.
La pregunta es: ¿qué tanta gente puede formar parte de esa resistencia. Más aún: ¿a cuánta le interesa? Y eso lleva a la pregunta central: ¿cuánta gente “lee”, si por leer entendemos a Shakespeare o Pound, a Baudelaire o Borges? ¿Cuántos armarían un verdadero lío si a “alguien” (a un gobierno, vaya) se le ocurriera empezar a quemar libros que para muchos son cosa sagrada, pero para otro no tienen más sentido que una especie extraña de lagartijas de Borneo? Quizá haya quien arme manifestaciones, que podrán ser clínicamente reprimidas y sus líderes resguardados en prisiones bonitas o feas, pero prisiones al fin.
Y habrá mucha gente a la que simplemente no le importe, que no quiera meterse en líos o que esté de acuerdo. Desde luego que se dejaría circular libremente ciertos libros religiosos y de autoayuda; eso también es “leer” y, si nos ponemos democráticos, nos llevan la ventaja por mucho trecho. Lo que no hay que tocar en la Biblia, algunos de sus derivados menos interesantes y los libros de autoayuda, una variable que no existía, como hoy, en la época en que Bradbury escribió su libro. (Tampoco previó, imagino que por cuestiones de trama, los libros malos, que siempre han sido legión.)
¿Qué nos queda? Esperar que los gobiernos permanezcan sensatos --no lo fueron durante una larga temporada-- y que las pocas librerías que hay traigan cosas buenas. Si no, siempre quedan los usados del centro. Pero no creo que pase nada grave, en el mundo macro, si simplemente dejan de venir libros buenos, los del centro desaparecen y todo queda en un pequeño grupo que se intercambia lo que tiene.
Sí, internet, ya sé, internet. Pero, con todo su poder, es tan frágil... Aún hay países que pueden reducir su acceso a niveles de llanto, y por ahora no hay modo de cambiarlo.
¿O sí?

21 de octubre de 2010

Querida Denise:

Soy una persona llena de prejuicios. Por suerte sé más o menos por dónde van y puedo actualizarlos, o al menos entenderlos y pasarlos por alto.
Recibí con mucho gusto, porque era tuyo, el poemario Manual del mundo paraíso, publicado por Catafixia, en Guatemala. Para empezar con los detalles frívolos, no me gustó la mano de la portada. La anatomía es terrible. Mis prejuicios, en otro caso, me hubieran dicho “Hasta aquí”, pero empecé a darle una ojeada --de atrás para adelante, desde luego-- y no supe cómo reaccionar cuando vi tu cédula de identidad personal como “biografía”. Apenas días después me di cuenta de que era una especie de broma y me reí.
Después agarré versos aquí y allá y me di cuenta de que se trataba de una diatriba en contra de las iglesias evangélicas, y temí que hubieras caído en el panfleto fácil. (Hago constar que hay panfletos que están entre mis poemarios favoritos, como España, aparta de mí este cáliz, de Vallejo, y varios textos de Hernández, como “Niño yuntero”.) Me di cuenta de que estaba haciendo las cosas mal y me puse a leer desde el primer verso del primer poema.
Y no pude parar.
Ante todo, es un texto riguroso y bien escrito. Conozco cosas tuyas de poesía, muy buenas, pero no alcanzan ni de cerca el nivel de tu Manual.... Esto es la comprobación de que puedes escribir lo que se te pegue la gana usando la poesía, pero sin llegar al “sacrificio” que pedían y practicaban poetas de los años setenta y ochenta, y que aún nos tienen como nos tienen. (Si me preguntas, muchos de ellos escribían mal no porque quisieran llegar el pueblo, sino porque simplemente eran malos. O haraganes. Y eso es algo que no hay en tu texto: haraganería. Está trabajado palabra por palabra, casi letra por letra. Te conozco y sé lo obsesiva que puedes llegar a ser.)
Así que me leí tu libro de un tirón, y me encontré ante una disyuntiva: además de disfrutarlo, que era inevitable, indignarme aún más por todo el rollo de las iglesias evangélicas o botarme de la risa. Escogí la segunda opción y me la pasé muy bien. Y no porque no me parezca serio lo que dices, sino porque también con la risa se puede protestar, y a veces es más poderosa que el enojo.
Unos días después Mario Zetino lo leyó frente a nosotros y también se la pasó riéndose, en parte por lo que dices en el poemario, en parte por el gusto de ver lo bien escrito que está, ya ves cómo es Mario con eso de la forma.
Creo que Memorias del mundo paraíso es un libro que vale la pena de leerse por los motivos que sea. Yo pienso darle un par de revisadas para captar cosas que no logré agarrar a la primera. Es muy complejo. Es muy bonito. Gracias.

20 de octubre de 2010

Honor

La gente que no tiene honor sabe que la gente de honor existe, y le tiene miedo, y la envidia, y trata de destruirla. La gente de honor sabe que existe la gente sin honor, pero tiene la esperanza de que el hijo de puta que tiene enfrente muestre alguna señal de honor. No lo hará, pero en una de ésas...
Y así están escritos el cine, la literatura y, por desgracia, la vida.

19 de octubre de 2010

Barrio, tamales y paletas de sombrillita

Durante cinco años vivimos en una casa metida en medio de una quinta. Además de los vecinos y sus trabajadores, que eran bastante discretos, hacía falta caminar al menos una cuadra para toparse con alguien. Había grillos, perros lejanos, algunos viernes y sábados por la madrugada los ecos de la orquesta del restaurante Casa de Piedra y también los ecos del Tabernáculo Bíblico Bautista de la localidad (nunca falta uno). Vivíamos físicamente alejados de la gente (por eso Dios creó internet, o viceversa), y no es que fuera mejor o peor que otra cosa: simplemente era así. Entre semana había visitas, en especial en mis días de descanso, y los sábados por la tarde el taller de video, por la logística o porque había equipo para la producción o por algo.
De pronto, hace dos meses, tuvimos que cambiarnos de casa, y escogimos un pasaje en el barrio de San Jacinto, en la colonia América. Es una casa con patio, corredor, habitaciones en hilera y cosas rarísimas de las que no voy a hablar aquí. (Siempre hemos vivido en casas con excentricidades.)
Los primeros días fueron terribles. De pronto pasaba gente caminando frente a alguna ventana. O peor: platicando. A metro y medio o dos metros o unos centímetros de distancia de donde estuviéramos en ese momento. No sé Krisma --creo que fue quien lo soportó mejor--, pero Valeria y yo nos sentíamos en una película de terror. Cuando algún automóvil se estacionaba frente a la casa, sentíamos que lo había hecho dentro de la sala. Ni hablar de cuando llegaba --y aún llega-- un camión inmenso al depósito o taller o lo que sea que hay enfrente. (Sí, sí, a mí también me dan ganas de gritarme “¡Burgués, burgués!)
Creo que lo que nos salvó del colapso fue cuando logramos identificar algunos gritos que al principio no tenían sentido. Eran vendedores ambulantes, y eran legión. Vendían --y venden-- cosas que uno no se imaginaría que se vendan en la calle.
Por ejemplo, estaba --y está-- el señor que por las mañanas pasa vendiendo lejía con olor a frutas y detergente Rinso. Al día siguiente --me voy al tiempo presente-- vende no sé qué cosas de comer. Al siguiente vuelve con la lejía. Después viene la señora que vende cortinas para baño, y no sé si ella misma es la que ofrece blusas a dos por un dólar. Es diferente, obviamente, del señor que vende ropa al crédito.
A diferentes horas del día pasan al menos dos carritos de paletas, uno de sorbetes y, claro, por la tarde el de las minutas, sin hablar del que pasa cada dos o tres días con paletas de sombrillita y capuchinos. (No sé qué sean los capuchinos; hemos consumido buenas dosis de paletas de sombrillita y minutas, pero no de capuchinos. Se agradecerá información.)
Por las tardes y las noches, las señoras que venden tamales de gallina, tamales pisques, tamales de chipilín y, a veces, tamales dulces; también empanadas de leche y frijoles, y pastelitos de carne. Varias veces ha pasado una señora que vende panes de gallina.
Y así.
Durante las primeras semanas consumimos todo el menú, y hasta con repeticiones. Pero la sazón no cambia, y ya algunos tipos de tamal nos han aburrido; creo que también un poco las empanadas. Con la dieta imposible de calorías que me han dejado --sin hablar de las proteínas--, los tamales son una buena opción, pero enough is enough y Krisma cocina más rico y variado. De vez en cuando compramos y compraremos lo que nos vendan a la puerta, con especial agrado las minutas y paletas de sombrillita.
Creo que así Vale y yo --al menos yo-- nos acostumbramos a tener a la gente tan cerca de nosotros. Y, bueno, es parte de la vida y del encanto de un barrio.
Eso sí, con cinco minutos de plática con cualquiera de los vendedores se va una parte del encanto del barrio idílico. Por ejemplo, una de las señoras que vende tamales empieza a hacerlos a no sé qué hora infame, los termina, los empaca y sale a venderlos. Viene desde la Terminal de Oriente, y más o menos por aquí va acabando con la venta. También el de las minutas termina por aquí casi siempre. Viene con su carrito desde adelante de Rosario de Mora.
Minutas con complejo de culpa. No logra neutralizar las endorfinas (les echa leche condensada y miel de tamarindo, y quién se resiste a eso), pero sí les da otro sabor.

4 de octubre de 2010

IX Festival Internacional de Poesía

Y, sí, por algún extraño motivo me toca estar en la inauguración, en calidad de poeta.
Por allá nos vemos (o sea en el auditorio del MUNA, a las 6:30 pemele).


(Hoy sería el cumpleaños 75 de mi mamá. Felicidades donde quiera que esté.)

8 de agosto de 2010

Diez años

Ayer hace diez años murió mi padre.
Por primera vez el síndrome de aniversario no me atacó desde días o semanas antes. Quizá tenga que ver con que el año pasado haya descubierto que me pasaba en un luto casi permanente y doloroso, y que ése no es el modo de llevar las cosas. No creo que a él le hubiera gustado, y sin duda a mí tampoco me gustaba, pero era bien difícil evitarlo.
Últimamente me ha dado por recordar algunos de mis sueños. En dos de ellos estaba conversando con él, y nos reíamos a carcajadas. No oía lo que decíamos, y no importaba. Estábamos juntos y podía escuchar su risa ronca; eso era más que suficiente. Las dos veces me desperté de un humor excelente, y ahora los recuerdio y sonrío.
Ha ayudado también que mi hija Eunice esté de visita. Hemos platicado bastante --el año pasado estaba demasiado enfermo y no pude disfrutar bien de su compañía--, hemos recordado, armado cosas nuevas... Hemos compartido bastante con Krisma y Valeria y, en fin, durante unos días, y por algunos más, la familia ha tenido otras características, y ha sido maravilloso.
Sigo extrañando a mi padre, en especial las largas pláticas y las risas, pero ya no me angustio. Igual, ¿quién dice que a los casi cincuenta y un años a uno no le hace falta su papá? Pero para eso están los sueños; allí he hecho vivir a algunos de mis muertos. (Sí, la abuela Mina me ha visitado un par de veces. Nos la hemos pasado bien.)

4 de agosto de 2010

Pedazos de gente muerta

Un día seguí una visita guiada en la catedral de Puebla y una de las cosas que el guía mostró con mayor emoción fue toda un ala dedicada a exhibir un buen par de decenas de contenedores con huesos y pedazos de órganos de gente muerta, que recitó en detalle. (Disculparán que no los recuerde. Estaba de verdad aterrorizado.)
Me extrañó que no hubiera llegado la autoridad competente --fuera la que fuera-- para intervenir el lugar, arrestar a los encargados de tener "eso" allí y darles cristiana sepultura a los --literalmente-- restos, sin contar con la correspondiente averiguación para determinar la identidad de los mutilados y cómo habían llegado a una iglesia católica como uno de sus mayores atractivos, y no como una de sus peores vergüenzas. A unas cuadras, el cadáver de un señor llamado Sebastián de Aparicio se exhibía en una urna como llamativo turístico de otra iglesia. Su encanto es que lleva varios siglos incorrupto, y por eso se le antecede el título de "beato". E igual: a nadie se le ocurre darle el beneficio de un entierro digno.
Unas semanas después me tocó estar en la catedral de Pachuca, y al fondo a la derecha del ala principal estaba exhibido otro cadáver completo, de una adolescente asesinada. Lo mismo: uno de los grandes orgullos de esa iglesia en particular, y de la mexicana en general, y ni de cerca se ven autoridades ansiosas de averiguar qué hace allí y no en un cementerio.
Claro que no se trataban de pedazos de muerto cualquiera, sino de "reliquias", y la adolescente, ya momificada, ejecutada por su propio padre, era Santa Columba, que antes había sido "propiedad" de los condes de Regla, los dueños de las minas del actual estado de Hidalgo. Con el hecho de que fueran santos se resolvía el asunto: estaban --y están-- fuera del alcance del ministerio público y la gente puede ir a pedirles milagros, favores o lo que se le pueda pedir a un muerto o a un pedazo de muerto. Algo así como amuletos humanos a los que se les ha negado una buena muerte porque en su momento debieron ser gente especial, o eso se supone.
Si el caso de los cadáveres completos me resultó siniestro, el de los trozos me pareció espeluznante. Porque esos trozos vienen de cadáveres que alguna vez estuvieron íntegros, y alguien los despedazó para repartirlos entre diferentes iglesias, imagino que para esas iglesias habrá sido un honor inenarrable recibir su pedazo de santo.
Creo que mi lado pagano es demasiado pequeño y mi lado cristiano demasiado grande (el ateísmo se vende por separado). Si fuera cristiano, sentiría mucho dolor de ver cómo andan llevando de arriba para abajo los pedazos de algunos de mis santos (de mis padres, digamos) como si fueran cosa de circo, o cómo los exhiben sin darles el descanso al que todos tenemos derecho: "Descanse en paz." "Así sea."

31 de julio de 2010

Es una lástima

Me hubiera gustado que aprobaran, sin veto, la ley según la cual se leería la Biblia de manera obligatoria en las escuelas, para fortalecer moralmente a los estudiantes.
Varios pasajes se me vinieron a la cabeza de inmediato, como aquél en el que Dios, sin motivo alguno, desprecia los sacrificios de Caín y acepta los de Abel, con consecuencias de muchos conocidas, y a los que los alumnos podrían acceder en detalle por primera vez. Y, claro, cuando Dios les miente a Adán y Eva y les dice que, si comen del árbol aquél, morirán. Al final resulta que es el Demonio el que tiene la razón: comieron y fueron como Él, o sea que adquirieron un conocimiento que no era grato para Dios. ("La ignorancia es la felicidad", diría George Orwell muchos siglos después.) Y, para seguir en la misma línea, es importante que se enteren que La Mujer (o sea Eva) fue creada de una costilla de Adán, pero unas páginas después nos enteramos que en realidad con ella fundó una segunda familia, que ya existía Lilith por allí, la verdadera primera esposa.
O la masacre casi nuclear de Sodoma y, si eso tuviera justificación, la conversión de una mujer en sal por el simple hecho de atestiguar la matanza; los actos de Dios no son para que los vean los humanos.
O la degradación al extremo del hombre más fiel a Dios, por una simple apuesta con el Demonio. O la historia aquélla del hombre santo y sabio que manda a matar a su hermano para quedarse con su esposa.
Ya en plan más moderno, el par de desprecios de Jesucristo a su mamá, o sus ataques caprichosos, como cuando volvió estéril a la higuera porque no tenía higos en una época del año en que las higueras no producen... uh... higos. O cuando le dice a un tipo aquello de "dejad que los muertos entierren a sus muertos" porque quiere enterrar a su papá antes de seguirlo; "los muertos" son los que no están con Él, y punto. (En ese entonces debían ser muy poquitos.) O lo de los pobres puercos a los que llenó de demonios e hizo que se suicidaran para exorcizar a un fulano poseído.
O los pasajes más picantes --que son muchos-- del Cantar de los cantares...
Moral extrema desde la fuente misma. Justo lo que necesitábamos y ahora no podremos tener.

13 de julio de 2010

Dos años

Ayer hace dos años que murió mi madre. Como buen viajero de los de los fenómenos psicosomáticos, fue quizá el peor día, en un par de meses, de mi larga convalecencia. No todo fue malo: en el trabajo me dieron una computadora con una rápida conexión a internet. En lugar de Microsoft Office le instalaron OpenOffice, por aquello de que las licencias son carísimas y hay que evitar la piratería. (En las máquinas nuevas están instalando Linux, me dijeron. A mí me tocó XP.) Conozco bien el software y sé que me voy a divertir. Por la noche, en Cinemax, dieron Pasqualino Sietebellezas, con Giancarlo Giannini, uno de esos actores que ya no se hacen. Krisma no la había visto, y a mi me hizo reír y me hizo que se me cerrara la garganta. No sabía que era tan vieja: 1975. Para que vean que hay cine antes de Iron Man (que también me gusta).
Sólo una vez he soñado con mi madre desde que murió. Fue mientras estaba internado en el Médico Quirúrgico, por allí de septiembre pasado, con quién sabe qué medicamentos en la sangre y la conciencia partida en dos.
Ella estaba sentada en una banca de madera, en una playa de arena negra, viendo hacia el mar en una noche sin luna. Había luz, pero salía de ella. Se veía muy joven --unos 15 o 16 años-- y bella. Tenía la vista clavada por encima de donde debía estar el horizonte, con el cuello ligeramente doblado y las manos sobre el regazo, con un vestido de una sola pieza, inconcebiblemente blanco.
El agua casi llegaba a sus pies, y yo trataba de advertírselo. (Mi madre adoraba el mar y a la vez le tenía terror. No sabía nadar. Ese miedo hizo que me metiera a clases de natación a los cuatro años, al igual que a mi hermana Ana. Terminé como seleccionado infantil, a los 10 años, y me negué a competir. Creo que es de las tantas cosas que le costó perdonarme.) Ella no me oía ni me miraba; simplemente estaba allí, siendo bonita, rodeada de luz.
Pensé y pensé y me di cuenta de que no podía verme: ella era demasiado joven, y yo nací cuando tenía veinticuatro años. Tampoco había nacido mi hermana María Elena, que murió en el parto un año y medio antes, algo que tampoco creo que le haya perdonado a nadie, la vida incluida.
No sé qué quería decirle. Quizá decirle lo que sería su vida en los casi sesenta años posteriores. Quizá sólo quería saber cómo era su voz. (En el sueño yo tenía los cincuenta años que tenía.) Y ella seguía sin verme ni oírme.
Entendí que era inútil, así que la miré durante unos minutos más y me fui por la playa. A los pocos pasos había desaparecido, aunque la banca de madera seguía allí. Creo que esa vez logré dormir profundamente un par de horas, y creo que durante ese tiempo no tuve dolor.
La mayor parte de las veces en que me llevé muy bien con mi madre fue mientras estábamos en silencio. Hablar no siempre es lo mejor para la gente.

9 de julio de 2010

Los inicios. 3

Y la gente seguía llegando. No en masa, ni mucho menos, sino de a uno por uno. A algunos los refería una tercera persona. A otros les había gustado algún promocional de los que pasaban en Canal 10. Otros habían visto alguna entrevista conmigo en el programa Universo crítico, de Geovani Galeas, o en el periódico. A otros alguien les había dicho que le habían dicho.
Algunos de los que llegaban, no pocos, estaban allí porque los habían rechazado en otros talleres; les habían dicho que su poesía era mala y que se dedicaran a otra cosa. En general, bastaba echar un ojo para enterarse de que en esa “poesía mala” había cosas interesantes y originales, que alguien no había logrado detectar; el arte, cuando es novedoso, no es reconocible como tal, y eso no es excepción en el pequeño mundo de los talleres literarios. Si se le suma un imbécil que cree que lo sabe todo acerca de literatura, el resultado es gente desconcertada, si no herida.
Lo interesante es que, con todo lo disímiles que eran los compañeros en todo sentido --oficio, origen de clase, intereses, usted diga--, se fue creando un bonito lazo de amistad entre todos y cada uno. No es que se armara un grupo, sino una comunidad de gente que quería platicar de literatura, y sobre todo escribir. Cuando uno encuentra algo así, lo que menos interesa es buscar problemas, y se dedica a disfrutarlo.
Para enero de 2005 ocurrió una maravilla: me dieron como asistente a Johanna Marroquín. Hasta entonces me había tocado armar el relajo casi solo, con el apoyo de mi hijo Eduardo en cosas de música. Pero para entonces ya estaba a punto de regresarse a México.
La verdad es que no necesitaba una asistente para pequeñas cosas administrativas, aunque no estuviera de más. Lo que quería era que ella se encargara de sus propios proyectos, tomando en cuenta otra de las directrices que me habían dado: insertar La Casa en la comunidad de Los Planes y Panchimalco.
Johanna llevaba unos veinte años bailando danza folklórica, los últimos diez en el Ballet Folklórico Nacional. Yo la conocía desde hacía algún tiempo, y sabía que era justo lo que necesitaba, o más bien lo que La Casa necesitaba. Hablamos, pedí su cambio y me lo concedieron. La idea era utilizar la danza --de la cual hay larga tradición en la zona-- para abrirnos a la comunidad.
Lo primero fue armar un taller con chavos del vecindario, unos ocho o diez. Pedimos a la Casa del Mirador que nos prestaran espacio para ensayar, y nos dijeron que no; ellos tenían su propio ballet. (No veía cómo podían ser excluyentes, pero así las cosas.) Nos ayudó la escuela Goldtree Liebes dándonos un espacio y prestándonos algún vestuario. Johanna aprovechó para reclutar a varios jóvenes más.
Para cuando se desintegró el ballet que había en El Mirador, no mucho después, Johanna ya le había puesto nombre al grupo resultante del taller (“Raíces”) y empezaba a hacer algunas presentaciones cortas. Gracias a que El Mirador nos dio espacio para ensayar, cuando el otro ballet se disolvió, los chavos pudieron avanzar con más rapidez, y en un año se presentaban todos los domingos en el propio Mirador, convirtiéndose en una de las atracciones de Los Planes.
Mientras, Johanna hizo buenas migas con Los Historiantes de Panchimalco. Tan buenas que la invitaron a bailar con ellos: la primera mujer en cuatrocientos años, o vaya a saber cuántos, que no hacía roles femeninos.
Al mismo tiempo --lo de los posts anteriores y esto ocurría todo al mismo tiempo; era un desmadre--, varias organizaciones comunales nos pidieron espacio para armar reunionces: microempresarios, gente que trabaja en cosas de turismo, la alcaldía --de ARENA la anterior, del FMLN la actual--, etcétera. Gracias a la alcaldía de Panchimalco pudimos mantener controlada la pequeña selva que hay detrás de La Casa; cada cierto tiempo llegaban a podar árboles y matorrales. Hubo más, bastante más, pero con esto basta por ahora.
Fue en 2005 también, si no me equivoco, que Salvador Canjura propuso que armáramos un taller de guiones. Yo me gané la vida durante quince años haciéndolos, así que le dije que sí. Armamos un pequeño grupo de seis personas con compañeros que ya trabajaban en La Casa y lo organizamos.
Lo que resultaba obvio era que, una vez terminado el guión, allí se acabaría el proceso: ¿quién lo filmaría después? Así que la condición fundamental del taller era que los guiones los filmaríamos nosotros mismos, con nosotros mismos como actores y con los recursos que tuviéramos. La idea era seguir todo el proceso que sigue un guión, desde su concepción hasta que se exhibe (no sabíamos si se iban a exhibir en alguna parte, pero al menos teníamos nuestros aparatos de DVD o computadoras).
Y allí estuvimos durante meses y meses, con camaritas de ésas que sirven para filmar bodas y bautizos, dándoles forma a los guiones. Rebeca Torres, la segunda más joven del equipo (el más joven era Nelson Ochoa, de 17 años cuando comenzó el taller) fue la directora de casi todos los videos: come cine, bebe cine, sueña cine y sabe mucho de cine. Salvador Canjura hizo varias actuaciones notables, al igual que Carlos Guardado, y ambos unos guiones de lo mejor; yo hice todo lo posible para no aparecer en pantalla. Mi trabajo era componer o adecuar la música y editar los videos.
Empezamos con videos “negros”. Quién sabe por qué nos agarró con lo policial. Después tratamos de pasar a mediometrajes, de por lo menos media hora cada uno, y no nos dio el pellejo ni la tecnología. Necesitábamos luces, sonido, mejores cámaras, mejores computadoras para la edición... Al menos lo intentamos, y hubo amigos que nos apoyaron con actuaciones que allí están, encerradas en cassettes.
Pero no nos rendimos tan fácilmente. Después nos pusimos a filmar una serie titulada “Historias ligeramente estúpidas”, que imitaban el cine mudo. Por lo menos la mitad está editada, hay varias que no llegaron a transferirse a la computadora y hay un par a media edición. Para mientras ya habían pasado casi tres años, y creo que se cumplió el ciclo; después de todo se trataba de un taller de guiones. En el proceso nos ganamos el II Certamen Nacional de Video, en la rama de ficción.
Hubo más talleres. Uno de periodismo, del cual no diré los nombres de los participantes, nomás para molestar a las malas lenguas; uno de novela para dos muchachas de quince años de edad (me llamó la atención su juventud y su talento, y la pregunta era: ¿aguantarán?; la respuesta fue que no; estaban muy pollitas aún); uno de apreciación poética... Qué sé yo.
Lo que sí sé es que me la pasé muy bien trabajando con gente interesante y buena, haciendo cosas igualmente interesantes. ¿Qué más se puede pedir?
Y eso que eran sólo los inicios...

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También está lo de la recopilación de voces de escritores, el taller en Guatemala... Quién sabe cuántas cosas se me olviden. (No, el taller en Guatemala no se me olvida. Hubo muchísimas cosas muy buenas allí, y buenos amigos de los que son para siempre.)

6 de julio de 2010

Los inicios. 2

Hubo varios lugares que se consideraron para sede de La Casa del Escritor. El primero fue la Casa de la Cultura del Centro. Aunque había mucho ruido de la calle --la parada de autobuses está exactamente enfrente--, tenía varios pros. Por ejemplo, desde hacía años era sitio de reunión de escritores jóvenes; allí armamos buenas reuniones con escritores de todas las edades; era sitio obligatorio de paso para mucha de la gente que era nuestro objetivo, y en todo caso quedaba cerca de donde vivía la mayoría de las personas a las que pudiera interesarles el proyecto.
Por algún motivo --por muchos en realidad-- no se pudo. Entonces se pensó en la Casa de la Cultura de la Miramonte, que apenas iba a abrir, y ése fue el objetivo durante un tiempo. Después, más a mediados que a principios de 2003, me dijeron que Concultura (hoy Secretaría de Cultura) estaba adquiriendo la casa de Salarrué, en Los Planes de Renderos, y que allí sería La Casa.
La idea original era hacer un museo de Salarrué, y la habían venido trabajando el presidente Francisco Flores y el presidente de Concultura, Gustavo Herodier. Sin embargo veían que podía ser un museo poco visitado, y que había que darle un plus, y ése sería La Casa del Escritor, con los talleres y todo lo demás.
En un principio me opuse. Me parecía que estaba muy lejos de donde estaba la actividad literaria, pero el motivo principal era político. Penaba que el nombre de Salarrué sería atractivo para muchos que la querrían para sí mismos, y que obviamente tendrían mejores proyectos que el mío. Y así fue y siguió siendo. Nada más se supo que se abriría la casa de Salarrué, y que allí se instalaría La Casa del Escritor, aparecieron personas bastante escandalosas diciendo que poner La Casa allí era casi un sacrilegio, y que lo mejor era dejarlo en un museo, nada más. La propuesta más sensata era de un tipo que decía que él manejaría la casa de Salarrué --el museo-- y que me darían un espacio para que hiciera La Casa del Escritor. Desgastante.
Pensamos entonces en hacer un museo vivo, donde se interactuara con el contenido y que la actividad no se limitara a la exposición. A eso llegamos cuando me dijeron que era la casa de Salarrué o no era nada y, puestos a escoger, pues que fuera la casa de Salarrué. El Museo de la Palabra y la Imagen se haría cargo de la exposición, tanto de las piezas que estaban a su cargo como las que eran propiedad de Concultura, y listo.
(Como aclaración a un par de notas periodísticas: durante las tormentas de principio de año, y con unas goteras de respetable tamaño, se mojaron y dañaron algunos materiales: dos dibujos de Zélie Lardé y un manuscrito de Salarrué. No eran originales. Excepto objetos como un bastón, unos lentes y unos caracoles, todo lo que había allí eran facsímiles de excelente calidad. Todo era cosa de llevárselos y traer otros. No hubiera dormido en paz durante todos esos años si hubiésemos tenido originales.)
El 22 de octubre de 2003 --aunque la placa dice que el 20--, el presidente Flores inauguró La Casa del Escritor y empezamos actividades oficialmente, aunque el nombre de La Casa se había utilizado desde junio del año anterior.
Ese diciembre se estableció una costumbre que se convirtió en ley: los aniversarios de La Casa y los fines de año se celebrarían con mole poblano. No hubo un motivo especial. Nada más que convoqué al almuerzo, había mole y pollo en casa y calculamos que era lo que más rendiría. En algún momento traté de cambiar el menú, pero las protestas fueron bastantes y fuertes.
A partir de 2004, además de los talleres que ya se impartían y los que nos inventábamos, comenzamos un proyecto que se prolongaría por cuatro años: el Archivo de Historia Social. Estaba a cargo de Karen Schairer, de la Universidad del Norte de Arizona (NAU), con el apoyo de su esposo, Don. Recorrió El Salvador desde Ahuachapán hasta el Golfo de Fonseca, a través de las casas de la cultura, haciendo entrevistas con personajes importantes en cada comunidad, que pudieran hablar de la historia del lugar. Hay de todo, entre ello entrevistas sobre oficios perdidos y tradiciones aún más perdidas.
Pero no era sólo de ir y preguntar; daban algo a cambio. Karen, que es lingüista, dio por todo el país pequeños talleres sobre técnicas pedagógicas, y Don impartió clases de dibujo para quien se interesara. Don también dio talleres de acuarela --es un acuarelista excelente-- para pintores ya establecidos, a través de Adapes, y para pintores jóvenes en la Casa Taller Encuentros de Panchimalco, con el apoyo de la Casa de la Cultura del lugar. Todo lo hicieron con el patrocinio de Fullbright.
El archivo allí está, esperando su momento. Consiste en un montón de CDs con entrevistas en video, bien indexado. Quizá aún sea muy pronto para que genere interés; en unos años será una joya. Karen, por su parte, usó las entrevistas para sus trabajos de lingüística y sus clases de español en la NAU.
En 2003, a finales. empecé a trabajar un poco de video, que continuaría en 2004 y 2005, y luego lo sistematizaríamos a través del taller de guiones.
Los primeros fueron de poesía, de unos tres minutos de duración. Por supuesto, Krisma me sirvió de conejillo de Indias. Aparecía ella caminando y haciendo cosas mientras se oía el poema, y terminaba con ella leyendo en un cuarto lleno de tiliches, que era uno de los cuartos de La Casa. Sencillo pero bonito. Después hice uno de Gerardo Chávez, uno de Nancy Gutiérrez y uno de Carlos Clará. Propuse que los pasaran en Canal 10, los pasaron y fueron un éxito.
El problema era que cada video se llevaba horas y horas de renderización; ni la computadora de La Casa ni la mía daban para hacer rápido el trabajo. Se quedó en cassette otro de Heriberto Montano (QEPD), que algún día tendré que renderizar aunque sea por orgullo.
Para lo que sí daba la compu de La Casa era para hacer pequeñas cuñas de 45 segundos con efemérides diversas. Muy diversas. Desde Truman Capote hasta Batman, desde Johnny Weissmuller y Claribel Alegría hasta los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Cada cierto tiempo iba a Canal 10 a transferirlas de DVD a BetaMax y, listo, pasaban de diez a doce cuñas diarias. Las cuñas tenían sus fans, y un par de compañeros llegaron a La Casa porque les gustaron los pequeños videos.
Cuando llegó Rolando Reyes a la direcciójn de Canal 10 simplemente dejaron de pasarlas. Quedaron varias "inéditas", al igual que videos de poesía mucho más sencillos y cortos que los originales. Lástima.

4 de julio de 2010

Los inicios

Por estas fechas, y desde el 8 de junio de 2002, estábamos comenzando los primeros talleres a nombre de La Casa del Escritor, que aún no existía físicamente y pasaría más de un año para que terminara en la casa de Salarrué, un poco en contra de mi voluntad.
Antes de dar inicio a los talleres, me pasé cerca de tres semanas en la Universidad del Norte de Arizona dando clases, pequeños talleres y pláticas, sin cobrar un centavo, con un objetivo: que después la NAU me enviara como contraparte a la Dra. Karen Schairer para que trabajara conmigo en cosas de La Casa. (Hubo un proyecto, ya terminado, que le llevó cuatro veranos, con el apoyo de la universidad y de Fullbright.) Y antes de eso, desde noviembre de 2001, realizamos varias reuniones de escritores que estuvieron mucho más cocurridas de lo que esperaba, que culminaron con unas que organizamos junto con Tatiana de la Ossa en el Palacio Nacional, ni más ni menos que en Salón Amarillo. Yo convoqué a escritores y ella a teatreros; fue un fin de semana bastante ajetreado.
De esas reuniones de escritores y gente interesada en la literatura surgieron temas para algunos de los talleres que impartimos. El primero fue de métrica y rima, con Roberto Laínez; el segundo, paralelo pero en diferentes días, de edición de revistas, impartido por mí. Este último tuvo su gracia especial: había una primera parte en la que hablaba yo y una segunda en la que había gente invitada para dar otros puntos de vista acerca de la edición. Tuvimos a Cristian Villalta, Carmen Molina Tamacas, Lafitte Fernández, Hugo Ortiz (un amigo mexicano, diseñador gráfico excelente, que se encontraba en el país) y otros. Luego Carmen impartió uno de géneros periodísticos, yo uno de estructuras narrativas (fue el más concurrido: 37 personas), Thierry Davo uno de lectura de Pedro Páramo, que quizá fue de los mejores; Ricardo Roque Baldovinos uno de lectura de Borges y algunos más que se me olvidan, y así hasta casi terminar el año. Los locales para los talleres fueron la Casa de la Cultura del Centro, la Casa Claudia Lars de la Universidad Tecnológica y un salón de clases inmenso de la Universidad Pedagógica, cuando se encontraba atrás de la Catedral.
Me tocó ir a casi todas las sesiones de casi todos los talleres. Y no para ver cómo se desempeñaban los instructores, que la hacían muy bien, sino para medir a los talleristas. Los objetivos de los talleres eran varios: en primer lugar, los talleres mismos y sus temas; en segundo, la búsqueda de talentos para realizar un taller de creación literaria; en tercero, ver el nivel general de conocimiento con el que estaba enfrentándome y, por último, la posibilidad de armar, aunque fuera por un solo año, una escuela de escritores.
Pero no una escuela en la que a alguien se le enseñe a ser poeta o cuentista; eso es imposible. La idea era --y sigue siendo, pero nunca hubo el presupuesto necesario-- dar a los escritores algunas herramientas para que pudieran ganarse la vida, o un dinero extra, trabajando en cosas cercanas a la literatura: guiones, traducción, edición, etcétera.
Casi finalizando el ciclo de talleres, en septiembre de 2002, escogí a siete personas para iniciar un taller encaminado a que trabajaran su obra. Buscaba talento, desde luego, pero sobre todo una actitud especial. Esta actitud incluía que estuvieran dispuestos a pasarse un buen rato trabajando sus textos antes de darlos por buenos y publicables. También significaba el respeto al trabajo de los demás; las apuestas eran totalmente divergentes, pero nunca excluyentes. A la larga redundó en que nadie puede decir que dos compañeros de La Casa escriban igual, ni siquiera parecido. En ese entonces era apenas una posibilidad, y de los siete quedaron cuatro, a la que se sumó otra en noviembre. Los sobrevivientes, curiosamente, eran mujeres., y durante mucho tiempo las mujeres fueron mayoría. Nunca he sabido por qué.
Antes de que se inaugurara La Casa, ya había ocho personas en el taller y además se daban clases de guitarra, impartidas por mi hijo, y después comenzaríamos las de defensa personal para mujeres. Después de inaugurada La Casa, hubo que dividir el taller en dos: uno para prosa y otro para poesía. También se hicieron varias reuniones de escritores, pero resultaba complicadísimo: apenas un año y pico después tendría asistente, y cada evento se llevaba una cantidad terrible de energía y trabajo. No me daba el pellejo. Además de los talleres, tenía que revisar textos y recibir a personas con necesidades especiales (por ejemplo, trabajaban en fin de semana o en horarios extrañísimos).
Eso sí, todos los domingos tenía insomnios. Pasaba horas y horas recordando lo que había hablado con cada uno en el taller --el arte se transmite de persona a persona, no a un grupo por medios estandarizados-- y me preguntaba: "¿Y si la regué con fulano y le dije algo que no era?" "¿Y si se me pasó la mano con fulana?"
Porque lo más grave del asunto es que estaba trabajando con los sueños y los sentimientos de un montón de personas, y un error significaba mucho más que un mal poema o cuento. Significaba arruinar un poco de alguien, pero también veía lo macro: si el objetivo era formar gente como escritores, el error se prolongaría en el tiempo y podía estar dañando a un escritor que quizá debía ser influyente veinte años más tarde. Horrible, y pasó durante años.
Ahora sé que hice lo que pude, y que a un buen escritor no hay quien lo arruine. He tenido la suerte de trabajar con buenos escritores, a los que sólo les hacía falta, quizá, un par de tips técnicos para encontrar su camino, o al menos para intuirlo.
No cambiaría esos años por nada.

2 de julio de 2010

Un buen primer día

Ayer fue mi primer día de trabajo en la Dirección de Publicaciones e Impresos (DPI). Hubo una larga plática con su director, Carlos Serpas, acerca de proyectos que pueden echarse a andar y otros que ya están en marcha. Salí contento, y para celebrar le compré un chocolate a Valeria; desde hace días anda con una gripe de lo más incómoda y había que endulzarle la vida.
Siempre me gustaron los primeros días de trabajo. Uno puede sentirse un poco niño, un poco adulto, un poco desconcertado, y disfrutarlo. Tengo la suerte de recordar buenos primeros días en todos los lugares donde he trabajado, y ésta no fue la excepción.
Mentiría si dijera que no extrañaré La Casa del Escritor, y en realidad a la gente con la que he trabajado en los últimos ocho años. Pero esa gente es ya parte de mi vida, y llama por teléfono y llega a casa a platicar, y tendremos que seguir trabajando un tiempo más mientras los más nuevos terminan lo que deben terminar. (Ya nos pondremos de acuerdo.)
También me enteré que Jacinta Escudos es la nueva directora de La Casa. Al regresar de la DPI le mandé un correo para felicitarla y decirle que me parece la selección más adecuada. Me contestó con una carta bastante agradable, que agradezco.
Eso sí, por la noche me cayó una gripe de perros, la misma que ha venido cargando Valeria y que tuvo a bien compartir conmigo. No todo debe ser perfecto en un primer día, y mucho menos el segundo.

20 de junio de 2010

Ser escritor y punto

Este domingo apareció en el suplemento Séptimo sentido, de LPG, un... uh... reportaje titulado "Ser escritor en El Salvador", de Brian Velasco, quien estuvo en casa para entrevistarnos a Krisma y a mí. Empezamos mal: a Krisma le dijo que trataría acerca de su obra, con comentarios de otros escritores, y me imaginé que, como su esposo, sería parte de esos otros escritores.
Lo que me encontré, como resultado final, fue una nota --puede hallarse en este link-- que trata acerca de escritores que no han podido publicar su obra en editoriales establecidas y han decidido autopublicarse, con resultados más bien malos, como es siempre de esperarse. El tema es para mí, digamos, sensible: siempre he creído que la autopublicación es uno de los actos menos honestos que puede cometer un escritor, pues está violentando un proceso natural: si el libro es bueno, se publicará solo, o con muy poca dificultad, todo es cosa de encontrar al editor adecuado. Está la ya trillada analogía: autopublicarse es como otorgarse a sí mismo un título que uno no se ha ganado. La diferencia es que en otros oficios o profesiones hay gente que puede morirse o ir a la cárcel si uno se da un título a sí mismo, mientras que en literatura todo se remite a un montón de papel sin mucho valor metido debajo de la cama, con pocas posibilidades de que salga de allí a menos que uno lo regale o lo use para cosas como encender chimeneas --hay muy pocas en El Salvador y otros materiales más adecuados para encender fuego-- o ajustar las patas de algunas mesas --no hay gente que vaya a pagar no sé qué cantidad de dólares existiendo los pedacitos de cartón o las páginas dobladas de un diario, y aún queda la posibilidad de recortar las otras tres patas.
El reportaje comienza hablando de diez escritores que están en la librería La Casita tomando café, esperando que alguien llegue a comprar sus libros --autoeditados-- y les pidan una firma. Cita a dos de ellos: uno que tiene el pseudónimo de Caralvá y a David Ernesto Panamá. Por el modo en que está planteado el reportaje, da la impresión que Krisma y yo estamos entre ellos, y quizá sea eso lo que más me molesta. No conozco a ninguna de las personas que cita, hace cosa de dos años y medio que estuve en la última firma de libros, en París (acababan de publicar por allá Breve recuento de todas las cosas), y muy rara vez tomo café (la última vez fue en uno de los Cofee Cup de Metrocentro con el poeta Ricardo Lindo, y fue agradable felicitarlo en persona por su libro Bello amigo, atardece..., publicado por Índole Editores.)
Por mi parte, desde que publiqué mi primer libro, a los 25 años y hace 25 años, nunca he puesto un peso para publicar nada mío. Incluso me han dado regalías, que han servido para comprar ropa, algunos electrodomésticos, me han ayudado a sobrevivir en alguna crisis económica (pasó con el premio EDUCA para Historia del traidor de Nunca Jamás, como está dicho en algún recoveco de este blog) y hasta han pagado alguna buena cena, pero no mucho más.
Es claro que muy pocos escritores profesionales viven de sus regalías, y que no vivir de sus regalías no les quita lo profesionales. Simplemente uno trata de vivir de otras cosas, lo más cercanas que se pueda al oficio. En mi caso he trabajado como traductor, editor de revistas y libros, he escrito tesis ajenas (sí, el lado oscuro), artículos, guiones de historieta y televisión; en la Secretaría de Cultura (antes CONCULTURA) he trabajado en cosas que un escritor debería saber y ejercer, y así sucesivamente. Mientras, se han ido acumulando libros publicados en varios países --incluido El Salvador--, y mi placer es, de tarde en tarde, agarrar alguno y leerlo como si alguien más lo hubiese escrito; mi onda con la literatura es, precisamente, escribir los libros que nadie ha escrito y que me gustaría leer alguna vez, y por eso me paso años trabajando en ellos en el tiempo que me deja... bueno... todo lo demás.
No me quejo de lo que me ha tocado. He tenido la oportunidad de publicar en un par de editoriales grandes, y no lo he hecho porque las condiciones me han parecido terriblemente injustas, y se trata de divertirse, no de convertirse en apéndice de nadie o de nada. He preferido las editoriales pequeñas y me la he pasado bien, tengo ediciones muy bonitas y puedo cumplir con mi papel, que es escribir. Porque uno es escritor para escribir, no para editar, publicar, imprimir y vender sus libros; hay gente que se encarga de eso.
No veo, por otra parte, la importancia que le dan en la nota a ciertos detalles acerca de mí, por ejemplo que soy "alto" (1.76 no es para tanto), de ojos verdes y barba poblada (ya me la recortaré este fin de semana, o mañana); que me cuesta caminar y sentarme a causa de mi enfermedad (sobre la cual no me preguntaron), lo que no es tan así: estoy en una larga convalecencia y buena parte de eso se va a revertir, buena parte no, y así las cosas.
Creo en la buena intención del reportero al escribir su nota. Creo también que debería informarse mejor antes de escribir sobre cosas de las que no sabe mucho y, sobre todo, ser ético a la hora de decirle a la gente acerca de qué tratará el reportaje que esté escribiendo. Si me lo hubiera dicho, no hubiera aceptado, simplemente y sin problemas. Como la conozco, puedo decir que Krisma hubiese hecho lo mismo.
En fin, me molesta servir como relleno en una nota que trata de algo que no he ejercido, ni pienso ejercer. Me tomo en serio el oficio.

7 de junio de 2010

Aquellos cuadros medios

No sé en otros países ni en otras organizaciones, pero en las FPL que me tocaron en suerte, en México, había de todo. En general --lo veo ahora-- predominaba la gente buena que creía en lo que hacía y en la posibilidad de un mundo mejor, que sería posible si cada uno hacía su parte desde su pequeña trinchera.
En los cuadros medios, los que manejaban pequeñas comunidades, me tocó ver a la gente más oscura de la militancia. Mientras más arriba o más abajo estaba la gente con la que hablaba, más posibilidades había de encontrar personas convencidas, honestas e inteligentes, con las humanas salvedades de siempre. Era en la mitad de la estructura partidaria donde algo pasaba, y no siempre era bueno.
Al lado de personas efectivas en su trabajo, había ineptos que cubrían sus carencias con malos modos o echando toda la carga sobre la espalda de los militantes: éstos debían decidir qué se hacía, cómo se hacía, etcétera. Y lo hacían bien, con todo y los maltratos del "compañero responsable", precisamente porque creían en lo que estaban. Luego había los que utilizaban fondos de la organización para vestirse bastante mejor que el promedio de los compañeros, para comer en buenos lugares y pasarse el exilio lo más suavemente posible. El pretexto era que tenían que hacer ciertos contactos, moverse en ciertos círculos --casi nunca era cierto-- y debían estar un poco mejor que los demás, reloj incluido. Y así una gama de lo más variada, y los militantes de base en lo suyo, que no siempre coincidía, para bien, con lo que los cuadros medios decían que querían; mientras se llevaran los créditos de un buen trabajo, no tenían nada que objetar.
Pero había una raza de lo más abyecta: la de los sádicos. Eran pocos, pero eran, y se las arreglaban para que su influencia se extendiera a los ámbitos aledaños a su zona de influencia.
En su trato con los militantes eran generalmente suaves, pero los mantenían siempre en vilo. La amenaza constante era la expulsión de la organización, algo que sonaba terrible para cualquiera: la mayor parte, junto con sus familias, dependía de la organización para tener un techo, para comer, para tener contacto con otras personas; eran ilegales que en la organización encontraban refugio en muchos sentidos. Pero, por encima de eso, la expulsión significaba que estaban fuera del proceso revolucionario por el que muchos habían dejado hermanos o padres muertos, el país, que se desconocía un trabajo honesto, todo lo que significa una decisión personal extrema en un momento extremo.
Y estos cuadros medios lo disfrutaban. Jugaban con los militantes al gato y al ratón, los ponían contra la pared con reglas escritas o que se inventaban según la ocasión; y, si uno trataba de salirse del rincón mediante una discusión sensata, venía lo de la compartimentación: "Por razones de seguridad no le puedo decir lo que se acordó en tal reunión, pero, dado el caso, puede ameritar incluso la expulsión", o "Hay medidas compartimentadas que no puedo discutir con usted, pero el asunto está como yo le digo y tiene que acatar." Y, en general, la gente acataba, y trabajaba igual que siempre, pero con miedo, lo que significaba un ambiente bien denso y un gasto innecesario de energías.
Uno podía protestar, desde luego, y el protocolo indicaba que podía comunicarse con la instancia superior a través de un escrito. Pero ese escrito tenía que pasar a través del cuadro medio del que uno se estaba quejando, o sea que daba junto con pegado. Si se intentaba llegar a través de otro cuadro medio, lo más probable era que el escrito llegara a las manos del implicado y se quedara en el archivo. Y las cosas se ponían peor para el que protestaba.
En otras partes, en otros ámbitos, me ha tocado ver al cuadro medio sádico de voz suave y sonrisa apenas insinuada, que juega con el pequeño poder que le ha tocado recibir. Juegan a lo mismo, y son capaces de crear, para su placer, grandes cantidades de angustia en las personas que se encuentran bajo su responsabilidad. Y lo disfrutan. La idea gráfica es la de alguien que se la pasa muy bien poniéndole el pie en la cara a gente que está en el lodo, por el placer de hacerlo. Habrá un montón de motivos psicológicos de por medio, pero el resultado final es su disfrute.
Lo que siempre me pregunté es si la gente que está por encima de ellos --con la que son necesariamente serviles-- los tiene allí porque son como son o porque creen que son de otro modo. Quizá haya motivos que parecen válidos para sus jefes, o sea los cuadros superiores: ya cambiará cuando tenga mayor experiencia, es que a veces no sabe cómo tratar a la gente, tiene su carácter, la gente bajo su mando hace un buen trabajo, etcétera.
Aquí, desde fuera y desde abajo, lo que he visto es a personas que usan cualquier cuota de poder que tenga para su autogratificación. Si les pagan, mejor; si no, seguro lo harán gratis.
Eso sí: siempre, en serio, tienen altos ideales o misiones que cumplir, cosas que son más grandes que ellos y que sus subordinados. Y ya se sabe las bajezas que se han cometido y se siguen cometiendo en nombre de los ideales más altos.
(Las cosas que recuerda uno, casi treinta años después, un lunes por la mañana...)

4 de junio de 2010

La Casa y yo

La Secretaría de Cultura dio a conocer hoy un comunicado acerca del destino de La Casa del Escritor, y de paso el mío. Lo transcribo a continuación:


SEC redimensiona la Casa del Escritor

La Secretaría de Cultura de la Presidencia (SEC) convertirá la Casa del Escritor, en los Planes de Renderos, en un centro literario enfocado a preservar la memoria de su antiguo dueño: Salarrué.
La propuesta pretende dinamizar el espacio de la casa y convertirla en un verdadero centro cultural. Esto implica descentralizar el trabajo de los talleres literarios. Desde su fundación, en el año 2003, el Taller de la Casa del Escritor funciona únicamente desde Los Planes de Renderos. La SEC pretende que los talleres se multipliquen en todo el país, con distintas sedes, para aprovechar la efervescencia de escritores emergentes y el interés por aprender a moldear el oficio de la literatura.
La SEC está interesada en plantear una museografía que respete y reviva los espacios en los que el escritor convivió con su esposa Zelie Lardé y sus hijas María, Maya y Olga. Desde su inauguración, en el año 2003, el Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI) apoyaba a la institución con una exposición de fotografías, escritos y objetos personales de Salarrué.
La Casa había presentado filtraciones de agua, goteras y otros problemas estructurales que las gestiones anteriores no habían solucionado. Actualmente, la Dirección Nacional de Patrimonio Cultural está restaurando y reparando los daños. Este proceso durará un máximo de dos meses y al terminar, la casa estará lista para convertirse en la casa de Salarrué.
El director de la Casa desde 2003, el escritor Rafael Menjívar Ochoa se convertirá en asesor de la Dirección de Publicaciones e Impresos, dependencia de la Secretaría de Cultura en la que se aprovecharán su talento y experiencia y tendrá mayor incidencia en las actividades literarias de la institución. La nueva dirección será anunciada después del proceso de recuperación del inmueble.

31 de mayo de 2010

Se suspenden los talleres

Sí, se suspenden todos los talleres de La Casa del Escritor hasta que la nueva dirección lo decida. (Después les cuento.)

26 de mayo de 2010

Taller de narrativa en La Casa

El próximo sábado 5 de junio se reabrirá el taller de narrativa de La Casa del Escritor, que debió ser postergado el año pasado por la mala salud del conductor, o sea yo.
El taller tendrá lugar los sábados a partir de las 2 de la tarde, hasta la hora que sea necesario, posible o deseable. El requisito para participar es tener textos escritos o un proyecto en marcha. Y llegar a La Casa.
El taller de poesía sigue funcionando los domingos, de las 3 de la tarde en adelante. Los requisitos son los mismos que para el de narrativa.
Sobra decir que ambos son gratuitos.

24 de mayo de 2010

Q.E.D.

Para los que gustan de las efemérides, este año de Roque Dalton se cumplen 35 de la muerte de Salarrué, diez de la de Álvaro Menen Desleal (apareció una nota en LPG en la que se hacía constar precisamente el olvido de su fallecimiento) y 25 de la de Hugo Lindo.
No he visto, en medio de las apologías a Dalton, los artículos sesudos acerca del que quizá sea nuestro mejor poeta (Lindo) o de nuestros mejores cuentistas y nuestro mejor dramaturgo (Menen Desleal). Quizá el problema es que hay que leer su obra antes de escribir acerca de ellos, y pensar fuerte; para ser experto en Dalton basta con hablar bien de él.
Quod erat demonstrandum.

20 de mayo de 2010

¿Una derecha no anticomunista?

Durante decenios, y hasta hace muy poco, las diferentes derechas que han gobernado El Salvador se han caracterizado por su anticomunismo expreso y a veces violento. Buena parte de las medidas de gobierno que adoptaron estaban basadas en el combate al comunismo, es decir a cualquier cosa que lejanamente sonara a izquierda; allí está la represión a veces exagerada contra la democracia cristiana --que de izquierda tenía muy poco-- en los años setenta, y luego la suma de la DC, cuando ésta debió mostrar su verdadero rostro, al combate contra el FMLN y otras fuerzas no tan a la izquierda.
ARENA nunca dejó de cantar su himno (“El Salvador será la tumba donde los rojos terminarán”, “patria sí, comunismo no”), y de actuar en consecuencia. Con una perspectiva de veinte años de gobierno, puede verse que muchas de las decisiones que se tomaron desde el poder no se correspondían con un proyecto de país, sino con la “necesidad” de golpear a la izquierda --de diferenciarse de ella, de combatirla-- desde diferentes flancos: el económico, el político, el moral, etcétera. Por eso, en parte, el dominio de ARENA fue colapsando, hasta llegar a un punto en que era imposible encontrarle coherencia a las medidas de gobierno y solución a los problemas estructurales. Allí entra también la necesidad de satisfacer a los grupos de la alianza, con intereses económicos y políticos incluso enfrentados, a los cuales no unía un “algo” positivo (un proyecto de país), sino el “anti”; la falta de rumbo del partido tras su derrota electoral podría demostrarlo. El anticomunismo como principal bandera no tiene sentido desde hace mucho tiempo, pero la inercia es difícil de controlar.
La pregunta es si es posible una derecha que no sea anticomunista, y la respuesta podría ser que no por mucho tiempo. Tarde o temprano, en algún momento, se declarará una lucha abierta entre los partidos de izquierda y los de derecha, y el “anti” será la tónica que guíe sus acciones y reacciones. Pero hay un momento, como se está viendo en El Salvador, en que una organización de la derecha (GANA, en este caso) puede dejar de lado el anticomunismo cerril que ha caracterizado a su partido originario (ARENA) y llevarse bien con un gobierno de izquierda y en algún momento llegar a acuerdos fáciles con el partido que lo sustenta, el FMLN, sin que la ideología “anti” sea un problema.
GANA no es una de las tantas disidencias que se han dado en el seno de la Asamblea Legislativa, y que son más carne de folklore que de preocupación. En un tiempo extraordinariamente corto logró su reconocimiento legal como partido político, lo cual habla de una organización más o menos amplia, y esto a su vez habla de que cuenta con bases que no pueden ser sino las que han logrado arrebatar a ARENA. Es una disidencia con todas las de ley; minoritaria, pero disidencia al fin, y lo que le falta es fortalecerse para convertirse en una alternativa viable.
¿Alternativa a qué? Ante todo a ARENA, obviamente. A lo que GANA le tira no es a convertirse en un partido accesorio como el PCN y el PDC de las últimas dos décadas, sino a desplazar a su partido matriz. El objetivo estratégico, como el de cualquier partido político que se respete, es la toma del poder, y eso incluye el desplazamiento de la izquierda con la que ahora sostiene una alianza táctica.
Esa alianza, que a veces parece no tener matices ideológicos, se explica fácilmente: GANA necesita ponerse en el centro de la escena política, y lo está logrando de la mano del Ejecutivo y a un ladito del FMLN. Las votaciones favorables a ambos en la Asamblea Legislativa son verdaderas declaraciones de principios: no vota por las banderas de la izquierda, sino que da a conocer indirectamente cuáles son las propias. En otras palabras, está mostrando su ideario a través de los proyectos ajenos. No creo que tenga, ya, un ideario propio; simplemente usan el sentido común, y dejan de lado el “anti” para mejor ocasión.
De paso, está preparando su campaña electoral. Dentro de unos años, en el recuento que se hará de la trayectoria de GANA, sacará a relucir las causas que han apoyado, que incluirán algunas de la izquierda, algunas de la derecha, algunas propias: es lo que se mostrará al electorado, quién sabe aún con qué resultados.
Es simplista decir que el presidente Funes se ha doblegado a la derecha por el apoyo que ha recibido de GANA; es simplista decir que GANA es un partido de corte popular por unirse a algunos proyectos del mandatario. Se trata de un asunto de simple política, pragmático, en el cual ambos tienen algo que ganar.
Las alianzas son, por definición, tácticas, aunque su objetivo sea estratégico. Tarde o temprano se romperán. Habrá que ver cuánto dura ésta, es decir: habrá que ver qué tanto se fortalece GANA para no depender de nadie y mostrar, así, su verdadera naturaleza.

14 de mayo de 2010

Luz negra y El hombre marcado

Anoche, en el hotel Real Intercontinental, fue la presentación de la edición de la obra teatral Luz negra, de Álvaro Menen Desleal (1931-2000), bajo el sello de Índole Editores, y de la --breve-- antología de cuentos El hombre marcado, del mismo autor.
Las ediciones están bastante cuidadas, como es costumbre de Carlos Clará, el editor de Índole, y no hay nada que pueda decir de Luz negra que no (se) haya dicho ya.
Me tocó en suerte hacer la selección de cuentos de El hombre marcado, que toma su nombre de un cuento hasta ahora inédito de Menen Desleal. De sus cuentos completos (alrededor de cien), escogí once, de una selección previa de quince o dieciséis, y me parece que tomé de lo mejor del autor. Diría que está "lo más representativo", pero me di cuenta de que no hay algo que sea "representativo" suyo, con todo y que tiene una voz bien marcada que lo hace inconfundible. Me refiero a que Álvaro escribía todo: ciencia ficción, fantasía, cuentos de contenido social, cosas de un humor negro violentísimo y cosas de verdad angustiantes, si no las dos al mismo tiempo. (Algo así escribí en la nota introductoria, que es cortita. Me parecía más importante lucir al antologado que lucirme yo.)
Al final de El hombre marcado se reproduce una entrevista que le hice a Álvaro a finales de 1999, y que se publicó en la desaparecida revista Vértice de El diario de hoy, donde yo trabajaba. La entrevista se publicó en dos partes: una el 7 de noviembre de 1999 y otra el 8 de abril de 2001, para conmemorar el primer aniversario de su muerte. Ambas partes crearon polémica, y yo estaba fascinado: ¡Álvaro armando relajo un año después de muerto! Las reproduciría aquí, pero son demasiado largas. A cambio, pongo el fax que me envió para que lo entrevistara, que lo retrata bastante bien:

Están buenos los libritos. Y baratos. No se los pierdan.
Ah: una sorpresa. En la entrevista de marras (no entiendo por qué se dice así, pero así se dice), Álvaro me habló de un cuento titulado "País fundado en la basura", y lo describió más o menos en detalle. A su muerte, Cecilia Salaverría, su esposa, buscó entre sus papeles y no lo encontró. Creímos que lo tenía preparado en la cabeza para escribirlo algún día, o de plano se lo había inventado en el momento. Sin embargo, antenoche el cuento apareció en el lugar menos esperado, mientras Cecilia buscaba alguna otra cosa. O sea que no sólo dejó un cuento inédito, sino por lo menos dos, de los cuales uno ya no lo es. Quién sabe qué podría hallar en otro rincón en alguna otra ocasión. (Sí, hay otras cosas inéditas: teatro, ensayo, bastante poesía y cosas no muy clasificables por género. Ojalá puedan publicarse pronto.)

10 de mayo de 2010

Testosterona, poesía y credenciales

Anoche un amigo me envió un correo que a su vez le había enviado otro amigo, y a éste quién sabe quién más, y así sucesivamente. En él se habla de mí (lo pongo al final para que quede registro), y creí que se trataba de uno de esos correos apócrifos que luego circulan por allí, producto de gente ociosa y material de regocijo. Casi al final me enteré de que fue escrito por Álvaro Rivera Larios, colaborador habitual de El faro, y que en serio se quiere pelear conmigo. Lo raro es que, con toda la testosterona que libera, haya regado el correo por todas partes y no me lo haya enviado también a mí; no creo que le fuera tan difícil conseguir mi dirección electrónica; una muestra de delicadeza --o de valor-- hubiese sido hacer que me enterara directamente de las cosas feas que anda diciendo de mí.
El correo tiene que ver con varios posts que he escrito últimamente acerca de poesía, y su desacuerdo con ellos. Al respecto publicó una nota en El faro, que puede encontrarse en este link. Desde entonces quería discutir conmigo, pero la verdad no veo punto de discusión por ninguna parte. (Álvaro lee en un post mío una respuesta a su nota. Es pretencioso de su parte suponer que mi vida social --e incluso antisocial-- lo tiene como centro de mi atención.) No veo motivos de discusión o polémica con él, por los motivos que paso a exponer:
1. No conozco sus credenciales académicas, quizá porque no las tiene, como es obvio desde sus notas. Las que he leído, muy pocas, son desarticuladas y contradictorias, con algunas citas mal digeridas de autores que con mayor provecho estarían en otra parte. Creo que puede esperarse bastante más de alguien que haya pasado por una universidad, de preferencia por la parte de adentro, y mejor aún si ha recibido clases.
2. No lo puedo ver como periodista. En su nota y en su poco amable carta es evidente que distorsiona lo que dije, o de plano no lo entendió. No sabe manejar la información, pues, y, a falta de rigor, se pone a insultarme. Ya alguna vez, en una discusión en un foro de internet, una polémica acerca de Dadá terminó con insultos a mi esposa, que no tenía nada que ver con el asunto. (Guardo los registros y los he leído un par de veces por simple y malsana diversión.) No controla sus emociones a la hora de ponerse a discutir, y eso no es sano cuando uno anda en el oficio periodístico. Sus razones tendrá Carlos Dada para tenerlo en la lista de colaboradores de El faro, y no pienso cuestionarlas.
3. Como crítico, sospecho que no tiene mucha formación, y la que pudiera tener la usa con mal arte. Hace valoraciones acerca de mi trabajo literario cuando no ha leído un solo libro mío (comprobado), y se mete a discutir mis comentarios acerca de una antología (Una madrugada del siglo XXI, de Vladimir Amaya) que no conoce ni puede conocer por simple cuestión geográfica (vive en España).
4. Se supondría, entonces, que estaría discutiendo con un escritor, pero tampoco de eso tiene credenciales. Las credenciales de un escritor, para discutir en serio con otro, son sus libros, y que yo sepa no ha publicado nada, ni de poesía ni de ninguna otra cosa. No veo algo que pueda contraponer a mi "modesta novelística" (uso sus palabras) ni a ninguna otra cosa de las que yo haya podido ir dejando por la vida.
No hay un territorio de encuentro o de desencuentro. ¿Qué puedo discutir con él que no sea, al menos para mí, una pérdida de tiempo y de energías?
Como le dijo un amigo muy querido en los comentarios de otro blog: si tiene un problema de autoestima que me involucre, que lo arregle él solo. Francamente no me interesa servirle como terapia; tengo cosas más interesantes de las cuales ocuparme.
Reproduzco la carta para quienes tampoco la conocieron, que por lo que imagino deben ser pocos aparte de mí. Las posdatas son obviamente de él mismo; mis hormonas las uso para cosas más productivas. (¡Valeria ya va a cumplir seis años!)


Es sorprendente cómo Rafael Menjivar transforma un debate serio en un pleito de mesón, en un “enseñáme el tamaño de tu obra para ver cuánto valen tus ideas”, en un “mi papá es policía y el tuyo no, vaya”. Es triste, pero es así. No sugiero que en un debate estén prohibidas hasta cierto punto las malas artes, pero después del golpe bajo hay que ofrecer buenas ideas. Lamentablemente no es así. La rabia de Menjivar no viene acompañada por ideas de calado, es rabia a secas (de nuevo les recomiendo que hagan una instructiva visita a su blog Tribulaciones y Asteriscos).
Nuestro autor, al que sus pequeños triunfos literarios lo han vuelto infalible, ha pasado de la ficción narrativa a la narrativa histórica: se ha empeñado en contarnos la historia reciente de la literatura salvadoreña como si fuese el argumento de una mala película en la que hay buenos y malos. Los buenos son los poetas jóvenes, y un narrador viejo que los defiende, y los malos, que son muy malos y muy tontos, son unos escritores resentidos, mediocres y reaccionarios que se oponen rabiosamente a los nuevos creadores y a los nuevos aires estéticos que estos promueven (aires de cambio formal que sólo Menjivar ¡qué casualidad¡ comprende). Esta sería la historia literaria reciente de El Salvador, según Menjivar. Como guionista no es muy original que digamos. Pero él jura que pocos comprenden una trama tan sutil. A todas luces, su propuesta interpretativa es un homenaje a los trazos gruesos y simplistas. Al final, desfigura los caminos que se cruzan en nuestra historia literaria más reciente; ignora las diferentes corrientes que chocan y que al chocar se transfiguran; le roba sutileza a los diferentes personajes y los matices de sus tratos y contradicciones; pierde la visión matizada del conjunto y la diluye en unos trazos simples y artificialmente belicosos.
Si de algo debemos huir todos, los jóvenes y lo que ya no somos jóvenes, es de estos esquemas narrativos donde sólo enfrentan dos campos o fuerzas simples. A la historia, no sé por qué, siempre le da por demostrar que es más compleja. Las tramas binarias se tragan los matices y tornan invisibles otras fuerzas y otros fenómenos que intervienen en los problemas. Los esquemas binarios son típicos del peor pensamiento salvadoreño y sobra decir que han hecho muchísimo daño.
Hay quien plantea falsos problemas y se saca de la manga una imagen localista, cerrada y premoderna de la tradición poética salvadoreña de los últimos años. Que yo sepa, desde los años cincuenta del siglo pasado, existe una zona de nuestra tradición que se abre al mundo y que desarrolla una crítica radical de la herencia literaria recibida. Roque Dalton hizo un balance de sus mayores e hizo una reinterpretación moderna y radical de nuestra cultura. A partir de entonces, las generaciones subsiguientes siempre han visto con sospecha las “herencias literarias oficiales”. Dalton hizo una crítica de la tradición y dejó la impronta, en nuestra cultura, de una tradición moderna, radical y crítica.
Entre nosotros, al menos como principio racional explicito, ya no es una norma la imitación dócil de los autores del pasado, sean buenos o sean malos. Quedan resabios localistas, pero en general, desde hace más de medio siglo se ha ido abriendo paulatinamente el diálogo con poetas de otros países. Dalton y Kijadurías ya son un producto de ese diálogo y algo significa, digo yo, que dos de las cabezas más influyentes de nuestra tradición poética moderna sean voces cosmopolitas, voces abiertas.
El presente de nuestra poesía, que seguro tiene sus propios rasgos, ya es un capítulo de la historia moderna de nuestra literatura. Si necesitamos dibujar sus perfiles, en contraste con el pasado más reciente, no conviene hacerlo desfigurando las connotaciones y complejidades de dicho pasado. A quienes les gustan las historias emotivas y maniqueas les incomodará mi reflexión. Dalton, uno de los poetas a los que se pretende negar, era cosmopolita. Dalton, también, era partidario de cuestionar y abrir al mundo las herencias literarias localistas y oficiales. Esos rasgos de Dalton no lo alejan de los últimos poetas, más bien lo acercan, pero entonces ¿Cuál es el problema? ¿Cómo negar a quien se les parece? ¿Cómo romper con un autor que ya pertenece a la tradición de la ruptura?
En una historia simplista de jóvenes buenos y renovadores y de viejos malos y reaccionarios, estas últimas preguntas sobrarían.
En lo personal, creo que superar a Dalton hasta cierto punto es un falso problema. Creo que el problema es cómo acomodarlo en un panorama literario más complejo y menos asediado por las urgencias éticas. La realidad es que, en los hechos y ya desde hace años, se ha vuelto leve en nuestras letras el peso de aquel Dalton simplificado que tanto circuló en los años 70 y 80 del siglo XX. Ese Dalton ya no pesa en obras como las de Carlos Santos, René Rodas y Miguel Huezo Mixco y estos poetas pertenecen a la generación de los 70/80. Los poetas maduros también cambian y se mueven y pueden alejarse de sus primeras influencias. Eso explica que nuestro distanciamiento del Dalton simplificado no haya comenzado el día de ayer, comenzó hace diez o quince años y quienes comenzaron a distanciarse de él (si es que alguna vez estuvieron demasiado cerca) ya no eran poetas veinteañeros.
Así que no mezclemos la promoción de los nuevos poetas, tan positiva y urgente, con un relato simplista de nuestra historia literaria de los últimos tiempos.
No hay ningún problema en reconocer la calidad de los jóvenes, ¿Cómo negar el talento de Jorge Galán? ¿Cómo negar el talento de Tomás Andréu? Ni se niega su talento ni se niega su calidad, pero si hacemos un balance generacional bajo la luz de la ruptura literaria, no hay más remedio que abordar el problema filosófico de “lo nuevo” y no hay más remedio que investigar y valorar sin prejuicios la historia más reciente de nuestra literatura, lejos de las imágenes maniqueas que algunos proponen.
Lo único que demuestra Menjivar es su vieja, sobada y correosa confusión acerca del ejercicio de la crítica y el trabajo creativo en literatura. Ambos se relacionan, pero no hasta el grado de ser lo mismo o de ser el desarrollo de la misma facultad. Muchos escritores con talento no pasan de ser meros divulgadores de las ideas estéticas y literarias de su tiempo. Muchos escritores con talento han sido jueces literarios mediocres. Baudelaire, Eliot, Borges y Octavio Paz son las excepciones que confirman la regla.
Ni Aristóteles ni Kant, personajes que han influido en el lenguaje con el cual formulamos los problemas estéticos, fueron poetas o artistas profesionales. Formaron parte, eso sí, de un público cultivado, buen degustador de las artes y atento a sus problemas.
Pero si los conceptos que el filósofo griego acuñó (para el análisis, diferenciación y ubicación de la música, la lírica y el teatro) los tuviésemos que aceptar sólo si se demuestra que Aristóteles, además de “pensar” sobre el arte, era también un buen artista, no tendríamos más remedio que despreciar su teoría (el brillante Menjivar razonaría así: “Si los poemas de Aristóteles son malos, no tiene derecho de hablar sobre arte y, por lo tanto, no vale la pena leer su poética”). De Kant, que tanto ha influido en la teoría del arte por el arte, se dice que tuvo un gusto convencional y que no era precisamente un buen prosista.
Las opiniones de Menjivar no las respalda su modesta novelística. Ignoro cuál novela suya ofrece Menjivar como prueba de que es cierto ese juicio suyo que predica la inexistencia de una tradición poética en El Salvador. A lo mejor piensa que la presunta calidad de su obra es suficiente razón para justificar todas sus opiniones sobre el asunto, incluso las equivocadas. Las opiniones puntuales acerca de un tema tan complejo como las semejanzas, diferencias y calidades de dos generaciones literarias, Menjivar tendría que validarlas, no ofreciendo su obra como evidencia probatoria y legitimadora, sino que ofreciendo buenos argumentos, planteando bien el tema y ofreciendo ejemplos pertinentes para fundamentar sus juicios. De la forma tan simplista con que Menjivar formula el problema de los poetas jóvenes, yo podría deducir que es un mal novelista, pero las cosas no son así. Ni la buena ni la mala calidad de la prosa de Menjivar sirven para respaldar sus opiniones sobre la poesía joven. Tampoco sus buenas opiniones, si las tuviera, me servirían como criterio para establecer la posible calidad de su obra narrativa. Entre la calidad literaria de un autor y la calidad de su juicio crítico sobre la literatura no se dan relaciones simétricas o de igualdad. George Steiner, por ejemplo, ha sido uno de los grandes críticos literarios del siglo XX, pero no lo ha sido por la calidad de su narrativa. Si la prosa artística que Steiner a veces escribe fuese la prueba, la evidencia, que demostrase la validez de sus opiniones críticas, lo más seguro es que esas opiniones críticas ahora no gozarían de mucha consideración. Un narrador discreto puede ser un gran crítico (el caso de Steiner lo demuestra). Otro novelista discreto (en el caso de Menjivar) con sus opiniones demuestra dos cosas: a) que lo suyo son las valoraciones puntuales de textos puntuales, pero no las visiones críticas de conjunto y b) que no es un polemista bien dotado.
Otra cosa es que algunos, aprovechando su prestigio literario, quieran presumir de hondura crítica cuando sólo son divulgadores de ideas. Y divulgar ideas (repetir a Eliot, por ejemplo) es un papel loable al que yo me sumo, es necesario. Pero en el país de los ciegos, algunos simples y tuertos divulgadores de ideas se creen con derecho a que los traten como a reyes del pensamiento.
Deberíamos recetarnos, por lo tanto, una dosis diaria de modestia, de autocrítica frente al espejo. Citar a Eliot y a Pound, al mismo tiempo que se promueven esquemas explicativos binarios es una contradicción reveladora. No basta con citar a Eliot, si se piensa de forma simplista. Eliot utilizaba mucho el “si, pero” y el “sin embargo”. Eliot era un hombre cuyo estilo de pensamiento no se caracterizaba por encorsetar en un guión elemental y maniqueo los matices y complejidades de un problema.
Aquí, seamos honestos: como promotor literario, Menjivar es una joya. La divulgación de ideas y técnicas literarias es una labor que ha desempeñado de forma loable, lamentablemente esa labor no le concede el estatus de árbitro infalible y lúcido, lo siento. Uno debe tirar con el peso de su propia sombra, sin autoengaños.
Dejando de lado la pequeña y triste soberbia del campeón del barrio, en mi artículo (Rebelión y guerras literarias, Elfaro.net) hay una serie de razonamientos que ponen en tela de juicio los argumentos de Menjivar acerca de la tradición y de la joven poesía. El marco interpretativo que utiliza para ubicar a los nuevos creadores es una variante maniquea del viejo y ya cuestionado modelo de los enfrentamientos y diferencias generacionales. La categoría de “generación” -en la crítica- si se utiliza mal, deja sin explicar a los autores marginales, a los que no salen en la foto de grupo, a los que tienen una evolución más lenta y acaban eclosionando veinte o treinta años después (el caso de Antonio Gamoneda en España, a quien casi nadie identifica con los poetas de “su generación”). Pero volviendo a Menjivar, en su crispado escrito de respuesta (véase su blog Tribulaciones y Asteriscos) no hay una sola palabra que vaya hasta el fondo del problema que se debate. Mis objeciones merecían una réplica razonada. Pero hay personas a las que les interesa más cuidar la imagen de su lastimado ego, que bajar hasta la arena del debate con buenos argumentos. Menjivar, que no maneja con arte la falacia ad hominem, se ha preocupado más de atacarme sin estilo que de enfrentar mis razones con mejores ideas, de esa forma se autorretrata intelectualmente. Triste, digo yo. Bastante pequeño.

PD/ Invito a Menjivar a que me ataque de forma más inteligente, es decir, puede darme algún golpe mafioso en el estomago (no me sorprendería), pero después tendría que atacar mis argumentos y eso es lo que interesa, al fin y al cabo, después de un buen combate dialéctico: los argumentos que sobreviven. No sólo se discute para ganar a cualquier precio, se discute para aprender.

PD/ Le concedo la licencia de que no pronuncie mi nombre, es tan poético ese silencio.

8 de mayo de 2010

"Bello amigo, atardece..."

De Ricardo Lindo conocía pocos poemas, algunos publicados aquí y allá, otros escuchados en recitales, y algunos hasta ahora inéditos, grabados con la ayuda de Carlos Clará para el proyecto Sólo la voz de La Casa del Escritor.
De algo no me cabe duda: Ricardo es un poeta de corazón y entraña. Basta verlo y escucharlo en los recitales para saberlo: mientras lee sus textos en voz alta, los sufre, los disfruta, los vive. Es algo que nunca ha dejado de darme envidia: la intensidad con la que enfrenta sus propios textos, que habla de una gran honestidad, de una vocación indudable.
Hace un par de días, Clará vino a cenar a casa junto con otros amigos y nos trajo el libro Bello amigo, atardece..., publicado por su sello Índole Editores, una larga e importante recopilación de textos poéticos de Ricardo Lindo. (Hablar de su narrativa y de su teatro es asunto aparte.) Es el número 1 de la colección de poesía, lo que no deja de ser significativo para una editorial pequeña e independiente.
Es significativo porque una colección hay que comenzarla --o eso se supondría-- con un título o un autor de peso, que marque una pauta a seguir para el futuro de la colección. Y, sí, como en otras ocasiones, Clará ha dado en el clavo; es ya un editor con colmillos, y ha madurado después de su paso por la Dirección de Publicaciones e Impresos. (Me contó de algunos de sus planes para las próximas semanas, de las que hablaré en su momento. Audaz, francamente.)
La misma noche en que nos dio el poemario --el "nos" no es mayestático; también se lo trajo a Krisma-- nos pusimos a leerlo con interés, porque la poesía de Ricardo Lindo siempre nos había intrigado. Lo que encontramos fue a un poeta sólido, quizá de lo más interesante de su camada.
Hubo partes que me gustaron más que otras, como sucede en toda selección de cosas disímiles, pero en ningún momento quedé defraudado.
El libro está dividido en siete apartados; intuyo que cada uno es un poemario o una unidad independiente. En lo personal disfruté más los textos de "Estampas de un reino", "Leve" y "Bello amigo, atardece..."; habrá quien prefiera otros, pero ése es el encanto de recopilaciones de este tipo: uno tiene enfrente un panorama amplio y puede escoger, algo que con Ricardo ha sido difícil por lo poco que ha publicado en poesía y lo lejos que están en el tiempo sus publicaciones.
En suma, si alguien busca algo de buena poesía salvadoreña, la puede encontrar en este libro.

28 de abril de 2010

La marabunta

Por allí de 1968 --a partir de entonces lo recuerdo al menos--, el cómico Guillermo Hernández, a.k.a. Albertico Limonta, comenzó a utilizar el término "marabunta" para referirse a diferentes cosas, según el contexto: "la gente", los amigos, los que seguían sus programas de radio, el pueblo, la multitud. Al principio explicaba que lo decía de cariño, y que la marabunta era una concentración desmedida de hormigas que arrasaban con todo lo que encontraban.
En la calle empezó a oírse cómo la gente en general hablaba de "la marabunta" como el grupo de amigos, o en el plan de "la marabunta no entiende", etcétera.
Entonces el propio Albertico comenzó a abreviar el término y a hablar de "la mara", y el habla popular se actualizó.
Albertico murió por allí de 1971. El término (junto con algunas otras de sus ocurrencias) quedó como parte del patrimonio lingüístico salvadoreño y más de cuarenta años después aún sigue usándose para lo mismo. Sin embargo, en el exterior y aquí mismo significa cosas más terribles y temibles: criminalidad, falta de límites, muerte. En suma, la destrucción que provoca aquel grupo de hormigas que se reúne para arrasar con lo que se le atraviese.
En una conferencia acerca de la inmortalidad, Borges --siempre Borges-- dice que ésta puede lograrse aun cuando no se conozca el nombre del inmortal, que éste vivirá cada vez que alguien repita una frase suya que se volvió parte del habla cotidiana. Albertico, en ese sentido, logró su ración de inmortalidad con un término que no puede dejar de estar, para bien y a veces para mal, en el léxico de todos los salvadoreños.

26 de abril de 2010

La Casa en Contrapunto

Hoy se publica un suplemento acerca de La Casa del Escritor y sus intríngulis en la revista digital Contrapunto, con una pequeña antología de algunos de los compañeros, casi todos poetas. La página principal del suplemento puede encontrarse aquí.
Creo que los trabajos publicados (faltam como diez compañeros, pero no enviaron su textos a tiempo, qué le vamos a hacer) valen más que muchos argumentos en cualquier discusión acerca de poesia. Se puede discutir lo que se quiera, pero es la poesía, no los argumentos, lo que al final habla.

19 de abril de 2010

Hablar (paja) y escribir (bien)

A veces se confunde la capacidad --limitada o no-- de hablar acerca de algo con la capacidad de hacer ese algo. O peor: la capacidad --limitada o sí-- de hacer ese algo con la autoridad necesaria para erigirse en autoridad.
Ése es el problema de muchos críticos de andar por casa: manejan nombres, frases, fechas, tendencias, toda la parafernalia, pero son incapaces de escribir algo original y, en ocasiones, coherente o acertado; sus ideas no tienen que ver con el hecho artístico, sino con sus propias necesidades de obtener status como gente de arte o cercana a él, y no podrán ver la grandeza o pequeñez de una obra por
a) sus obvias limitaciones y
b) su objetivo no es el arte, sino acicalar su ego.
O poetas de mediano pelo que, por el hecho de serlo y de haber leído algunos libros, además de haber acumulado edad --y no necesariamente experiencia--, creen que pueden repartir criterios o certificados de calidad, de salud y de la validez o no de las opiniones de personas que se han dedicado un poco más que ellos a eso de escribir.
El caso peor que me he encontrado --un híbrido-- es el de un investigador literario que autopublicó en el extranjero --y no ha difundido en el país, que yo sepa-- un libro de poemas que por aquí tengo, listo para algún post, para algún día que tenga ganas de ponerme mala gente. En su vida diaria lanza criterios como si hubiera escrito Altazor, y la verdad no le pega ni a la métrica de algunos de sus haikús.
No sé dónde leí que no hay que confiar en... uh... críticos que no se dan cuenta de la mediocridad de su propia obra; jamás reconocerán las bondades de la ajena, ni es el caso pedirles tanto. Pero por allí va la cosa en cierta parte del panorama municipal (podríamos incluir a alguno que viviera en el extranjero; el municipio es tan portátil como el cabello o la falta de éste).
Lo que me gustaría sería que hubiera discusiones abiertas acerca de --digamos-- poesía, pero con una condición: antes de exponer puntos de vista, cada participante leerá algo de su obra. El que sea francamente malo, aunque sepa todo lo que haya que saber acerca de poesía, se quedará callado y será respetado como ser humano, que es lo menos que indica la cortesía. Los demás hablarán según lo que realmente sepan de poesía, como lo indique la calidad de sus textos, y lo que ha funcionado para ellos en el nivel en el que se encuentren; los demás escucharán con atención, con educación o les dirán que se callen cuando se les esté pasando la mano. También se valdrían las burlas y aventarles papelitos, mojados o no.
Pound era un poco más radical: proponía castigar a los malos poetas con penas que iban desde una llamada de atención hasta el fusilamiento. Una vez lo propuse en público y alguien me acusó de fascista, ya furioso, mientras buena parte del auditorio se reía, como debía ser. Entiendo que el problema del acusador no tenía relación con el castigo --él se considera un buen poeta--, sino con quién determinaría la calidad de un poeta digno de publicación o de un par de años de cárcel.
Y allí es donde la democracia no funciona: si se tratara de rating, Jícaras tristes sería un excelente poemario, y Sólo la voz, de Hugo Lindo, digno de al menos una ejecución en efigie. Y caemos en el círculo vicioso: no faltará el experto que valide a uno y desacredite a otro sin más criterios que los enunciados en los primeros párrafos de este post, y ya nos amolamos.
Lo que sería interesante, además de las discusiones, sería armar torneos poéticos, con la poesía como arma y sin demasiado rollo teórico o "teórico" acerca de por qué se escribe de un modo o se debería escribir del otro. Poesía a secas. Máscara contra cabellera, sin límite de tiempo o de edades. Uno contra uno o relevos australianos, da igual. Rudos contra técnicos.
Ojo: no desprecio cualquier teorización o análisis literarios y, al contrario, los creo necesarios. Pero también creo que se trata de herramientas para construir algo superior, o sea literatura, y que los rollos que se confunden con la literatura no dejan de ser los nudos que van debajo del tapete o detrás del tapiz. No son la cosa en sí: son sólo la parte que sólo se ve después de que la verdadera cosa en sí ha sido construida. Lo demás es hablar paja.
Para terminar, me propongo como réferi de algún torneo; después de todo se trata de cosas de poetas, y yo no soy más que un humilde narrador.