30 de octubre de 2010

Otra primera vez

(Foto cortesía de Manuel Tiberio Bermúdez)


Hace un par de meses me llamó Paulina Aguilar para invitarme para que estuviera en la inauguración del IX Festival Internacional de Poesía. Antes de terminar de pensar la lista completa de pretextos para no ir --algo así como treinta segundos--, le dije que sí, porque con Paulina me es imposible negarme.
Los motivos los dijo ella misma en la inauguración. Durante mucho tiempo (esto no lo dijo), gente que --entiendo-- trabajaba con o para la Fundación los acusaba de no ser poetas y de no saber de poesía, pero en términos un tanto más rudos. Así que me pidieron un taller para apreciar mejor los textos que les llegaban y escoger a los poetas participantes. Incluso llegaron a escribir algunos poemas y a jugar con la métrica para que vieran qué se sentía.
Tres años estuvimos en ésas, quizá un poco más, y hubo que cerrar el taller cuando empezó la campaña para alcalde, que ganó. Paulina iba de concejal, y en ésas está.
En uno de los festivales, después de darse cuenta de que nadie les hacía caso a los compañeros de La Casa del Escritor, metió a diez de un solo golpe, y fueron un éxito. (Entre cierta poetada municipal se armó un pequeño revuelo. Ni modo) En otro festival necesitaba que le ayudaran a andar trayendo y llevando a los poetas extranjeros, y tres compañeros se ofrecieron con mucho gusto. Etcétera. ¿Cómo decirle que no iba a ir a la inauguración?
El problema era que por primera vez me presentaría en público después de las cinco operaciones que me hicieron hace un año, y todavía no estaba recuperado. (Ya casi. Ya casi.) Estaba aterrorizado. La idea de un montón de gente viéndome y oyéndome, de dar un mal paso y caerme, de los espacios abiertos, de lo que fuera, me daba simple y puro miedo. Pero había que ir. (La vez anterior hubiera sido en el Centro Cultural de España, en un conversatorio, el 9 de septiembre de 2009, y me había invitado Susana Reyes. Otra por la que hubiera ido así me estuviera muriendo. Y, sí, me estaba muriendo. No pude cumplir: ese día y a esa hora me internaron en el Hospital Médico Quirúrgico, y salí tres meses más tarde.)
Nick Mahomar me puso en un lugar bastante cómodo, en una silla especial, para que aguantara mejor. El escenario imitaba un café de poetas, y yo sería el primero en leer. Los discursos y presentaciones se hicieron con el telón cerrado. Yo leí y releí en voz baja mi poema --un fragmento de la serie Paisajes de agua--, más para pensar en otra cosa que porque no me lo supiera, y en una de ésas oí que empezaba la función.
Y empezó. Me cayó el cenital encima, y todo lo que pude ver fue una pared absolutamente negra a mi alrededor. Nada. La nada. Sólo nada.
La primera reacción fue pedir que me pusieran más luz, alguna luz. A cambio, le dije “Buenas noches” a la noche total. La segunda fue quedarme paralizado; a cambio empecé a leer el texto. (Mi comercio con pánico escénico es larguísimo; si no me rendí a los dieciséis años, no me iba a rendir entonces.)
Y allí, solo como estaba en medio de tanta gente, el texto tuvo un sentido que no le había visto. En una de ésas se me salió una sonrisa. De repente estuve a punto de soltar un par de lágrimas. La garganta se me cerró. Estuve en otra parte.
Mi lado paranoico se puso en alerta, porque no soy así ni fabricándome otra vez. Mi otro lado le dijo “Cállate”, y lo disfruté.
Aplaudieron y yo estuve a punto de tirar una vela encendida (la torpeza viene con el paquete). Se encendieron las demás luces. Todo volvió a la normalidad. Oí al resto de los de poetas, y cuando empezó a tocar el grupo de música que habían llevado le pedí a Nick bajarme del escenario; ya dolía.
Salí discretamente y ya afuera me fui sobre la mesa de cocacolas. Pronto llegaron Krisma, Sandra y Tere a ver si todo estaba bien.
Todo estaba bien. Estaba contento. Así nomás: contento. Me dolía todo y la reacción inmediata fue irme a casa pero ¿para qué? Un momento más.
Conversé con algunos amigos, con algunos de los poetas invitados, con compañeros de oficio y de trabajo y el dolor no fue tan importante. Había hecho algo que creí que no haría de nuevo.
De regreso a casa platicamos un buen rato con Krisma. Y otro rato. Creo que le gustó verme así, y a mí sentirme así.
La fecha era importante también: 4 de octubre. Ese día mi madre hubiera cumplido 75 años. Había que celebrar. Estar un poco más vivo no era un mal modo.

24 de octubre de 2010

¡Valentino sings! (o algo así)

Krisma y Valeria estaban viendo en Youtube unos videos con música de Ástor Piazzolla. Llegué y, después de un rato, me puse metiche y reaccionario y pedí "Barrio", con Gardel. De allí nos pasamos a "El día que me quieras" (el plagio más plagio que he visto en mi vida; pregúntenle a Amado Nervo). A un ladito había un link a un video de Rodolfo Valentino bailando tango en la argentinísima película Los cuatro jinetes del Apocalipsis (acompañado con "La Cumprasita") ¡y otro en el que canta! (Viene el puro audio, desde luego.)
Aquí está el link de las canciones, una en inglés y otra --¿lo diré?-- en español.
(Había que querer a ese hombre para ser capaz de prestarle un micrófono.)

23 de octubre de 2010

451

Hay un error importante en Farenheit 451 que uno pasa por alto porque el libro es buenísimo: la dictadura ha prohibido la Biblia, como lo demuestra que al final haya gente que está aprendiendo o ha aprendido de memoria algunos evangelios para preservarlos.
Si a alguien se le ocurriera un despropósito así, se armaría una guerra religiosa que no habría ejército capaz de ganar. Y si a la distopía de Bradbury se le ocurre moverse un poco hacia el cercano y medio oriente, mejor ni hablar.
Orwell, en 1984, va un poco más a fondo, pero es menos pretencioso: en ese mundo está prohibido pensar (por uno mismo, se entiende), pero sólo para la gente del Partido; los demás (“el prole”, como le llaman), mientras cumplan con su cuota de trabajo, pueden hacer lo que quieran y vivir su vida gris y sin perspectivas. El personaje, Winston Smith, es castigado ya no por tener libros, sino un simple cuaderno en el que escribe cosas. Cosas, nada más, aunque poco a poco se va poniendo más subversivo empujado por alguien que es agente del propio Partido. Bien perverso el asunto. (También está prohibido el sexo por diversión y sonreír y otros etcéteras.)
En la película Equilibrium, con Christian Bale (¡ese tipo la ha hecho de todo, y bien!), la sociedad que se plantea es más interesante incluso que la de Bradbury: ¡está prohibido sentir! Ya no sólo se prohíben los libros, sino también los adornos, las fotografías, los perfumes, cualquier cosa que pueda generar emociones. Claro que esto es reforzado por químicos que se reparten a la población, y un sistema de vigilancia bien al estilo fascista del que no escapan padres, vecinos ni esposas. Hay una resistencia, claro está, pero también una policía que sería infalible si uno de ellos no empezara a sentir, etcétera.
La destrucción de los libros, en todo caso --o su ausencia-- tienen un papel importante en estas tres distopías. Bradbury se atreve a poner muchos títulos y son libros básicos y más que básicos de la literatura universal. Lo terrible de Farenheit 451 es que los bomberos destruyen las cimas del intelecto humano, que hay todo un aparato dedicado a eso y que no hay nadie que pueda detenerlo, excepto una tímida y, a fin de cuentas, resignada resistencia.
La pregunta es: ¿qué tanta gente puede formar parte de esa resistencia. Más aún: ¿a cuánta le interesa? Y eso lleva a la pregunta central: ¿cuánta gente “lee”, si por leer entendemos a Shakespeare o Pound, a Baudelaire o Borges? ¿Cuántos armarían un verdadero lío si a “alguien” (a un gobierno, vaya) se le ocurriera empezar a quemar libros que para muchos son cosa sagrada, pero para otro no tienen más sentido que una especie extraña de lagartijas de Borneo? Quizá haya quien arme manifestaciones, que podrán ser clínicamente reprimidas y sus líderes resguardados en prisiones bonitas o feas, pero prisiones al fin.
Y habrá mucha gente a la que simplemente no le importe, que no quiera meterse en líos o que esté de acuerdo. Desde luego que se dejaría circular libremente ciertos libros religiosos y de autoayuda; eso también es “leer” y, si nos ponemos democráticos, nos llevan la ventaja por mucho trecho. Lo que no hay que tocar en la Biblia, algunos de sus derivados menos interesantes y los libros de autoayuda, una variable que no existía, como hoy, en la época en que Bradbury escribió su libro. (Tampoco previó, imagino que por cuestiones de trama, los libros malos, que siempre han sido legión.)
¿Qué nos queda? Esperar que los gobiernos permanezcan sensatos --no lo fueron durante una larga temporada-- y que las pocas librerías que hay traigan cosas buenas. Si no, siempre quedan los usados del centro. Pero no creo que pase nada grave, en el mundo macro, si simplemente dejan de venir libros buenos, los del centro desaparecen y todo queda en un pequeño grupo que se intercambia lo que tiene.
Sí, internet, ya sé, internet. Pero, con todo su poder, es tan frágil... Aún hay países que pueden reducir su acceso a niveles de llanto, y por ahora no hay modo de cambiarlo.
¿O sí?

21 de octubre de 2010

Querida Denise:

Soy una persona llena de prejuicios. Por suerte sé más o menos por dónde van y puedo actualizarlos, o al menos entenderlos y pasarlos por alto.
Recibí con mucho gusto, porque era tuyo, el poemario Manual del mundo paraíso, publicado por Catafixia, en Guatemala. Para empezar con los detalles frívolos, no me gustó la mano de la portada. La anatomía es terrible. Mis prejuicios, en otro caso, me hubieran dicho “Hasta aquí”, pero empecé a darle una ojeada --de atrás para adelante, desde luego-- y no supe cómo reaccionar cuando vi tu cédula de identidad personal como “biografía”. Apenas días después me di cuenta de que era una especie de broma y me reí.
Después agarré versos aquí y allá y me di cuenta de que se trataba de una diatriba en contra de las iglesias evangélicas, y temí que hubieras caído en el panfleto fácil. (Hago constar que hay panfletos que están entre mis poemarios favoritos, como España, aparta de mí este cáliz, de Vallejo, y varios textos de Hernández, como “Niño yuntero”.) Me di cuenta de que estaba haciendo las cosas mal y me puse a leer desde el primer verso del primer poema.
Y no pude parar.
Ante todo, es un texto riguroso y bien escrito. Conozco cosas tuyas de poesía, muy buenas, pero no alcanzan ni de cerca el nivel de tu Manual.... Esto es la comprobación de que puedes escribir lo que se te pegue la gana usando la poesía, pero sin llegar al “sacrificio” que pedían y practicaban poetas de los años setenta y ochenta, y que aún nos tienen como nos tienen. (Si me preguntas, muchos de ellos escribían mal no porque quisieran llegar el pueblo, sino porque simplemente eran malos. O haraganes. Y eso es algo que no hay en tu texto: haraganería. Está trabajado palabra por palabra, casi letra por letra. Te conozco y sé lo obsesiva que puedes llegar a ser.)
Así que me leí tu libro de un tirón, y me encontré ante una disyuntiva: además de disfrutarlo, que era inevitable, indignarme aún más por todo el rollo de las iglesias evangélicas o botarme de la risa. Escogí la segunda opción y me la pasé muy bien. Y no porque no me parezca serio lo que dices, sino porque también con la risa se puede protestar, y a veces es más poderosa que el enojo.
Unos días después Mario Zetino lo leyó frente a nosotros y también se la pasó riéndose, en parte por lo que dices en el poemario, en parte por el gusto de ver lo bien escrito que está, ya ves cómo es Mario con eso de la forma.
Creo que Memorias del mundo paraíso es un libro que vale la pena de leerse por los motivos que sea. Yo pienso darle un par de revisadas para captar cosas que no logré agarrar a la primera. Es muy complejo. Es muy bonito. Gracias.

20 de octubre de 2010

Honor

La gente que no tiene honor sabe que la gente de honor existe, y le tiene miedo, y la envidia, y trata de destruirla. La gente de honor sabe que existe la gente sin honor, pero tiene la esperanza de que el hijo de puta que tiene enfrente muestre alguna señal de honor. No lo hará, pero en una de ésas...
Y así están escritos el cine, la literatura y, por desgracia, la vida.

19 de octubre de 2010

Barrio, tamales y paletas de sombrillita

Durante cinco años vivimos en una casa metida en medio de una quinta. Además de los vecinos y sus trabajadores, que eran bastante discretos, hacía falta caminar al menos una cuadra para toparse con alguien. Había grillos, perros lejanos, algunos viernes y sábados por la madrugada los ecos de la orquesta del restaurante Casa de Piedra y también los ecos del Tabernáculo Bíblico Bautista de la localidad (nunca falta uno). Vivíamos físicamente alejados de la gente (por eso Dios creó internet, o viceversa), y no es que fuera mejor o peor que otra cosa: simplemente era así. Entre semana había visitas, en especial en mis días de descanso, y los sábados por la tarde el taller de video, por la logística o porque había equipo para la producción o por algo.
De pronto, hace dos meses, tuvimos que cambiarnos de casa, y escogimos un pasaje en el barrio de San Jacinto, en la colonia América. Es una casa con patio, corredor, habitaciones en hilera y cosas rarísimas de las que no voy a hablar aquí. (Siempre hemos vivido en casas con excentricidades.)
Los primeros días fueron terribles. De pronto pasaba gente caminando frente a alguna ventana. O peor: platicando. A metro y medio o dos metros o unos centímetros de distancia de donde estuviéramos en ese momento. No sé Krisma --creo que fue quien lo soportó mejor--, pero Valeria y yo nos sentíamos en una película de terror. Cuando algún automóvil se estacionaba frente a la casa, sentíamos que lo había hecho dentro de la sala. Ni hablar de cuando llegaba --y aún llega-- un camión inmenso al depósito o taller o lo que sea que hay enfrente. (Sí, sí, a mí también me dan ganas de gritarme “¡Burgués, burgués!)
Creo que lo que nos salvó del colapso fue cuando logramos identificar algunos gritos que al principio no tenían sentido. Eran vendedores ambulantes, y eran legión. Vendían --y venden-- cosas que uno no se imaginaría que se vendan en la calle.
Por ejemplo, estaba --y está-- el señor que por las mañanas pasa vendiendo lejía con olor a frutas y detergente Rinso. Al día siguiente --me voy al tiempo presente-- vende no sé qué cosas de comer. Al siguiente vuelve con la lejía. Después viene la señora que vende cortinas para baño, y no sé si ella misma es la que ofrece blusas a dos por un dólar. Es diferente, obviamente, del señor que vende ropa al crédito.
A diferentes horas del día pasan al menos dos carritos de paletas, uno de sorbetes y, claro, por la tarde el de las minutas, sin hablar del que pasa cada dos o tres días con paletas de sombrillita y capuchinos. (No sé qué sean los capuchinos; hemos consumido buenas dosis de paletas de sombrillita y minutas, pero no de capuchinos. Se agradecerá información.)
Por las tardes y las noches, las señoras que venden tamales de gallina, tamales pisques, tamales de chipilín y, a veces, tamales dulces; también empanadas de leche y frijoles, y pastelitos de carne. Varias veces ha pasado una señora que vende panes de gallina.
Y así.
Durante las primeras semanas consumimos todo el menú, y hasta con repeticiones. Pero la sazón no cambia, y ya algunos tipos de tamal nos han aburrido; creo que también un poco las empanadas. Con la dieta imposible de calorías que me han dejado --sin hablar de las proteínas--, los tamales son una buena opción, pero enough is enough y Krisma cocina más rico y variado. De vez en cuando compramos y compraremos lo que nos vendan a la puerta, con especial agrado las minutas y paletas de sombrillita.
Creo que así Vale y yo --al menos yo-- nos acostumbramos a tener a la gente tan cerca de nosotros. Y, bueno, es parte de la vida y del encanto de un barrio.
Eso sí, con cinco minutos de plática con cualquiera de los vendedores se va una parte del encanto del barrio idílico. Por ejemplo, una de las señoras que vende tamales empieza a hacerlos a no sé qué hora infame, los termina, los empaca y sale a venderlos. Viene desde la Terminal de Oriente, y más o menos por aquí va acabando con la venta. También el de las minutas termina por aquí casi siempre. Viene con su carrito desde adelante de Rosario de Mora.
Minutas con complejo de culpa. No logra neutralizar las endorfinas (les echa leche condensada y miel de tamarindo, y quién se resiste a eso), pero sí les da otro sabor.

4 de octubre de 2010

IX Festival Internacional de Poesía

Y, sí, por algún extraño motivo me toca estar en la inauguración, en calidad de poeta.
Por allá nos vemos (o sea en el auditorio del MUNA, a las 6:30 pemele).


(Hoy sería el cumpleaños 75 de mi mamá. Felicidades donde quiera que esté.)