23 de febrero de 2005

Santa María de Iquique y otras circunstancias

En 1969 mi padre se pasó un año sabático en Chile (nueve meses sabáticos, en realidad), del que resultó su libro Reforma agraria en Chile (Editorial Universitaria, San Salvador, 1970). Era su tema en ese entonces (mientras estaba en Chile apareció otro libro, Reforma agraria en Guatemala, Bolivia y Cuba, que aún es parte del programa universitario en El Salvador), y de hecho fue su tema, muy a su pesar, durante lo que le alcanzó la vida. Buscaba trabajo como profesor de teoría del estado --que le apasionaba-- o estudios latinoamericanos o cosas así, y lo contrataban como economista agrícola. En sus últimos años logró investigar y publicar de otros temas, gracias a que era el jefe y decidía qué investigaciones se hacían y quién las hacía.
Cuando regresó de Chile trajo varios discos, escondidos en fundas de Los Huasos Quincheros, los Hermanos Silva y Leonardo Favio, junto con otro en una funda totalmente blanca.
Tenía sólo 10 años, y me prohibieron estrictamente que oyera los discos si no estaba mi padre presente, y era poco el tiempo en que estaba presente (al año siguiente lo elegirían rector de la Universidad de El Salvador y la campaña y los preparativos ya estaban en marcha). El motivo de la restricción era sencillo: bastaba con que algún policía o guardia nacional que pasara frente a la casa escuchara cualquier cosa de la que hubiera en los discos para meternos en serios problemas. O alguno de los policías de civil que nos rodeaban desde que yo tenía memoria: uno que seguía a mi madre a cualquier parte, un automóvil completo lleno de judiciales para mi padre y uno que se la pasaba frente a la casa simulando que no existíamos, más una patrulla con uniformados a media cuadra, más los teléfonos intervenidos y toda la parafernalia de las dictaduras de aquel entonces. (A partir de mis doce años tuve mi propio policía, que me seguía a donde fuera. No iba a muchas partes, así que el tipo se ganaba la vida sin complicaciones.)
Escuché, algún sábado, a bajo volumen, fragmentos de la Cantata de Santa María de Iquique, de Quilapayún. Quizá fue lo que me llevó a empezar con la música un par de años después. No tanto por la temática o la intensidad de la narración y de la interpretación, sino por el sonido como cortado a cuchillo de la quena, el brillo del charango, las disonancias que no se parecían a nada que hubiera oído hasta entonces, la métrica de las letras, harto diferentes de las canciones de protesta que había oído y de la mayor parte de las que oiría después, excluyendo desde luego a Violeta Parra, que aún me encanta y a quien aún admiro.
Junto con el disco, mi padre trajo una quena. No hubo modo de sacarle sonido. Alguna vez me pusieron un charango entre las manos, pero la persona que lo tenía no sabía ni afinarlo. Vi algún bombo de lejos, en Costa Rica, por allí de 1974. Aunque para ese entonces ya tocaba razonablemente la guitarra, no hubo quien me enseñara los respectivos acompañamientos.
Cuando llegamos a México, en 1976, encontré de todo: los instrumentos y gente que los tocara, porque precisamente estaba de moda la música sudamericana y era de buen tono que la gente de izquierda la escuchara todo el tiempo. Me pasé tres años aprendiendo y llegué a manejar razonablemente un par de los intrumentos. Cuando ya los manejaba me di cuenta de que lo que me gustaba era otra cosa, y que más bien quería ser escritor. De algo me sirvió, en todo caso; algunos centavos gané con eso, y me divertí.
Hoy, treinta y cinco años después de la primera vez, unos quince después de escucharla por última, conseguí nuevamente la Cantata (la escucho por segunda vez mientras escribo esto) y la disfruto sin juzgarla; me ha acompañado durante buena parte de mi vida y sería injusto y tonto. Quisiera ponerme inteligente o pedante y decir "Bueno, hay que entender, el tiempo ha pasado, esa época de la música de protesta, claro, Quilapayún sigue siendo un icono, ya superado pero icono al fin", etcétera. No puedo ni quiero. Me doy cuenta de que conozco las letras de memoria, cada inflexión de la voz del narrador, cada vibración de las quenas. Y, con todo lo trágico de la historia que cuenta, me llena de alegría oír el disco y saber que el tiempo no borra todo (y de hecho borra muy poco). Lo oigo a bajo volumen no por añoranza o peligro, sino porque son las tres y tantos de la mañana y la bebé y Krisma están dormidas.
Para cerrar la historia, en aquellos mis diez años, un día saqué de su escondite los discos prohibidos de mi padre, me fui a casa de la abuela (que vivía al lado) y los escuché durante toda una tarde en el aparato de sonido del tío Mauricio, un Fisher de lo mejorcito. Entre los discos estaba la Cantata, que oí completa por primera vez, y algo más, que no recuerdo; creo que eran cosas de Angel Parra y Víctor Jara.
Escuché el disco que venía en la funda en blanco, sin etiquetas por ninguna parte. Era una voz desagradable, leyendo cosas con mucho ritmo pero que no me decían nada. Mi medida de la poesía era el Romancero gitano, de Lorca, que mi padre me leía desde que era bebé, sentado en sus piernas, y algo de Quevedo y Barba Jacob. Lo que me pareció en ese momento fue que el tipo del disco no creía en lo que me estaba diciendo, y nunca soporté a la gente así.
No reuerdo cómo se enteraron de que había escuchado los discos; quizá llegaron antes de tiempo y no hubo modo de ocultarlo. Después de un regaño pavoroso, comenté con mi padre lo del tipo del disco, y dijo que en efecto leía muy mal su poesía, pero que era uno de los genios de la poesía y que seguro se ganaba el Nobel aunque fuera comunista. Cuando en efecto se ganó el Nobel, compró --también clandestinamente-- sus poemas completos, y juro que traté de que me gustaran, al menos de encontrarles alguna gracia. Hasta ahora ha sido imposible. Si la clandestinidad no había logrado que le agarrara aprecio a Neruda, nada lo lograría. Ni lo ha logrado.

Nota bene: Acabo de buscar en Amazon.com la Cantata de Santa María de Iquique. Encuentro que hay dos discos disponibles, y que el precio de un ejemplar "casi nuevo" es de $1,010.84. Sí: mil diez dólares con ochenta y cuatro centavos. El de uno nuevo es de $1,010.85, o sea de un centavo más. Y eso que la izquierda y sus iconos están a la baja. No pagaría tanto por un disco que debería ser para todos, no sólo para el dueño (seguramente snob) de una cantidad que alcanzaría para comprar, digamos, las obras completas de Bach, y algo más.

1 comentario:

WERTINGIONES dijo...

VIDEO - HISTORICO / ESCUELA SANTA MARIA DE IQUIQUE 1907

PARTE 1
http://www.youtube.com/watch?v=vGgCRrkDUAc

PARTE 2
http://www.youtube.com/watch?v=-Xa9AVgSMek

ATTE SERGIO GONZALEZ S.
AUTOR DEL VIDEO