
La semana pasada fui a la Ciudad de México para participar en la VIII Feria del Libro del Zócalo, invitado por la Secretaría de Cultura del gobierno del Distrito Federal. Me tocó participar en dos actividades: la presentación de mi libro
Instrucciones para vivir sin piel, el lunes 13 de octubre, y el miércoles 15 en una mesa con un tema ambiguo y polémico del que hablaré después, en compañía del escritor guatemalteco
Rodrigo Rey Rosa y del nicaragüense
Omar Cabezas, ex comandante guerrillero, autor de un libro que en los ochenta fue bastante importante (
La montaña es algo más que una inmensa estepa verde) y actualmente procurador de derechos humanos de su país.
Instrucciones para vivir sin piel fue publicado por la editorial La Orquídea Errante, de mi hermano (salvadoreño, por cierto) Humberto Acevedo, con quien corrimos más de una aventura y tenemos más de tres anécdotas. Lo conocí en 1983, poco después de la muerte de Salvador Cayetano Carpio, y a ambos nos provocó más o menos lo mismo. Trabajó como titiritero, artesano, promotor cultural y actualmente, además de dar talleres de literatura, se ha lanzado a armar su propia editorial, en la que ya casi lleva una decena de títulos.
Por contar algo, el día del terremoto del 19 de septiembre de 1985, Beto y su entonces compañera, Angélica, estaban de gira en el sureste mexicano, dando funciones de títeres para el ISSSTE (el seguro social de los trabajadores del estado), y yo me había quedado en su casa para cuidar a su hija Catía. Para entonces yo hacía guiones de historieta y daba talleres para la Secretaría de Educación Pública, y era igual dónde escribiera los guiones, y los talleres los daba en el interior del país, eran bien pagados y con cuatro o cinco --de una semana de duración-- podía vivir hasta seis meses. Así que, si sus giras no chocaban con mis cursos, me iba a su casa y me hacía cargo de Catía. Cuando podía llevaba a mi hijo Eduardo. Una vez hasta compré un perrito para que jugaran. No duró mucho, debido a un parvovirus mal diagnosticado por el veterinario.
En casa de Beto me pescó el terremoto. Mi departamento --que estaba en la colonia Centro-- quedó en muy mal estado, con una cuarteadura horizontal que le daba la vuelta completa. Los vecinos creyeron que se había caído el techo, y se metieron a la fuerza, porque oyeron un ruido estrepitoso y no me vieron salir corriendo. Lo que pasó fue que tenía un inmenso librero Dexion, de ésos metálicos y armables, con cerca de 1,500 libros, en filas dobles, colocado en medio del estudio, y se cayó. De eso me enteré cuatro o cinco días después, cuando logré llegar a casa, después de un extraño tour por campamentos de refugiados y casas de amigos para saber si estaban bien.
Para terminar de presentar a Beto: estudió en el Bachillerato en Artes, fue uno de los capturados en 1979, cuando agarraron a Facundo Guardado, secretario general del Bloque Popular Revolucionario, y liberado junto con él y otros dirigentes, después de torturas bastante salvajes en la Policía Nacional. Durante la
ofensiva final de 1981, y en vista de que el triunfo era seguro e inminente, las FPL lo mandaron a
insurreccionar a la población a Mejicanos, a su barrio, a su calle... y terminó asilado en la embajada de México, porque evidentemente lo denunciaron, comenzaron a buscarlo y casi lo encuentran. Estuvo varios meses en la embajada, hasta que el gobierno salvadoreño, gracias a las gestiones de Gustavo Iruegas, entonces encargado de negocios mexicano, le dio el salvoconducto, y no ha regresado. Veintisiete años fuera. El mismo tiempo que me tocó en suerte, pero él no parece que vaya a venir muy pronto, ni siquiera de visita. Cosas de él.

El presentador fue José Eduardo Serrato Córdova, catedrático de la UNAM (a la izquierda en la foto), autor del libro
Los sueños de la razón. Poética y profética de Luis Cardoza y Aragón, publicado precisamente por la UNAM, que me regaló y prometo leer.
Después de una presentación general de Beto (a la derecha en la foto, por supuesto), a Serrato le tocaba hacerme algunas preguntas acerca del libro, y después intervendría el público. Cuando Beto terminó, entró un hombre con serios síntomas de borrachera y de algo más fuerte, y comenzó a hablar a voz en grito. Nadie le hizo mucho caso, pero él agarró a un amigo de Beto que estaba en primera fila y empezó a hablarle no me enteré muy bien de qué. En un par de minutos llegaron unos policías y se lo llevaron de la mejor manera posible. Y de verdad que fue de la mejor manera posible.
Y vino la primera pregunta de Serrato, que me desconcertó bastante. Me preguntó qué se sentía presentar un libro ante un público tan mediocre, al que le “valía madre la literatura” (textual) y que sólo estaba allí casi casi por inercia, para tener algo que hacer, y que seguramente no compraría ni leería mi libro; que qué pensaba de gente que llegaba drogada a ese tipo de cosas, y que si no me sentía frustrado.
Cuando yo comenzaba a responder (le dije que no compartía su punto de vista, que agradecía a los presentes, etcétera), un señor del público se puso de pie y le dijo que no tenía derecho de hablar así del público, que había habido un incidente aislado y que no tenía por qué ofender al público, ni siquiera al borrachito que, después de todo, estaba en lo suyo. Serrato comenzó a sacar palabras gruesas, y el señor siguió reclamándole en términos que, la verdad, me parecieron razonables. Beto y yo no sabíamos qué hacer. Aproveché una pausa para decir: “¿Puedo seguir contestando?” Un par de insultos más y seguí como si no hubiera pasado nada. Serrato me hizo alguna pregunta más, menos agresiva, contesté y dijo que por su parte era todo. Incomodísimo para el público en general, y para mí en particular por ciertos invitados, como Selva Prieto Salazar (
Madreselvas), Tamara de Anda (
Plaqueta), nieta y bisnieta de Salarrué, respectivamente; mi hija Eunice y mi otro hermano, Salvador de la Mora, a quien no veía desde hacía diez años. Él nos proporciona el
hosting y el dominio de la página de La Casa del Escritor. (No, no lo paga Concultura. Es una donación de Salvador.)
Al final Beto y yo terminamos conversando entre nosotros y recordando cosas viejas, planeando algunas buenas y queriéndonos mucho, como siempre. Se vendió una buena cantidad de libros, me tocó firmar la mayoría de ellos y listo, nos fuimos después a tomar algo a la terraza del hotel.
En los días siguientes pasó algo bien interesante, y que no me esperaba.
Instrucciones para vivir sin piel se publicó primero en Francia, en traducción de Thierry Davo, desde luego, por la editorial Cénomane, del buen Alain Mala. Tuvo buena acogida entre a

cadémicos, y tuve la oportunidad de hablar con ellos hace un año, cuando viajé para allá. En México, la mayor parte de los que compraron el libro –y me tocó firmar un buen par de docenas– fueron jóvenes de secundaria y bachillerato.
Más aún: al menos la mitad de los compradores fueron lo que llaman
darketos. Alguno de ellos compró uno, según me dijo Beto; corrió la voz y llegaban directamente sobre el libro. Y no en plan acrítico: leían las primeras páginas, algunas otras al azar, y se lo llevaban. El precio ayudaba: treinta pesos, o sea menos de tres dólares. Hubo unas muchachas de secundaria que no tenían el dinero suficiente y me pidieron que les firmara un separador, de los que regalaron por decenas.

Cuando Krisma vio la portada, me dijo: “Esto está pensado para que lo compren los chavos.” En lo personal, cuando Beto me la envió, me pareció terriblemente fuerte, y me pareció que a los chavos sería a los que menos les interesaría, pero creo que ahora los hacen menos impresionables que en mis años mozos.
La que aparece primero, aquí al lado, es la versión en negativo de la foto original, que no he preguntado de dónde salió; me temo que la respuesta me provoque anguatia. Corresponde a la
camisa del libro. Sí, porque la edición será todo lo sencilla que quieran, pero tiene su camisa y todo. Lo interesante es que los chavos que querían comprarlo no pedían la versión en negativo, sino en positivo, que es mucho más fuerte, como se podrá apreciar, y además no trae el nombre del autor, que eventualmente soy yo.

Había que explicarles lo de la camisa, que sólo era cuestión de quitársela para que quedara la portada que querían. Aun así, hubo quienes se llevaron ejemplares sin camisa y sin crédito; querían
esa portada y no otra, así pudieran deshacerse de ella con facilidad, y en esas cosas el cliente tiene la razón, amén.
Buena venta, en todo caso, y eso que el
stand de La Orquídea Errante era apenas un pequeño mostrador de libros, colocado en medio de decenas de editoriales independientes. (Siempre me he cuestionado eso de "independientes" para referirse a las editoriales pequeñas. Digo: más "independiente", en todo sentido, que Alfaguara o Tusquets difícilmente se encontrará... No dependen de absolutamente nadie.)

Beto preparó buenos materiales de apoyo. Además de los separadores, unas tarjetas postales con la portada del libro. En lo personal no mandaría algo así a mi abuelita, si viviera, pero la idea es buena. También hizo unas micropostales con el mismo diseño y qué sé yo. Fue agradable ver cómo se vendían los libros, y tantos, y cómo los compraba gente tan joven. (Sólo vi comprarlo a dos o tres adultos. La mayoría desertaba desde la portada, sin siquiera leer las primeras líneas.)
Hace un tiempo publiqué en mi otro blog un fragmento de
Instrucciones para vivir sin piel. El fragmento puede encontrarse
en este link.