16 de diciembre de 2009

Fumar o no fumar

Dejé de fumar involuntariamente, pero dejé de fumar. Lo más interesante es que no pasé por todos los desagradables síntomas del síndrome de abstinencia: si acaso los tuve, fue en las dos semanas posteriores a mis dos primeras operaciones, cuando estuve delirando más que pensando, a punto de quedarme fuera del juego ni más ni menos que a causa de una deficiencia pulmonar provocada por treinta y cuatro años de fumar un promedio de una cajetilla diaria (a veces fue media, a veces fueron dos, etcétera).
Casi todos los días soñaba que tenía un cigarro en la mano, me lo llevaba a la boca y en ese momento me despertaba con la mano en la boca, a punto de succionar absolutamente nada. Por lo menos tres veces al día, durante los tres meses de mi hospitalización, sentía la necesidad momentánea de fumar. Tomaba un trago de agua y la necesidad desaparecía. O no hacía nada y tardaba unos segundos más. Pero no era una necesidad física. No me lloraban los ojos, no me dolía la cabeza, no me quería morder las falanges ni asesinar a golpes a mi vecino.
De regreso a casa, el miércoles pasado, comenzó una necesidad diferente, de la que ya me había hablado Krisma. Me senté frente a la computadora, abrí mi correo después de tres meses (había muchos menos mensajes de los que esperaba) y en algún momento, zaz, mi mano se fue a buscar la cajetilla donde generalmente la pongo, o la ponía. No la encontré, una sonrisa y seguí en lo mío. Al día siguiente, por la mañana, mientras Krisma preparaba el desayuno, zaz, la necesidad de otro cigarro. Otra sonrisa y la necesidad se fue. Y así: hay situaciones cotidianas que de repente disparan el deseo de encender un cigarro.
El domingo pasado, Ingrid llevó --como siempre-- unos cigarros a La Casa del Escritor. (Para los morbosos que quieran ver cómo quedé, Ricardo Hernández puso unas fotos en su blog.) Le pedí un par de jalones. El primero, delicioso. El segundo, más aún. Le devolví el cigarro y de pronto sentí algo que había olvidado: el sabor a cosa quemada que queda después de fumar. No me gustó y me lo quité con jugo de naranja. Al rato le pedí a Ingrid un jalón más y decidí que no volvería a fumar.
Ayer en la noche le di un jalón pequeño y dos regulares al cigarro nocturno de Krisma. Lo mismo: la sensación del humo me encanta, como siempre me encantó, pero el sabor a quemado es demasiado fuerte para querer fumar más. Igual hay momentos en que siento la necesidad de encender un cigarro; basta con sonreírme para que la necesidad desaparezca.
Veremos si de veras aguanto. Creo que sí. El recuerdo de las dos semanas con oxígeno las veinticuatro horas no es el peor de mi vida, pero entre los menos bonitos está lo que decían los médicos al pie de mi camilla, cuando creían que estaba dormido o inconsciente. No le voy a ayudar a la muerte, ya que estamos en eso de la sobrevivencia.

15 de diciembre de 2009

Prólogo a las Historias prohibidas

Mientras estaba en el hospital me llegó un ejemplar de Las historias prohibidas del pulgarcito, de Roque Dalton, publicad0 en Canarias por las Ediciones Baile del Sol. Quiere la suerte que me hayan pedido el prólogo, que hice con gusto. Como por aquí no se va a conocer muy ampliamente que digamos, y a pesar de que es más o menos largo, lo transcribo para quien pudiera interesarse.

I
Hay dos cosas que son ciertas aquí, ahora y siempre. La primera es que la historia –la oficial, la de mayúsculas reverenciales– la escriben los ganadores. La segunda es que esa historia no soporta el sentido del humor ni las paradojas, es decir las verdades a secas. Basta con que brinque un dato ignorado por los redactores de turno, las palabras inocentes de alguien que recuerde su infancia, un recorte amarillento, para que la Historia se convierta en caricatura de sí misma y los próceres, mártires y grandes gestas sean materia de guiñol.
La consecuencia de aplicar el humor a la historia oficial es una sola: la pérdida del respeto por parte de los marginados de la historia –la de las minúsculas–, los protagonistas verdaderos, que por sí o por no permitieron que sus nombres se pusieran en letras muy pequeñas en la lista de créditos, en pro de la patria o de alguna abstracción igual de excluyente. Sonará a consecuencia demasiado moral para tener valor práctico, pero de allí surgen los motines, las revoluciones y las guerras de liberación nacional: todo lo que tarde o temprano se convertirá de nuevo en Historia, y así sucesivamente.
Por eso la burocracia de 1984 –la terrible caricatura de Orwell– se la pasa rescribiendo la historia libro por libro, noticia por noticia, foto por foto, línea por línea, y controlando implacablemente a los que pudieran encontrar una pista que los llevaría a otro lado. No importa a dónde; talvez sólo a un desechado lugar de sí mismos, a una sensación desconocida, a un espejo.
Por eso –también– el poder necesita gritar como predicador en iglesia de dudosa santidad: los feligreses no deben dejar de ver hacia el frente, hacia él, que cuenta historias de apocalipsis aterradores e improbables, pero fascinantes. Una simple mirada de reojo al vecino de la izquierda propiciaría –por comparación– la revelación: los gestos del hombre santo son ridículos, su voz es ofensiva, sus palabras no llevan a ningún lugar dentro del que uno pueda o quiera imaginarse. Y el encanto se rompe.
Roque Dalton –el de Las historias prohibidas del Pulgarcito– es el feligrés que mira hacia otro lado y después regresa la vista al hombre solemne que amenaza con infiernos pavorosos. (El peor: si pecamos, si dudamos, si preguntamos por qué –o cuándo–, la historia nos olvidará o nos colocará en el sitial de los condenados.) Y lo que Dalton ve es a un tipo subido en unos zancos muy frágiles, una panza bien cultivada, una calva cubierta con un mal bisoñé, parches en los pantalones, una corbata chillona. Y se ríe, y la risa es una enfermedad contagiosa, así su periodo de incubación sea a veces lento.

II
Contaba el escritor salvadoreño Álvaro Menen Desleal (1931–2000), su amigo, compañero de generación y a la vez humorista temible, que Dalton comenzó a publicar los materiales de las Historias prohibidas en las páginas literarias de El diario de hoy, considerado el bastión inalienable de la derecha, en un espacio titulado “Columna vertebral”, a finales de los años cincuenta.
Lo hizo durante las aperturas democráticas –alguna se llamó a sí misma “revolución”– de los gobiernos militares de Óscar Osorio (1950–1956), José María Lemus (1956–1960) y Julio Rivera (1962–1967). La tolerancia de los tres era menos consistente que el humor de Dalton; en esos periodos fue perseguido, encarcelado, casi ejecutado (la historia o la leyenda cuenta que un terremoto derrumbó un muro de la cárcel el día anterior al fusilamiento), y de allí pasó al exilio, que rompería sólo un par de años antes de su muerte.
Claro que entonces era militante del Partido Comunista, hacía poemas políticos (“comprometidos”) y participaba en las actividades de organizaciones estudiantiles, las adversarias más irritantes de los militares. Pero lo peor fue confrontar la verdad oficial con los textos que el lector está a punto de leer: puros y simples retazos de historia cotidiana, literatura, frases y dichos populares, ideas cotejadas con el paso del tiempo. Es interesante que la mayor parte perteneciera al corpus de la historia oficial, y surge otra ley: la historia oficial se modifica para permitir su propia continuidad, y requiere del olvido de sus receptores para no desmoronarse. (El Gran Hermano de Orwell era sabio y cruel: no condenaba al pueblo al olvido, sino a los nuevos recuerdos.)
La paradoja fue que Dalton resultara asesinado por sus propios compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo, el 10 de mayo de 1975, y no por sus enemigos naturales. O quizá los enemigos naturales del sentido del humor no sean necesariamente los opresores del capital y las leyes sesgadas, sino quienes buscan engrosar las páginas de la historia oficial y escribirla a su gusto, para su mayor gloria. El modo de tratar que la historia –la minúscula, con pretensiones de mucho más– no se desviara de un rumbo improbable fue asesinarlo; el mecanismo es viejo y nunca funciona en el plano de la evolución de las ideas, pero tenemos un poeta menos y no sabremos qué escribiría Dalton en su siguiente madurez poética y física. (Lo ejecutaron cuatro días antes de que cumpliera los cuarenta años.)
Otra paradoja es que, tras el crimen, la mayor parte de sus apólogos en El Salvador creó a su sombra un culto según el cual no hacía falta leer su obra, disfrutar su humor, sufrir sus dudas, enternecerse con sus recuerdos de infancia: bastaba con saber un poco de su biografía, las circunstancias de su muerte, haber leído sus poemas menos afortunados, escritos bajo la urgencia de la lucha guerrillera, imitar lo que se pudiera, para ser un seguidor y un conocedor de Roque Dalton, o lo peor: un especialista. Durante los años de la guerra, y después aun, pareció que en El Salvador la poesía se detenía alrededor de la imagen del poeta mártir, y que se trataba del fin de la historia literaria. Más allá no había nada. El culto llegó hasta el extremo en que se nombró un teatro municipal y una pinacoteca universitaria con su nombre, cuando fueron disciplinas que estuvieron fuera de sus alcances, si descontamos alguna puesta en escena universitaria y los dibujos casuales que cualquiera deja en cualquier parte.
Los comisarios de la palabra marginaron a los poetas que buscaban algo de originalidad en la mejor escuela del maestro muerto, dictaron cánones básicos y a la vez inalcanzables –nadie podía ser Roque Dalton, ni siquiera él–, y los académicos y maestros fueron predicadores vociferantes que hablaban de un hombre muerto a quien no comprendían, y no era el caso: lo importante era que los vieran a ellos, y Dalton en la cruz, más como imagen de la víctima desvalida que como un luchador de la palabra y las ideas. Ellos mismos hubieran sido víctimas de su humor.
(Quizá el Gran Hermano fuera después de todo una buena persona, y fueran sus exégetas quienes, tras su muerte, lo convirtieran en un tipo sin entrañas, una variable que Orwell no tomó en cuenta.)

III
En la bibliografía de Roque Dalton, Las historias prohibidas del Pulgarcito ocupa un lugar especial, en un corpus formado más por excepciones que por constantes.
El “eje central” de la obra de Dalton lo integran sus libros de poemas publicados en vida, apenas cinco: La ventana en el rostro (1961, publicado por Baile del Sol en 2003), El turno del ofendido (1962), El mar (1962), Los testimonios (1964) y Taberna y otros lugares (1969, publicado en 2006 por Baile del Sol). Antes de La ventana, además de los poemas sueltos publicados en revistas, publicó unidades que después integraría en éste: Mía junto a los pájaros y La balada de Anastasio Aquino, ambos de 1957.
En los libros canónicos se percibe una evolución formal constante y una búsqueda de medios de expresión propios. De la influencia casi directa de Neruda, Vallejo y Nicanor Parra (el de la antipoesía), en su primer poemario, pasa a la experimentación con recursos de otros autores, en El turno del ofendido (García Lorca, Eliot, Nazim Hikmet, etcétera). Desde temprano cuenta con un código fuertemente propio, pero no es sino hasta Taberna donde encuentra su voz (o sus voces) y donde se perfila una depuración que truncó la muerte. Vale la pena mencionar en especial el poema “Los extranjeros”, el punto más alto de su producción, y varios textos amorosos.
El poema “Taberna”, una pieza del todo experimental (y por eso mismo sujeta a discusión en cuanto a sus alcances) pone sobre el tapete un concepto que maneja con mano propia: el “poema collage”, un tema sobre el que volveremos más adelante. En la primera parte del poemario hallamos su vena antipoética, aprendida de Parra, que utilizó especialmente para los trabajos de fuerte contenido político.
Fuera de estos cinco libros encontramos los poemas y poemarios que dejó inéditos, que deben tomarse con pinzas; no se encuentra allí lo más significativo de su producción, aunque sí lo más citable: mucho ingenio, humor negro, ideología en seco, incluso amargura, son la constante. Hay sin embargo mucho de la compleja elaboración de sus mejores textos. Es probable que estos libros estuvieran destinados a su publicación después de un proceso de depuración, que ya no le fue posible.
Los poemarios inéditos son: Un libro levemente odioso (escrito en 1970–72, publicado en 1988), El amor me cae más mal que la primavera (1969–1973, aún sin publicar), Los hongos (1968–1973, varias publicaciones) y Doradas cenizas del fénix (inédito), además de piezas sueltas.
Destacan de este corpus dos textos en especial. Por su calidad poética, un poema inconcluso, que sólo se ha publicado en antologías, “Esbozo de adiós” (1973), una despedida de Cuba, de su familia y de sí mismo, escrito poco antes de regresar a El Salvador. El otro es Los hongos, un largo texto que habla de religión, ideología, revolución, la infancia del poeta y sus contradicciones personales. Allí aparece de nuevo el collage como recurso técnico. La forma y los recursos son mucho más precisos y ricos que los de “Taberna”, y es bastante probable que éste le sirviera de antecedente directo.
Hay otro libro que no estaba destinado a formar parte del universo literario del autor, Poemas clandestinos, con textos escritos entre 1973 y 1975, bajo los pseudónimos de Vilma Flores, Timoteo Lúe, Jorge Cruz, Juan Zapata y Luis Luna; fueron publicados después del asesinato de Dalton, en una edición mimeografiada de la Resistencia Nacional (la escisión del ERP tras el crimen), y debían publicarse como parte del trabajo propagandístico de su organización. Aunque hay aciertos poéticos que pueden esperarse de un escritor experimentado, el énfasis está puesto en la ideología, en el momento de la lucha en que fueron escritos, y en las voces de los poetas populares que creó.
Su obra “no poética”, publicada e inédita, está compuesta por Miguel Mármol. Los sucesos de 1932 en El Salvador; la novela Pobrecito poeta que era yo... (escrita entre los años sesenta y 1974, publicada póstumamente en 1975), la monografía El Salvador (1963); un extraño híbrido titulado Un libro rojo para Lenin, escrito a principios de los setenta, inédito hasta 1986 y publicado por Baile del Sol en 2004, y varios textos literarios y políticos (como ¿Revolución en la revolución? y la crítica de la derecha, de 1970, acerca de la teoría del foco revolucionario planteada por Régis Debray de acuerdo con los postulados del Che Guevara).
Miguel Mármol está basado en el testimonio de un sobreviviente de la matanza de 1932, pero hay en él mucho de creación literaria, y quizá sea uno de los libros más redondos y cerrados de Dalton. Pobrecito poeta recurre a recursos poéticos para solucionar problemas narrativos, y cuenta con páginas magistrales que es necesario leer. En Un libro rojo para Lenin, escrito por convocatoria de Casa de las Américas para homenajear al luchador social ruso, utiliza todos sus recursos literarios (poesía, narrativa, ensayo, periodismo...), y recurre también a textos de otros autores para dar forma al todo. En otras palabras, un collage que hay que considerar por su estructura.
Dentro de esta producción (y alguna más), destaca Las historias prohibidas, libro excéntrico, pero talvez el que preparó durante más tiempo: desde sus épocas de estudiante universitario, cuando publicaba los materiales en El diario de hoy, aprovechando aperturas democráticas que no eran para él, hasta tres años antes de su asesinato. Él mismo calificaba el libro como “poema collage”, una forma que buscó durante años, y que cuajó plenamente en el libro que el lector tiene entre las manos.

IV
En Las historias prohibidas del Pulgarcito, Roque Dalton parte de un principio que estableció Dadá a inicios del siglo XX, con no poca ironía: todo es arte, siempre y cuando haya la intención del artista de hacer una pieza de arte. Marcel Duchamp “creó” en 1917 un orinal firmado por R. Mutt, un plomero que hacía de lo suyo un arte, y tituló aquella obra como “La fuente”. Lo único que hizo, además de firmarlo, fue voltearlo 90 grados para que se viera desde otra perspectiva. Aún se exhibe como una declaración de principios y, sobre todo, de actitud y humor.
Roque Dalton logró equivalentes literarios, a través de los fundamentos de la antipoesía de Parra, en una época en que lo de Duchamp se había sistematizado (o todo lo contrario, porque Dadá niega el sistema, no el rigor técnico) en el llamado “arte conceptual”.
En ese marco, los materiales de Historias prohibidas son considerados como poemas o como las partes de un poema mayor, en tanto la intención del autor y compilador es poética. El todo debe dejar la sensación de que se ha leído un poema, no una serie de materiales heterogéneos, ordenados de cierto modo. Como en los collages de los artistas plásticos, los fragmentos deben llegar a un resultado que vaya más allá de la simple suma de las partes, y la sensación deberá ser equivalente a la que deja una obra “original”, totalmente elaborada por el autor.
Hay un concepto que los artistas (plásticos y literarios) no siempre toman en cuenta, y que está en la intención de Dalton: el collage es una obra colectiva, en la medida en que no todas las partes son producto del “integrador”. Los materiales preceden incluso a la intención de elaborar una obra, y ésta sólo encuentra su verdadera forma cuando el artista “descubre” las relaciones que unen un fragmento con los demás. Si un principio de la poesía es plantear –o encontrar– la relación entre elementos disímiles para formar unidades coherentes (imágenes, metáforas, poemas), es en la contradicción donde se genera la sangre de la poesía.
Es en esta relación que Dalton plantea entre elementos antes inconexos donde se halla la efectividad de los materiales de las Historias prohibidas, tanto si se lo ve como un “poema collage”, como un libro en el que campea un humor a veces salvaje, a veces fino (también el humor se basa en la confrontación de elementos disímiles), o –sobre todo– una lectura alternativa de la historia oficial. Y los personajes del libro son a la vez sus autores: los conquistadores de las poblaciones autóctonas y los conquistados, los masacrados y sus asesinos, los oligarcas y los poetas “de torre de marfil”, los poetas del pueblo o los anónimos creadores de los dichos populares, nacidos (los dichos) del distanciamiento ante situaciones en las que sólo la sabiduría –producto de la resignación ante la derrota– permite seguir viviendo en la cordura.
El collage da un mayor margen de juego a Dalton en cuanto al manejo de los textos, mucho más del que podía permitirse en la indispensable rigidez de un poemario. En el collage lo importante es el producto final, y en lo disímil –o contradictorio– de los materiales, de su calidad, de su lenguaje, estriba su encanto; en un poemario –Taberna y otros lugares, para el caso– es necesario crear líneas temáticas, estilísticas, de intención: no sólo se ubica de cierto modo los materiales –que no preexisten–, sino que es necesario elaborarlos, montarlos y, si hay vacíos, llenarlos con piezas que serán asimismo originales y nuevas. El collage será más rico en tanto sea más rica la recopilación de materiales, que se filtrarán a través de los conocimientos y la experiencia del “recopilador”, y en lo que desea comunicar; el poemario tiene que ver menos con la pericia que con el trabajo de creación, la técnica acumulada y refinada a lo largo de los años y un procesamiento sistemático y minucioso de los textos.
En Las historias..., Dalton le da la forma de poemas a textos que no podrían considerarse como tales, no desde la ortodoxia (es parte del juego provocador à la Duchamp: convertir en arte algo que no lo es mediante la voluntad de alguien que es indudablemente un artista): crónicas de conquistadores, ensayos que se encontrarían más cómodos en la prosa, etcétera. También puede ser menos riguroso en la forma de textos que él mismo crea, en tanto embonen con el todo, sin que eso reste méritos ni calidad al resultado.
En suma, Las historias prohibidas del Pulgarcito es un juego, y como tal puede ser descrito, analizado y ubicado, diseccionado su autor, descifradas sus intenciones, pero sólo jugarlo dirá lo que verdaderamente es, y sólo jugándolo se disfrutará.
Bienvenido, pues, al juego. El tablero es un país muy pequeño, y una de las piezas es usted.

14 de diciembre de 2009

Comida de fin de año

Este domingo 20 de diciembre, a partir de las 12 del día, tendrá lugar el almuerzo de fin de año de La Casa del Escritor. Es de estricto traje. Me dará gusto vernos reunidos depués de mi muy personal temporada en el infierno.
Ai nos vemos, pue.

13 de diciembre de 2009

Tiempo, tiempo

2/XI/09

Han pasado casi dos meses desde las primeras dos operaciones y estoy recuperándome de la quinta.
Estoy bien, me dicen amigos, y sé que no es cierto. Estás mejor, te ves mejor que anteayer, dice Krisma con cautela, y le creo porque me veo los brazos y están milimétricamente menos flacos que hace dos días, los pellejos cuelgan quizá un poco menos en las articulaciones de los brazos y las piernas, puedo desplazarme por la cama con menos dolor y un poco de menos penuria. No estoy bien: he sobrevivido a una etapa de un proceso que será largo, o eso espero: mientras más dure el proceso, más tiempo viviré, estaré viviendo, podré hacer algunas cosas que me faltan.
Tiempo, tiempo. Todo es cuestión de tiempo, poco o mucho o ninguno, y las paradojas de la vida, por decir un lugar común. Veamos una: mi amigo Carlos Briones me llama dos días antes de internarme. Quiere platicar un rato, sin tema definido. Le digo lo que tengo, él se desconcierta, me dice que lo siente mucho y me me manda su solidaridad, su cariño, que en lo que pueda ayudar, que lo mantenga informado, etcétera. Unas semanas después Krisma me dice que Carlos murió en una operación de emergencia. El hígado y el esófago, más un paro cardio respiratorio. Todo muy súbito.
Aún no sé qué hacer con la muerte de Carlos.
Poco antes hubo otro amigo, Roberto Laínez (Carlos se llamaba también Roberto), a quien ingresaron de urgencia en un hospital de Santa Tecla para operarlo de una úlcera gástrica perforada. Salió con unos centímetros menos de estómago en unos cuantos días, y sentí tranquilidd. Me pongo en la escala y no sé qué lugar me corresponde: Roberto tendrá que comer por poquitos, Carlos ya no podrá comer y yo estoy en una cama con una sonda para orinar, una colostomía para defecar y, por el carácter de las operaciones que me han hecho, aún no puedo sentarme, ya no se diga caminar o perseguir a alguien hacia cualquier parte.
Pero estoy vivo y mejorando, ahora en un hospital dedicado a la recuperación de pacientes, el Policlínico Arce. El saldo visible, además de las veinticinco o treinta libras perdidas y apenas en proceso de recuperación, son los brazos llenos de marcas de agujas y catéteres que han metido y sacado todo tipo de líquidos de mi cuerpo (hubo uno muy bello, dorado y denso, que parecía miel; no creo que lo haya alucinado), trozos de cuerpo depilados por los jalones de espadadrapo que, sí, siempre pueden doler más y rara vez se pueden negociar con las enfermeras y enfermeros, en especial con los segundos.
Algunos días, aquí en el Policlínico Arce, los he vivido por rutina. Lo único que me ha importado de ellos ha sido que en unas horas o minutos llegaría Krisma. Otros, en especial los de insomnio, los he usado para pensar en lo que viví en el Médico Quirúrgico, y más bien para reconstruirlos. Fue todo tan confuso...
No le encuentro aún el sentido a escribir, pero intuyo que es el inicio de algo. (O el fin, pensaría en un rato sombrío.) En todo caso, es lo que sé hacer: juntar palabras, darles sentido, a veces publicarlas. Veremos.Justificar a ambos lados

10 de diciembre de 2009

Miedo

--Tengo miedo --dije, y me dio la impresión de que la voz sonó desde muy lejos, hasta muy lejos, sin eco.
A mi alrededor había sombras. No supe cuántas. Presencias. Era la segunda vez en dos días que iba al quirófano. La primera perdí el sentido antes siquiera de que me asignaran turno. No lo perdí por los medicamentos. Lo perdó porque estaba mal. Me estaba muriendo, había dicho el médico que recomendó llevarme al Hospital Médico Quirúrgico. Allí tienen lo que necesita. Llévenlo ya o se muere. Fue allí, precisamente en su consultorio, mientras explicaba el asunto, que comencé a perder la conciencia.
--Tengo miedo.
No gritaba. No creo que de lo que era en ese momento pudiera salir un grito. Tampoco lloraba. Supongo que el tono sería simplemente de miedo, que debe existir un tono de miedo cuando uno establece que tiene miedo.
--¿De qué tiene miedo? --preguntó una de las formas, en algún rincón de la izquierda.
--Tengo miedo.
--¿De qué?
Lo obvio era contestar "De morir", pero es noche podía ser la última y no estaba para obviedades.
--Necesito que me den una mano. Sólo eso. Alguien deme una mano.
Las formas se agitaron a mi alrededor.
--¿Necesita una mano?
--Tengo miedo. Sólo alguien que me dé una mano.
Había llegado a la simpleza de sentimientos que alguna vez supuse querer: si sentía miedo, que fuera sólo el miedo. Si había un modo de solucionarlo, que fuera con un apretón de manos. De no haber estad0 tan asustado, me hubiera reído del gusto.
--Mi nombre es Francisco -dijo una de las presencias--, pero aquí me llamo don Francisco.
Mierda, pensé. No aquí.
¿Qué era aquí?
Aquí era la noche. Después confirmé que, sí, la segunda operación fue de noche. No sé si estaba oscuro. Mi aquí estaba muy oscuro y sólo estaban las presencias, que de repente se convirtieron en camilleros, y eran dos. Estábamos en un pasillo, esperando.
--Sólo quiero que me den una mano --dije, pero empezaba a perderse el encanto de ese miedo tan puro, tan limpio.
--Sólo la mano de nuestro señor Jesucristo puede salvarte --dijo don Francisco, no se si en susurros o a gritos, muy cerca de mi cara--. Sólo si aceptas a Cristo en tu corazón tendrás la mano que necesitas para que el miedo se vaya para siempre.
El miedo seguía allí, y era tan fuerte como al inicio --si es que hubo un inicio--, y aquel idiota lo hacía peor ofreciéndome la vida eterna unos minutos antes de una operación que serviría para apenas salvar el pellejo. Me lo merecía por pedir lo que necesitaba en el peor momento que podía recordar. (No podía recordar casi nada, es cierto. Yo también era apenas otra presencia.)
El camillero siguió con un rollo que he oído tantas veces que me deja sin palabras cuando me lo endilgan en la calle o en el autobús. Junto con mi miedo siguió la idea necia de que alguien debía darme la mano, frustrada por aquel predicador de ocasión. Perdí la noción de todo otra vez y, zaz, supe que estaba rodeado de otra gente.
--Tengo miedo --intenté de nuevo, y seguía siendo cierto, y era más cierto porque se acercaba el segundo exacto en que se clavaría la navaja.
Las presencias eran más y no reaccionaron del mismo modo que las anteriores. Eran otras.
--Por favor, que alguien me dé una mano.
Hubo una pausa muy breve en lo que hacían y hablaban entre ellos, y una voz que se distinguió con claridad administrativa dijo:
--Estamos preparando la anestesia. Le vamos a poner una raquídea. También lo vamos a sedar un poco. ¿Sabe cómo funciona la raquídea?
La presencia siguió hablando y en medio del miedo recordé la frase de Ángel Bascopé, médico anestesiólogo, hermano de René Bascopé, mi amigo boliviano muerto: "El trabajo de un anestesiólogo no es dormir a una persona, sino hacer que despierte."
También dentro del quirófano había oscuridad. Ahora sé que estaría llena de luces, pero mis ojos funcionaban de otro modo.
Y de pronto llegó la Gran Presencia. Supe que el cirujano había entrado, listo para lo suyo, para lo mío y para lo de todos en ese show de tijeras.
--¿Cirujano? ¿Está allí? --alcancé a decir, ya cansado.
--Aquí estoy --respondió su voz más allá de las demás voces y presencias.
--¿Me garantiza que me va a traer vivo de regreso?
--¡Sí, hombre! ¡Por supuesto que sí! --y fue la voz de un hombre común y corriente la que contestó, y era la que yo esperaba para estar tranquilo.
--Gracias --le dije.
La vida se perdió durante los siguientes días.

9 de diciembre de 2009

Por qué no me muero

Algunos de mis estúpidos favoritos (machos y hembras) me preguntan de tarde en tarde que por qué no me muero, que si ya me morí y cosas por el estilo. Poco original, pero tampoco tenía una respuesta adecuada, y lo único que hacía era no publicar sus comentarios.
Hace tres meses exactos me hicieron dos operaciones de emergencia; si no me las hacían, me moriría en un plazo de tres a cinco días, así de simple. Las operaciones en sí mismas fueron complicadas; se trataba de una enfermedad en la que muere el cincuenta por ciento de los afectados.
Tuve lo que un médico llamó "convalecencia grave", con oxígeno las veinticuatro horas, conectado a aparatos elecrónicos, y el atril de los sueros parecía un arbolito de navidad, además de un tratamiento intensivo para combatir la enfermedad. Fue un muy doloroso periodo en el cual, me dicen, mi estado de ánimo fue decisivo. Si dejo que las pilas se bajen, simplemente me muero. Y lo mismo en el periodo posterior, que incluyó tres operaciones más y unos interesantes injertos de piel. (Puedo enseñarle mi pierna fileteada a quien lo desee previo pago de un dólar. Si desea tocar, la cuota sube a uno con cincuenta.) Siempre estuvo latente el peligro de una infección mayor. Hasta la fecha, mucho ha dependido de mi voluntad de viivir y de mejorar.
Y ahora ya tengo una respuesta para mis estúpidos: no me muero porque no se me ronca la gana, así de simple. Cuando cambie de opinión, lo leerán en los periódicos.
Estoy, pues, de regreso y a las órdenes de mis pocos pero muy queridos lectores.