28 de diciembre de 2008

De plumas y panzas

El asunto es simple, aunque no lo parezca, y aunque en realidad parezca trivial, y quizá lo sea, pero en asuntos de escritores es mejor no meterse mucho. Por el bien de los escritores; ya ven cómo son de sensibles y pueden reaccionar ante las burlas y las miradas de "qué raro es este güey", en general, con frases
a) Solemnes.
b) Estúpidas.
c) Racionales (las peores).
d) Simples explicaciones que nadie les pidió.
e) Cosas hirientes, que pueden llegar a la violencia según el tamaño de la afrenta o según se vaya calentando la situación.
f) Del estilo "voy al baño" o "¿no quieres otro vaso de coca?" (mis favoritas).
g) Una mezcla o una secuencia --no en ese orden-- de todas las anteriores.
(Sin nada que ver: estoy oyendo en el nuevo celular los conciertos para oboe de Albinoni. ¡Qué delicia! El celular no está mal. Saqué un plan de ésos pospago con un Nokia Nosecuántos, al que le caben 2 gigas de cosas con la tarjeta micro SD que trae, y hasta 4 u 8 con la que uno puede comprar. Toma fotos decentes, en especial si es de día --las del hotel de Costa Rica, la de Sebastián y de mi sobrino las tomé con él-- y sirve para hablar por teléfono, que es para lo que menos lo he usado. Bueno, sí, usé el roaming y la larga distancia instantánea desde Costa Rica. Es carísimo. El caso es que estoy feliz oyendo a Albinoni, y el sonido es casi tan bueno como el de un minidisk. Y apenas se nota, a menos que uno traiga los auriculares y el micrófono puestos, un excelente imán para ladrones y metiches. El cambio lo hice porque el anterior, un VeryKool bonito, tenía serios problemas. Por ejemplo, con unas 10 canciones que uno reproduzca empieza a bajarse la pila seriamente (en el actual puede durar hasta tres días oyendo música a buen ritmo), la ranura para la micro SD se abre y hay que estar metiendo o ajustando la dichosa tarjetita; ahora mismo la he extraviado en algún lugar de mi maletín. Además, me aburre eso de cambiar de número cada vez que pierdo el fono o me lo roban, que han sido como cinco veces en unos seis años. Así que tengo el nuevo fono, está asegurado contra robo o descompostura y el número es mío per secula culorum, Salarrué dixit.)

Pues bien, de regreso al tema, a lo poco que llevaba del cuarto texto del libro que estoy escribiendo le receté un tachón bastante... uh... definitivo, porque así no iba. La primera frase es buena, y la voy a usar en el propio cuarto texto, pero no va en ese lugar. Y antes de lo que escribi había que dar un montón de explicaciones, dar vueltas, mover al personaje central para que se sintiera cómodo --incómodo, en realidad-- en su nuevo entorno --hay un nuevo entorno, que en realidad es viejo, pero eso es otro cuento-- y lo peor: me di cuenta de que el cuarto texto está escrito en varias partes del cuaderno principal. Hay anotaciones, frases, fragmentos, en varias páginas, que debo copiar y modificar para que ajuste lo que debe ajustarse. Eso se puede hacer en el mismo cuaderno, pero qué pereza estar buscando páginas y notas y luego regresar a la página en la que estoy escribiendo, y más porque debía empezar en página par, y ya se sabe que incómodas son para esos menesteres. (No sé para los zurdos. Para los diestros puede ser estresante trabajar con las páginas izquierdas, yo sé lo que les digo, que por algo de niño traté de ser ambidiestro.)
Así que habilité una libretita de las que recién compré, pequeña pero de formato secretarial; tiene rayas bastante separadas, como se puede ver, así que calculo que el cuarto texto la va a llenar, o casi, con anotaciones y correcciones incluidas. Y si no, pos no; ya quedarán hojas vacías para hacer avioncitos o anotar teléfonos.
No supe dónde dejé los lentes redondos, así que saqué los de repuesto, que tienen la misma graduación; mandé a ponérsela precisamente después de una mañana en que perdí los anteojos y no podía leer ni siquiera las letras del celular, que son de buen tamaño. Eso sí, los redondos se hacen oscuros con el sol y están más guapos, y son más angostos, así que no me mareo tanto cuando estoy en territorio abierto; los que han usado multifocales saben a lo que me refiero. Los que no, ya lo averiguarán, y créanme: son peores los bifocales, aunque se acostumbre uno más rápido.
Como sea, estoy escribiendo el cuarto texto en tinta azul, con la nueva Parker 45 que me compré en Costa Rica y, sí, aún falta domarla, pero es parte del encanto. Más que encontrarle el ángulo, hay que enseñárselo, ampliarlo, hacer que casi escriba sola, que es una de las maravillas de las plumas fuentes: uno las hace a su modo, como las computadoras y como los viejos Volkswagen. (Tuve uno que casi sólo yo podía usar. Mañoso, el maldito, y ay de aquél que quisiera cambiar de segunda a primera o tratara de dar un viraje brusco a la derecha, sin contar con el arranque y algunas maniobras para frenar con motor. Era modelo 1975. Hubo que venderlo en 1993 o 1994. Eso sí, le cambié el sistema eléctrico, la amortiguación y la dirección, y ni siquiera mi Vaio --que entre muchas otras cosas es verde-- ha sido tan personal como ese vochito.)
Estuve leyendo acerca de las Parker 45 y más de alguno se sentiría... uh... no sé, minimizado. En rigor es uno de los primeros modelos baratos de la Parker, que tiene plumas fuente de oro sólido, plata y hasta con cosas de platino y piedras preciosas. Era una versión affordable de la Parker 51, y la hermana muy pobre de, digamos, la Parker 75, sin contar con los modelos más recientes. No sé si las Parker lleguen a los precios de las Mont Blanc más caras --no lo creo--, pero no son lo más cercano a los lapiceros Bic.
La primera que tuve costaba 15 colones, que en ese entonces eran seis dólares. Ahora las 45 "clásicas" --como la que compré: color negro o azul muy oscuro, capuchón de latón, etc.-- andan en alrededor de 50 dólares; la conmemorativa de 1965 que compré hace tres años y medio me salió un poco más cara porque... bueno... era conmemorativa, con los mismos materiales y colores y todo.
Hay plumas Parker desde 8 o 10 dólares --de los actuales--, y por allí, como ya conté, tengo una que me costó 15. Lo siento: demasiado de plástico. Escribe bien, pero es desbalanceada, y el encanto de una buena pluma es el balance. La Mont Blanc Mozart que tengo por allí es de verdad un exceso: se pierde en la mano no sólo porque es pequeñita, sino también porque el peso y el balance son los adecuados. Y tiene una punta que es una delicia. Cuando logre comprarle el capuchón (que cuesta casi lo que cuatro Parker 45 clásicas) hablaré más de ella; ahora nomás me da tristeza.
Y, además, es un asunto de recuerdos. Aprendí a escribir "en serio" con una Sheaffer (costaba tres colones con cincuenta centavos, o sea un dólar con cuarenta de la época), y después pasé a la Parker 45, y no me moví de allí en años. Y estoy de regreso en ella. La Sheaffer que compré hace poco no está nada mal tampoco. Y, no, no puedo resistir la tentación de ponerme a escribir con la anterior Parker 45; aunque ya está viejita, a veces gotea y no siempre es constante en la escritura, me parece que manejo mi viejo Volkswagen, el que sólo yo conocía, y que sólo a mí me aceptaba para andar por aquellas calles de Dios. (En realidad del Partido de la Revolución Democrática, que es el que gobierna el Distrito Federal.)

Y, a petición de Aldebarán (Cuyo Nombre Verdadero Se Mide En Grados Kelvin), pongo aquí un acercamiento del nuevo miembro de la familia de mis plumas.
(Para los que no saben: los cuadernos y la pluma están en el piso porque es el lugar donde escribo con más comodidad, tirado boca abajo. Si tienen alguna pregunta, lean antes la primera parte de este post.)
Y a ver Saturday Night Live.

24 de diciembre de 2008

Algunos diciembres

Algunas de las fotos que mi hermana encontró entre las cosas de mi madre.

Diciembre de 1959, o sea que tendría cuatro meses de edad. La foto está dedicada a la abuela Carmen, pero obviamente mi madre no se la llegó a dar; se llevaban bastante mal por esas fechas (y por otras posteriores). O en una de ésas mi padre la recuperó cuando murió la abuela, aunque lo dudo; la tía Corina se quedó con sus cosas y no ha querido soltar fotos ni para escanearlas. Ni para que las vea, vaya.

Diciembre de 1960, el día 12, si uno es perspicaz y se guía por las pistas. Detestaba que me disfrazaran los 12 de diciembre, y parece que fue desde muuuy pequeño. También detestaba que me tomaran fotos, y hasta el momento no es de mis cosas favoritas.
(Ponerle bigotes a un niño de un año, por piedad...)

Diciembre de 1961. Hay otra en la que estoy parado frente al Santaclós. Mi expresión es exactamente la misma, pero tengo otro juguete en las manos. Seguro que sólo lo tuve para la foto.

Diciembre de 1983. He tratado desesperadamente de acordarme del nombre del cuate que aparece hasta la izquierda, pero nada. Sé que era secretario de redacción del periódico El día. De los demás, casi todos somos de la sección internacional de ese periódico, y yo --sí, el segundo de izquierda a derecha-- era el jefe desde agosto anterior, poco más o menos. Arriba, siguen Ángel Fosado, Alejandro Juárez (quien después trabajaría en comunicaciones para la Comisión de Derechos Humanos del DF, y después para la Comisión Nacional), Antonio Helguera (ahora un cartonista excepcional; en ese entonces ya era muy bueno, estaba recién estrenado en el periódico y tenía como 18 años), Víctor Juárez y Cuauhtémoc Morgado. Abajo, Claudia Serratos, que escribía algunos comentarios políticos, y Rubén Montedónico. Faltan un montón, porque éramos como 15: Edith Ferreira (la subjefa), Sandra Luz Hernández, María Eugenia Torres, que se hacían cargo de Centro y Sudamérica; Terpsícore Zacarías Capistrán, Gerardo Ochoa, Elizabeth Rangel (escribía 130 palabras por minuto en una máquina Olympia de las grandotas; impresionante), Carlos y Joel, que cortaban los cables... Después entrarían otros, como Arturo Salinas, Jorge Jufresa y qué sé yo.
Y, no, no me vestía así usualmente. Ese día tenía una cena en casa de la directora del diario, Socorro Díaz Palacios, junto con los demás jefes de sección, y ella misma me había mandado a regalar el jersey que traigo puesto. Cuando salí de su casa, a eso de las dos de la mañana, estaba a tres grados bajo cero y no llevaba otra cosa con qué taparme. Y tardé como una hora en conseguir taxi. Quizá fueron diez minutos, pero igual pareció que era una hora muy larga. (Los aros de los lentes todavía los tengo por allí.)

Principios de diciembre de 1986. Por esas fechas conocí a Thierry Davo. (Tengo la foto registrada como de 1987. Para entonces ya había nacido Eunice y vivíamos en otra parte, y no dormía en un colchón ni pegaba así las cosas en las paredes). El cuadro amarillo es una tinta de Miguel Antonio Bonilla, de las épocas en que empezaba a vender sus obras, cuando vivía en la Sierra Norte de Puebla. Ese cuadro --y otro-- está en casa de mi hija, si no me equivoco.
Ah: durante años (digamos de 1985 a 1998) usé sudaderas en otoño e invierno, y a veces en primavera y verano. Comodísimas para trabajar por las madrugadas. Casi todas eran grises, de diferentes tonos, y una azul claro que no duró mucho. Y tenía DOS de Mickey Mouse, que me duraron... híjole... hasta que ya fue imposible ocultar los desgarrones en los codos y las canas de Mickey. La que tengo en la foto la habré tirado por allí de 1994 o 1995.

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Otras cosas que compré en Costa Rica y se me olvidó poner ayer:
  • Tres libros de Borges: El Aleph, La memoria de Shakespeare y el primer tomo de su poesía en la Biblioteca Borges, donde vienen Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín. Los de su poesía no son los que más me gustan, pero son los que pertenecen a esa cosa rara llamada "ultraísmo". En lo personal me quedo con el "creacionismo" de Huidobro, pero la adjetivación de Borges siempre será portentosa.
  • Uno que se llama Grandes amores de la mitología griega. Cada cosa que hacían los dioses...
  • Dos botes de tinta Quink para las plumas fuente, uno azul y uno negro.
  • Un tubo de pasta de dientes, porque se me olvidó llevar.

23 de diciembre de 2008

Visita rápida a Costa Rica



San José desde la puerta de mi hotel.

Ana y Mauricio, mis hermanos, dentro del hotel. Hoy no puse "San José desde mi ventana" porque desde esa ventana --la única del cuarto-- sólo se ve una pared. Eso sí, con patiecito y todo.

Diego, mi sobrino, hijo de Ana.

Sebastián Vaquerano, desde luego.

Y mis padres, que después de ocho años pasarán juntos una navidad.

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¿Que por qué el viaje a Costa Rica? Cosas de familia, pue. Entre otras, aquí tengo el acta de defunción de mi madre y algunas fotos que mi hermana encontró en sus álbumes. No ha buscado a fondo, pero seguro que aparecerán más. (Ya pondré algunas.)
Compras importantes:
  • Un montón de cuadernos alemanes como el que estoy usando ahora (antes había puesto que eran ingleses, y no: son alemanes) de diferentes tamaños, algunos con rayas, algunos no. Varios son para Krisma, hay uno especial para Eunice y otros son encargos.
  • ¡Una Parker 45, en versión de los años cincuenta! Le he puesto tinta azul. Se me antojó para ponerle tinta azul. Hay que domarla, porque ya ven cómo son las plumas fuente, pero se escribe rico con ella. La Sheaffer seguirá con tinta negra.
  • Un gato de madera para Krisma. Ya lo pondrá en su blog.
  • La poesía de Bukowsky.
  • They shoot horses, don't they?, de Horace McCoy.
  • Unos discos de reggae y calipso costarricense.
  • Toneladas de plumones de colores para Valeria, junto con algunos libros de colorear y un megalibro de cuentos. (En cada viaje le compro un megalibro de cuentos.)
  • Unos suéteres, una blusa (verde, claro) y una bufanda ligera para Krisma.
  • Una chamarra para mí. Me hice el valiente --en realidad se me olvidó-- y no llevé nada para el frío. De pronto se puso verdaderamente helado y mi hermana me llevó a un centro comercial, donde compré la chamarra, en la primera tienda de ropa que se me atravesó. Antes, para que rindiera la compra, nos echamos unos helados Haagen Dazs en la entrada del centro comercial.
  • Un montón de cigarros Lucky Strike y Camel en las tiendas libres.
  • La trilogía de The Lord of the Rings, en versión extendida.
  • Un paquete de etiquetas azules, de papel. (Si, son pinches etiquetas, como para identificar lo que hay dentro de fólders o cuadernos o lo que sea.)
  • Dos paquetes de café Britt.
  • Dulces de macadamia.
  • Una maleta para todo lo anterior. Llevaba una pequeñita sólo para la ropa.
Ya sé que a nadie le importa lo que he comprado, pero es 23 de diciembre, y es lo más interesante que se me ocurre escribir en este 23 de diciembre en particular.
Y, para hacer más frívolo el asunto, voy por unas palomitas de maíz con mantequilla extra. Con su permiso.

14 de diciembre de 2008

Almuerzo de fin de año de La Casa

Día domingo 21 de diciembre, a las 12 del día, en la misma Casa del Escritor de siempre, por supuesto de estricto traje. Por favor avísenles a los compañeros que no tengan internet. Traigan comida, que es de lo que siempre falta un poco, además de gaseosas, pan y algún postre. Krisma y yo ponemos lo de siempre.

12 de diciembre de 2008

Dos fotos

Y de seguro en Jerusalén habrá una venta de falafel que se llame Panchimalco.

Una de Krisma y Vale en el Parque Balboa.

10 de diciembre de 2008

El objetivo nunca se alcanza y, si se alcanza, algo anda mal

Uno empieza a escribir un texto más o menos por intuición. Después de cierto tiempo de reflexión, alguna idea, una chispa, algo, hace que uno escriba algunas líneas o párrafos que no sabe muy bien qué son ni para dónde van. Un poco más de reflexión, un poco más de darle a la pluma, y uno es capaz de ver el panorama general del texto, y se traza un objetivo, es decir: el texto empieza por aquí, debe llegar allá, y ya veremos qué pasa en el ínterin para llegar de aquí a allá.
Uno debe tener claro, también, que, aunque el objetivo sea de lo más lógico, nunca se alcanzará. Nunca. Y que si uno lo alcanza, salvo excepciones que no hacen regla, es porque algo falló en alguna parte.
Me explico. Al escribir un texto, los personajes plantean sus propias condiciones; los hechos no siempre son como uno quisiera, ni funcionan como deberían, y hay momentos de quiebre en los que debe tomarse una decisión que cambiará las reglas del juego. Por ejemplo, siempre se llegará a la encrucijada en la que uno debe escoger entre A y B, y suena sencillo: una de dos. Pero en general escoger entre A y B llevará a situaciones previsibles, que restarán tensión e interés al relato. Así que, entre A y B, uno debe escoger C. Siempre. Lo malo es que nunca es obvio dónde se encuentra C, y hay otro montón de letras en el alfabeto. Escoger C llevará a reacomodar todo lo demás, y con ello cambiará el objetivo. La tendencia que he observado es obligar al texto a que lleve al mismo objetivo aunque haya cambiado el rumbo de la historia, y allí es donde los personajes se mueren, las situaciones se vuelven forzadas o banales, las tramas se enredan --o peor: se desenredan-- y lo que quedó fue... bueno... un texto sin mucho interés.
Decirlo es fácil. Lo difícil es experimentarlo, y además experimentarlo en cada texto que se escribe. Llega un momento en que uno está harto de ajustar las cosas para que apunten hacia el objetivo final. Y el objetivo final sólo se conoce cuando uno ha llegado a él.
En otras palabras: uno realmente empieza a entender el texto, e incluso a escribirlo, cuando ya lo ha terminado, o cuando tiene una primera versión en la que está lo más básico, las líneas generales, el grosso modo.
Aquí, por ejemplo, está el primer borrador del tercer cuento del libro que estoy escribiendo. Sí, ya sé que no se lee nada, pero es lo de menos.
Antes que nada, escribí el relato a mano, en el cuaderno. Corregí las cosas más obvias, pasé a máquina, corregí un poco más y listo, llegué a la primera versión trabajable.

Como se ve, en las primeras páginas hay casi tantas cosas escritas a máquina como correcciones a mano. Eso se debe a que ya terminé el texto preliminar: sé para dónde voy, en qué termina, cómo quedan los personajes, etc. Lo he ido descubriendo a medida que escribo, y de repente llego a un punto en el que digo: "¡Ah! Aquí pasó tal cosa. Cuando regrese a la página dos lo voy a añadir, pero hay que prepararlo con una frase en la página uno. Y cuando llegue a la última voy a escribir tal cosa para justificar todo y que quede bien cerradito."
Pero hay más. De repente el personaje ha hecho o dicho algo que uno tenía previsto, y unas páginas más adelante se contradice. Y viene la decisión: ¿lo arreglo para que no haya contradicción? ¿Escojo lo que dijo primero o lo que dijo después? En ambos casos tendrá consecuencias sobre todo el texto. Y viene la solución C: ¿y si dejo la contradicción, pero de algún modo la hago coherente, que esa contradicción sea un punto de ruptura, una pista, un modo de mostrar algo oculto del personaje, etcétera?

Además uno va aprendiendo la lógica del texto a medida que escribe, y no sólo va depurando los personajes y la historia, sino también el lenguaje, ciertos giros, y al regresar al inicio del texto tiene que "ecualizar" el registro (o sea el universo de palabras y el tipo de frases que usará en ese texto en particular).
En mi caso, hay cosas que ni siquiera escribo. ¿Ven allá arriba una nota en color? Allí hace falta una transición entre una escena y otra. En el momento no tenía mucha idea de cómo hacerla, pero era obvio que se trataba de un rollo técnico, que no cambiaría nada esencial. Sólo era asunto de hacer que algo pasara de cierto modo para que siguiera la acción del modo en que los personajes necesitaban que siguiera. Así que lo dejé para después --ese "después" fue anteayer: me fui a un café a trabajar el texto, aprovechando mi descanso-- y me puse a escribir cosas más importantes. Además era algo de urgencia: si esperaba que llegaran las palabras y los hechos de la transición, seguro se me olvidaba lo que seguía.

Aquí está la transición de la que hablaba, escrita en la parte trasera del cuaderno. (Los añadidos los hago escribiendo de atrás hacia delante. Las páginas las "numero" en letras mayúsculas, y en minúsculas pongo las llamadas del texto hacia esas notas.) La página del centro es la página A, la de la izquierda es la B, y el añadido va escrito en ese orden. De pronto hubo cosas que me faltaron en la página central y las escribí en la de la derecha, que por algo había dejado en blanco.

Y aquí las correcciones y anotaciones son muchas menos: para ese momento ya sabía todo lo del texto, para dónde iba, y más o menos cómo ajustar todo lo anterior.
Y viene el pero: se trata apenas de un primer borrador. Al revisar nuevamente voy a encontrar cosas nuevas, por ejemplo frases que me llevarán a ciertas características del personaje, otras contradicciones, torpezas, cosas que quedarían mejor su escogiera D en lugar de C, resoluciones fáciles que debo ajustar, etcétera. Y peor todavía: el objetivo es escribir un volumen de relatos en los cuales el personaje central es el mismo, y la acción transcurre en no más de un día, de preferencia en unas doce o dieciocho horas. O sea que lo que cambie en un texto modificará los demás, y la unidad.
Llevo los borradores completos de tres textos. Voy por la tercera versión del primero, por la segunda del segundo y por la primera del tercero. Llevo algunas páginas y notas del cuarto texto; aún debo resolver algunas situaciones y ver cómo empalmarlas con los textos cinco y seis (de los que tengo ideas vagas), y cómo llegar al objetivo que en principio me he trazado para el libro completo. Un desmadre, pues.
Me parece que este tercer texto puede ser el eje de todo lo demás, es decir: allí están ya bien pintados los personajes, ya están claras las historias, las relaciones entre personajes son sólidas (literariamente hablando) y qué sé yo. He empezado, pues, a reajustar el primer texto, y en los siguientes días seguiré con el segundo y avanzaré en el cuarto. Me tienta escribir el último de una vez, que en principio sería el sexto, aunque igual debo aumentar uno para que quepa todo lo que falta. Ya veremos.
Y cierro con una frase que oí en un "capítulo perdido" de Babylon 5, cuando ya había dejado de hacerse la serie:

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Hay algo que no se me olvida: este libro estoy escribiéndolo, en buena medida, porque hubo un momento en que me trabé en la novela de ciencia ficción que comencé hace poco más de un año. Hay lógicas y... uh... mecánicas que necesito aprender, ciertos modos de narrar con los que no estoy familiarizado. Creo que algunos ya los resolví. Por ejemplo, estaba complejizando un par de asuntos que pueden resolverse de manera más sencilla. Lo mismo de antes: decirlo es fácil; lo jodido es llegar a entenderlo y, sobre todo, a hacerlo. La idea surgió de una escena de Trece en la que había situaciones que no están y quería saber, y estoy averiguándolas.
Y un comercial: me dicen que la próxima semana a más tardar estará Trece en las librerías. No es porque esté yo presente, pero de verdad que me quedó bien. Y Tiempos de locura sigue vendiéndose en las farmacias Las Américas. Así que ya saben, para la próxima vez que deban comprar su Colitrán o el jarabe para la tos, llévense su ejemplar.

9 de diciembre de 2008

Demanda a Raúl Figueroa Sarti por una foto y, en serio, las cosas no fueron así

Me envían una nota de Guatemala en la que se habla de un caso que ya me había comentado Raúl Figueroa Sarti, director de F&G Editores. Se trata de la foto que usó para la portada de mi libro Cualquier forma de morir, por la cual el autor --de la foto-- reclama ahora no sé cuánto dinero y ha puesto una demanda que me desconcierta, porque no sólo le pagaron su trabajo, según entiendo, sino porque además puede meter al bote a Raúl, y de hecho se habla de arresto domiciliario.


Según recuerdo, al día siguiente de la presentación del libro, fui a las oficinas de F&G a firmar libros para los compañeros que trabajan con Raúl, y en eso llegó el fotógrafo. (Si me lo ponen en rueda de reconocimiento la regaría de a feo; soy un pésimo fisonomista. Pero Raúl me lo presentó como el fotógrafo y él dijo que sí, que él era, así que estoy seguro de que hablé con el fotógrafo.) Estuvimos conversando bastante animados y me contó algo de la historia del perro del cual había tomado la foto. Ya estaba viejo, le hacían falta los dientes, estaba fuera de una tienda, una ferretería o algo. En una de ésas el perro hizo cierto gesto y le tomó la foto, se la mostró a Raúl y Raúl la escogió para la portada. Algo hablé en varios posts acerca de la portada, y en uno de ellos hasta puse varias de las que se habían barajado:


Lo que recuerdo es que el fotógrafo estaba contento con la publicación de la foto, platicó un buen rato con Raúl y conmigo y nos la pasamos padre. Hace como un año fue que Raúl me habló de que le habían puesto la demanda, y parecía que no habría problema, pero lo hay, y no entiendo por qué, aunque parece obvio.
Le estoy escribiendo a Raúl para decirle que, si hace falta, voy a Guatemala y puedo declarar lo que recuerde de esa ocasión, que es poco, pero es. Lo fuerte es que no sé qué vaya a ganar el fotógrafo: si obliga a Raúl a que le pague --todo es posible--, quiero ver al guapo que se atreva después a pedirle algún trabajo; yo no me arriesgaría a que me cambiara las reglas del juego y me clavara una demanda.
Ah: el autor de la foto se llama Mardo Escobar, según consta en la página legal del libro.
Va la nota.

¿Justicia o extorsión para Raúl Figueroa Sarti?
Jaime Barrios Carrillo

¿A dónde iremos a parar? Me dice indignada una amiga escritora, comentando el caso de extorsión al conocido editor Raúl Figueroa Sarti. La impunidad estructural que vivimos se expresa en todos los níveles. La lucha contra las ascendentes dosis de estupidez “jurìdica” resulta un deber ciudadano.
Hace unos años, Figueroa Sarti publicò unos cuentos de un autor desconocido y que paradójicamente ahora trabaja en los Tribunales. En el 2006 este “escritor” se apareció en las oficinas de F & G Editores, para mostrar unas fotos que él había tomado en el barrio de El Gallito y que serían parte de una exposición. Entre las fotos, Figueroa Sarti consideró que una podría usarse para la portada de un libro. Raúl le solicitó la autorización para usarla y el escritor, y empleado de Tribunales, se puso muy contento de ver publicada su foto, no siendo él fotográfo. El libro fue presentado en 2007 (el autor es salvadoreño). Un día después de la presentación, el “fotógrafo” estuvo en la oficina de F&G Editores, en donde estaba el autor del libro con la foto en portada, quien le autografió un ejemplar del mismo al susodicho “escritor-fotógrafo y empleado de Tribunales”.
A finales del 2007 Raúl recibió, con gran sorpresa, una citación del Ministerio Público. El “fotógrafo” lo había denunciado por el uso sin su autorización de la foto. En su alegato indicaba que se había enterado del uso de su foto cuando había comprado el libro en una librería. Se le había olvidado que en F&G Editores, había firmado en el mes de enero una nota de envío por recibo de ejemplares del libro. Su reclamo ante la justicia es de 60 mil quetzales.
El abogado del “fotógrafo” ha insistido en que el delito “cometido” por Raúl, tiene una pena de cinco años de carcel y multa de 50 mil a medio millón. Y exige: o se pagan 60 mil quetzales o el editor Figueroa Sarti se va al bote.
A pesar de que el “fotógrafo” reconoció que había autorizado verbalmente el uso de la foto, el fiscal del Ministerio Público dio trámite a la denuncia. A principios de este mes fue citado Raúl Figueroa Sarti a “declarar” ante juez que, pese a la debilidad de la denuncia, resolvió darle al fiscal seis meses para investigar el caso y dictó “arresto domiciliario” en contra de Figueroa Sarti
La falta de justicia y la impunidad campeante, no se deben sólo a falta de recursos materiales, sino a las carencias éticas de los “licenciados licenciosos” y de los criminales encubiertos. Es necesario comenzar a fiscalizar a los fiscales, juzgar ciudadanamente a los jueces y cuestionar todo aquello que se presente como distorsión, falta de equidad e incapacidad jurìdica. No por las manzanas podridas se debe condenar a todos los abogados. Pero por la ética profesional y el profesionalismo y la efectividad del sistema de justicia, es necesario que las extorsiones y la corrupción legalista (al peor estilo estradacabrerista), se denuncien por todos los medios. El que calla, otorga.

3 de diciembre de 2008

Escáner nuevo

El escáner ya está viejito, y lento, y los colores comienzan a fallar un poco. Nada que un photoshopazo no arregle, pero siete años son siete años, y supuse que debía haber algo un poco mejor.
En una de esas tardes en que a uno le gusta sentirse humano, fui y me compré un escáner sencillito y barato, con interfaz USB (el otro es paralelo), que además funcionara con la Vaio verde y, sí, con la Aspire One de Krisma. (¡Es una joyita la Aspire One, que entre otras cosas es azul).
Así que me he puesto a escanear portadas de libros (como la del post anterior y las de otros que pondré después) y algunas fotos que me pareció que podía poner.

Por ejemplo ésta, de mi abuela con mi madre y su hermano, el tío Mauricio, tomada en Xochimilco. Esto es por allí de 1950; mi madre tendrá 15 años y el tío, aunque no lo parezca, entre 13 y 14. Nótese que al pie de la foro dice MEGICO. La abuela aprendió a leer y escribir a escondidas de la tía Concha, su... uh... tutora. Sus hermanos Lico y Leo le enseñaron las primeras letras y las primeras cuentas. Después trabajó mucho y se dedicó a recorrer el mundo, qué carajos.

Ésta es de la "fiesta rosa" de mi madre, con el abuelo Miguel presentándola o lo que se haga en esos casos.

Ésta es una foto que me gusta de la abuela Mina. No sé cuándo se la habrán tomado ni nada; nomás me gusta.

Otra foto escaneada, mucho más acá en el tiempo. Está tomada en el Gran Cañón, en Arizona, a mediados de 1999, después de un congreso de académicos y un encuentro de escritores.

Y ésta no es escaneada, pero había que ponerla. El de la izquierda es mi tío --¡sí, mi tío!-- Miguel Ochoa, hijo del abuelo Miguel y hermano de mi mamá. Es poco más de dos años menor que yo; su mamá, Lila Romero, fue la segunda esposa del abuelo Miguel. Y hay un hermano menor, Eduardo, nueve años más chico que yo. Allí estamos con Eunice, desde luego, en el negocio de Miguel. Le encanran los celulares y, lana aparte, se divierte comerciando con ellos.
Y tará.

2 de diciembre de 2008

Si muero lejos de ti

Si hay algo con lo que un mexicano puede ponerse a llorar, si lo agarran destanteado, es la "Canción Mixteca". No hace falta tener un par de tragos dentro, sufrir de una cruda grado 10.5 ni --peor aún-- estar sobrio. Más de un macho calado ha soltado más de una lágrima con aquello de "México lindo y querido, / si muero lejos de ti, / que digan que estoy dormido / y que me traigan aquí..."
El autor de la Canción Mixteca es José López Alavés. Para mayores datos biográficos, buscar en su página oficial.
Lo bonito e interesante es que su nieto, Raúl Campos López, se ha lanzado al proyecto de recopilar las obras de López Alavés, con el patrocinio de la Secretaría de Cultura de Oaxaca, CONACULTA y la Fundación Alfredo Harp Helú, también de Oaxaca. Y más aún: la investigación y transcripción de las obras las está haciendo junto con Rafael Eduardo Menjívar Mérida, mi hijo, como consta en la página de los créditos.

La vieja manía de hacer libros, pues. Ahora están trabajando en el tomo que sigue.
Otra cosa interesante es que Raúl y Eduardo no se dedican a la música --digamos-- popular mexicana, vernácula o como se quiera llamar, sino al jazz. Ya deben tener unos diez años trabajando en eso. Igual la música es la música, el trabajo es el trabajo y, en serio, la "Canción Mixteca" es peligrosísima para el estado de ánimo, si uno no se cuida.
Felicidades para ambos, y un gran orgullo para mí.