11 de abril de 2010

El yo poético

A veces resulta un tanto tedioso leer poesía, así esté muy bien escrita y tenga profundidad, pasión y todas esas cosas que --se supone-- la caracterizan. El problema está, usualmente, en que el poeta se coloca entre el texto y el lector como una especie de guía y trata de dejar en claro que "eso" le sucede a él (o ella), le pasó a ella (o él) o es producto estrictamente suyo (aquí no cabe poner "suya", perdonarán la incorrección política).
En otras palabras, el o la poeta hacen todo lo posible para aparecer en primer plano como los receptores primarios y transmisores directos de emociones, ideas, percepciones, etcétera, para la gente, para los que no funcionan así, para quienes no logran ver el mundo en toda su plurivalencia o como se quiera decir.
Whitman es el caso más claro del poeta emocionado que ve y enumera y califica y relaciona cosas sin ponerse demasiados filtros a sí mismo; mucho más elaborado, encontramos a su hijo directo, Neruda quien, quiéralo o no, pasó por las garras de Huidobro, que es otra historia. Borges decía en alguna parte --¡decía tantas cosas en tantas partes!-- que le parecía que Whitman y Neruda se sentían obligados a emocionarse por cuanta cosa vieran o pensaran; su escritura, así, en algún momento se volvía mecánica, y hasta me arriesgaría a decir que previsible. Basta con leer sólo algunas páginas de Hojas de hierba o alguna de las Residencias para ver que es cierto, y cada quién con sus gustos, que no es de eso que estamos hablando.
El poeta concebido como un ser de sensibilidad especial, que se coloca como el eje de su obra, puede provocar serios bostezos, si no es que indiferencia. En realidad todos vemos lo mismo, aunque lo procesemos de diferente manera, y no es un tipo igual a nosotros el que nos va a dar la revelación que esperamos; a lo sumo nos dará una lista de cosas que ya sabíamos, eso sí, quizá hasta muy bien escritas.
Como en la narrativa --digamos la escrita en primera persona--, siempre es necesaria la creación de un personaje narrador, que servirá de filtro en varios sentidos. En primer lugar, y más importante, el propio autor tendrá una mejor visión del texto, un mayor control, si no está involucrado anímicamente con su trabajo. Desde el momento en que el texto está sobre el papel --o la pantalla--, pasa a ser un objeto independiente, no una extensión del poeta, y será más fácil trabajarlo y obtener algo de mejor calidad, si es que hay suerte, talento y ganas. El famoso y necesario distanciamiento.
Y no es que el texto no tenga que ver con las emociones, ideas o percepciones del poeta, que es lo que se espera después de todo, sino que no dependerá de ellas para convertirse en un objeto con vida propia. Con el texto enfrente, ya escrito en primera instancia, viene el trabajo de darle forma, sentido, etcétera, y el texto no necesariamente requerirá lo que busca el poeta, sino lo que necesita él mismo para ser una pieza de arte.
Hay una trampa en la que es fácil caer, y de donde más de uno se agarra: los poetas malditos. Uno lee Las flores del mal y supone que Baudelaire pensaba así. Uno ve más detenidamente, lee sus ensayos, ve sus traducciones de Poe, sus discusiones literarias, y se da cuenta de que el "yo" ("el poeta") de Las flores... es una construcción literaria destinada a provocar ciertos efectos, que sin duda provocó. El propio Rimbaud --un adolescente a pesar de todo-- creó un poderoso "personaje narrador" que quizá no tuviera mucho que ver con su vida real, así fuera todo lo desordenada que nos han dicho que era.
Hay toda una elaboración, en ese sentido, en poetas mucho más antiguos --y poéticamente vivos-- de lo que por comodidad quisiéramos suponer: Salomón, Safo de Lesbos, Omar Khayyam (que a pesar de aseveraciones de algún escritor municipal no era turco, sino persa). De allí, quizá, una buena parte de su trascendencia a través de los milenios. Desde entonces florecieron y se marchitaron muchos que creyeron que Su Voz era lo suficientemente interesante como para durar un par de decenios, aunque fuera.
Hay un caso interesante, el de García Lorca. A pesar de su Poema del cante jondo y del Romancero gitano, en sus cartas mostraba un profundo desagrado por que lo calificaran como poeta gitano o de los gitanos: él sólo estaba escribiendo poesía, no tenía nada que ver con los gitanos y sus tradiciones.
Uno de los momentos más dramáticos de Altazor es cuando el personaje del poema, lanzado al vacío en un paracaídas hacia la muerte, reclama a su autor: "¿Qué has hecho de mí, Vicente Huidobro?" Allí Huidobro no se entromete en el poema: simplemente recalca que ha creado a un personaje (Altazor) sólo para hacerlo morir (e incluso en el momento de la muerte continuará el canto; es una maravilla ese canto último): Altazor no es su yo disfrazado ni su otro yo, sino un ser con vida propia que cae y cae y no hay modo de detener su viaje, digamos, fatal; lo que hace es ejercer --Rulfo dixit-- el derecho de los ahorcados al pataleo.
Aquí alguien podría sacar su libro de español de sexto grado y señalar la separación entre lírica y épica, que quizá haya sido cierta en algún momento de la poesía griega antigua, o teorizar acerca de una fusión de ambas, que sería aún peor. El asunto es otro: la poesía va o debería ir mucho más allá de sus creadores, so riesgo de ser poco más que un querido diario. El poeta, como personaje de su obra, en general no hace más que interferir con las cosas importantes que tuviera que decir.
Lo peor es cuando trata de trasladar ese personaje a la vida real, con ropa negra, boinas, bufandas y peinados estrafalarios; es la demostración más directa --y más pasada de moda, vaya: los malditos al menos escribían bien-- de que poéticamente no tienen mucho que decir. Cuando se recurre a factores externos al texto --recitar a gritos, peinarse raro, confrontar al público-- es que algo anda mal en el texto mismo y se quema la casa para que nadie se dé cuenta de que se rebalsó la leche.
Quizá una de las características de alguna poesía joven salvadoreña actual sea que los autores han logrado --para bien-- separarse de sus textos y convertirlos en piezas de arte independiente, con vida propia, como debería ser el sueño de cualquier artista. Eso será difícil de comprender para poetas acostumbrados a estar dentro de sus poemas, como parte integral de éstos: el ego a veces rebasa las necesidades del oficio, y contra eso no hay mucho que hacer.

3 comentarios:

Raúl Marín dijo...

Justo eso de Altazor recuerda el final de Niebla de Unamuno. Algo monumental.

Anónimo dijo...

Emmanuel Pocasangre

mi mayor erros a veces es guiarme por las imaganes y no lograr ver lo que encierra el verso!!! cuando dice Huidobro ¨Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo ¨ me doy cuenta que ha creado un ser que va mas alla de la sangre del que murio en la cruz romana, porque el solo muere para las ´personas que nacen de 0 a los 33 años, pero el nace de los 33 en adelante, como si tu madre te gargara en el vientre hasta dicha edad!!! pero los que decis rafa que Altazor reclama a su autor!!! porque lo tiro al mundo como un gladiador que llega a circo para morir, debera aceptar su destino, me ha dejado que debo de mirar mas alla de las imagenes, intorducir mi cabeza en ellas como charco de agua para buscar untesoro!!!

L.N.J. dijo...

Una cosa es el ego y otra ese "yo" formado para transmitir. Es una simbiosis donde da igual donde se utilicen las formas del verbo; al fin y al cabo el escritor es quien las dirige y el receptor las interpreta de muchas maneras. O viceversa, porque el receptor también puede cambiar, deshacer o estar completamente en desacuerdo con el el otro "yo".

En definitiva nadie escribe, si no es. Aunque sean personajes ficticios, de cualquier manera se desarrolla cierta empatía.

Saludos.