Otra primera vez
(Foto cortesía de Manuel Tiberio Bermúdez)

Hace un par de meses me llamó Paulina Aguilar para invitarme para que estuviera en la inauguración del IX Festival Internacional de Poesía. Antes de terminar de pensar la lista completa de pretextos para no ir --algo así como treinta segundos--, le dije que sí, porque con Paulina me es imposible negarme.
Los motivos los dijo ella misma en la inauguración. Durante mucho tiempo (esto no lo dijo), gente que --entiendo-- trabajaba con o para la Fundación los acusaba de no ser poetas y de no saber de poesía, pero en términos un tanto más rudos. Así que me pidieron un taller para apreciar mejor los textos que les llegaban y escoger a los poetas participantes. Incluso llegaron a escribir algunos poemas y a jugar con la métrica para que vieran qué se sentía.
Tres años estuvimos en ésas, quizá un poco más, y hubo que cerrar el taller cuando empezó la campaña para alcalde, que ganó. Paulina iba de concejal, y en ésas está.
En uno de los festivales, después de darse cuenta de que nadie les hacía caso a los compañeros de La Casa del Escritor, metió a diez de un solo golpe, y fueron un éxito. (Entre cierta poetada municipal se armó un pequeño revuelo. Ni modo) En otro festival necesitaba que le ayudaran a andar trayendo y llevando a los poetas extranjeros, y tres compañeros se ofrecieron con mucho gusto. Etcétera. ¿Cómo decirle que no iba a ir a la inauguración?
El problema era que por primera vez me presentaría en público después de las cinco operaciones que me hicieron hace un año, y todavía no estaba recuperado. (Ya casi. Ya casi.) Estaba aterrorizado. La idea de un montón de gente viéndome y oyéndome, de dar un mal paso y caerme, de los espacios abiertos, de lo que fuera, me daba simple y puro miedo. Pero había que ir. (La vez anterior hubiera sido en el Centro Cultural de España, en un conversatorio, el 9 de septiembre de 2009, y me había invitado Susana Reyes. Otra por la que hubiera ido así me estuviera muriendo. Y, sí, me estaba muriendo. No pude cumplir: ese día y a esa hora me internaron en el Hospital Médico Quirúrgico, y salí tres meses más tarde.)
Nick Mahomar me puso en un lugar bastante cómodo, en una silla especial, para que aguantara mejor. El escenario imitaba un café de poetas, y yo sería el primero en leer. Los discursos y presentaciones se hicieron con el telón cerrado. Yo leí y releí en voz baja mi poema --un fragmento de la serie Paisajes de agua--, más para pensar en otra cosa que porque no me lo supiera, y en una de ésas oí que empezaba la función.
Y empezó. Me cayó el cenital encima, y todo lo que pude ver fue una pared absolutamente negra a mi alrededor. Nada. La nada. Sólo nada.
La primera reacción fue pedir que me pusieran más luz, alguna luz. A cambio, le dije “Buenas noches” a la noche total. La segunda fue quedarme paralizado; a cambio empecé a leer el texto. (Mi comercio con pánico escénico es larguísimo; si no me rendí a los dieciséis años, no me iba a rendir entonces.)
Y allí, solo como estaba en medio de tanta gente, el texto tuvo un sentido que no le había visto. En una de ésas se me salió una sonrisa. De repente estuve a punto de soltar un par de lágrimas. La garganta se me cerró. Estuve en otra parte.
Mi lado paranoico se puso en alerta, porque no soy así ni fabricándome otra vez. Mi otro lado le dijo “Cállate”, y lo disfruté.
Aplaudieron y yo estuve a punto de tirar una vela encendida (la torpeza viene con el paquete). Se encendieron las demás luces. Todo volvió a la normalidad. Oí al resto de los de poetas, y cuando empezó a tocar el grupo de música que habían llevado le pedí a Nick bajarme del escenario; ya dolía.
Salí discretamente y ya afuera me fui sobre la mesa de cocacolas. Pronto llegaron Krisma, Sandra y Tere a ver si todo estaba bien.
Todo estaba bien. Estaba contento. Así nomás: contento. Me dolía todo y la reacción inmediata fue irme a casa pero ¿para qué? Un momento más.
Conversé con algunos amigos, con algunos de los poetas invitados, con compañeros de oficio y de trabajo y el dolor no fue tan importante. Había hecho algo que creí que no haría de nuevo.
De regreso a casa platicamos un buen rato con Krisma. Y otro rato. Creo que le gustó verme así, y a mí sentirme así.
La fecha era importante también: 4 de octubre. Ese día mi madre hubiera cumplido 75 años. Había que celebrar. Estar un poco más vivo no era un mal modo.
Los motivos los dijo ella misma en la inauguración. Durante mucho tiempo (esto no lo dijo), gente que --entiendo-- trabajaba con o para la Fundación los acusaba de no ser poetas y de no saber de poesía, pero en términos un tanto más rudos. Así que me pidieron un taller para apreciar mejor los textos que les llegaban y escoger a los poetas participantes. Incluso llegaron a escribir algunos poemas y a jugar con la métrica para que vieran qué se sentía.
Tres años estuvimos en ésas, quizá un poco más, y hubo que cerrar el taller cuando empezó la campaña para alcalde, que ganó. Paulina iba de concejal, y en ésas está.
En uno de los festivales, después de darse cuenta de que nadie les hacía caso a los compañeros de La Casa del Escritor, metió a diez de un solo golpe, y fueron un éxito. (Entre cierta poetada municipal se armó un pequeño revuelo. Ni modo) En otro festival necesitaba que le ayudaran a andar trayendo y llevando a los poetas extranjeros, y tres compañeros se ofrecieron con mucho gusto. Etcétera. ¿Cómo decirle que no iba a ir a la inauguración?
El problema era que por primera vez me presentaría en público después de las cinco operaciones que me hicieron hace un año, y todavía no estaba recuperado. (Ya casi. Ya casi.) Estaba aterrorizado. La idea de un montón de gente viéndome y oyéndome, de dar un mal paso y caerme, de los espacios abiertos, de lo que fuera, me daba simple y puro miedo. Pero había que ir. (La vez anterior hubiera sido en el Centro Cultural de España, en un conversatorio, el 9 de septiembre de 2009, y me había invitado Susana Reyes. Otra por la que hubiera ido así me estuviera muriendo. Y, sí, me estaba muriendo. No pude cumplir: ese día y a esa hora me internaron en el Hospital Médico Quirúrgico, y salí tres meses más tarde.)
Nick Mahomar me puso en un lugar bastante cómodo, en una silla especial, para que aguantara mejor. El escenario imitaba un café de poetas, y yo sería el primero en leer. Los discursos y presentaciones se hicieron con el telón cerrado. Yo leí y releí en voz baja mi poema --un fragmento de la serie Paisajes de agua--, más para pensar en otra cosa que porque no me lo supiera, y en una de ésas oí que empezaba la función.
Y empezó. Me cayó el cenital encima, y todo lo que pude ver fue una pared absolutamente negra a mi alrededor. Nada. La nada. Sólo nada.
La primera reacción fue pedir que me pusieran más luz, alguna luz. A cambio, le dije “Buenas noches” a la noche total. La segunda fue quedarme paralizado; a cambio empecé a leer el texto. (Mi comercio con pánico escénico es larguísimo; si no me rendí a los dieciséis años, no me iba a rendir entonces.)
Y allí, solo como estaba en medio de tanta gente, el texto tuvo un sentido que no le había visto. En una de ésas se me salió una sonrisa. De repente estuve a punto de soltar un par de lágrimas. La garganta se me cerró. Estuve en otra parte.
Mi lado paranoico se puso en alerta, porque no soy así ni fabricándome otra vez. Mi otro lado le dijo “Cállate”, y lo disfruté.
Aplaudieron y yo estuve a punto de tirar una vela encendida (la torpeza viene con el paquete). Se encendieron las demás luces. Todo volvió a la normalidad. Oí al resto de los de poetas, y cuando empezó a tocar el grupo de música que habían llevado le pedí a Nick bajarme del escenario; ya dolía.
Salí discretamente y ya afuera me fui sobre la mesa de cocacolas. Pronto llegaron Krisma, Sandra y Tere a ver si todo estaba bien.
Todo estaba bien. Estaba contento. Así nomás: contento. Me dolía todo y la reacción inmediata fue irme a casa pero ¿para qué? Un momento más.
Conversé con algunos amigos, con algunos de los poetas invitados, con compañeros de oficio y de trabajo y el dolor no fue tan importante. Había hecho algo que creí que no haría de nuevo.
De regreso a casa platicamos un buen rato con Krisma. Y otro rato. Creo que le gustó verme así, y a mí sentirme así.
La fecha era importante también: 4 de octubre. Ese día mi madre hubiera cumplido 75 años. Había que celebrar. Estar un poco más vivo no era un mal modo.