26 de mayo de 2005

Hugo

A mediados de 1983 comencé a trabajar con don Hugo Martínez Moctezuma, uno de los hombres más complejos y brillantes que he conocido. A los 23 (casi 24) años, me acababan de nombrar jefe de la sección internacional del periódico mexicano El Día (ya era subjeje desde casi cuatro años atrás, a quién se le ocurre poner a un bebé en esos menesteres); él era un hombre de casi setenta años. Compartíamos el placer por el lenguaje y el fanatismo por las enciclopedias y diccionarios. Por las tardes yo debía estar en la redacción; por las mañanas compartíamos oficina, y nos la pasábamos muy bien hablando de todo.
Dice Cortázar que los mexicanos serán cualquier cosa, pero ante todo son mexicanos, y es cierto. Con Don Hugo, como con un montón de amigos, llevábamos una amistad bien profunda, pero no hablábamos de cuestiones personales. Hasta el día en que me dijo: "Don Rafael --así de formal era también el asunto--, tengo un hijo que me preocupa, un muchacho muy joven, y me gustaría que usted hablara con él y lo orientara." Le dije, claro, que yo era también un muchacho, y que eso de orientar gente no era la parte más fuerte de mi currículum, que apenas me las arreglaba con Eduardo, mi hijo de cinco años (ahora tiene 27), que el hecho de que a los 23 tuviera un hijo de 5 no era la mejor garantía de sensatez. Insistió y le dije que, bueno, platicaría con el muchacho en cuestión.
Esperaba a alguien de quince o dieciséis años, y apareció un tipo 24 años, uno más que yo. Y nos llevamos bien desde el principio. A ambos nos encataba Led Zeppelin, la literatura buena y espesa y nos pasamos horas platicando sobre cualquier cosa y riéndonos hasta el dolor de estómago. También era periodista y no vi ni por dónde quería don Hugo que lo orientara, pero así son los papás y así los hijos. Nuestra única diferencia era, y siempre ha sido, que él es fanático abyecto de Eric Clapton (ese famoso quiropráctico sushi-nigeriano) y yo de Johnny Winter, y ya se sabe que esos fanatismos en particular son exclulyentes.
Un día de 1993 me invitó a que, junto con otros periodistas, nos fuéramos a Acapulco a fundar un diario, El Sur. Le dije que sí, porque hacía años queríamos trabajar juntos pero no lo habíamos logrado. Así que preparé tiliches y agarré para Acapulco.
Primero me dijo que me alcanzaría allá en un par de días. Y estaba bien, aunque no conocía sino superficialmente a un par de los que estaban en el proyecto. Luego me dijo que tres semanas. Y luego me llamó para avisarme que se había casado, que mejor se quedaba en el Defe. La boda la había armado en menos de un mes con una chava que había conocido precisamente por los días del viaje...
Fue la mejor decisión de su vida. Con todo lo amigos que hemos sido desde hace ya más de 20 años, no había conocido a su esposa, y tuve oportunidad apenas hace un par de semanas, el día de la primera comunión de su hija, que ahora tiene ocho años y medio. Hugo se ve y se siente feliz y sigue teniendo la misma cantidad de pelo facial que cuando nos conocimos, aunque ambos hemos tenido el pudor de recortarnos el cabello. (Por aquellas fechas yo lo usaba casi a media espalda, y él abajo de los hombros.)
Fui con mi hija Eunice a la primera comunión y fue divertido: su esposa y su hija también se llaman Eunice. No es un nombre terriblemente común, y había que ver las reacciones cuando alguien gritaba "Eunice" para llamar a alguna de las tres.
Don Hugo murió hace cosa de un año, a los noventa de edad. Además de enseñarme cosas acerca del lenguaje y de la ética de la vida, le agradezco que me dejara a su muchacho desorientado, que siempre me ha dado lecciones importantes de maduez y lucidez.


Hugo y yo, veintidós años después
y con pancita(s). Y por fin lo vi de traje.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hello from Brookville, Ohio USA