29 de junio de 2006

Recuentos de La Casa I

El proyecto de La Casa del Escritor salió de una idea simple. Apenas un par de semanas después de que me nombraran coordinador de letras de CONCULTURA, junto con la Fundación Cultural Alkimia, organizamos una serie de encuentros de escritores en la Casa de la Cultura del Centro, con la esperanza de que llegaran algunos y que al menos esos algunos pudiéramos platicar un rato. Mi asistente en ese entonces, Julia Henríquez (hoy trabaja en el Coro Nacional), y yo nos pasábamos haciendo llamadas telefónicas, mandando faxes, correos electrónicos y visitando escritores para que asistieran, y fue sorprendente: la primera vez logramos convocar a 35 personas. Menos de un mes más tarde llegaron 60.
Noté sorpresa en muchos de ellos. Había gente que no se había hablado en años, que pertenecía a grupos no sólo diferentes, sino también rivales, y más de uno miraba con hostilidad a cualquiera que lo mirara. Estaban además los grupos que sólo hablaban entre sí y qué sé yo. La sorpresa fue porque estaban juntos y no necesariamente peleando o discutiendo de posiciones ideológicas o de rencillas que habían surgido nadie sabía de dónde.
En la mesa estaba Ricardo Castrorrivas, hablando de poesía, y un par de personas más. De repente, un joven evidentemente universitario se levantó y dijo con voz emocionada:
--No sé cómo somos capaces de estar hablando de poesía, de amor, de técnica, cuando hay niños afuera que se mueren de hambre.
Nos acusó de muchas cosas feas y el viejo Castro, que por algo era el veterano, lo interrumpió con su muy especial modo:
--Mirá, papá, a mí también me indigna y me duele lo que estás diciendo, y estoy de acuerdo con vos. Pero ahora estamos hablando de poesía. Si querés hablar de desnutrición y de baja escolaridad, te propongo algo: cuando terminemos te acompaño a chupar y allí platicamos de lo que querás, y hasta hacemos otra revolución. Pero ahora estamos hablando de poesía. Es la primera vez que muchos años que nos juntamos para hablar de poesía, y es bien importante. Así que a la salida nos vamos a chupar, pero con la condición de que nos dejés hablar de lo nuestro.
El chavo se puso entre avergonzado e indignado, dijo algunas frases más para que nos sintiéramos culpables y se quedó oyendo hasta el final. Debió ser abstemio, porque al final ni él ni Castrorrivas se fueron a tomar.
Seguimos platicando y leyendo cosas y, zaz, otro levanta la mano y toma la palabra.
--Quiero denunciar a *** (no me acuerdo a quién; en ese entonces era editor del Suplemento Cultural 3000) porque perdió mis originales.
Todos nos quedamos callados por razones que para cualquier escritor son obvias. Supongo que a más de uno se le atravesó un nudo en el estómago. Y siguió:
--Exijo que *** se haga responsable de mis originales, los busque y me los devuelva. Y pido que todos los presentes firmen una carta denunciándolo, porque ése no es el modo de tratar la obra de un poeta joven.
--¿Guardaste copias? --preguntó Castrorrivas.
--No --dijo angustiado el muchacho.
--Siempre hay que guardar copias. Y nunca le des tus originales a nadie, porque seguro te los van a perder.
--Pero es que él me dijo...
--Mirá, lo que te pasó es importante para tu aprendizaje. Ahora sabés que no hay que quedarse sin copias y que no hay que dar los originales.
--Lo que quiero es que protesten por esa actitud arbitraria e irresponsable de ***.
--Entendé: no podemos hacer nada. Ni aunque nos juntemos todos los poetas del mundo podemos hacer nada. Tratá de escribirlos otra vez y que te quede de experiencia. Ya tomamos nota y de verdad que estamos todos muy preocupados. ¿Verdad, compañeros, que estamos todos preocupados? ¿Ya viste? Ahora tomalo de experiencia y sigamos hablando de poesía.
Hubo más comentarios, denuncias, de todo. Y fue agradable.
Desde hacía poco más de un mes, hasta ese momento, buena parte de los allí reunidos me había tratado mal por "venderme" a Concultura, y me lo decían abiertamente. Varios de los presentes me acusaron en un acto en Santa Ana, dos días después de que tomara el cargo, no sólo de vendido, sino también de corrupto, de traficar influencias, de extranjero, de no haber sufrido la guerra, de lo que fuera. Resultó más divertido que angustiante agarrarme contra todo un auditorio de la UES de Santa Ana, incluido el ponente que tenía a la derecha, un poeta nicaragüense que me acusó de cosas que todavía me sonrojan. Cuando le dije que no me conocía, me contestó: "Todos los escritores que entran al gobierno son iguales." El hecho de que esos mismos (excepto el nicaragüense) estuvieran en esa reunión significaba que estaban dándome el beneficio de la duda, y lo agradecí. Después iba a trabajar estrechamente con varios de ellos, quizá los más críticos, y hasta la fecha.
Como colofón, Castrorrivas dijo:
--Qué bueno que el compañero Menjívar nos haya convocado y que nos hayamos reunido. De seguro muchos de ustedes le van a exigir muchas cosas, que haga esto y que haga lo otro. Y así no funciona. ¿Sabés qué, papá? --me dijo--, con que nos reunás de vez en cuando es suficiente, porque es más de lo que se ha hecho desde que empezó la guerra. Y si no nos reunís vos, nos reunimos nosotros solos. Y si no nos reunimos, ya estuvimos juntos un rato hablando de poesía.
Me fui a casa contento, vi televisión, cené y todo lo que hace uno más o menos todos los días. Cuando ya me estaba durmiendo, pegué un salto. Era tan simple que daba vergüenza: un lugar donde pudieran reunirse escritores de todas las edades, con mesitas aquí y allá, espacios, una salita, un patio... Un local sin reglas escritas donde se reunieran cuando quisieran para platicar de literatura. Castrorrivas había dado en el clavo. (O creo que eso esperábamos él y yo.) Me levanté, encendí la compu y escribí el borrador del proyecto, que presentaría los primeros días de diciembre de 2001.
En enero, junto con Tatiana de la Ossa, en ese entonces coordinadora de artes escénicas de Concultura, armamos un encuentro de escritores y otro de gente de teatro en el Palacio Nacional. A ambos llegaron más de 100 personas, ni más ni menos que al Salón Amarillo, el despacho del presidente, cuyo último ocupante en tal calidad fue Maximiliano Hernández Martínez, en 1931. Usar ese local, creo, fue algo más que un manifiesto.
Alkimia (que no participó en este último evento) por esos días anunció sus Miércoles de poesía, me parece que para aprovechar los reencuentros de escritores que habíamos logrado. Hubiera sido redundante seguir participando en las reuniones (llevaban un montón de tiempo y de trabajo) y más bien dedicarnos a la creación de ese espacio en el cual pudieran reunirse los escritores; sólo éramos Julia y yo, y no dábamos para tanto.
Así que vino la segunda parte del plan. Además de reunir a escritores, era importante sondear cuáles eran las necesidades no sólo de los escritores, sino también de la gente interesada en la literatura desde el punto de vista de la creación, o de lectores expertos o del público en general. Así que conseguí un poco de presupuesto y armamos talleres para quien quisiera llegar, y otros para gente con necesidades particulares.
El primero fue uno de métrica y rima, que impartió Roberto Laínez, dedicado a poetas con los que tuve diferencias en el auditorio de Santa Ana y otros más. El segundo, que comenzó un par de días después, fue uno de edición de revistas culturales, a petición de gente dedicada a la edición de revistas independientes. (Hubo como 25 personas de ocho revistas, incluida una religiosa.) Duró nueve sábados. Las primeras tres horas estaban a mi cargo, y después de una pausa había una hora más a cargo de algún invitado. Cristian Villalta estuvo tres veces; Carmen Tamacas, un par; un buen amigo mexicano, Hugo Ortiz, diseñador temible, estuvo en otra ocasión; Carlos Cañas Dinarte habló acerca del manejo de información documental, y la lingüista Karen Schairer, de la Northern Arizona University, dio toda una sesión acerca de la realización de encuestas y entrevistas y su procesamiento.
Luego vinieron otros: Laínez dio dos talleres más de formas poéticas clásicas (uno en San Salvador y otro en Santa Ana), yo uno de estructuras narrativas, Thierry Davo uno de lectura de Pedro Páramo, Ricardo Roque Baldovinos uno de lectura de Borges, Mauricio Orellana uno de narrativa en Santa Ana, Carmen Tamacas uno de géneros periodísticos... Fueron como 14. A los de Santa Ana fui en alguna ocasión, y a los de San Salvador a casi todos, además de los que di (cuatro, creo). El objetivo era no sólo medir el interés, el nivel o las necesidades y preocupaciones, sino también comenzar con la detección de talentos para que La Casa tuviera su propia apuesta. Escogi, de entre el centenar de personas que asistió a los talleres, a cuatro mujeres y a dos hombres; uno de ellos no había participado en los talleres. Se trataba de un taller literario dirigido por mí, en el que sólo entraría quien yo decidiera (bueno, sí, esa vez fui de lo más vertical, pero estaba empezando y así era necesario), fuera de horario de trabajo y en mi casa. Hacerlo en mi casa significaba precisamente que nadie más tuviera influencia en él, ni siquiera Concultura, aunque después fuera una de las bases de La Casa, que era el plan. Comenzamos el 22 de septiembre de 2002.
De los hombres no voy a decir los nombres. Las mujeres fueron Krisma Mancía (por esos días comenzamos a vernos también con ojos de agrado y... bueno... cuatro años después allí está Valeria, con dos recién cumplidos), que escribía poesía; Yuleana Juárez, teatro; Judith Barrientos, narrativa, y Nancy Gutiérrez, narrativa. En la primera semana de noviembre se sumaría Teresa Andrade, ganadora reciente, a los 17 años, del premio Alkimia de poesía.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por contarnos la historia, en su primera parte, espero.

Me gustó eso de "los ojos de agrado". ¡Tenés unas tus frases!

Anónimo dijo...

Por otra parte, la idea es simple y gracias por concebirla. Y tienes razón, tenía que ser algien de "afuera" quien la planteara. Es que aquí somos un poco "rencorosos" cuando se nos ocurre serlo.

Anónimo dijo...

¡¡¡¡TODOS ESOS TALLERES ME HE PERDIDO!!!!!

Je... je...

Qué triste para mí, qué bien para la Casa

Anónimo dijo...

En su momento, me llamó la atención lo de la casa del escritor. Por alguna experiencia previa, tengo idea de cuánto cuesta llevar a buen término y sobre todo lograr la permanencia de los proyectos de los quijotes que buscan promover los espacios culturales. Una vez formé parte de uno que no alcanzó a crecer.

No tenía idea de que habían dado talleres para poesía. Tengo la idea que en ese rubro es mucho más difícil tratar de orientar la acción creativa, al menos es más complicado que con la narrativa. O así me han dicho.
El punto es que voy a ver si me doy una vuelta por allí. A ver si le encuentro y le transmito este saludo virtual, a mi me late la poesía desde mi adolescencia y he intentado escribirla; incluso lo comenté recientemente en mi blog. Pero quizás, como dijo Girondo, me he dado cuenta que en mi vida he escrito un sólo poema.
Ánimo, y suerte.

Anónimo dijo...

:) Yo estuve en esa reunión. Uh, ha pasado tanto tiempo? Recuerdo muy bien el incidente de la copia perdida (suena a cuento de Conan Doyle) y las palabras del Maestro Castro Rivas.
Felicitaciones a La Casa...

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Aldebarán: Pues sí, me tocó ser "el de fuera". Y es curioso: vine a El Salvador por un máximo de cinco o seis meses y ya llevo casi siete años, y estoy contento. Ya me perdí un par de trabajos muy bien pagados y "con fututo" por seguir con lo de La Casa, y te juro que no siento que haya perdido nada.

Aniuxa: Esos talleres fueron hace mucho tiempo. Traté de seguir con ellos, pero me quedé sin presupuesto. Eso me provocó varias enemistades, y también un modo interesante de hacer las cosas. Ya hablaremos de eso.

Víctor: Eres bienvenido cuando quieras. El taller literario es los domingos a las tres de la tarde. Trae cosas que tengas escritas y listo, allí platicamos.

Mariano: Fue emocionante esa reunión, ¿no? Recuerdo que había poetas que trataban de no verse y no lo lograban. Creí que iba a acabar por lo menos en insultos, pero no; el viejo Castro hizo un papel sensacional. Y, sí, ha pasado tanto tiempo. Y el que falta...

Anónimo dijo...

O sea que esa reunión en la que te conocí (y no quisiste hablar conmigo, jeje) era la 1a de todo lo que vendría? No me lo habías contado nunca. Yo conocí a los Schairer en mis clases de acuarelas. Les serví como traductora. El día que yo debía pasar por Dan a tu casa para ir a pintar a la playa, no fui. Y mirá lo que son las cosas... te volví a ver en Guatemala en la Feria del Libro... y aquí seguimos pues.