
Varias cosas pasaron y no pasaron el viernes anterior, y para ponerlas en orden hay que decidir entre el bien común y el bien individual. Escojo desde luego el bien individual, porque quiero seguirle la contraria a la corrección política, porque nadie se va a morir ni va a perder dinero y, sobre todo, porque este blog es mío.
Decidimos filmar el viernes por la noche el video en el que estamos trabajando,
El extraño, con guión de Salvador Canjura, dirigido por Rebeca Torres y con todo el equipo del taller de La Casa en lo que se ofrezca, como siempre. Como tenía que hacer en La Casa, le pedí a Osmín Magaña que pasara por mí y, bueno, pasó, y allí arruiné la sorpresa: en su carro había cuatro pizzas, con lo que resultó claro que estaban preparándome una fiesta por mi cumpleaños, que había sido el día anterior. Ya en casa había un pastel, helado y, además de los del taller, estaba Carlos Clará, Osvaldo y su hijo y al rato aparecería Susana Reyes. Hacía años que pasaba mis cumpleaños sólo con Krisma, con mi hijo Eduardo cuando estaba aquí y con Valeria después de que nació. (Antes no. Seguro. Krisma quedó embarazada un septiembre.)
Rebeca me regaló un extraño encendedor de butano, con luces de colores y llama de soplete. Impresionante de verdad. Me encantó. Y Osmín terminó con una espera de treinta años: me dio el disco
Louis and the Good Book, de Louis Armstrong, una de las maravillas del universo y del jazz. Es el buen Satchmo cantando gospel con el coro de Sy Oliver, en una grabación de 1958. Lo busqué por todos lados y no lo encontré jamás, y en los últimos años me rendí. Y por supuesto que allí va la historia de cómo supe de él y cómo lo perdí.
Mi padre tenía un amigo francés en Costa Rica, Bernard Poumier o Pomier, por allá de 1974, y Bernard tenía un acento marcadísimo y una colección de discos envidiable. El jazz no era lo principal, pero sí había unos títulos impresionantes. En esa época las cosas eran de otro modo, y me fijé más en los discos de Paco Ibáñez (me grabó uno en concierto en el Olympia), los de Quilapayún, los de Inti Illimani, de Víctor Jara, Violeta Parra y así. Había de Brassens, Patachou y qué sé yo.
Una noche lo visitamos y puso
Louis and the Good Book, y me enamoré del disco. Estaba en una colección de Phillips francesa, en discos de 33 rpm, de los pequeños, del tamaño de los de 76 rpm, en una colección publicada en los años cincuenta. Compré un cassette Sony de los buenos y le pedí que me lo grabara. Y me lo grabó de un lado; del otro iba uno bien interesante, de The Dixie Stompers. (No era la banda original de los años veinte, del mítico Fletcher Henderson, que aparece
aquí, sino una armada en Francia por un baterista de Duke Ellington, de quien no recuerdo el nombre. Quisiera creer que fue Dooley Wilson, el Sam de Casablanca, que era baterista y no pianista, pero ni siquiera sé si estuvo en la banda de Duke.) En este disco venía la mejor versión que he oído de "Tiger Rag", que alguna vez usó Esso para sus comerciales. Y ése no lo perdí: cuando Bernard se fue a Francia le dejó el disco a Robertico Castellanos Braña (asesinado en 1980 por un escuadrón de la muerte junto con su esposa, como se señala
aquí en el numeral 2), y Robertico me lo dio a mí en una fiesta en la que Ernesto Richter casi muere de un infarto después de bailar rocanrol toda la noche con Florencia, hermana de Roberto. (Ernesto moriría de un infarto el año pasado;
aquí se habla de él, pero no entiendo el alemán. Florencia moriría de cáncer, según me dijeron, al igual que Rosa Braña, su madre, una mujer sensacional, esposa del dirigente comunista Raúl Castellanos, muerto a finales de los sesenta en la Unión Soviética cuando lo operaban de amebas, a quién se le ocurre. También murió don Rodolfo Braña, plomero, padre de Rosita, un tipo grandote, genial y absolutamente sordo que peleó en la Guerra Civil Española y en la Segunda Guerra Mundial, donde se pasó un buen tiempo en un campo de concentración nazi. También peleó en la guerra de 1948 en Costa Rica, por supuesto en contra de Figueres, porque era comunista.)
El asunto es que oía y oía el cassette y me maravillaban los coros y los arreglos y Louis Armstrong, y creo que mis amigos no entendían muy bien por qué después de Jimi Hendrix y Led Zeppelin oía "eso", y encima a Paco Ibáñez; tampoco era de andar explicando. Igual yo tampoco entendía, porque estudiaba guitarra clásica y de eso sólo tenía el disco del
Concierto de Aranjuez por Narciso Yepes. Tampoco entendían las mamás de las niñas del barrio San Cayetano por qué salía a las siete de la noche de casa con la guitarra al hombro y regresaba a eso de las 10 u 11, después de clases y de ver a mi novia. De inmediato me pusieron la etiqueta de drogadicto y borracho. Músico, pues. Por si fuera poco, descubrieron que mi novia Tat era negra (yo lo noté de inmediato), y no permitieron que sus hijas se me acercaran a menos de cinco metros --añadirían el cargo de corruptor de menores, con todo y que la corruptora era mi novia, porque era varios años mayor que yo-- y a Tat no le volvieron a vender en la tienda de la esquina, sin contar con las cosas feas que le decían las señoras cuando iba pasando.
Como sea, en diciembre de 1975 salimos de Costa Rica hacia El Salvador, por tierra, en camino hacia México. Mi padre sólo nos llevaría hasta Peñas Blancas, en la frontera con Nicaragua, porque acababa de pasar algo que seguramente sería peligroso para él.
Un par de años antes, quizá más o quizá menos, los salvadoreños exiliados en Costa Rica decidieron armar una asociación para... no sé... creo que para publicar una carta por la liberación del catedrático Federico Baires, que estuvo preso en el estadio de Chile después del golpe de estado contra Allende. Quizá fue mucho después, para denunciar la matanza de estudiantes del 30 de julio de 1975 en San Salvador. Motivos no faltarían. El asunto es que en algún momento se pusieron, en la sala de casa, a discutir el nombre, y ya se sabe que en esos casos es casi imposible ponerse de acuerdo, y al final escogen el último que alguien dice sólo porque ya son las tres de la mañana y hay que despertarse temprano para trabajar. En ésas estaban, y yo cenando después de mis clases de guitarra o de karate (sí, también estudiaba karate, pero sólo los martes y jueves), cuando se me ocurrió:
--¿Por qué no le ponen Unión de Residentes Salvadoreños?
Miguel Sáenz Varela, que estaba presente, hizo cuentas y vio que las siglas serían URS. Como buen comunista, no iba a desperdiciar una oportunidad así, con todo y que faltaba una S para que fueran unas siglas perfectas. Todos se pusieron a reír, aprobaron que se llamara URS, y me fui a dormir sin tener que oír las discusiones por el nombre durante toda la noche. (Mi infancia y adolescencia está llena de insomnios de ese tipo.)
Poco antes de nuestra partida hacia México, Anastasio Somoza hizo no sé qué matanza en Nicaragua, y el doctor Fabio Castillo Figueroa mandó, sin consultar, una nota a Somoza, que se publicó en los diarios en forma de carta abierta, a nombre de la URS y con los nombres de sus miembros. Hubo otra discusión en casa, esta vez amarga: había gente de la URS que iba constantemente a Nicaragua, y familiares que tenían que pasar por allí desde y hacia El Salvador, y Somoza era un tipo vengativo. Fabio, al final, dijo que a veces la verdad necesitaba de sacrificios o algo así, todos se pusieron más enojados aún, Fabio se fue, la URS se desintegró y pasaron algunos meses. Así que mi padre, por prudencia, nos dejaría en Peñas Blancas, cruzaríamos Nicaragua, en Potosí tomaríamos el ferry --los salvadoreños en ese entonces no podíamos pasar por Honduras-- y, después de unos días, nos reuniríamos en Guatemala con mi padre para irnos a México.
En el carro íbamos mi madre, mi hermano Mauricio, de cuatro años y medio; mi hermana Ana, como de 12; Marta, una muchacha de 16 años, y yo, también de 16. Íbamos lo más limpios que pudimos, con excepción de tres discos: uno de la nueva trova cubana, uno de Ángel Parra y uno de Víctor Jara, que iba en las fundas de unos de Temptations, The Jackson Five y... uh... no recuerdo cuál otro. No esperábamos una revisión muy exhaustiva, así que no había problema.
El Volvo 1967 aguantó muy bien todo el trayencto, pero entre Pueblo Viejo y Potosí mi madre --que era quien manejaba; yo aprendí años después-- se dio cuenta de que no llegaríamos a tiempo para tomar el ferry de ese día. Metió el pedal y unos kilómetros antes de llegar una piedra rompió el tanque de gasolina, como a 25 kilómetros de ninguna parte. Pusimos un poco de jabón en el tanque, que apenas detenía la gasolina, le puso toda la velocidad que aguantaba el carro en una calle espantosa de tierra y apenas logramos llegar a la entrada de la aduana. De allí empujamos el carro, y sólo alcanzamos a ver que el ferry ya se iba.
Y bien, pasaríamos una noche aburrida y a las 6 de la mañana saldría el siguiente.
Y salió, pero sin nosotros. Y el siguiente. Y el siguiente. Y así durante tres días.
Habían llegado órdenes de Managua de que nos arrestaran a los cinco, cuatro menores de edad incluidos, hasta que regresara el comandante del puesto de la Guardia Nacional. Éste debía enviarnos en un carro militar a Managua, y allí... Bueno... Creo que no nos iba a ir bien. Un par de guardias nacionales a los que mi madre sobornó le dijeron que la orden era interrogarnos al viejo estilo dictatorial y después desaparecernos.
Es una historia buena, pero hay que contarla en otra ocasión. Para resumir, nos ayudaron varios traileros salvadoreños que llevaron mensajes a El Salvador y Costa Rica para avisar que estábamos presos y en peligro. De seis o siete que mandamos, llegaron tres, dos a Costa Rica y uno a El Salvador.
El que llegó a El Salvador fue de un tipo de apellido Menjívar, de unos 19 o 20 años, que manejaba un camión pequeño. Lo convencí de que se llevara mis discos y cassettes y que se los entregara al tío Mauricio --hermano de mi madre-- junto con una nota. El tipo estaba asustado, pero lo hizo: llamó por teléfono al tío, se vieron en algún lugar, le dio información de lo que pasaba y le entregó los discos y cassettes. Todos menos tres discos, y en realidad seis: el de Temptations, el de Jackson Five y el que no recuerdo, que también camuflaban los discos "subversivos". Y tres cassettes, uno de ellos el de
Louis and the Good Book, de Armstrong.
(¡Ah! ¡Fue
El lado oscuro de la luna, de Pink Floyd, que había comprado el año anterior con una lana que gané cortando café!)
No me iba a poner delicado con el tocayo, porque en realidad nos salvó la vida. Mi tío Juan Contreras Molina, primo hermano --y en realidad hermano, porque se criaron juntos--, hijo del tío Federico Molina, estaba en ese momento en el cuartel de San Miguel, en calidad de G2; había sido gente de ANSESAL, durante el reinado de José Adalberto Medrano. Otro guardia nacional sobornado le había mandado un recado por radio, y cuando el tío Mauricio habló con él ya había llamado a Managua para armar un despelote con la gente de la inteligencia --es un decir-- de allá. Al cuarto día en plena mañana, cuando ya había llegado el comandante del puesto de la Guardia Nacional, justo el día en que nos iban a mandar a Managua, apareció el tío Mauricio en el ferry. Él nunca se metió en nada de política, y la verdad estaba arriesgando el pellejo, pero una consulta del comandante bastó para que nos devolvieran los pasaportes y nos dejaran ir.
--Nos vamos a volver a ver --le dijo a mi madre.
--No creo --le contestó ella.
Lo peor no fue lo que nos pasó desde que llegamos a Potosí hasta ese día, sino ver cómo carajos empujábamos el Volvo arruinado dentro del ferry. El maldito pesaba más que la cabeza de un ideólogo comunista ortodoxo, la verdad. Y los guardias nacionales no iban a ayudarnos. En La Unión, ya del lado salvadoreño, fue más fácil: mi tío, que es ingeniero civil, mandó su tráiler con varios trabajadores y que se resistiera el maldito carro. (Dejaríamos el Volvo en El Salvador. La abuela nos lo cambió por un Chevrolet Malibu modelo 66. El Volvo moriría desbielado un par de años después, mientras el tío Mauricio lo manejaba.)
O sea que Osmín no sólo me regaló uno de mis discos favoritos de todos los tiempos, que ya he oído un montón de veces en dos días, sino también algunos recuerdos importantes para mí. En otro post, alguna vez, contaré más de esos tres días, que a pesar de la angustia tuvo sus momentos interesantes.
En fin, la noche del 18 de agosto pasado, después de comer pizza, y antes de acabar con el pastel y el helado, nos pusimos a filmar la escena que faltaba del video
El extraño. Estábamos en el ensayo preliminar y, zaz, el montón de agua, con rayos, interrupción de electricidad y todo. Apenas alcanzamos a meter el equipo.
Hace como mes y medio tratamos de filmar la misma escena y pasó lo mismo, con rayos y apagón y todo. Esa vez también estuvo Carlos Peña (quien hace el papel de El Extraño), y cuando se fue se le arruinó una llanta. Y cuando logró arreglar la llanta se le arruinó otra. No quiero creer en presagios, pero ya veremos qué pasa el próximo viernes, que fue para cuando se pospuso la filmación.
Cuando casi todos se fueron, nos quedamos platicando Carlos Peña, Osvaldo Hernández y yo, mientras Diego (hijo de Osvaldo, quien hace un papel clave en toda la serie de videos) jugaba Yenga y dominó con Krisma. Carlos se fue a las 2 de la mañana y no se le arruinó ninguna llanta. Con Osvaldo nos quedamos platicando de poesía hasta las 11 de la mañana, háganme el favor. Dormí un par de horas y me fui a dar el taller de periodismo cultural, que estuvo especialmente bueno. (Como estamos hablando de teatro, para la próxima semana vamos a discutir a Aristóteles. ¡Sí, a Aristóteles! ¡Y a petición de las talleristas! Hacía mucho que no sabía de periodistas culturales salvadoreños que quisieran leer a Aristóteles y, de hecho, libros a secas, perdón por la acidez.)
Para terminar, allá arriba, en la foto, de izquierda a derecha, Rebeca Torres con una férula en la pierna izquierda (se rompió un menisco mientras jugaba paintball el domingo anterior), William Alfaro en el papel de marido golpeador, Carlos Peña como El Extraño, Nelson Ochoa calibrando luces y los micrófonos y Salvador Canjura con la segunda cámara. Yo estaba de frente a los actores con la tercera cámara, casi a un lado Krisma (que tomó la foto), y detrás de mi andaban Susana Reyes, Carlos Clará, Valeria y Osmín. Carlos Guardado, el otro miembro del taller, vive hasta el fondo de Soyapango y no pudo venir.
Sí, esta escena será filmada en el jardín de afuera de casa, que es pequeño, pero se va a ver inmenso merced a la magia del cine.