Querido diario... (XI)
A ver:
Parte del truco es que, al cambiar de capítulo, parezca que lo que se lee no tiene nada que ver con lo anterior. Es obvio que sí, o no se trataría de una novela, sino de cuentos o de fragmentos de algo o cualquier otra cosa. Es un juego que hay que jugar con el lector y con uno mismo --o sea el lector ideal que uno se ha puesto como parámetro--, una especie de escondidillas en las que más temprano que tarde se encontrará lo que deba encontrarse, aunque durante un rato habrá sorpresa, y la sorpresa es fundamental cuando se trata de literatura. Si no hay sorpresa, algo se desinfla. Si hay demasiadas sorpresas, algo revienta por exceso de helio o de lo que uno le eche a las cosas para inflarlas.
Sea, pues, la sorpresa.
En un capítulo, un gigoló está en el cuarto de un hotel muy caro, pensando en cuánto dinero le va a sacar a la mujer en turno. Se ha peleado con ella y sabe que regresará. Si no, allí hay una cartera --la de ella-- llena de dinero, que se llevará como compensación por tres meses de servicios. En eso aparece la mujer, amenazante, con tres personas más --su identidad formará parte de una sorpresa de mayor alcance, que se resolverá en capítulos posteriores--, y esas tres personas se parecen mucho a él. Corte de capítulo.
En el capítulo siguiente, una jefa de policía entra precipitadamente en una escena de crimen. Camina con torpeza y pisa una mancha inmensa de sangre. Va al baño y deja un rastro rojo detrás de ella. Hay un equipo forense y policial examinando la escena con toda la minucia del caso, y la jefa les acaba de arruinar un buen par de horas de trabajo. Los cadáveres son tres: una mujer y dos personas con características especiales, como las del gigoló del capítulo anterior. Sí, falta una tercera. De ésa nos ocuparemos por allí por el capítulo VIII o IX.
Las personas muertas han llegado a ser lo que son --o sea personas muertas-- mediante un método un tanto especial, que explica muchas cosas que van desde ese preciso momento hasta el final de la novela. Mientras se llega al punto en que se identifica a las tres personas muertas con las cuatro que entraron en el cuarto del gigoló, el lector debe intuir que lo que lee es continuación lógica del capítulo anterior; si no, simplemente cierra el libro y al diablo. O que se trata de una escena paralela que en algún momento confluirá con lo que se lleva narrado. (No es el caso, pero es una posibilidad.)
Ese tipo de "truco" --los hay más y menos complejos, y son muchísimos y muchísimas las posibilidades-- logran crear una cierta tensión que "motiva" --u obliga-- al lector a seguir leyendo. Son pequeños misterios que se van colocando a cada paso y que se resuelven quizá en el párrafo siguiente, dos páginas más allá, en el capítulo XII o que darán sentido al final del libro. Lo importante es que no parezcan "trucos", sino parte orgánica de la narración --y que lo sean--, o lo de siempre: el lector cierra el libro, etcétera.
En lo que ando ahora es un poco más complejo. En rigor, la novela que estoy escribiendo ya terminó, porque murió el protagonista central --o eso se supone-- y ya no hay misterio ni crimen que perseguir, y los crímenes siempre se supo que eran de él. La muerte es un final conveniente, dice Foster, y siempre funciona. Quizá por eso mismo me niego a quedarme allí, y prefiero pasar a una segunda parte que ya comencé: es demasiado fácil matar al sujeto y después lavarse las manos. Así que a la segunda parte, y luego a la tercera, porque debe haber una tercera, como ya dije hasta el cansancio en posts anteriores. Más que una novela en tres partes, quizá se trate de un tríptico. Quizá no; aún es demasiado pronto para saberlo.
¿Cómo amarrar la segunda parte con la primera? Más trucos. Primero, dejando cabos sueltos que el lector necesite amarrar, y prometer amarrarlos en la parte que sigue, o en la que sigue. Si uno no logra crear la tensión suficiente para que necesite amarrarlos, el lector cierra el libro, etc. Segundo, con la creación de nuevas sorpresas y misterios de todos los tamaños. Si cada capítulo tiene su lógica y sus tensiones propias, lo mismo con cada parte. Y esas tensiones son las que, a su vez, mantendrán la novela cohesionada y las que le darán la forma que tengan que darle. Dicho así suena de lo más simple, pero en medio del proceso de escritura es complicadísimo. Son cientos de elementos los que hay que tener en mente --y bien controladitos-- cuando se escribe una novela. Un solo hilo que se salga de su lugar y pasará lo mismo que al calcetín al que uno quiere quitarle esa hebra que le sobra.
En lo personal no se me da bien eso de los misterios que se resuelven a lo Agatha Christie; se me hace un ejercicio divertido, pero inútil más allá de pasarse un rato agradable sintiéndose el Watson de la película. (Ya sé que es Hastings, en el caso de la Christie; me cae mejor Watson.) Así que los misterios, en mi caso, no tienen tanto que ver con la historia como con los personajes y las relaciones entre ellos. Es lo que he aprendido a hacer, y es lo que me toca; no saben lo que envidio a los grandes contadores de historias, como Verne o Dickens o Dumas, ni cuánto me gustaría escribir Drácula, la maravilla de maravillas en materia de misterios.
En el primer capitulo de la segunda parte, un niño sueña que era niña, que su padre era su madre, y que éste salió un día de casa y no regresó. Eso está en el cuaderno rojo, y en algún momento iba a ser el penúltimo capítulo de la primera parte; en realidad estaba destinado a ser el primero de la segunda parte. La continuación de ese capítulo está en el cuaderno verde --o sea el tercero; el segundo era color naranja, como se recordará--, y tiene que ver con un desayuno con huevos de gallina y tocino, ¡y son de verdad, de gallina de verdad, de cerdo de verdad! La comida vienen del Este, como ya habrán adivinado, a través de una interesante red de contrabando que nadie sospecha. Y no la sospechan porque el Este, señores, está completamente destruido, y hace años que nadie se asoma por allá.
Y, sí, las rayas horizontales en la parte alta de la hoja son para que no se lea el título de la novela. No es un gran título, pero por ahora prefiero que no se sepa. Pudores de uno.
Me encanta mi oficio.
Parte del truco es que, al cambiar de capítulo, parezca que lo que se lee no tiene nada que ver con lo anterior. Es obvio que sí, o no se trataría de una novela, sino de cuentos o de fragmentos de algo o cualquier otra cosa. Es un juego que hay que jugar con el lector y con uno mismo --o sea el lector ideal que uno se ha puesto como parámetro--, una especie de escondidillas en las que más temprano que tarde se encontrará lo que deba encontrarse, aunque durante un rato habrá sorpresa, y la sorpresa es fundamental cuando se trata de literatura. Si no hay sorpresa, algo se desinfla. Si hay demasiadas sorpresas, algo revienta por exceso de helio o de lo que uno le eche a las cosas para inflarlas.
Sea, pues, la sorpresa.
En un capítulo, un gigoló está en el cuarto de un hotel muy caro, pensando en cuánto dinero le va a sacar a la mujer en turno. Se ha peleado con ella y sabe que regresará. Si no, allí hay una cartera --la de ella-- llena de dinero, que se llevará como compensación por tres meses de servicios. En eso aparece la mujer, amenazante, con tres personas más --su identidad formará parte de una sorpresa de mayor alcance, que se resolverá en capítulos posteriores--, y esas tres personas se parecen mucho a él. Corte de capítulo.
En el capítulo siguiente, una jefa de policía entra precipitadamente en una escena de crimen. Camina con torpeza y pisa una mancha inmensa de sangre. Va al baño y deja un rastro rojo detrás de ella. Hay un equipo forense y policial examinando la escena con toda la minucia del caso, y la jefa les acaba de arruinar un buen par de horas de trabajo. Los cadáveres son tres: una mujer y dos personas con características especiales, como las del gigoló del capítulo anterior. Sí, falta una tercera. De ésa nos ocuparemos por allí por el capítulo VIII o IX.
Las personas muertas han llegado a ser lo que son --o sea personas muertas-- mediante un método un tanto especial, que explica muchas cosas que van desde ese preciso momento hasta el final de la novela. Mientras se llega al punto en que se identifica a las tres personas muertas con las cuatro que entraron en el cuarto del gigoló, el lector debe intuir que lo que lee es continuación lógica del capítulo anterior; si no, simplemente cierra el libro y al diablo. O que se trata de una escena paralela que en algún momento confluirá con lo que se lleva narrado. (No es el caso, pero es una posibilidad.)
Ese tipo de "truco" --los hay más y menos complejos, y son muchísimos y muchísimas las posibilidades-- logran crear una cierta tensión que "motiva" --u obliga-- al lector a seguir leyendo. Son pequeños misterios que se van colocando a cada paso y que se resuelven quizá en el párrafo siguiente, dos páginas más allá, en el capítulo XII o que darán sentido al final del libro. Lo importante es que no parezcan "trucos", sino parte orgánica de la narración --y que lo sean--, o lo de siempre: el lector cierra el libro, etcétera.
En lo que ando ahora es un poco más complejo. En rigor, la novela que estoy escribiendo ya terminó, porque murió el protagonista central --o eso se supone-- y ya no hay misterio ni crimen que perseguir, y los crímenes siempre se supo que eran de él. La muerte es un final conveniente, dice Foster, y siempre funciona. Quizá por eso mismo me niego a quedarme allí, y prefiero pasar a una segunda parte que ya comencé: es demasiado fácil matar al sujeto y después lavarse las manos. Así que a la segunda parte, y luego a la tercera, porque debe haber una tercera, como ya dije hasta el cansancio en posts anteriores. Más que una novela en tres partes, quizá se trate de un tríptico. Quizá no; aún es demasiado pronto para saberlo.
¿Cómo amarrar la segunda parte con la primera? Más trucos. Primero, dejando cabos sueltos que el lector necesite amarrar, y prometer amarrarlos en la parte que sigue, o en la que sigue. Si uno no logra crear la tensión suficiente para que necesite amarrarlos, el lector cierra el libro, etc. Segundo, con la creación de nuevas sorpresas y misterios de todos los tamaños. Si cada capítulo tiene su lógica y sus tensiones propias, lo mismo con cada parte. Y esas tensiones son las que, a su vez, mantendrán la novela cohesionada y las que le darán la forma que tengan que darle. Dicho así suena de lo más simple, pero en medio del proceso de escritura es complicadísimo. Son cientos de elementos los que hay que tener en mente --y bien controladitos-- cuando se escribe una novela. Un solo hilo que se salga de su lugar y pasará lo mismo que al calcetín al que uno quiere quitarle esa hebra que le sobra.
En lo personal no se me da bien eso de los misterios que se resuelven a lo Agatha Christie; se me hace un ejercicio divertido, pero inútil más allá de pasarse un rato agradable sintiéndose el Watson de la película. (Ya sé que es Hastings, en el caso de la Christie; me cae mejor Watson.) Así que los misterios, en mi caso, no tienen tanto que ver con la historia como con los personajes y las relaciones entre ellos. Es lo que he aprendido a hacer, y es lo que me toca; no saben lo que envidio a los grandes contadores de historias, como Verne o Dickens o Dumas, ni cuánto me gustaría escribir Drácula, la maravilla de maravillas en materia de misterios.
En el primer capitulo de la segunda parte, un niño sueña que era niña, que su padre era su madre, y que éste salió un día de casa y no regresó. Eso está en el cuaderno rojo, y en algún momento iba a ser el penúltimo capítulo de la primera parte; en realidad estaba destinado a ser el primero de la segunda parte. La continuación de ese capítulo está en el cuaderno verde --o sea el tercero; el segundo era color naranja, como se recordará--, y tiene que ver con un desayuno con huevos de gallina y tocino, ¡y son de verdad, de gallina de verdad, de cerdo de verdad! La comida vienen del Este, como ya habrán adivinado, a través de una interesante red de contrabando que nadie sospecha. Y no la sospechan porque el Este, señores, está completamente destruido, y hace años que nadie se asoma por allá.
Y, sí, las rayas horizontales en la parte alta de la hoja son para que no se lea el título de la novela. No es un gran título, pero por ahora prefiero que no se sepa. Pudores de uno.
Me encanta mi oficio.
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