Primer día
El avión llega al aeropuerto Juan Santamaría a las 2:47 de la tarde. Hace un calor de los demonios, peor que el de El Salvador a cualquier hora en cualquier momento de las últimas semanas. La humedad es también insoportable, y la presión atmosférica me oprime la cabeza. Seguro va a llover: ¿cuándo no llueve en San José?
Hoy no llueve en San José.
Paso Migración en un par de minutos y voy por mi maleta: vieja, de cuero puro, hermosa, con raspones por todas partes. (Habrá que hablar de ella alguna vez. Ahora no.) Camino hacia la aduana y me incorporo a una fila. Llego después de una pareja de españoles treintones y serios, pero antes de dos niños que empujan una plataforma con rueditas que carga todas las maletas de la familia, excepto los equipajes de mano de los padres. Uno de ellos, el mayor, empieza a gritar cosas que no entiendo, y a empujar la plataforma contra mi maleta. Quiere dar a entender que me metí en la fila cuando no debía --es decir antes que él-- y que yo tenía que apartarme para que él pasara.
Sus papás le dicen que se tranquilice, que no hay problema, y grita más y más en algo que no es español, o no merecería serlo. Me aparto y tampoco pasa. El niño --diez, once, quizá doce años mal crecidos-- sólo quiere joder, y lo hace durante los tres o cuatro minutos que tardamos en llegar a la banda sinfín donde hay que poner el equipaje para los rayos X. (Desde hace años sé que en Costa Rica tienen cruzada en contra de la comida salvadoreña. Salvador Canjura le ha enviado dos semitas a Jacinta Escudos, y supongo que hay altas posibilidades de que las decomisen. Nada. Igual que en Comalapa no se dieron cuenta, o no les importó, que yo pasara una carterita de cerillos. Se me olvidó tirarla, como siempre hago cuando viajo, y aquí la tengo. Quizá no tengo cara de sospechoso, algo que nunca ha dejado de ofenderme.)
Primero llegan los padres a la banda sinfín y le dicen "Ya" al niño. No es un "Ya" para que se quede tranquilo, sino para que ponga las maletas donde corresponde. No me miran. Están avergonzados del lío que arma el angelito. Éste grita: "'¡Vamos primero! ¡Vamos primero!", y casi atropella a un par de personas que están también en la fila, a un lado de mí, y a otros que iban antes de sus padres. "¡Yo pongo las maletas! ¡Yo las pongo!", dice, y tiene unos ojos de furia tal que los padres lo dejan hacer. Está a punto de tirar cada maleta, que le queda grande, y se hace daño con los golpes que se da con el equipaje y contra la banda. Pienso que quizá sea la primera vez que la familia sale de viaje tan lejos, y ninguno sabe cómo comportarse. (El otro niño, de unos nueve o diez años, lo hace muy bien. Sonríe viendo todo lo que hay a su alrededor, o sea no mucho, y se nota contento: "Así que esto es el extranjero...") Dejo pasar a una señora mayor mientras el niño esgrime una sonrisa de "le gané al imbécil de la barba" y los padres del niño no se atreven a ver a nadie. Pasan las maletas de la señora, pasan las mías --con la semita y la Vaio verde incluidas--, en dos minutos estoy fuera. Apenas pasan de las tres.
Afuera hay una pequeña masa de gente entre la que no distingo a Sebastián, quien quedó de pasar por mí. Por lo menos una docena de taxistas me ofrece llevarme, digo que no, gracias, y me dicen: "Bienvenido a Costa Rica", muy sonrientes, de a uno por uno, como si hicieran fila.
Poco a poco la gente empieza a irse y se vacía la puerta de llegada. Sólo quedamos los taxistas y yo. Uno me dice que me lleva por 22 dólares, que generalmente cobran 25. Es falso: Sary --con quien me hospedo-- me ha dicho que la tarifa es de 17. Pienso en irme en taxi cuando dan las 3:35, pero sonrío: Sebastián es bastante distraído y no tiene demasiada noción del tiempo. Estoy seguro de que aparecerá. Y aparece, casi a las cuatro, tan cálido como siempre. Lo conozco desde los 6 o 7 años de mi edad; es como un hermano mayor --tiene 62 o 63 años-- a quien soy capaz de seguir ciegamente. Él me llamó de urgencia y me dijo:
--Tenés que venir, chato --así me decía mi padre que, como Sebastián, tenía una nariz portentosa--. Aquí te explico bien.
Antes de ir con Sary pasamos por su casa, para almorzar. En el avión nos han dado una empanadita de champiñones a medio calentar y unas galletitas de las que los niños muy pequeños se llevan al kínder cuando sus papás no los quieren mucho. Una buena dosis de filete de pescado con arroz y me explica de qué va la cosa. Y no va bien.
Llama por teléfono a casa de mi madre. La idea es llegar a eso de las seis a visitarla durante algunos minutos. No se la puede visitar durante más tiempo. Primero por el agotamiento de ella. Luego, porque han acomodado la casa con medidas de higiene especiales. Todo está muy limpio, y hay que limpiarlo igual de bien cada día, por lo menos una vez; la ropa de cama se cambia a diario, no hay que acercarse mucho a menos que. Todo eso.
Regresa de hablar por teléfono y me dice que no podremos ir. En ese momento, y desde hace un buen par de horas, una médica amiga está haciéndole una diálisis. Todavía no han terminado, ni terminarán pronto. ¿Diálisis en casa? Ésa es nueva. Y más: mis hermanos Mauricio y Ana son quienes se la hacen diariamente. Tengo que ver eso; yo me quedé en que los aparatos para la diálisis son grandes, complicados, etcétera. ¿Mañana podremos ir? Sí, pero hasta las seis de la tarde. Se pasará todo el día en el hospital. Tienen que hacerle unos exámenes para ver cómo está funcionando su corazón. Si no está demasiado agotada, podremos ir.
Algo así le pasó a la abuela Mina. Los riñones empezaron a dejar de funcionarle y todo lo demás se le deterioró. Hasta un par de años antes había tenido un corazón de toro, y de pronto se le volvió de gorrión. Un día entró en coma y el corazón se le apagó. Bueno, se le apagó la segunda vez que entró en coma; la primera revivió, arregló unos asuntos que había dejado pendientes, fue a verme un domingo a La Casa, le regalé una flor de izote, cenó eso, durmió, almorzó de lo mismo y por la tarde entró de nuevo en coma. Murió al sábado siguiente. Un buen corazón, después de todo.
Vamos a casa de Sary. Vive a cuatro cuadras de donde viven mi madre y hermanos. (Lorena vive en El Salvador y no es hija suya, pero está enterada del asunto, como debería ser.) Pienso en que quizá pueda ir a la Feria del Libro Centroamericano, que se celebra desde el sábado en el viejo edificio de Aduanas. No tengo colones ticos, y además comenzamos a conversar con Sary, se pasa el tiempo y yo comienzo a relajarme y relajarme y, cuando se va Sebastián, después de un rato de plática, sólo quiero irme a dormir.
Es imposible. Hace un calor terrible, y la humedad, y la presión atmosférica. Tiene que llover. Pero no llueve. Leo unas páginas de Palinuro de México, que desde luego Sary tiene en su biblioteca, caigo dormido y unos minutos después el calor me saca de la cama. Agarro la Vaio --que hace unos párrafos señalé que es verde-- y me conecté al DSL; Sary tenía ya un buen rato dormida, y apenas eran las 9:30. Encontré a Krisma y platicamos hasta las once. Ella se hizo cargo del taller y me dio las nuevas, que como siempre fueron buenas; es sorprendente cómo aún pueden pasar cosas... uh... precisamente sorprendentes en un taller que ya lleva seis años funcionando. Casi seis. Valeria no se había dormido, y se puso también a estrenar las letras que se ha aprendido desde que le compramos, para su cumpleaños, una computadora de juguete. Puso la O de Oso, la P de Papá, la K de Krisma, la V de Valeria... Después armó algunas palabras pequeñas con la ayuda de Krisma. No creo que las olvide.
Se fueron a dormir a eso de las once y aquí aún no llovía.
Me puse a leer y a fumarme algunos de los Camel que compré en puerto libre. Algo de lo que más disfruto en la vida son los Camel. También los Lucky Strike, pero sólo había light o en cajas de cinco paquetes, y no quería tantos. Compré dos paquetes de Camel, y todavía llevaré un montón de cajetillas a El Salvador, cuando regrese. Sary fuma Marlboro light, pero los Camel le gustaron --no los había probado-- y, en fin, quizá sean menos los que lleve, pero puedo comprar más. Salen más baratos que los Marlboro rojos en El Salvador.
Llovió a eso de las tres de la mañana. Antes me di un baño para tratar de dormir y, sí, lo logré finalmente, pero estuve despertándome durante toda la noche. Soñé imágenes que eran ideas que eran figuras geométricas que eran la cobija que eran la lluvia que estaba cayendo. (Paró de llover a eso de las siete.)
Iré al centro a cambiar unos dólares y a comprar un par de cosas que me encargó Krisma. Después iré a la Feria del Libro; por fin veré cómo quedó Trece. Me dijo Raúl Figueroa Sarti, director de F&G Editores, que me traería algunos ejemplares.
Diálisis en casa... Hay que ver eso. Me pregunto si sería capaz de hacerla.
2 comentarios:
Mis mejores deseos para la salud de su mamá y para el bienestar de su familia.
me cagué de risa con lo del adolescente, qué insoportable, pero jajajaja... un abrazo y nos vemos pronto!
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