18 de abril de 2009

La duda es medicinal: Rivera Letelier

A finales de 2001, quizá a principios de 2002, vino a El Salvador el novelista chileno Hernán Rivera Letelier, traído por Planeta y la embajada de Chile. En ese entonces era yo coordinador de letras de Concultura y me encargué de la organización de un par de eventos, una conferencia de prensa y qué sé yo. Le hice también una entrevista a Rivera Letelier y se la pasé a la gente de Vértice, pero no se publicó; el editor era nuevo, tenía otras prioridades y vaya a saber. La pongo por aquí con todo y presentación, porque dice cosas bien interesantes. Hay algunos textos suyos en este link.


Nacido en 1950, Hernán Rivera Letelier publicó en 1994 la novela La Reina Isabel cantaba rancheras. Un año después era uno de los escritores chilenos más reconocidos y vendidos en el exterior, y comenzaba una serie de publicaciones en francés, italiano, turco, griego, alemán y portugués. Hasta ahora ha publicado otras cuatro novelas: Himno del ángel parado en una pata, Fatamorgana de amor con banda de música, Los trenes se van al purgatorio y Santa María de las flores negras, con igual éxito que la primera.
Hasta que lo tocó la notoriedad, Rivera Letelier trabajaba como minero del salitre en el desierto de Atacama, en el norte de Chile, quizá el más árido del mundo. La prensa ha puesto énfasis en este hecho: el minero que de pronto se convierte en escritor y salta a la fama con su primer libro. Pero basta con leer algunas de sus páginas para darse cuenta de que su obra sólo puede ser la de alguien que durante años se ha dedicado a las letras, como en efecto ha ocurrido, y que ser minero es incidental ante una vocación avasalladora.
Hace unas semanas estuvo en El Salvador, con el patrocinio de la Embajada de Chile y CONCULTURA, y todas las preguntas de la prensa y de los que conocían sus libros giraron alrededor de lo mismo: cómo un minero pudo escribir novelas tan buenas e intensas, si la Biblia fue el único libro que había en la casa de su niñez; cuáles eran las fuentes de su inspiración, cómo se inició en el oficio de la escritura, etcétera.
A la hora de hacer la presente entrevista, Rivera Letelier se veía cansado, y mucho de su cansancio quizá se debiera al hecho de contestar las mismas preguntas, más o menos en las mismas palabras. El tema de la plática entonces era obvio: ¿qué piensa un entrevistado tan asiduo acerca de sus entrevistadores?

La notoriedad trae la carga de los periodistas. Imagino que hay preguntas que te hacen constantemente, y que no te gusta contestar.
La pregunta que más hacen es: “¿En qué se inspira para escribir?” Es horrenda. La otra es: “¿Cómo empezó a escribir?” Claro, al principio vale, pero cuando ya has contado cómo comenzaste a escribir en todos los diarios de tu país y de otros países, y llevas ocho años contestándolo, dan ganas de mandar a la mierda a los periodistas que se sientan delante de ti y te sueltan: “Cuénteme, ¿cómo empezó a escribir?” No es que me dé bronca; es que ya la he contestado millones de veces.

Se habla con extrañeza de que un minero del salitre se haya puesto a escribir y tuviera éxito. Más bien se percibe a un escritor que se preparó para escribir durante años, y que se ganaba la vida como minero del salitre.
Ésa es una continuación de la pregunta anterior. La gente dice: “El minero que escribe”, y no ve que se trata de un escritor que fue minero.
Escribo desde 1972; la gente recién comenzó a conocerme en 1995. Ese tiempo fue de trabajo, de adquirir el oficio, de aprender. Siempre fue escribir sin pensar en publicar y convertirme en esto que llaman “un escritor consagrado”. Escribes porque eso es lo tuyo.

Un dato “curioso” que se menciona en tus entrevistas es que el único libro que había en tu casa durante tu niñez era la Biblia, pero se cita como una carencia, no como una ventaja o como una influencia literaria.
Es mi gran influencia. Los críticos aún no la notan. Es una de esas influencias que realmente abren, la influencia que forma la base para lo que uno escribe. Es un poco la teoría del iceberg de Hemingway: la obra es la punta del iceberg, lo que el público puede observar, pero para que exista debe haber una masa enorme debajo del agua, que la sostenga.
Esa masa enorme es lo que no aparece en la obra, y está impregnada de la mejor influencia. Creo que la Biblia está allí. Sin haber leído la Biblia no hubiera podido transformarme en escritor. No leí la Biblia en forma religiosa o dogmática; la leí como el más grande libro de aventuras, de cuentos, de alegorías, de leyendas, de poesía incluso. Por eso me sirvió tanto para la literatura, aunque no para creer en Dios.

Da la impresión de que en tu caso existen dos escritores: uno, el que escribe obras llenas de amor y sordidez; otro, una imagen un tanto simplista de ese escritor.
Hay una imagen armada por las entrevistas, en la que el periodista no se concentra en la obra sino que necesita al escritor como personaje, lo exótico que resulta que un minero del salitre se haya convertido en best-seller. El noventa por ciento de los que me entrevistan le dedican un noventa por ciento de atención al personaje y un diez por ciento a la obra.
Al principio me molestaba más de lo que me molesta hoy, pero llegué a una conclusión: creo en mi obra, porque trabajo mucho, soy muy autocrítico, muy exigente. No me conformo con la primera o segunda o cuarta versión de un capítulo o de un párrafo o de la novela entera. Si es necesario la puedo revisar setenta veces siete, como dice la Biblia.
Lo que el artista quiere es que su obra llegue al mayor público posible, y para eso tengo que justificar la imagen que me han forjado los periodistas, y lo hago. Sé que el lector que llegue a mis libros por lo exótico del personaje no se va a decepcionar, y allí se va a enterar de que los periodistas están fuera de foco. Para llegar a la obra, el personaje escritor funciona. Para algunos escritores, no para todos.

La notoriedad también trae un ritmo de actividades extenuante: viajes, presentaciones, etcétera. ¿Qué relación tiene con la literatura en sí?
Con la literatura en sí, ninguna. Pero con lo que te acabo de decir, del escritor que quiere llegar a más lectores, todo, y hay que hacer este sacrificio inmenso que son estos viajes para promocionar la obra. Claro, se puede decir que lo haces exclusivamente por ventas, y no tienen que creer que uno es sincero cuando dice: “Sí, me importa vender más, pero lo que me importa es que me lean más.” Y a mí lo que me importa es que me lean más, por eso acepto estos viajes en los que se puede llegar a la extenuación. Es sembrar para cosechar más lectores.

¿Por qué es un sacrificio inmenso?
Lo es para algunos escritores, los que estamos convencidos de que lo nuestro es escribir. Sólo eso: escribir.
Vivo en Antofagasta, a mil kilómetros de la capital de Chile. A mi editorial, Planeta, le interesaría mucho que estuviera en Santiago, porque le sale muy caro que cada vez que tengo que ir a Santiago deba pagarme avión, hotel, viáticos. En Antofagasta ni siquiera hago vida social, porque lo mío es escribir. Mis colegas me dicen: “Mira de lo que te pierdes por no estar en Santiago, los grandes conciertos, las grandes exposiciones, Van Gogh, Picasso.” Y yo les digo: “Bueno, mirémoslo por el que para mí es el lado positivo. Mientras tú estás viendo una exposición, yo estoy escribiendo. Mientras tú estás escuchando un gran concierto, yo estoy borrando. Mientras tú estás en un recital de poesía, yo estoy reescribiendo. Y cuando tú estás sentándote a escribir, yo ya me gané el premio.”

Una idea frecuente, incluso entre escritores profesionales, es que la inspiración y el talento son suficientes, y que la técnica puede llegar a matar la obra.
Se me acaba de ocurrir algo, y creo que allí está el meollo. Si a alguien la técnica o el oficio le mata el talento, es porque no tenía mucho talento. Si tienes talento para escribir, ese mismo talento te va a salvar de que la técnica te trague, de que crezca sobre ti como planta carnívora. Si tienes talento, sabes que la técnica te sirve, pero también hasta dónde te sirve. Si la naturaleza, Dios o lo que sea te dio sensibilidad artística, no te sirve absolutamente de nada sin el aporte de la técnica, sin haber aprendido el oficio. Pero tampoco debieras entregarlo todo a la técnica, y eso un escritor de talento lo sabe.
Se me ocurre ahora también que el talento, al final, es esa intuición que te hace ser escritor. Eres escritor porque tienes una intuición especial, y es la que te hace ver que la técnica y el oficio son importantes, y también te ayuda a mantenerlos con la rienda bien firme, para que no se te desboquen.
Es similar a lo que ocurre con los escritores que dicen que hay que escribir como se habla; eso es una barbaridad. Si yo tratara de hablar como escribo me oiría ridículo; si escribiera como hablo, mi escritura sería muy pobre.
En el idioma español, al hablar, usamos entre mil quinientas y dos mil palabras, y hay personas que no usan más de quinientas. El idioma español tiene cerca de ochenta mil palabras, imagínate. Si utilizáramos entre quinientas y dos mil palabras para escribir, nuestra escritura sería muy pobre; habría setenta y ocho mil palabras sin usar. Para decir una cosa con esta pobreza de palabras daríamos vueltas como perro persiguiendo su cola, apenas para graficar lo que queremos decir, sin ver que entre las setenta y ocho mil que no usamos hay una que dice exactamente lo que estamos pensando. Es ridículo que algunos escritores abominen de los diccionarios. Los miran por debajo del ala y dicen que es un cementerio de palabras.
Convengamos en que es un cementerio de palabras. Allí está ese ser mágico que puede darle el “Levántate y anda” a esas palabras. Un escritor que rechaza el diccionario es como un carpintero que sólo tiene un martillo, un serrucho y un par de clavos para hacer un mueble, y que rechaza una caja de herramientas que le servirá para que su mueble le quede mucho mejor.
En lo que hay que tener cuidado, y aquí es donde entra el talento, es en que hay que saber utilizar esa herramienta, porque es un arma de doble filo. Mientras más herramientas tengas, si no las sabes utilizar, más fácil es que se vuelvan en tu contra. Y para saber utilizar esas herramientas hay que estudiar mucho.
Volvemos a lo mismo: la técnica y el oficio se hacen a base de trabajo, nada más. Siempre les digo a los estudiantes, cuando me invitan a las universidades y a los colegios, que primero está el trabajo y después, tal vez, el éxito, y que en la única parte en que “éxito” viene antes de “trabajo” es en el diccionario. En la vida no.

También está la urgencia por publicar.
Es un pecado grave, del que después se arrepienten muchos. Pero están los que sienten urgencia por publicar por ingenuidad y están los otros, los mercaderes de esta cosa del arte. Quieren publicar rápido para vender, para hacerse conocidos como poetas, para que su vecina lo conozca como poeta, para que su amiguita lo conozca como escritor.

Lo de la vecina hasta sería una causa noble...
Bueno, sí. Si se consigue a la vecina está bien, pero va llegar hasta allí, que no aspire a más.
A mi casa llega mucha gente a mostrarme sus poemas, sus cuentos, sus novelas incluso, y les pregunto: “¿Usted quiere escribir o ser escritor?” Parece lo mismo, pero no lo es. El noventa por ciento, lamentablemente, quiere ser escritor. Están encandilados con esa cosa de la fama. Ven a los escritores viajando, qué sé yo, aparecer en la tele, dar entrevistas... Los que toman la literatura como un medio difícilmente van a llegar. En cambio los otros, los que quieren escribir, para los que la literatura es un fin, algún día llegarán. Y si no llegan tampoco les importa mucho: escriben y punto, y lo que les interesa es eso. Escribir ya es un privilegio.

¿Cuál es la pregunta que te hubiera gustado que te hiciera un periodista, y que no te ha hecho?
¿Qué opina de la duda? Me hubiera gustado que me la hicieran, porque pienso mucho en la duda. Dudo mucho. Creo en la duda, y dudo de las cosas en las que creo. Nadie tiene a Dios agarrado por las barbas, y abomino de los que creen tener la verdad en las manos. La duda es medicinal.

3 comentarios:

Thierry dijo...

Hernán Rivera Letelier estuvo en San Salvador en agosto de 2002, ya que hubo una mesa rendonda en la Biblioteca Nacional en la que participamos tú él y yo. El hombre había sido bien interesante, como en la entrevista que acabas de publicar.

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Yo sería un pésimo testigo en un juicio, y un peor acusado: "¿Estuvo en agosto de 2002 en la Biblioteca Nacional con Thierry Davo y Hernán Rivera?" "¿No fue a finales de 2001?"
Chale...

Nancy dijo...

Super interesante.
Abrazos.