18 de marzo de 2006

La cuarta de Harry Potter

Si algo me ha gustado de la saga de Harry Potter ha sido su frescura y su sentido del humor, a veces macabro, siempre inteligente, y la sensación de esperanza que, con todo y todo, deja cuando uno sale del cine o apaga la tele.
Leí sólo el primer libro, porque me pareció que el segundo no me gustaría; cosas de uno. La segunda película, en efecto, me aburrió un poco. Sólo disfruté a la muchacha fantasma que vive en los baños y el papel de Kenneth Brannagh, como todos los suyos. De la tercera me encantó la ambientación de Cuarón, el juego con la muerte, muy a la mexicana, y qué sé yo, e igual la he visto tres veces, cuando no ha habido otra al alcance. Pero la cuarta me dejó angustiado. Fue como ir a ver la continuación de Breakfast Club y que a me pusieran en Elm Street, y que en vez de bailar en la biblioteca los chavos se hubieran puesto a defenderse del maesto que quiere matarlos a cuchilladas.
Después de la primera película, las historias me han parecido débiles, y esta cuarta en especial. Quizá por eso recurrieron a la truculencia innecesaria, o vaya a saber en qué estaba pensando el director. No sé si quiera ver la quinta de la serie. Prefiero ver directamente una en la que sepa que voy a ver cosas feas y así la disfruto por lo que es, y no tengo que torcer la boca porque me vendieron una cosa y me dieron otra.
Eso sí: magnífica fotografía, magníficos efectos visuales. Interesante el rollo del principio, cuando a Ron lo mata la envidia y se pone a incordiar a Harry Potter, ni siquiera le pide disculpas y de pronto, zaz, ya somos amigos de nuevo, y uno sabe que sólo es transitorio y que a Ron no hay que confiarle. Muy parecido a la vida real, y quizá allí hubiera habido mucha tela de dónde cortar, más de acuerdo con los personajes adolescentes.
¡Y qué feo Voldemort!
Bah. Debe ser la gripe.

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